domingo, 30 de noviembre de 2014

La mediocrizante liturgia posmoderna

Desde la promulgación del Motu Proprio Summorum Pontificum la liturgia tradicional ha experimentado un crecimiento importante en algunos lugares del mundo, pero manteniéndose como un fenómeno eclesial muy minoritario. Las causas son variadas. Sin duda, un factor muy importante es ideológico: el odio modernista hacia un rito que expresa con notable perfección y dignidad verdades dogmáticas sobre la Eucaristía en las que ya no se cree o sobre las que se duda. Otro ha sido el ecumenismo: se quiere que la liturgia católica no exprese las enormes diferencias que nos separan de los protestantes. También ha influido como causa mediata la “crisis del ambiente litúrgico” en tiempos preconciliares. Por último, nos parece que otra causa a tener en cuenta viene de la influencia de la (in)cultura postmoderna en el clero y los fieles, generadora de lo que –siguiendo la descripción del artículo que ahora reproducimos- podríamos denominar como los “mediocrizantes litúrgicos”.
La mediocrizante generación posmoderna
Empecemos por el adjetivo, mediocrizante es un neologismo en español, que seguramente no he inventado yo pero que me viene de maravillas para explicar lo que quiero decir. Y hay veces que no lo podemos explicar hasta que no encontramos la expresión adecuada.
Mediocrizante, sin embargo, existe en portugués como el participio activo del verbo mediocrizar, algunos lo incorporan como un lema distinto en el diccionario portugués y hacen de él un adjetivo independiente de la mera conjugación del verbo. Como sea, el Aurélio, hasta donde sé el diccionario más autorizado de la lengua portuguesa en Brasil, dice que mediocrizar significa “Tornar(-se) medíocre; vulgarizar(-se)”. No hace falta traducción, nos da las dos opciones en su forma pronominal, donde la opción recae sobre el sujeto, y en su forma transitiva activa donde la acción recae sobre otra cosa.
La forma transitiva es la que me interesa ahora, prescindiendo en este momento de que a la postre tendrá deletéreos efectos también sobre el sujeto, en su forma pronominal.
Tomándolo, entonces, en el tránsito de la acción al mundo el mediocrizar es volver mediocre algo, y como bien dice el Aurélio, vulgarizarlo. Mediocre viene por su parte del la unión latina entre medio, de obvio significado y ocris, que significa montaña escarpada. En otras palabras el que se queda a la mitad de algo difícil, algo que lo supera.
Con todo hay una diferencia enorme entre ser mediocre y ser mediocrizante. El primero subió un poco de la escarpada colina y se quedó cómodo en el primer llano. El segundo se ufana en proclamar la tierra plana. No hay picos, ni montañas escarpadas, no hay nada que deba estimarse fuera de mi limitada capacidad de otorgar valor a las cosas. Las cosas valen o dejan de valer en relación a mí.
El mediocre elige no seguir subiendo la montaña pero no la ultraja quitándole valía. El mediocrizante se siente amenazado por las alturas, por todo lo distinto de sí, por tanto necesita reducir a una igualdad cambalachezca todo lo que tiene la pretensión de crecer, de ser mejor. Para el mediocrizante eso es soberbia, es querer ser tenido por superior, por más alto.
Nuestra generación posmoderna no solo es mediocre, que en nuestros tiempos los había y no pocos, es mediocrizante, persigue activamente, al menos desde el discurso y a veces no solo, al que pretende despegarse de la brea aglutinante del criterio endógeno de que lo que vale, vale en tanto que tiene alguna relación conmigo, si no da igual. Es la generación Soda Estéreo, nada personal, es curiosamente  y gélidamente fría para todo aquello que no sea estrictamente personal. El individualismo de dar valor únicamente a lo que alimenta mi densidad yoica hace que en realidad muy pero muy pocas cosas le importen. En última instancia, llevando sus principios hasta las últimas consecuencias, un yo creado, una libertad creada es nada si se pone a sí misma como parámetro absoluto del real. Y no solo es nada, nadifica y se vuelve activamente nadificante. El encuentro con lo que tenemos en común es siempre de a dos, es siempre apertura a la alteridad, es siempre hambre infinita de algo distinto de sí.
En definitiva no solo no son capaces de adherir a lo bueno y excelente cuando lo ven sino que, muy por el contrario, se sienten ofendidos porque alguien ha osado descollar, por tanto hay que combatirlo con la más poderosa y nadificante de las armas: la indiferencia.
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jueves, 27 de noviembre de 2014

Pablo VI y Franco: Los verdaderos desencuentros


Los hechos que se relatan en el artículo titulado “Desencuentros Pablo VI – Franco”, publicado el 1/11/14 en la pág. 9 del nº 727 SP’, son muy anteriores y tienen muy poco que ver con las verdaderas raíces de ese distanciamiento existente entre el Papa Pablo VI y el General Franco.

Estimo como dato sobresaliente de esa disyunción la sopesada en agosto de 1953, previa a la firma del Concordato, cuando el embajador de España en la Santa Sede, Fernando María Castiella, informó a Pío XII que de su Secretaría de Estado salía información con destino a la URSS de los nombres y destinos de los sacerdotes que el Papa enviaba a la “Iglesia del silencio”, y que eran allí ejecutados. Confidencia desvelada por el espía Jesús Galíndez Suárez, que acusaba al jesuita Alighiero Tondi, secretario particular de Montini, de “ese soplo” y de montar la red de curas comunistas para operar en Hispanoamérica (como el hebreo Antonio Hortelano). Y aunque no se pudo probar la implicación directa de Montini, es vox populi, que sí existió una firme sospecha que obligó a Pío XII a apartarle de la Secretaría de Estado nombrándole Arzobispo de Milán.

Trascurridos diez años, otro desencuentro en abril de 1963, cuando tras un juicio sumarísimo se condenó a muerte al comunista Julián Grimau, y el entonces arzobispo de Milán, Cardenal Montini, pidió a Franco conmutar la pena, a lo que éste no accedió; Grimau fue fusilado el 20 de abril 1963, a pesar del “No hemos sido escuchados”, que pronunciara quien sería elegido Papa dos meses más tarde, el 21 de Junio. Elección que fue un duro golpe para el General Franco y gran parte del pueblo español.

Dos décadas después, en 1974, Pablo VI, volvió a hacer gestiones para evitar la ejecución del anarquista catalán Salvador Puig Antich, pero Franco se negó a atender su llamada telefónica.

En 1965, con la excusa del Año Santo Compostelano, Pablo VI quiso peregrinar a España, pero el General Franco se lo impidió. Esta circunstancia está contenida en una carta personal que Montini, siendo ya Papa y a la clausura del Vaticano II, remitió al Franco. La carta fue publicitada en Brescia, localidad italiana donde nació Pablo VI, con motivo de un congreso sobre este pontífice que dirigió los destinos de la Iglesia católica entre 1963 y 1978. El papa Pablo VI vinculaba de algún modo su presencia en España a la renuncia, por parte del régimen español, del privilegio de la presentación de las candidaturas de obispos.

Aunque la renuncia no se llegó a formular personalmente, al margen de Concordato, entre 1965 y 1970, Pablo VI nombró más de 35 obispos auxiliares (¡y qué ejemplares!). En esta tarea participaron activamente el Nuncio Luigi Dadaglio (Nuncio entre 1967-1980) y su consejero Monseñor Dante Pasquinelli, “verosímilmente masónicos” según Ricardo de la Cierva. El Nuncio Antonio Riberi, aunque fue nombrado por Juan XXIII, era hombre de confianza del luego Pablo VI y con él comenzaron la renovación postconciliar del episcopado y las primeras jubilaciones de obispos; su brazo derecho en Madrid (1962-1965) fue Monseñor Benelli, luego Secretario de Estado asociado a negros rumores. Ese grandísimo disparate, entre otros, es el que iría arrastrado a España católica a la más brutal incredulidad y apostasía hoy reinante.

Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que Pablo VI presionó de tal forma a Franco, tras ser sancionada por el Vaticano II la libertad religiosa, que incluso envió al Cardenal Carasoli (masón desde el 1957, según la listas de la P2), para que, al amparo de dicha promulgación, se exigiese la supresión del artículo 2º de los Principios del Movimiento Nacional que decía: “La Nación Española considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación”. Franco, obediente e hijo fiel de la Iglesia, lo eliminó el 10 de enero de 1967 y aprobó la libertad religiosa. Controversia que provocó limitaciones no solo a la Unidad Católica de España sino también a la Confesionalidad del Estado. Proceso que, a partir de entonces, dejó patente la secularización de 90.000 sacerdotes españoles y el vaciamiento de los seminarios diocesanos.

Por otra parte, no se entiende cómo se obligó a España a la renuncia del privilegio de la presentación de las candidaturas de obispos, en tanto que en Francia, en la región de Alsacia-Lorena, aún está vigente todavía el concordato napoleónico, en virtud del cual las autoridades republicanas mantienen el derecho de presentación sobre los obispos de dicha región.

Franco escribió una carta a Pablo VI el 29 de diciembre de 1972 en la que expresaba su preocupación por las actitudes políticas de una parte del clero e instaba al Papa a que hiciera lo posible por las buenas relaciones entre la Iglesia y el Estado. La respuesta de Pablo VI fue que “los indicios de subversión son más bien una admirable (muestra) de vitalidad espiritual del pueblo español” (ETA nació en un seminario, de Álvaro Baeza, pág. 12). De igual fuente (pág. 37) se desprende que Pablo VI previó la excomunión de varios miembros del Gobierno Español cuando el caso Añoveros (1974), así como en 1975, cuando los fusilamientos de etarras y miembros del FRAP, incluyendo en este caso al propio Franco y teniendo el Cardenal Tarancón en una mano el decreto firmado por el Papa, y en la otra los recibos que él y el Cardenal Bueno Monreal pagaban por el alquiler del despacho laboralista en Sevilla a Felipe González y Rafael Escudero (¡A saco! La cloaca española, De Álvaro Baeza, pág. 34).

Pablo VI, al igual que muchos hombres de Iglesia, se olvidaron de que Franco fue quien salvó la Iglesia en España. Y es que ya se sabe, de desagradecidos está el mundo lleno. No obstante, tengo entendido que Pablo VI se arrepintió de esos desencuentros y al final de su vida consideró, con toda humildad, que se había equivocado con Franco y con España. 

SÁNCHEZ FLORES, José Manuel.
“PABLO VI Y FRANCO, LOS VERDADEROS DESENCUENTROS".
En Siempre P´alante, 728 (2014) 10.

[Tomado del sitio en Facebook de la revista Siempre P'alante.]

domingo, 23 de noviembre de 2014

Vitoria: ortodoxia sin papolatría

Excurso sobre la plenitudo potestatis
y la summa potestas papales
 en Francisco de Vitoria [1]
Por Sergio R. Castaño.

La afirmación de que el papa actúa como vicario de Cristo es frecuente en Vitoria; a veces expresa la misma idea con la fórmula de que hace “las veces de Dios” [2]. En el citado pasaje se identifica al vicario (Vicarius) con la figura del “delegado (Delegatus)” y también con la del “legado (Legatus)”. Tales formulaciones, según las cuales el sumo pontífice, investido del primado, es representante de Cristo en la tierra (e incluso es “Commisarius Dei”), tornan pertinentes algunas aclaraciones sobre la respectiva concepción de nuestro autor. 
 Ante todo, al denominar nada menos que “Commisarius” al papa[3], Vitoria especifica que su plenitudo potestatis se refiere a los actos de jurisdicción y gobierno [4]. Precisamente, como ya había quedado establecido antes -con Sto. Tomás y la tradición católica, y en contra de toda corrupción doctrinal ockhamista-, dicha plenitudo potestatis nada puede alterar del contenido de la Fe. En efecto, la Fe católica, declarada por “los Concilios (dogmáticos) y los Santos Padres”, consistente en los artículos del Credo y la substancia de los sacramentos, así como todo aquello que necesariamente guarda conexión con la ley de Dios, no puede ser cambiada por un papa, define Vitoria [5]. Por lo demás, téngase en cuenta que el maestro salmantino estaba lejos de ceder al absolutismo papal o de manifestar tendencias papolátricas, en lo cual se revela como un fiel exponente de la genuina forma mentis católica. En esa línea, viene a cuento parar mientes en que Vitoria dedica largos debates críticos a los posibles actos ilícitos del papa. Veámoslo brevemente.
Es verdad, sostiene, que al fiel no le toca juzgar qué puede hacer lícitamente el papa al ejercer su potestad de gobierno. En efecto, dictaminar cuál es el ámbito de la jurisdicción de una potestad ya constituye un acto de jurisdictio, y no existe autoridad superior a la del pontífice. Vitoria critica tales conductas por parte de los fieles, ante el riesgo de cisma y herejía que ellas traerían aparejado. Con todo, el fiel sí puede hallarse eximido de la obligación de obediencia a mandatos o dispensas papales que sean evidentemente desordenados, propone Vitoria. Se trata de situaciones harto complejas, porque el papa podría pecar decidiendo ilícitamente, no obstante lo cual sus mandatos serían válidos desde el puro derecho positivo (en la medida en que él es supremo árbitro de todos los actos de jurisdicción de la Iglesia); aunque no serían legítimos atendiendo a otros principios (como la ley natural o la ley divina). Y el fiel, por ende, no estaría obligado en conciencia por tales mandatos. Es más: para Vitoria, autoridades eclesiásticas particulares (como un obispo o un concilio provincial) podrían ejercer ius resistendi -inclusive por la vía armada, y con socorro del príncipe cristiano secular- contra disposiciones papales que manifiestamente fueran ruinosas para la Iglesia. A ese respecto, nuestro autor ya había mencionado el supuesto de mandatos contra el derecho divino mismo, y afirmado que no ocurren, y que tal vez no ocurran nunca (forte nunquam), pero que no cabe duda de que deberían ser desobedecidos. 
Vitoria aduce como ejemplos, ahora, la derogación sin causa del derecho positivo de la Iglesia; la entrega del patrimonio eclesial a sus amigos; o “destruir la Iglesia” militante (“Ecclesiam destruere”) -sobre todo en sentido espiritual-. Cualquiera de esos supuestos justificaría una acción defensiva de los fieles (aunque esa acción no se ejercería a título individual, y tampoco podría pretender transformarse en un juicio sobre el papa y la potestad del pontífice en sí misma, dado que la autoridad papal es suprema en la Iglesia). Vitoria respalda su posición sobre el ius resistendi de la Iglesia en las razones y los ejemplos de “egregios doctores, que además han sido grandes defensores de la autoridad del pontífice”, como Torquemada y Cayetano (quienes precisamente, al igual que el propio Vitoria, se opusieron al conciliarismo). En cualquier caso, se advierte finalmente, semejante conflicto no debería llevar a olvidar la obligatoria reverencia a la dignidad papal.
El principio católico, asumido explícitamente aquí por Vitoria, de que el papa no es dueño de la respublica fidelium -como tampoco el príncipe lo es de la respublica civilis- y que no debe actuar como un dominus desligado de toda norma sino como el supremo “dispensador de los misterios de Dios”, explica y fundamenta las aquí sintetizadas proposiciones dogmático-canónico-político-morales del gran teólogo tomista, que hoy no dejan de sorprendernos [6]





[1] Aunque no entraremos aquí en la interesantísima cuestión, consideramos que no se trata de expresiones sinónimas. La nota desuprema de una potestad se refiere a la función de última instancia de dirección (gubernativa, legislativa y jurisdiccional), necesaria en todasocietas perfecta. A su vez, la ultimidad del órgano supremo está fundada en la autarquía de la comunidad (sobre este tema cfr., entre otros estudios nuestros, El Estado como realidad permanente, Buenos Aires, La Ley, 2003 y 2005, caps. V, VI y VII). Pero esa nota no implica de suyo que, en una sociedad dada, toda potestad de conducción derive y sea una participación de la potestad suprema y universal, tal como ocurre en la Iglesia. Sobre el sentido de la plenitudo potestatis petrina cfr. la obra del gran eclesiólogo del s. XX, Louis Billot, Tractatus De Ecclesia Christi, 3ª ed., Roma, Libraria Giachetti, 1909, pp. 551-569. Respecto de la noción tardomedieval de plenitudo potestatis en el ámbito eclesial y político puede verse Walter Ullmann, Historia del pensamiento político en la Edad Media, trad. R. Vilaró, Barcelona, Ariel, 1983, pp. 97 y ss.; Otto von Gierke, Teorías políticas de la Edad Media, trad. J. Irazusta, Buenos Aires, Huemul, 1963, pp. 126-127 y 261.
[2] Francisco de Vitoria, De potestate papae et concilii, 1.
[3] Decimos “nada menos” porque, como ha señalado Carl Schmitt, el mandato del comisario eclesiástico (papal), a partir del s. XIII, consistía a menudo en facultades ejecutivas que preterían derechos legítimos y prescripciones legales vigentes; en otros términos, tales comisiones se habían perfilado como delegaciones de la plenitudo potestatis papal que podían ir en detrimento de derechos históricos establecidos (cfr. Die Diktatur, München - Leipzig, Duncker & Humblot, 1921, pp. 45 y 51).
[4] Francisco de Vitoria, De potestate papae et concilii, 3.
[5] Francisco de Vitoria, De potestate papae et concilii, introd. y 1.
[6] Para el tratamiento doctrinal vitoriano del tema aquí delineado del obrar ilícito del pontífice y de la conducta recta a ser seguida por los fieles ante tales situaciones cfr. Francisco de Vitoria, De potestate papae et concilii, 14-25.

martes, 18 de noviembre de 2014

Pena de muerte y magisterio hodierno

La expresión "hermenéutica de la continuidad" corre el riesgo de transformarse en una suerte de conjuro mágico: es la solución inmediata para cualquier problema, que impide cualquier reflexión crítica sobre las novedades doctrinales de la Iglesia en el período postconciliar. Pero también puede significar otra cosa: un programa de investigación que, recurriendo a la más rigurosa hermenéutica teológica, procure establecer si hay continuidad homogénea entre algunas novedades magisteriales y la doctrina precedente.
Además de los teólogos profesionales también los laicos pueden realizar una "hermenéutica de la continuidad", con resultados de diversa calidad. Un buen ejemplo es el aporte de Luis María Sandoval sobre la pena capital.
La Iglesia considera intrínsecamente buena y lícita la pena de muerte, siempre que se cumplan ciertas condiciones esenciales, y esa legitimidad moral, en línea de principio, es una enseñanza definitiva, que no puede cambiar. Al mismo tiempo, la oportunidad de la pena capital es una cuestión prudencial, de índole político-jurídica, dejada a la libre discusión, sin perjuicio de los habituales pedidos de clemencia de las autoridades eclesiásticas. Sin embargo, en las últimas décadas, a partir de un pasaje de Evangelium vitae, luego introducido en el Catecismo, se han multiplicado las hermenéuticas de la ruptura en esta materia. Aunque el pasaje sólo introduce una pauta restrictiva de tipo prudencial, que admite por su naturaleza tantas excepciones como cambiantes pudieran ser las circunstancias, la argumentación con la que se lo intenta fundar es bastante endeble.
En el artículo que enlazamos aquí, Luis María Sandoval, interpreta el pasaje problemático de Evangelium vitae armonizando una novedad (de orden prudencial) con el magisterio precedente de tipo doctrinal (licitud intrínseca, que está fuera de duda). Sin perjuicio del resultado hermenéutico sustancialmente continuista, Sandoval no ahorra críticas hacia las deficiencias de los argumentos y de la formulación de los textos.
Reproducimos a continuación la parte más importante del artículo citado. La bastardilla nos pertenece.
— A la pena de muerte, caso particular entre las penas, se le dedica ahora el párrafo 2267 completo, separadamente y no dentro de la misma frase que reconocía el justo fundamento de la aplicación de penas en general. Se observa que la licitud de principio de la pena capital no se mengua, sino que se acepta con la clásica forma negativa: "La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye el recurso a la pena de muerte". Sí se hacen explícitas ahora dos cautelas exigidas por su irreparabilidad humana: que en el reo coincidan la identificación cierta y la plena responsabilidad. Y se impone un tono netamente restrictivo. La anterior redacción ya contemplaba la preferencia por los medios incruentos en cuanto éstos bastaran.
Pero además, se percibe que tanto en dicho pasaje, como al aludir antes a la legítima defensa por ministerio de la autoridad se hace sólo referencia a la responsabilidad por las vidas y su protección, omitiéndose ahora la referencia al bien común y el orden público. Lo cual podría plantear problemas en determinadas circunstancias: ya fueran los delitos militares frente al enemigo, ya fuera la proclamación del estado de guerra contra los saqueadores con ocasión de catástrofes. En estas referencias circunscritas a las vidas abunda la restricción con que concluye la admisión del recurso a la pena de muerte "si éste fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas".
Finalmente, en sintonía con las manifestaciones del Papa Juan Pablo II, se ha incluido este tercer párrafo: "Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquel que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en que sea absolutamente necesario suprimir al reo «suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos»".
Es evidente, en efecto, que si por deseo del Papa fuera, la pena de muerte no figuraría en el Catecismo como admisible. Pero él no es el dueño de la doctrina, sino su guardián. Toda la novedad de las correcciones viene a residir en dicho tercer párrafo, el cual no deja de suscitar problemas: todo el argumento se apoya en ese "hoy" (nostris diebus) inicial; no en un argumento moral permanente, sino en una constatación de hecho, que además no es tan evidente ni tan universal.
Obedece, más bien, a una influencia del espíritu del siglo. El fundamento de una enseñanza en el "hoy" dentro del Catecismo es más bien inusitado. Y cabe preguntarse si ese "hoy" ha despuntado en algún momento entre 1992 y 1997, o se retrotrae a la primera publicación del Catecismo de la Iglesia Católica. "Hoy" no deja de ser vago.
Igualmente, cabe preguntarse si se reconoce como pasajero. Todo "hoy", igual que ha tenido aurora, conocerá antes o después su ocaso. Como la historia humana no obedece a un progreso moral indefinido, no cabe la ilusión de que haya de brillar para siempre y cada vez más.
Peor aún: la idea de que la pena de muerte quita definitivamente al reo la posibilidad de redimirse es muy desafortunada. En ella resulta evidente la influencia del abolicionismo inspirado por este siglo materialista, para el cual la pena de muerte es irreparable y absoluta por no considerar el Juicio Divino, ni de otra Vida que la corporal. Igualmente, la expiación concebida sólo en el orden terreno sí requiere tiempo para acumular obras reparadoras, pero, como explica el Catecismo precisamente en el número anterior, el valor expiatorio de la pena procede de la disposición interior, de su aceptación voluntaria y no de otra cosa. No hay en todo este tercer párrafo una enseñanza de principio y universalmente válida, sino un solemne llamamiento del Papa a los fieles a que sus sociedades no ejerciten la facultad —que subsiste como lícita— de recurrir a la imposición de penas de muerte...".

lunes, 17 de noviembre de 2014

Dejate guillotinar

Hace unos días nos enteramos por la Agencia oficial de noticias del Vaticano que el Papa habría realizado «una condena absoluta de la pena de muerte, que para un cristiano es inadmisible». La cita no lleva comillas, por lo que no sabemos si se trata de una cita textual o es el fruto de la creatividad del redactor*. Si hubiera dicho tal cosa, habría cometido un grave error doctrinal, pues la doctrina católica bimilenaria anclada en la Escritura y la Tradición enseña que la pena capital no es intrínsecamente mala, aunque la cuestión de su oportunidad es de naturaleza prudencial.
Como ya nos hemos ocupado del tema en otras entradas, hoy vamos a tratar un aspecto histórico poco conocido: la pena de muerte en los estados pontificios y en el Vaticano. Si la pena de muerte estuviera absolutamente condenada, y fuera inadmisible para un cristiano, no se comprendería la legislación penal de la mismísima Santa Sede. En efecto, la pena capital en la legislación penal del Vaticano deriva de la misma praxis implementada en los estados pontificios hasta 1870. El último condenado fue Agatino Bellomo, guillotinado el 9 de julio de 1870.
Otro dato importante es que al momento de firmarse los Pactos de Letrán y la Constitución de la ciudad del Vaticano, el Código Penal del Reino de Italia establecía la pena de muerte para el delito de atentar contra la vida del Romano Pontífice en el territorio italiano, por efecto de su equiparación con el mismo delito respecto del monarca. En los citados pactos se disponía:
Art. 8.- Italia considera como sagrada e inviolable la persona del Soberano Pontífice, declara punible el atentado contra ella y la provocación al atentado, bajo amenaza de las mismas penas establecidas para el atentado o provocación al atenMATRtado contra el Rey. Las ofensas e injurias cometidas en territorio italiano contra la persona del Soberano Pontífice, en discursos, actos o en escritos serán castigados como las ofensas e injurias contra la persona del Rey…

Hábito de Mastro Titta.
No hubo intentos de asesinar al Papa mientras el derecho penal de la ciudad del Vaticano tuvo prevista la pena capital.
Pablo VI eliminó la pena de muerte de las normas penales vaticanas, anunciando la reforma en agosto de 1969. La modificación se hizo pública en 1971 cuando algunos periodistas acusaron a Montini de hipócrita, por sus críticas a las ejecuciones capitales en España y la URSS.
La pena capital fue completamente suprimida de la Ley Fundamental por medio de un motu proprio de Juan Pablo II del 12 de febrero de 2001.
Como dato anecdótico, pero a la vez revelador, conviene hacer una breve mención de Giovanni Battista Bugatti, conocido como Mastro Titta (1779-1869), verdugo de Roma y célebre ejecutor de las sentencias capitales de los estados pontificios. Su carrera de verdugo se desarrolló desde 1796 hasta 1864, alcanzando el número de un total de 516 reos ajusticiados. Se llevó un meticuloso registro de sus ejecuciones hasta el 17 de agosto de 1864, cuando fue sustituido por Vincenzo Balducci. El Papa Pío IX le concedió una pensión vitalicia de 30 escudos.
En conclusión, parafraseando a la Relatio, podríamos decir que los verdugos tienen dones y cualidades para ofrecer a la comunidad cristiana: ¿estamos en grado de recibir a estas personas, garantizándoles un espacio de fraternidad en nuestras comunidades? A menudo desean encontrar una Iglesia que sea casa acogedora para ellos. ¿Nuestras comunidades están en grado de serlo, aceptando y evaluando su tradicional oficio?
  
* N. de R.: días después de terminada la redacción de esta entrada el sitio del Vaticano publicó el documento completo y la noticia ha exagerado o deformado el alcance doctrinal de las palabras del Papa. En perspectiva prudencial, no nos parece que pueda darse una regla universal para todos los países y en todas sus posibles circunstancias respecto de la oportunidad de la pena de muerte.


jueves, 13 de noviembre de 2014

El «odio bueno»


Roberto Bosca ha decidido llevar sus reflexiones sobre Francisco a la TV. Y en este video afirma que «hay personas que quieren que este Papa se vaya o incluso se muera cuanto antes»; y que tal cosa es algo que nunca le hubiera gustado leer. Suponemos que ello es así porque a su juicio el desear la muerte del Pontífice sería manifestación de un odio contrario a la caridad. Si tal es la premisa de Bosca, habría que compartir el diagnóstico de Escrivá: la piedad sin doctrina puede decaer fácilmente en sensiblería y pietismo vacío.
Las consideraciones generales que hacemos a continuación se pueden encontrar en manuales serios y en la Summa de Santo Tomás. Por razones de espacio y claridad, vamos a seguir a Royo Marín (Teología de la caridadTeología moral para seglares).
1. El odio al prójimo.
Debemos amar al prójimo con amor de caridad. Por lo que toda forma de odio parece contraria al precepto de Cristo. Sin embargo, es necesario distinguir:
Odio de enemistad, llamado también de malevolencia, es el que desea algún mal a una persona en cuanto prójimo, o se alegra de sus males, o se entristece por sus bienes. Es el desearle mal, en cuanto es mal para él, y se opone directamente a la caridad y constituye, por lo mismo, un grave desorden moral.
Odio de abominación, llamado también odio de cualidad, consiste en aborrecer al prójimo, no en sí mismo, sino en sus obras (malas) y esto no es pecado. «La razón es porque odiar lo que de suyo es odiable no es ningún pecado, sino del todo obligatorio cuando se odia según el recto orden de la razón y con el modo y finalidad debida. Sin embargo, hay que estar muy alerta para no pasar del odio de legítima abominación de lo malo al odio de enemistad hacia la persona culpable, lo cual jamás es lícito aunque se trate de un gran pecador, ya que está a tiempo todavía de arrepentirse y salvarse. Solamente los demonios y condenados del infierno se han hecho definitivamente indignos de todo acto de caridad en cualquiera de sus manifestaciones» (Royo Marín).
Parafraseando a Escrivá, así como hay un «anticlericalismo bueno» (rechazo del clericalismo como vicio, pero no del clero, ni del estado clerical) hay un «odio bueno», que es conforme a la virtud de la caridad. Con palabras de San Agustín: «Este es el odio perfecto, que ni aborrezcas a los hombres por sus vicios, ni ames a los vicios por respeto de los hombres».
2. Amor y odio al prójimo.
El amor al prójimo e incluso a los enemigos nos obliga a deponer todo odio de enemistad y todo deseo de venganza. Los pecadores han de ser amados como hombres capaces todavía de eterna bienaventuranza; pero de ninguna manera en cuanto pecadores. La caridad no nos permite excluir absolutamente a ningún ser humano que viva todavía en este mundo, por muy perverso y satánico que sea. Mientras la muerte no les fije definitivamente en el mal, desvinculándoles para siempre de los lazos de la caridad –que tiene por fundamento la participación en la futura bienaventuranza–,  hay que amar sinceramente, con verdadero amor de caridad, a los criminales, ladrones, adúlteros, ateos, masones, perseguidores de la Iglesia, etc. No precisamente en cuanto tales –lo que sería inicuo y perverso– pero sí en cuanto hombres, capaces todavía, por el arrepentimiento y la expiación de sus pecados, de la bienaventuranza eterna del cielo. La exclusión positiva y consciente de un solo ser humano capaz todavía de la bienaventuranza destruiría por completo la caridad (pecado mortal), ya que su universalidad constituye precisamente una de sus notas esenciales. Amar no significa sentir mucha ternura, pues el verdadero amor reside esencialmente en la voluntad. Querer bien a alguien, es querer seriamente para esa persona todo cuanto según la recta razón y la fe es bueno: la gracia de Dios y la salvación del alma primeramente, y después, todo cuanto no desvíe de este fin.
Las sabias y célebres palabras de San Agustín que decía: Hay que odiar el error y amar a los que yerran, suelen frecuentemente interpretarse como si el pecado estuviese en el pecador a la manera de un libro en un estante. Se puede detestar el libro sin tener la menor restricción contra el estante, pues, aun cuando una cosa esté dentro de la otra, le es totalmente extrínseca. Sin embargo, la realidad es otra. El error está en el que yerra como la ferocidad está en la fiera. Una persona atacada por un oso, no puede defenderse dando un tiro en la ferocidad evitando herir al oso y aceptándole, al mismo tiempo, recibir un abrazo con los brazos abiertos. Santo Tomás, sobre esto, se explaya con claridad meridiana. El odio debe incidir no sólo sobre el pecado considerado en abstracto sino también sobre la persona del pecador. Sin embargo, no debe recaer sobre toda esa persona: no lo hará sobre su naturaleza, que es buena, las cualidades que eventualmente tenga, y recaerá sobre sus defectos, por ejemplo su lujuria, su impiedad o su falsedad. Pero, insistimos, no sobre la lujuria, la impiedad o la falsedad en tesis, sino sobre el pecador en cuanto persona lujuriosa, impía o falsa. Por eso el profeta David dice de los inicuos: los odié con odio perfecto (Ps. 138, 22). Pues, por la misma razón se debe odiar lo que en alguien haya de mal y amar lo que haya de bien. Por lo tanto, concluye Santo Tomás, este odio perfecto pertenece a la caridad. No se trata de un odio hecho apenas de irascibilidad superficial. Es un odio ordenado, racional y, por tanto, virtuoso. Así es que, odiar recta y virtuosamente es un acto de caridad. Claramente se ve que odiar la iniquidad de los malos es lo mismo que odiar a los malos en cuanto son inicuos. Odiar a los malos en cuanto malos, odiarlos porque son malos, en la medida de la gravedad del mal que hacen, y durante todo el tiempo en que perseveren en el mal. Así, cuanto mayor el pecado, tanto mayor el odio de los justos. En este sentido, debemos odiar principalmente a los que pecan contra la fe, a los que blasfeman contra Dios, a los que arrastran a los otros al pecado, pues los odia particularmente la justicia de Dios.
3. Desear al prójimo un el mal físico bajo razón de bien moral.
Los moralistas se preguntan, con Santo Tomás, si es lícito desear al prójimo un mal físico como la enfermedad o la muerte, bajo razón de bien moral, como expresión del odio de abominación. Y la respuesta es afirmativa: «No hay pecado alguno en desearle al prójimo algún mal físico, pero bajo la razón de bien moral (v.gr., una enfermedad para que se arrepienta de su mala vida). Tampoco lo sería alegrarse de la muerte del prójimo que sembraba errores o herejías, perseguía a la Iglesia, etc., con tal que este gozo no redunde en odio hacia la persona misma que causaba aquel mal» (Royo Marín).
Por tanto, es lícito desear al prójimo «algún mal físico o temporal bajo el aspecto de un bien mayor, como sería, por ejemplo, una enfermedad o adversidad para que se convierta, la corrección de un escándalo (v.gr., por el encarcelamiento o destierro del que lo produce) o el bien común de la sociedad (v.gr., la muerte de un escritor impío o de un perseguidor de la Iglesia para que no siga haciendo daño a los demás)» (Royo Marín).  
4. Desear la muerte del prójimo bajo razón de bien moral.
La muerte es un mal físico, no un pecado. En sí misma considerada, es la separación del alma de su cuerpo. Al desear la muerte del prójimo en cuanto mal físico, queriendo siempre su salvación, se realiza el odio de abominación
Cuando se quiere la muerte del pecador que daña al bien común, de la sociedad política o de la Iglesia, incluso pidiendo a Dios que esta ocurra pronto, se desea un mal físico (muerte) bajo razón de bien moral (bien común). Y no hay en ello ningún pecado sino más bien ejercicio de la caridad social.
Las reflexiones precedentes valen para los pontífices calamitosos en general y para el papa Francisco en particular. Y aunque lo dicho pudiera chocar al entusiamo papolátrico de Bosca & c., lo cierto es que el propio Papa lo ha reconocido al declarar: «que me maten es lo mejor que me puede pasar». En efecto, para Francisco, la muerte podría significar la gracia del martirio, con la que Dios redimió a un antipapa como San Hipólito; y para la Iglesia, podría ser un modo providencial de poner fin a un pontificado lamentable. Nuestra humilde sugerencia a Bosca: menos sensiblería y más reciedumbre informada por la caridad.


martes, 11 de noviembre de 2014

De la aristocracia de la inteligencia a la caquistocracia del periodismo

Decíamos en nuestra entrada precedente que el artículo de Roberto Bosca contiene una «mezcla de verdades, medias verdades, falsedades, estupideces, lugares comunes y mucho de papolatría obsecuente». Vamos a ver hoy un ejemplo paradigmático.
En efecto, dice Bosca en el artículo ya citado:
«Si bien el Concilio Vaticano II (1962-1965) se esmeró en abandonar una concepción juridicista de la Iglesia, como también superar los límites de la figura organicista del cuerpo místico, reemplazándola en cierto modo por el viejo y nuevo concepto de "Pueblo de Dios", los católicos no han terminado de salir del todo de ese pasado preconciliar, pese al más de medio siglo transcurrido desde la reforma
En primer lugar, si el Vaticano II pretende superar los límites de la figura organicista del cuerpo místico, reemplazándola en cierto modo por el concepto de «Pueblo de Dios», habría que explicar por qué razón el sintagma “Cuerpo Místico” aparece 20 veces en los documentos completos del último Concilio. Y en segundo lugar, Bosca debería dar alguna explicación sobre por qué razón un documento como Lumen gentium, la «constitución dogmática sobre la Iglesia», es decir, el documento eclesiológico por excelencia del Vaticano II, dedica un apartado especial a la Iglesia como «Cuerpo Místico». Por razones de tiempo, y brevedad, omitimos ahora dar cuenta de la persistencia de la fórmula en todo el magisterio eclesial posterior al último Concilio, que incluye el Catecismo de Juan Pablo II.
Pero no es sólo cuestión de cantidad y de contenidos textuales. Vamos a las interpretaciones del último Concilio. Un ejemplo lo tenemos en el dominico Sauras, OP, autor de un comentario a la constitución conciliar publicado por la BAC:
«Entre las muchas figuras bíblicas de la Iglesia destaca por muchos capítulos la figura paulina del cuerpo. Y, en razón de su importancia, la constitución dogmática le dedica un número muy extenso, el 7, con una riqueza de doctrina que más adelante tendremos oportunidad de exponer (…) Pero, como hemos dicho, destaca sobre todas la figura paulina del cuerpo. Es exclusivamente neotestamentaria. No la encontramos utilizada en el Testamento Antiguo. Más aún, es exclusivamente paulina, porque tampoco la encontramos en los evangelios (…) La tradición patrística se dio cuenta de la importancia que tiene esta figura del cuerpo y la utilizó con profusión. Los Padres vieron la riqueza de su contenido y lo desentrañaron minuciosamente, utilizando con frecuencia expresiones vivas y atrevidas que igualan incluso a las de San Pablo. (…) La figura del Cuerpo místico ha sido asimismo sujeto de las ocupaciones del magisterio, no ya sólo del ordinario, sino también del solemne. Conocidas son las dificultades con que tropezaba el Concilio Vaticano I cuando intentaba estructurar el esquema De Ecclesia a base de la idea del Cuerpo místico, y más tarde las desorientaciones a que tuvo que salir al paso la encíclica Mystici Corporis. Y lo que en definitiva el magisterio ha enseñado tanto en el indicado Concilio como en la encíclica de Pío XII, en la que se nos presenta una visión total y acabada de la Iglesia y un tratado teológico sobre ella basado en la concepción paulina del Cuerpo.
Por todo lo dicho no es extraño que el Vaticano II dedicara apartado especial en la constitución dogmática sobre la Iglesia a una figura que reviste en sí tanto interés y que ha sido tan apreciada por el magisterio, por los Padres y por la teología. En el capítulo primero, que habla del «misterio de la Iglesia», en el que se recogen las principales figuras bíblicas de la misma salvo la del «pueblo de Dios», a la que se reserva lugar especial en el capítulo segundo, se le dedica todo el n.7. Hay, además, indicaciones abundantes a la figura que nos ocupa en otros muchos números de la constitución.
El n.7, que empezamos a comentar, no es un tratado completo de eclesiología, como el que nos ofrece, por ejemplo, la aludida encíclica de Pío XII. Faltan muchas cosas que ya se conocen por hallarse explícitas en el propio San Pablo y expuestas en las tradiciones patrística y teológica y en el magisterio ejercido en la Iglesia hasta ahora. El acto magisterial del Vaticano II no intenta ser exhaustivo en esta materia, pero tiene, desde luego, mucho contenido, como veremos más adelante cuando expongamos la doctrina contenida en el n.7.
Este número, además, es el resultado de un proceso lleno de interés. Su contenido y su formulación han logrado superar una disputa no siempre bien llevada por los teólogos. Se trata de las figuras de cuerpo y de pueblo, las dos con un contenido en parte coincidente, en parte complementario y nunca excluyente el uno del otro, como veremos a lo largo del comentario. El Vaticano II da a la figura del cuerpo la amplitud de un capítulo y la encuadra en el capítulo dedicado a lo que vamos a llamar dimensión vital e interna de la Iglesia. Y a la del pueblo le dedica el capítulo segundo, que se ocupa de lo que llamaremos su dimensión externa y social.»
Otro dato llamativo sobre la crítica de Bosca a la «figura organicista del cuerpo místico» es que ignora que el mismísimo Josemaría Escrivá la empleó 13 veces en sus obras publicadas. ¿Habrá que decir que Escrivá no quiso, no supo o no pudo «superar los límites de la figura organicista del Cuerpo Místico» y que su obra –con excepción de Bosca- no ha «terminado de salir del todo de ese pasado preconciliar»?
Del Vaticano II se ha hablado muchísimo en nuestra bitácora, citando a defensores y detractores. Entre los primeros, hay autores sólidos, con los que se puede disentir, pero es justo reconocer que muchas veces argumentan con rigor. No es el caso de Bosca, que en su «defensa» del Vaticano II exhibe una grosera ignorancia de los textos conciliares y no logra siquiera una mínima «hermenéutica de la continuidad».
Para Escrivá, los miembros de su obra estaban llamados a ser una «aristocracia de la inteligencia», dentro de las posibilidades de cada uno. La lectura del artículo de Bosca nos deja la impresión que a impulsos del entusiasmo francisquista el ideal se ha rebajado a una «caquistocracia del periodismo».

lunes, 10 de noviembre de 2014

Una réplica a Roberto Bosca

Roberto Bosca es abogado y ha sido decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Austral, obra corporativa del Opus Dei, del cual es miembro supernumerario. En un deplorable artículo publicado en el diario La Nación de la Argentina, Bosca arremete contra quienes resisten legítimamente al calamitoso pontificado de Francisco. El artículo puede leerse aquí. Una mezcla de verdades, medias verdades, falsedades, estupideces, lugares comunes y mucho de papolatría obsecuente. Pero los medios de comunicación a veces ofrecen la posibilidad de replicar a personajes como Bosca, que parece afectado de un grave complejo de integrismo vergonzante que lo impele a realizar frecuentes "autos de fe democrática", tal vez para redimir su pasado como funcionario del Proceso de Reorganización Nacional. Transcribimos la réplica de Amicus, un comentarista anónimo que confronta algunos disparates de Bosca. 
Algunos problemas del artículo, de poco serios a graves:
1. "El papa Francisco es más popular todavía que su antecesor (S. JPII)". Quienes han medido los números seriamente (Pew Forum, etc.) no indican eso. La "popularidad" no es un índice de nada: Barrabás fue más popular que N. Señor.
2. Luego de mencionar algunas manifestaciones histéricas e irrespetuosas, a las que identifica con cualquier que no esté 100% en un estado de "trance admirativo" por SS Francisco, el autor dice que los "opositores" (todos los que no se suban a un tren de "adoración francisquista", parece), afirmarían: "el Papa ha venido a destruir la Iglesia Católica". Absurdo. Para afirmar algo tan grave e imputarlo generalizadamente, hay que citar. Si no, se incurre en falso testimonio. 
3. Luego, mete en la misma bolsa a todos los "no francisquistas" con ¡el franquismo!. Bordea la calumnia.
4. Entre los católicos "retrógrados" post CVII, ¿meterá por ejemplo el autor a su patrón S. Josemaría Escrivá, que continuó celebrando la misa tradicional (no reformada por la "comisión del expertos" del Arz. Bugnini, falseando la letra y el espíritu de Sacronsatum Concilium)?
5. La concepción supuestamente "superada" de la Iglesia como "cuerpo místico de Dios" surge directamente de la Sagrada Escritura (San Pablo) ¿el CVII viene a "enmendarle la plana" al apóstol en esta hermenéutica megalómana? ¿San Pablo era "franquista"? 
6. Lo más importante: ¿es frente a errores evidentes de SS Francisco -el pésimo manejo del Sínodo reciente, errores administrativos gruesos, ambigüedades dañosas en materia de comunicación, aplicación de una vara (suave) para unos (heterodoxos) y otra vara (durísima) para otros (ortodoxos pero no "del palo")" mientras se cantan loas a la Misericordia Divina, etc. etc.- señalarlos y desear que se corrijan? ¿Eso transforma a alguien en promotor de un "catolicismo hierocrático e intransigente que gustaba imponerse a machamartillo"? Es falso. Y absurdo.


sábado, 8 de noviembre de 2014

Diez consejos para sobrevivir a un Papa calamitoso


Diez consejos para sobrevivir a un Papa calamitoso y seguir siendo católico
Por Francisco José Soler Gil
Ah, pero... ¿puede un católico pensar que un Papa es calamitoso? Por supuesto que sí. ¿Pues acaso no debe creer un buen católico que es el Espíritu Santo el que está detrás de la elección de Papa? Evidentemente no. Quizás baste al respecto recordar la respuesta que el por entonces cardenal Ratzinger dio a su entrevistador, el profesor August Everding, en una famosa entrevista concedida en 1997. Le había preguntado el profesor Everding al cardenal, si de verdad creía que el Espíritu Santo interviene en la elección del Papa. La respuesta de Ratzinger fue sencilla y clarificadora, como de costumbre: «Yo diría que no en el sentido de que el Espíritu Santo elija en cada caso el papa, puesto que hay demasiadas pruebas en contra de esto, hay demasiados [Papas] que es por completo evidente que el Espíritu Santo no los habría elegido. Pero que, Él, en conjunto, no deja las cosas del todo de la mano, que, por decirlo así, nos da mucha cuerda, como un buen educador, nos deja mucha libertad, pero no deja que se rompa por completo, eso sí lo diría. Por tanto habría que entender esto en un sentido mucho más amplio, y no que Él dice: ahora tenéis que votar a éste. Pero posiblemente sólo permite aquello que no destruya del todo la cosa».  
Ahora bien, aunque un católico dé por supuesto que ningún Papa podrá llegar a destruir del todo la Iglesia, la historia muestra que, en materia de pontífices, ha habido de todo: buenos, regulares, malos, y malos de solemnidad, o calamitosos.  
¿Cuándo podemos decir que un Papa es calamitoso? Desde luego, no basta para eso que el pontífice sostenga opiniones falsas sobre tales o cuales temas. Pues un Papa, como cualquier otro hombre, ha de desconocer necesariamente muchas materias, y poseer convicciones erróneas en otras tantas. Y así podría resultar que un Papa aficionado a hablar de filatelia o numismática, sostuviera crasos errores sobre el valor o la datación de ciertos sellos o monedas. Al opinar sobre materias que no son de su competencia, un Papa tiene más posibilidades de equivocarse que de acertar. Exactamente igual que usted y yo, estimado lector. Por eso, si un Papa mostrara cierta propensión a hacer públicas sus opiniones sobre el arte de la colombofilia, la ecología, la economía o la astronomía, el especialista católico en tales materias hará bien en sobrellevar con paciencia las peregrinas ocurrencias del romano pontífice sobre asuntos que, por supuesto, son ajenos a su cátedra. El especialista podrá, desde luego, lamentar los eventuales errores, y más generalmente la falta de prudencia que algunas declaraciones manifiestan. Pero un Papa imprudente y locuaz no es ya por eso un Papa calamitoso.  
Sí lo es, en cambio, o puede llegar a serlo, el que causa de palabra y obra daños en el legado de la fe de la Iglesia, oscureciendo temporalmente aspectos de la imagen de Dios y de la imagen del hombre que la Iglesia tiene el deber de custodiar, transmitir y profundizar.  
¿Pero puede darse un caso así?... Bien, de hecho se ha dado ya varias veces en la historia de la Iglesia. Cuando el Papa Liberio (s.IV) ―el primer Papa no canonizado― cediendo a las fuertes presiones arrianas, aceptó una posición ambigua con respecto de esta herejía, dejando en la estacada a los defensores del dogma trinitario como San Atanasio; cuando el Papa Anastasio II (s.V) coqueteó con los defensores del cisma acaciano; cuando el Papa Juan XXII (s.XIV) enseñaba que el acceso a Dios de los justos no ocurre antes del Juicio Final; cuando los Papas del periodo conocido como «Gran Cisma de Occidente» (s.XIV-XV) se excomulgaban mutuamente; cuando el Papa León X (s.XVI) no sólo pretendía costear sus lujos mediante la venta de indulgencias, sino defender teóricamente su potestad de hacerlo, etc. etc., una parte del legado de la fe quedó oscurecido durante un tiempo más o menos largo por sus acciones y omisiones, generando así momentos de enorme tensión interna en la Iglesia. A los Papas responsables de tales hechos sí que cabe denominar con propiedad como «calamitosos».  
La pregunta es, entonces, qué se puede hacer en tiempos de un Papa calamitoso. Qué actitud conviene adoptar en tiempos así. Pues bien, ya que últimamente se han puesto de moda las listas de consejos para la felicidad, para controlar el colesterol, para ser más positivos, para dejar de fumar y para adelgazar, me voy a permitir proponerle al lector yo también una serie de consejos, para sobrevivir a un Papa calamitoso sin dejar de ser católico. Ni que decir tiene que no se trata de una lista exhaustiva. Pero tal vez resulte útil, de todos modos. Comencemos:  
(1) Mantener la calma:
En momentos de zozobra, la tendencia a la histeria es muy humana, pero no ayuda a resolver nada. Sosiego. Pues únicamente desde el sosiego cabe tomar las decisiones convenientes en cada caso, y evitar dichos y hechos de los que uno tenga luego que lamentarse.  
(2) Leer buenos libros de historia de la Iglesia y de historia del papado:
Acostumbrados a una serie de grandes Papas, la vivencia de un pontificado calamitoso puede resultar traumática, si uno no alcanza a ponerla en su contexto. Leer buenos tratados de historia de la Iglesia y de historia del papado ayuda a valorar mejor la situación presente. Sobre todo porque en estos libros se nos muestran otros casos ―numerosos, por desgracia o por ser así la naturaleza humana― en los que las aguas de la fuente romana bajaban turbias. La Iglesia sufre tales flaquezas, pero no se hunde por ellas. Así ha ocurrido en el pasado, y así esperamos que ocurrirá también en el presente y en el futuro.  
(3) No entregarse a discursos apocalípticos:
Experimentando los estragos de un pontificado calamitoso, algunos dan en tomarlos como indicios del inminente fin de los tiempos. Esta es una idea brota siempre en tales circunstancias: textos apocalípticos motivados por males semejantes pueden leerse también en autores medievales. Pero precisamente este hecho debería servirnos de advertencia. No tiene mucho sentido interpretar cada tormenta como si fuera ya la última tribulación. El fin de los tiempos llegará cuando tenga que llegar, y no nos toca a nosotros averiguar ni el día ni la hora. Lo nuestro es luchar el combate de nuestra época, pero la visión global le corresponde a Otro.  
(4) No quedarse en silencio, ni mirar para otro lado:
Durante un pontificado calamitoso, el defecto contrario de adoptar la actitud de profeta apocalíptico consiste en la minimización de los sucesos, el silencio ante los abusos, y el mirar para otro lado. Algunos justifican esta actitud recurriendo a la imagen de los buenos hijos que cubren la desnudez de Noé. Pero lo cierto es que no hay forma de enderezar el rumbo de una nave si no se denuncia el desvío. Por lo demás, la Escritura tiene para ello un ejemplo que viene mucho más al caso que el de Noé: los duros pero justos y leales reproches del apóstol Pablo al pontífice Pedro, cuando éste se dejó llevar por respetos humanos. Esta escena de los Hechos de los Apóstoles está ahí para que aprendamos a distinguir la lealtad del silencio cómplice. La Iglesia no es un partido en el que el presidente tenga que recibir siempre aplausos incondicionales. Ni es una secta en la que el líder sea aclamado en todo caso. El Papa no es el líder de una secta, sino un servidor del Evangelio y de la Iglesia; un servidor libre y humano, que, como tal, puede en ocasiones adoptar decisiones o actitudes reprobables. Y las decisiones y actitudes reprobables deben ser reprobadas.

(5) No generalizar:
El mal ejemplo (de cobardía, de carrierismo, etc.) de algunos obispos o cardenales durante un pontificado calamitoso, no debe llevarnos a descalificar en general ni a los obispos, ni a los cardenales, ni al clero en su conjunto. Cada uno es responsable de sus palabras y de sus actos y omisiones. Pero la estructura jerárquica de la Iglesia fue instituida por su Fundador, por lo que debe ser, pese a toda crítica, respetada. Tampoco se debe extender la protesta frente a un Papa calamitoso a todos sus dichos y hechos. Sólo deben ser contestados aquellos en los que se desvíe de la doctrina secular de la Iglesia, o en los que marque un rumbo que pueda comprometer aspectos de la misma. Y el juicio sobre estos puntos no ha de apoyarse en ocurrencias, opiniones o gustos particulares: La enseñanza de la Iglesia se resume en su catecismo. En lo que un Papa se aparte del catecismo, debe ser reprobado. En lo demás no. 
(6) No colaborar con iniciativas a mayor gloria del pontífice calamitoso:
Si un Papa calamitoso pidiera ayuda para atender buenas obras, debe ser escuchado. Pero no se deben secundar otras iniciativas como puedan ser, por ejemplo, encuentros multitudinarios que sirvan para mostrarlo como un pontífice popular. En el caso de un Papa calamitoso, las aclamaciones sobran. Pues, apoyado en ellas, podría sentirse respaldado para desviar aún más la nave de la Iglesia. No vale, pues decir que no se aplaude al pontífice tal, sino a Pedro. Pues el resultado es que ese aplauso será empleado para sus fines, no por Pedro, sino por el pontífice calamitoso.
(7) No seguir las instrucciones del Papa en lo que se desvíe del legado de la Iglesia:
Si un Papa enseñara doctrinas o tratara de imponer prácticas que no se corresponden con la enseñanza perenne de la Iglesia, sintetizada en el catecismo, no debe ser secundado ni obedecido en su intento. Esto quiere decir, por ejemplo, que los sacerdotes y obispos tienen la obligación de insistir en la doctrina y práctica tradicional, enraizada en el depósito de la fe, aun a costa de exponerse a ser sancionados. Asimismo los laicos deben insistir en enseñar la doctrina y las prácticas tradicionales en su ámbito de influencia. En ningún caso, ni por obediencia ciega ni por temor a represalias, resulta aceptable contribuir a la extensión de la heterodoxia o la heteropraxis.
(8) No sostener económicamente diócesis colaboracionistas:
Si un Papa enseñara doctrinas o tratara de imponer prácticas que no se corresponden con la enseñanza perenne de la Iglesia, sintetizada en el catecismo, los pastores de las diócesis deberían servir de muro de contención. Pero la historia muestra que los obispos no siempre reaccionan con la suficiente energía frente a estos peligros. Más aún, a veces secundan, por los motivos que sea, los intentos del pontífice calamitoso. El cristiano laico que resida en una diócesis regida por un pastor así debe retirar el apoyo económico a su iglesia local, mientras persista la situación irregular. Por supuesto, lo anterior no se aplica a las ayudas que vayan destinadas directamente a fines caritativos, pero sí a todas las demás. Y esto vale también para cualquier otro tipo de colaboración con la diócesis de que se trate, por ejemplo en alguna forma de voluntariado o cargo institucional.
(9) No apoyar ningún cisma:
Ante un Papa calamitoso, puede surgir la tentación de una ruptura radical. Esta tentación debe ser resistida. Un católico tiene el deber de tratar de minimizar, dentro de la Iglesia, los efectos negativos de un mal pontificado, pero sin romper la Iglesia ni romper con la Iglesia. Esto quiere decir que si, por ejemplo, su resistencia a adoptar determinadas tesis o determinadas prácticas acarreara sobre él la pena de excomunión, no debe por ello alentar un nuevo cisma, o apoyar alguno de los ya existentes. Es preciso mantenerse con paciencia como católico, en toda circunstancia.  
(10) Rezar: 
La permanencia y salvación de la Iglesia no depende en última instancia de nosotros, sino de Aquel que la quiso, y la fundó para nuestro bien. En momentos de zozobra, es preciso rezar, rezar y rezar, para que el Maestro despierte, y calme la tempestad. Este consejo ha sido puesto en último lugar, no por ser el menor, sino el más importante de todos. Pues, al final, todo se reduce a que creamos realmente que la Iglesia está sostenida por un Dios que la ama, y que no dejará que sea destruida. Recemos pues, por la conversión de los pontífices nefastos, y para que a los pontificados calamitosos sigan otros de restauración y paz. Muchas ramas secas habrán sido desgajadas durante la tormenta, pero las que hayan permanecido unidas a Cristo, florecerán de nuevo. Ojalá que esto pueda decirse también de nosotros.

Fuente:

http://conmilupa.blogspot.com.ar/2014/10/diez-consejos-para-sobrevivir-un-papa.html


jueves, 6 de noviembre de 2014

Al obispo "chantinga"


Las recientes noticias sobre disposiciones episcopales con amenazas de “excomunión” para los fieles que piden sacramentos a los sacerdotes de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X merecen un análisis a la luz del Derecho Canónico. Ofrecemos hoy nuestra traducción de la nota de un especialista, publicada por la bitácora Rorate Coeli. Esperamos que el obispo Oscar Sarlinga recapacite y deje sin efecto una norma que es propia de un "chanta".
A la luz del dictamen canónico de nuestro Capellán Nacional y Asesor Canónico, Mons. Gordon Lee, la Latin Mass Society desea aclarar algunos principios canónicos en relación con las recientes declaraciones del obispo Semeraro de Albano, Italia, y el obispo Sarlinga, de Zárate-Campana en Argentina, no sea que los malentendidos se extiendan a otras diócesis del mundo.
1. Basar un argumento canónico en el supuesto de que la Sociedad de San Pío X (SSPX) no tiene ningún estatus canónico en la Iglesia, y que sus sacerdotes se encuntran suspendidos después de la ordenación sin letras dimisorias, no tiene como consecuencia que el pedir los sacramentos sea un acto de cisma formal por parte de los fieles laicos.
a. Tal conclusión, entra en conflicto con el levantamiento de la excomunión de los obispos de la Fraternidad San Pío X realizada por el Papa Benedicto XVI en 2009: sería incongruente que el legislador levantara la excomunión a los obispos y la impusiera o mantuviera para los fieles laicos a quienes estos administran los sacramentos.
b. También entra en conflicto con lo dispuesto en el Derecho canónico sobre los efectos de la suspensión o excomunión de un sacerdote, que se levantan cuando alguien se acerca al sacerdote sujeto a la pena a fin de recibir un sacramento (canon 1335)*.
2. Sólo se puede incurrir en excomunión por adhesión al cisma cuando hay tanto una intención cismática como un acto externo (canon 1321).
a. Está claro, pues, que no se incurre en excomunión por quienes piden los sacramentos a los sacerdotes de la Fraternidad San Pío X, sin una intención cismática.
b. Si un fiel incurre en excomunión por una intención cismática, esto es un asunto del foro interno (el confesionario), y no del foro externo público.
c. Los menores de dieciséis años no pueden en ningún caso incurrir en dicha pena (canon 1323.1); esto se aplica a los menores de esta edad que recibieron el bautismo o la confirmación.
3. La actitud de la Santa Sede siempre ha sido que los fieles laicos que reciben los sacramentos de sacerdotes de la Fraternidad San Pío X no están excomulgados. Ejemplos son los siguientes:
a. En 1991, el obispo Joseph Ferrario de Honolulu declaró que seis laicos católicos fueron excomulgados por cisma en razón de haber recibido la confirmación de un parte de un obispo Fraternidad San Pío X. Estos apelaron a la Santa Sede que, a través del cardenal Ratzinger como Prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, declaró que el decreto era inválido, debido a que la acción, aunque censurable, no constituía cisma.
b. El 5 de septiembre de 2005, la Santa Sede, a través de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, afirmó que "los fieles que asisten a las misas de la Fraternidad antes mencionada no están excomulgados, y los sacerdotes que los celebran tampoco lo están, aunque que los segundos están, de hecho, suspendidos" (Protocolo n.55 / 2005, firmado por el entonces Secretario de la PCED, monseñor Camille Perl).
c. El 27 de septiembre de 2002 –citando y reafirmando lo mismo el 18 de enero de 2003- la Santa Sede, a través de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, declaró que "en el sentido estricto puede cumplir con su obligación dominical asistiendo a una misa celebrada por un sacerdote de la Sociedad de San Pío X" (Cartas firmadas por Monseñor Camille Perl).

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* N. de T.: “Si la censura prohíbe celebrar los sacramentos o sacramentales, o realizar actos de régimen, la prohibición queda suspendida cuantas veces sea necesario para atender a los fieles en peligro de muerte; y, si la censura latae sententiae no ha sido declarada, se suspende también la prohibición cuantas veces un fiel pide un sacramento o sacramental o un acto de régimen; y es lícito pedirlos por cualquier causa justa”.

Tomado y traducido de: