sábado, 28 de febrero de 2015

Familias numerosas


Familia Duggar.

Sabido es que la Iglesia elogia y tiene en alta estima a la familia numerosa. Pero la procreación es una actividad humana, no mera reproducción animal, que se ha de regular por la prudencia cristiana. En los casos concretos, la decisión de tener una familia numerosa, supone la previa decisión prudencial de los cónyuges. Como toda obra cristiana, la descendencia es un don de Dios, que se recibe. El generoso con los padres es Dios, que les concede el regalo de los hijos y lo necesario para educarlos cristianamente. No es que los esposos deban «ser generosos» con Dios proponiéndose el bien de una familia numerosa —con criterio cuantitativo: cuantos más hijos, mayor virtud—, porque como es algo tan bueno, Dios los ayudará con toda seguridad. No es verdad que lo que más cuesta sea lo más meritorio y santificante para los padres. Es la intensidad de la caridad lo que da el mérito al obrar.
Desde una perspectiva meramente cuantitativa, pareciera que la Iglesia estima por igual a cualquier familia numerosa. Sin embargo, la realidad de las familias numerosas es variable y puede ser el resultado de distintos comportamientos morales, como lo expresan estos párrafos que transcribimos a continuación: 
«Hay dos clases de familias numerosas. Primero, la familia numerosa salvaje, aquella que todavía hallamos en las carretas y en los tugurios, la familia que se abandona a los instintos, que no prevé nada, que da numerosos hijos no porque los desee, sino porque vienen sin pensarlo, y que los deja crecer en el abandono. Esas familias no denotan virtud alguna en los padres, los cuales a veces ni siquiera están casados y educan mal o no educan en absoluto a sus hijos. En los barrios populares de las grandes ciudades se encuentran mujeres cargadas de hijos, nacidos de padres diferentes, que ni ellas mismas son siempre capaces de determinar.
En el extremo opuesto hallamos la familia numerosa civilizada, la de los esposos reflexivos y previsores que se dan cuenta de las cargas que asumen y de los sacrificios que se imponen al poner muchos hijos en el mundo y aceptan cargas y sacrificios porque saben que, en el orden natural, no hay nobleza más alta que educar una numerosa familia y hacer de sus hijos los continuadores de la tradición familiar. Esas familias están en la cumbre de la moralidad familiar; dan el ejemplo del sacrificio de los goces inferiores en aras de las virtudes ideales. Constituyen una minoría selecta y dan ejemplo de valor, a veces de heroísmo. Pero la virtud que ellas practican exige tal fuerza moral, que no debe sorprendernos que su número sea reducido.» (LECLERCQ, J. LA FAMILIA SEGÚN EL DERECHO NATURAL. 4ª ed. francesa, 1958; trad. esp. Ventosa, Herder, 1961, pp. 215-216).


miércoles, 25 de febrero de 2015

QEPD


Ha fallecido el Sr. Fabián Vázquez, director de Radio Cristiandad. Rogamos oraciones por su eterno descanso y cristiana resignación de sus familiares.

lunes, 23 de febrero de 2015

Gallofas peperas


Por Juan Manuel de Prada
¡Ay, los sacrificios que los peperos tienen que hacer por esos ultracatólicos casposos!
GALLOFA se llamaba en la literatura clásica al hueso roído o mendrugo de pan mohoso o troncho de berza podrida que se entregaba al mendigo a modo de desmayada limosna. Y, más que entregarse, se arrojaba desde cierta distancia, pues no convenía acercarse en demasía al mendigo, que tal vez escondiera entre los harapos alguna buba o escrófula purulenta. De este modo, a la vez que acallaba su mala conciencia, el reticente benefactor evitaba el contagio.
A modo de gallofa, el Gobierno pepero ha arrojado a su electorado más zombi el hueso roído de una grotesca restricción que impediría a las menores de edad abortar sin el consentimiento de sus papaítos. Lo ha hecho, además, de la forma más desganada posible, disimulando a duras penas el tedio y la repugnancia que le provoca ese electorado zombi (¡ultracatólicos casposos!) al que, de buena gana, mandaría a tomar por retambufa; pero al que tiene que seguir camelando y dando pomada, para evitar desgarros. Además, esta vez el Gobierno no se ha conformado con arrojar la gallofa guardando una distancia prudencial por temor al contagio, sino que ha mandado como recaderos a sus diputados, pues la gallofa estaba tan podre que temía que su fetidez se le quedase prendida indeleblemente de las ropas, impidiéndole luego desenvolverse en sociedad y pavonearse ante su electorado más molón y moderno. ¡Ay, los sacrificios que los peperos tienen que hacer por esos ultracatólicos casposos! Y encima, los muy ingratos, no se los agradecen; y hasta hay algunos que, hartos de gallofas tan podres, ni siquiera doblan el espinazo para recogerlas. ¿Dónde se ha visto tamaña desfachatez?
Pero, aunque esos ingratos no recojan los huesos roídos y mendrugos mohosos que les arrojan, los peperos podrán caminar con la cabeza bien alta. Pues nadie podrá acusarlos de no haber cumplido con su papel, que no era otro sino engañar a su electorado más zombi, haciéndole creer que iban a derogar la ley del Aborto, cuando de lo que se trataba era de consolidarla, según la misión que Balmes dixit la dinámica revolucionaria ha asignado a los partidos conservadores, que no es otra sino «conservar» los intereses creados de la revolución. A la revolución del mundialismo le interesaba mucho que los peperos arrojasen esta última gallofa podre a su electorado más zombi, por una razón bien sencilla: una ley que permite abortar alegremente a las menores puede resultar demasiado brutal para las conciencias farisaicas; en cambio, una ley que exige a las menores consentimiento de los papaítos, además de tranquilizar las conciencias farisaicas, refuerza la consideración del aborto como acto de disposición de la voluntad, que sólo exige para poder realizarse plena capacidad legal o, en su defecto, una autorización de los papaítos que la supla, como comprarse un piso o abrir una cuenta bancaria. Mediante esta gallofa, se contribuye a la normalización del aborto como «derecho civil» y al eclipse de la conciencia, que ya no es capaz de enjuiciar la naturaleza criminal del aborto, sino que se conforma con imponer grotescos requisitos de capacidad legal a la mujer que lo perpetra; consecuencia inevitable de considerar el aborto una «tragedia para la mujer» (como tanto gustan de repetir los zombis), en lugar de un crimen contra la vida más inerme. La revolución mundialista no podrá decir que los peperos no han cumplido con ardor la misión que les ha sido asignada.
Quejarse ahora de que la gallofa está podre es como llorar ante la leche derramada. ¡Conque a doblar el espinazo y a recogerla agradecidamente, leñe, que las elecciones están a la vuelta de la esquina y vienen los podemonios!

miércoles, 18 de febrero de 2015

¿Mártires heréticos o cismáticos?





«Se pueden distinguir dos casos, dependiendo de si el hereje murió para defender su herejía, o si murió por un punto de doctrina en común con la verdadera fe.
El segundo caso es el más interesante, pero aún así el paciente no sería considerado como mártir, porque, dice Benedicto XIV, aunque muriera por la verdad, no muere por la fe dada por la Verdad, ya que este no tiene fe. Durando admitió en el hereje que niega un punto de fe un habitus sobrenatural, pero de fe informe; esta opinión es comúnmente rechazada por los teólogos. El que no tiene fe, no puede morir por la fe. Benedicto XIV, a continuación, habla del hereje invincibiliter, es decir, aquel que está "de buena fe" en el error; si muere por cierto punto de la fe, ¿puede ser considerado como mártir?
Benedicto XIV responde con una distinción importante: será coram Deo, pero no coram Ecclesia. Será coram Deo, siempre que esté dispuesto de modo habitual a creer todo lo que le propone la autoridad legítima, porque él no es culpable de acuerdo con las palabras de San Juan: Si yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado (15, 22); no será coram Ecclesia, que no juzga sino de lo exterior, y, observando la herejía externa, se limita a conjeturar la herejía interna. Vemos cómo esta distinción propuesta por el eminente canonista puede dar satisfacción a los casos más difíciles.
Pero, una fe que se admite para reconocer como mártir coram Deo al hereje invincibiliter que muere por defender una doctrina común con la verdad católica, ¿no haría necesario reconocerla también si muriera con la misma sinceridad por defender una afirmación errónea que él cree que pertenece al credo cristiano? Vemos por estos ejemplos que la noción del martirio que parece, a primera vista, delimitada de manera muy clara y distinta, plantea en realidad numerosas cuestiones a las cuales es difícil de responder con certeza.»
Tomado y traducido de:
R. HEDDIE, voz Martyre, en: DTC X, col. 233.

lunes, 16 de febrero de 2015

El papa demente



Para el DRAE demente (del lat. demens, -entis) significa vulgarmente loco, falto de juicio. Para la Medicina, demente es quien que padece demencia,  esto es un deterioro de las facultades mentales.
La definición de la demencia, por tanto, puede darse desde diversas perspectivas. Una de ellas, sin dudas muy importante, es la científica, que corresponde a la psiquiatría. Otra definición, que supone la anterior, es la definición jurídica, civil o canónica, que es de índole práctica u operativa, pues el demente es un sujeto incapaz de adquirir o ejercer ciertos derechos y obligaciones
A lo largo de la historia, la demencia ha sido una realidad con incidencia política. Así, por ejemplo, ¿qué sucedería si el jefe de un Estado cayera en demencia mientras se encuentra en el ejercicio de sus funciones? En el vídeo que ilustra esta entrada, tenemos el caso del Rey Jorge III de Inglaterra, quien presentó claros síntomas de demencia, con riesgo para su propia vida, lo que planteó problemas jurídico-políticos sobre la regencia por incapacidad.
También la demencia ha sido empleada como instrumento para abusar de la autoridad política. En numerosos regímenes totalitarios, por ejemplo, la internación psiquiátrica sin causa se empleó para reprimir a disidentes o sustraerlos de toda actividad pública.
Para prevenir abusos, los ordenamientos jurídicos civiles determinan exigencias de derecho natural mediante normas positivas que se han vuelto casi universales por su generalidad: la demencia debe ser declarada por una autoridad judicial, supone previos dictámenes periciales y el presunto demente tiene derecho a defender su capacidad mental.
Para el derecho canónico, dos son los modos previstos en virtud de los cuales se produce la vacancia de la Sede Apostólica: el ordinario, por muerte; y el extraordinario, por renuncia (cfr. Corral). No están expresamente previstos, en cambio, los denominados modos excepcionales que son tres: herejía, cisma y demencia. Sobre los dos primeros nos hemos ocupado en entradas precedentes al tratar acerca del «sedevacantismo». Resta decir algo sobre la causal de demencia.
¿Qué sucedería si un papa reinante sufriera demencia sobreviniente a su elección? ¿Qué consecuencias tendría este hecho en el pontificado? ¿Seguiría siendo Romano Pontífice aunque estuviera incapacitado para ejercer el primado?
Para los canonistas y los teólogos que se ocupan de esta hipótesis, la demencia, si reúne ciertas condiciones, da lugar a la pérdida del pontificado. Pero no cualquier alteración de las facultades mentales trae esta consecuencia. Hay consenso doctrinal en torno a ciertos requisitos:
1º. Demencia. Debe tratarse de un trastorno psíquico tan grave que incapacite para el ejercicio del pontificado. Juan de Santo Tomás emplea el término amentia para subrayar la seriedad del trastorno.
2º. Cierta. Se ha de alcanzar certeza moral de que el sujeto ha perdido el uso de sus facultades mentales. Y para ello resulta prácticamente ineludible el juicio de peritos que dictaminen con juicio fundado sobre la falta de salud mental del paciente. El común de los fieles, cualquiera sea su profesión, no está en condiciones de determinar con certeza moral si un pontífice ha caído en demencia, no importa cuales sean sus conocimientos de psiquiatría, medicina, derecho y teología. Por la sencilla razón de que no tienen conocimiento directo del paciente. Además, para evitar abusos o manipulaciones, el dictamen pericial ha de recibir alguna confirmación de parte de la autoridad eclesiástica competente. De lo contrario, bastaría el juicio psiquiátrico para que la Sede estuviera vacante, con lo cual se daría la extraña paradoja de que la cabeza visible de la Iglesia no dependería de su Jerarquía, instituida por Cristo, sino del dictamen de peritos a quienes, sin embargo, Cristo no confirió posición jerárquica en la Iglesia, por más eminentes que sean en su disciplina particular.
3º. Perpetua. La demencia no puede ser temporaria sino una realidad permanente, que incapacite para ser titular de la jurisdicción pontificia. Si hubiera intervalos lúcidos, etapas dudosas, etc., no habría pérdida del pontificado.
¿Cuándo y cómo tendría lugar la pérdida del pontificado en caso de demencia cierta y perpetua? En la respuesta los autores ofrecen distintas sentencias, tal como lo explicamos al tratar del «Papa hereje». Para los partidarios del «automatismo» de Bellarmino y Wernz, esto sucedería ipso facto al tiempo de producirse el hecho. Lo cual no deja de ser muy problemático en la práctica, causante de incertidumbre para toda la Iglesia, incluso de posibles cismas, pues cualquiera podría aducir la vacancia de la Sede por amencia del pontífice reinante.
Para la tradición dominicana, en cambio, se necesita de una sentencia de la Iglesia que declare que el pontífice ha devenido demente y se ha operado la pérdida del pontificado. Esta solución nos parece la que mejor respeta la naturaleza de la Iglesia, que es un cuerpo orgánico, jerárquico y jurídico, que no puede reducirse al Papa solo y no consiente la privatización del juicio sobre la salud mental de su cabeza visible.
El supuesto de pérdida del pontificado por demencia muestra con bastante claridad las aporías del automatismo de autores como Bellarmino y Wernz: una teoría difícil de defender y poco viable en su aplicación práctica.
Trastornos de personalidad. Sin llegar a constituir la demencia que arriba mencionamos, por su menor gravedad, se habla con frecuencia de distintos «trastornos de personalidad». Dada nuestra absoluta carencia de conocimientos psiquiátricos, sólo podemos hacer dos observaciones:
- Dos fuentes muy bien informadas, e independientes entre sí, nos han relatado que cuando se presentó a Jorge M. Bergoglio, SJ, como candidato para arzobispo auxiliar de Buenos Aires, el general de los jesuitas lo vetó, alegando una personalidad desequilibrada. No tenemos más información al respecto y desconocemos las palabras literales de Kolvenbach. Pero podemos conjeturar la existencia de alguna suerte de deficiencia de carácter, o de temperamento, que tal vez desde la psiquiatría pudiera clasificarse como «trastorno de personalidad» lato sensu. De hecho, ésta sería una explicación plausible de muchas de las actitudes y dichos de Bergoglio anteriores y posteriores a su elección pontificia.
- En todo caso, mientras no conste con certeza la existencia de una verdadera demencia, certificada por peritos y corroborada por una sentencia de la Iglesia, no se puede dudar positivamente de la validez de su elección, ni de su condición de Romano Pontífice. Lo que no impide, claro está, la legítima resistencia, tema sobre el cual ya hemos tratado in extenso en nuestra bitácora. 

jueves, 12 de febrero de 2015

¿Respaldo a los «cunicultores» y condena a los «sin hijos»?

En la audiencia general de este miércoles, el papa Francisco ha dicho, entre otras cosas, lo siguiente:
«La concepción de los hijos debe ser responsable, como enseña también la Encíclica Humanae Vitae del Beato Papa Pablo VI, pero el tener muchos hijos no puede ser visto automáticamente como una elección irresponsable. Es más, no tener hijos es una elección egoísta. La vida rejuvenece y cobra nuevas fuerzas multiplicándose: ¡se enriquece, no se empobrece! Los hijos aprenden a hacerse cargo de su familia, maduran compartiendo sus sacrificios, crecen en la apreciación de sus dones».
Después del escándalo suscitado por sus palabras precedentes sobre los «conejos» viene una afirmación que es verdadera, sobre la cual en esta bitácora hemos hablado en entradas precedentes. La comprensión de la función de la virtud de la prudencia en la vida moral es difícil por diversas razones, una de las cuales es la pervivencia de la mentalidad casuista y de la «cuantofrenia». Una familia numerosa puede ser fruto de una decisión prudente de los esposos, y por consiguiente manifestación de una paternidad responsable, o puede ser lo contrario; y lo mismo se ha de decir de una familia reducida, que también puede ser fruto de una decisión prudencial recta, o del vicio conocido como prudencia carnal, y por ello expresión de una paternidad irresponsable respecto del bien personal, familiar y comunitario, que podría verse lesionado por el egoísmo de los cónyuges.
Pero la segunda frase que hemos resaltado merece al menos dos consideraciones:
- El no tener hijos puede ser muchas veces una elección egoísta, sobre todo en los países occidentales descristianizados que se han entregado a un crudo materialismo. Es el caso de las denominadas parejas DINK (del inglés: Double Income No Kids = doble salario sin hijos), que por lo general conviven sin casarse, pero que podrían contraer matrimonio sacramental. Las características de este fenómeno social creciente se encuentran bien descritas por numerosos sociólogos, por lo que no abundaremos ahora en el tema.
- Pero el no tener hijos no es siempre y en toda circunstancia una elección egoísta. Aquí podríamos traer diversos casos tomados de la Teología Moral*, en los cuales se considera legítimo que los cónyuges renuncien al uso del matrimonio, de común acuerdo, sea de forma temporal o perpetua. Pero para no entrar en una casuística que podría resultar delicada y hasta escabrosa en sus detalles, nos basta ahora con recordar que la Virgen María y San José contrajeron verdadero matrimonio, con el derecho radical al cuerpo del otro, pero renunciaron al uso de tal derecho. En este caso, por tanto, hay una elección moral que implica no tener hijos, pero que no es en modo alguno fruto del egoísmo sino realización eminente de un bien mayor.
Hacemos votos para que la frase del Papa «no tener hijos es una elección egoísta» no se transforme en un nuevo «bergoglema» sembrador de mayor confusión.




* P.S.: los moralistas tratan de la no obligatoriedad del débito conyugal en los casos de enfermedad contagiosa, con diversas consideraciones y matices en los que no nos interesa ahondar.
Lo que queremos destacar es que la causa eficiente del verdadero matrimonio es el consentimiento matrimonial. Es el acto de la voluntad por el cual ambas partes se dan y aceptan el derecho perpetuo y exclusivo sobre el cuerpo en orden a los actos que de suyo son aptos para engendrar prole. No debe confundirse el derecho radical –que es esencial al matrimonio- con el uso efectivo del mismo, al que pueden renunciar los cónyuges de común acuerdo. La comunidad de vida, de mesa y habitación pertenecen a la integridad del matrimonio, pero no a su esencia; un matrimonio sería verdadero y válido aunque se excluyera por previo pacto esa comunidad, con tal de mantener el derecho sobre el cuerpo del cónyuge, en orden a los actos que son de suyo aptos para la generación, que constituye el propio fin del matrimonio, fin que no se identifica con un resultado genésico.
Para concluir, trascribimos unas palabras de Royo Marín que expresan el sentir común de los moralistas católicos:
«Conclusión 3.a Por mutuo acuerdo y libre consentimiento pueden los cónyuges abstenerse lícitamente del acto conyugal por una temporada e incluso por toda la vida. Esta conclusión es un mero corolario de la anterior. Porque, si ninguno de los dos cónyuges tiene obligación de pedir el débito (aunque sí de concederlo), pueden libremente ponerse de acuerdo para no pedirlo ninguno de los dos. Tal ocurrió con el matrimonio santísimo de la Virgen María y de San José. La abstención temporal es altamente beneficiosa para la salud del cuerpo y el provecho espiritual del alma, por lo que lo recomienda San Pablo, como hemos visto en la primera conclusión (cf. 1 Cor 7,5). La perpetua, en cambio, rara vez será conveniente, por el peligro de incontinencia, enfriamiento del amor conyugal, etc. Pero, si hubiera alguna razón especial que lo aconsejara (v.gr., la práctica perfecta de la virtud de la castidad), podrían tomar esa determinación, con tal que el acuerdo sea enteramente voluntario y libre por ambas partes y sin que suponga una decisión irrevocable si se presentan dificultades en su cumplimiento.» (Teología moral para seglares, Tomo II, n. 616, p. 688).

miércoles, 11 de febrero de 2015

Parirás con dolor los hijos

En la entrada precedente mencionamos un pronunciamiento de Pío XII sobre el parto sin dolor como un ejemplo análogo a los «métodos naturales» para la regulación de la fertilidad conyugal. El tema, en sí mismo considerado, no es de interés para nuestra bitácora, por lo que no pretendemos hacer una exposición actualizada la luz de la moral médica. Pero el pronunciamiento de Pío XII sirve para ilustrar sobre los distintos modos de abordar una novedad científico-técnica, en relación con el dogma y la moral cristiana.
Un poco de historia. El 8 de enero de 1956, Pío XII pronunció un discurso al recibir en audiencia a más de 1.000 médicos pertenecientes a distintas nacionalidades y entre los que se encontraban muchos ginecólogos de reconocida fama mundial y nacional. En este discurso Pío XII declaró lícito el llamado «método profiláctico» del parto sin dolor
En todo tiempo, la madre en el momento del alumbramiento ha experimentado dolores muy fuertes y en todo tiempo se han buscado remedios para aliviar el dolor del parto. Cuando se comenzaron a emplear los anestésicos en las operaciones, se comenzó también a aplicarlos a las madres en el alumbramiento. Simpson, médico inglés, que fue el primero que usó en 1847 el cloroformo como anestésico, fue un gran defensor del empleo del cloroformo en los partos. Ya en el mismo año de 1847 logró que 30 partos se realizaran sin dolor alguno. Su método fue ganando terreno, sobre todo a partir de 1853, año en que Simpson asistió en un parto a la reina Vitoria de Inglaterra y le aplicó con feliz resultado el cloroformo. Pero desde un principio, la aplicación del cloroformo en los partos encontró gran oposición de parte de los médicos por los efectos sobre la salud de la madre y su descendencia. Algo semejante ocurrió con otros anestésicos, de uso general y luego local. Los métodos se fueron perfeccionando, los efectos peligrosos de la anestesia para la salud de la madre y su prole se fueron atenuando y todo esto repercutió sobre la consideración de los moralistas.
Cabe anotar que el método «psicoprofiláctico» del alumbramiento sin dolor sobre el que versa el discurso de Pío XII no consiste en la aplicación de algún anestésico ni en la provocación de un estado de hipnosis en la madre.
La polémica. Las opiniones de los médicos sobre la conveniencia o no conveniencia del uso de los anestésicos en el parto, incidieron en la mentalidad de los moralistas. Al plantearse éstos el problema de si se podía anestesiar a la madre durante el alumbramiento, se entabló una polémica que duró hasta el discurso del Papa sobre el parto sin dolor. Aunque, en general, todos admitían la licitud del empleo de los anestésicos cuando el parto es difícil, con dolores extraordinarios, unos defendían que no era lícito dicho empleo en los partos normales, mientras que otros no veían en ello ningún pecado. El discurso de Pío XII puso fin a la controversia y fue pacíficamente recibido en la Iglesia.
En esta polémica, las discusiones de los médicos tienen hoy sólo interés para los historiadores de medicina, por lo cual no diremos nada más al respecto. Tampoco daremos cuenta ahora de la proyección de los datos médicos de la década de 1950 sobre el juicio de los moralistas, por las mismas razones. En cambio, ahora interesa mencionar algunos argumentos empleados para su valoración negativa.
Los argumentos en contra. Varios textos de la Sagrada Escritura mencionan los dolores de parto. Isaías compara su pueblo con la mujer que, en el instante del alumbramiento, sufre y se queja (Is., 26, 17) Jeremias, que ve delante el aproximarse el juicio de Dios, dice: «Oigo gritos como de mujer en parto; alaridos como los de una mujer que da a luz por primera vez» (Jer., 4, 31). En la tarde anterior a su muerte, el Señor compara la situación de sus apóstoles a la de la madre que espera el momento del alumbramiento (Jn., 16, 21).
Pero el pasaje bíblico en el que más énfasis ponían quienes se oponían a la licitud moral del parto sin dolor es: «Multiplicaré los trabajos de la preñez; parirás con dolor los hijos» (Gen. 3, 16). Así, por ejemplo, una difundida obra de ética médica afirmaba : «Consideramos que el conocido texto de la Biblia tiene aquí perfecta aplicación. Dios, al decir a Eva, nuestra madre común, después del pecado original: Parirás con dolor, dictó una terrible sentencia que se verifica diariamente, para que sea permitido atribuirle un sentido metafórico a la frase» (Surbled). Varios tratadistas de Moral, no médicos, siguieron esta sentencia y admitieron que sólo era lícito usar anestésicos en los partos difíciles, no en los ordinarios.
En su tiempo, algunos presentaron el alumbramiento sin dolor como una confirmación de la cultura materialista, comunista, sobre todo por parte de Lamaze, quien al introducir el método en Francia lo presentó como una conquista de inspiración soviética
La respuesta de Pío XII. En la segunda parte del discurso, Pío XII examina la cuestión bajo tres puntos de vista: el científico, el ético-moral y el dogmático.
a) Valoración moral. ¿Es lícito o no emplear el método de alumbramiento sin dolor? Es un principio en Moral que para declarar la licitud de un acto, hay que atender a su objeto, al fin con que se ejecuta y a las circunstancias que lo rodean. El Papa tiene en cuenta estas tres fuentes de moralidad, cuando dictamina sobre la moralidad del alumbramiento sin dolor.  Y afirma categóricamente: el método psico-profiláctico del alumbramiento sin dolor «en sí mismo no tiene nada de reprobable desde el punto de vista moral».
b) Valoración dogmática. Pío XII examina el método para ver si se opone a los dogmas de la Iglesia.
b.1) Muchos han creído que el método del alumbramiento sin dolor está en contradicción con lo que se dice en la Escritura, donde leemos que Dios impuso a la mujer el castigo de dar a luz a sus hijos con dolor. A esta dificultad u objeción responde Pío XII comparando el trabajo impuesto en la misma Escritura como castigo al hombre y el dolor impuesto también como castigo a la mujer. Con el trabajo impuesto como castigo al primer hombre y a su descendencia: «Dios no quiso impedir, ni ha impedido a los hombres, el investigar y utilizar todas las riquezas de la creación, hacer que la cultura progrese paso a paso; hacer la vida de este mundo más soportable y más hermosa; suavizar el trabajo y la fatiga, el dolor, la enfermedad y la muerte; en una palabra, someter a sí la tierra
Del mismo modo, castigando a Eva, Dios no quiso impedirle, y no ha impedido a las madres, el utilizar los medios apropiados para hacer el parto más fácil y menos doloroso».
Por otra parte, añade el Papa, al imponer Dios el castigo de que la mujer dé a luz sus hijos con dolor, no precisó la manera de cómo sería este castigo. Y en efecto, como anotaba un comentarista del discurso pontificio, «el llevar en el seno durante nueve meses al hijo, el amamantarlo en sus primeros meses, el tener que levantarse por la noche a la más pequeña molestia del niño, el tener que cuidarse de él hasta que sea mayor ya es bastante dolor para una madre».
b.2) Otros han apuntado la génesis ideológica (materialista, comunista) de los principales promotores del método como óbice moral. A lo que el Pontífice responde, con un pasaje que ya hemos citado en la entrada anterior. En efecto, no porque un sabio pertenezca a la verdadera fe, sus postulados en el campo científico van a ser verdaderos; o por el contrario, no porque un investigador profese el error en materia filosófica y religiosa, sus descubrimientos en la ciencia van a ser también erróneos.
En suma, los adelantos científicos son verdaderos sólo porque responden a una realidad, independientemente de la ideología de sus autores. Por eso un investigador materialista puede hacer un descubrimiento científico, lo mismo que los puede hacer un investigador católico, sin que esos descubrimientos constituyan un argumento a favor de las ideas filosóficas y religiosas de sus descubridores.
Algunas conclusiones provisionales. Las notas precedentes nos pueden llevar a preguntarnos si Pío XII acertó en la solución dada al problema, aunque el punto, hasta donde sabemos, ha tenido una solución pacífica en la Iglesia. Tal vez en un futuro los hermanos Dimond quieran apoyarse en la Escritura para profundizar en su “sedevacantismo montaraz”, y fijar nueva fecha a la “vacancia” de la S. Sede al 8 de enero de 1956, año en el cual Pío XII habría dejado de ser Papa por contradecir heréticamente a la Escritura admitiendo el parto sin dolor… Ironías aparte,  el tema puede servir para ilustrar o debatir cuestiones que ya hemos tratado o insinuado en nuestra bitácora (literalismo bíblico, fijismo, integrismo, reforma de lo reformable, hermenéutica de la continuidad o de la ruptura, etc.) y, por qué no, el Pío XII de la post-guerra.

Bibliografía:
- Sobradillo, A. Alumbramiento sin dolor. En rev. Salmanticensis, 3 (1956), passim.

domingo, 8 de febrero de 2015

Achaque y manía del mundo tradi: panhistofilosofitis

Sorokin escribió un célebre libro destinado a describir y enjuiciar críticamente los achaques y manías de la sociología contemporánea. Una de las cuales denominó «cuantofrenia». En efecto, el conocimiento científico progresa muchas veces por medio de la cuantificación de la experiencia, pero esto se convierte en regresión desde el momento en que se produce lo que Sorokin, llamaba «cuantofrenia», es decir, una visión únicamente cuantitativa donde desaparece toda concepción de las cualidades. Decía Duverger que «en las ciencias sociales se ha aprendido a disimular las ignorancias bajo la sofisticación matemática». Sin embargo, la dicotomía cuantitativo-cualitativo, puede y debe ser superada, si se deja de tomar estos aspectos del método científico como términos antagónicos y se los considera como complementarios.
En algunos comentarios de la entrada precedente nos hemos encontrado con un ejemplo de lo que podríamos denominar, parafraseando el título de la obra de Sorokin, achaques y manías del mundo tradi. A nadie debiera sorprender que los católicos tradicionales tengan defectos, pecados, errores, deficiencias intelectuales… Simplemente porque son seres humanos con todas las limitaciones inherentes a la naturaleza herida por el pecado original.
Ciertamente no tenemos el talento de Sorokin para acuñar neologismos capaces de sintetizar y catalogar cada uno de los achaques y manías que no pocas veces se presentan en el ambiente católico tradicional. No obstante, tomamos prestado a un amigo y maestro de quien esto escribe, un neologismo: panhistofilosofitis. En esencia, se trata de considerar todo desde la historia de la Filosofía, buscando las raíces filosóficas o ideológicas de toda realidad que se presenta a nuestra consideración. Lo cual, aunque parezca «ortodoxo», está lejos de serlo, y se aparta del «realismo metódico», uno de los principios fundamentales de Santo Tomás, que se opone radicalmente al primado del cogito cartesiano. En efecto, se ha de afirmar: res sunt, ergo cogito.  O como decía un eslogan publicitario argentino: las cosas como son... Primero la realidad, después nuestro pensamiento.
Lo anterior no quita importancia a la historia de la Filosofía, ni niega que las ideas tengan consecuencias en la vida de las personas y las sociedades. Pero trata de darles su justo lugar. Pues no todo es ideología ni puede reducirse a ideas.
Un ejemplo interesante de las consecuencias de esta actitud panhistofilosófica es la no distinción entre el sentido objetivo de la ciencia o de un descubrimiento científico y el sentido subjetivo del descubridor o científico mismo. Uno y otro son de suyo independientes. El teorema de Pitágoras, o los descubrimientos de Hipócrates, no son paganos por serlo sus autores. Ni los descubrimientos de Pasteur, o de Mendel, son cristianos porque sus autores lo eran.
Pío XII tuvo que salir al cruce de estos errores, con ocasión del problema médico-moral del parto sin dolor. Sus palabras, siguen siendo de gran actualidad, y valen también –mutatis mutandis- para lo que se ha dado en llamar «métodos naturales» para la regulación de la natalidad, así como para otros campos de la cultura humana (filosófica, artística, científica y técnica). Transcribimos un fragmento a continuación:
«La ideología de un investigador y de un sabio no es en sí una prueba de la verdad y del valor de lo que ha descubierto y expuesto. El teorema de Pitágoras o (para no salir del campo de la Medicina) las observaciones de Hipócrates, que se han reconocido exactas, los descubrimientos de Pasteur, las leyes de la herencia de Mendel, no deben la verdad de su contenido a las ideas morales y religiosas de sus autores. No son ni "paganas" porque Pitágoras e Hipócrates eran paganos, ni "cristianas" porque Pasteur y Mendel eran cristianos. Estos adelantos científicos son verdaderos porque —y en la medida en que— responden a la realidad objetiva.
Del mismo modo, un investigador materialista puede hacer un descubrimiento científico real y verdadero; pero esta aportación no constituye de ninguna manera un argumento a favor de sus ideas materialistas.
El mismo razonamiento vale para la cultura a la cual pertenece un sabio. Sus descubrimientos no son verdaderos ni falsos porque hayan salido de tal o cual cultura, de la cual él ha recibido la inspiración y que ha impreso en él un sello profundo
Una vez más, conviene recordar el omne verum tomasiano para curarse de esta «manía».

viernes, 6 de febrero de 2015

Algo más sobre el procreacionismo extremo


Hace poco decía un amigo que a veces Bergoglio «…toca temas con melodías afines a las nuestras, pero las despedaza como un mal pianista». Es posible que esto haya sucedido –en el mejor de los casos- con los dichos de Francisco sobre los «conejos». Vale decir que haya aludido –de modo brutal, desconsiderado y grosero- a la necesaria regulación prudencial del uso del matrimonio (v. aquí).
Ofrecemos ahora la transcripción de unas páginas del dominico Henry sobre esta delicada materia. Sólo nos resta insistir en que la verdad no se encuentra en la «sexofobia jansenista», ni en el «procreacionismo extremo», ni en una «casuística numérica». Como dice el autor, una sana «pastoral» no  debería tratar estos temas con abstracción de la «vida cristiana total y sin tener en cuenta el grado de su desarrollo». 
 «…Es, pues, necesario evitar dos errores posibles acerca del acto procreador
En primer lugar, el pesimismo dualista. Bendiciendo el matrimonio, la Iglesia indica que no siente ningún desprecio por él. La carne, la mujer, el matrimonio, no proceden de un principio malo como pretendían los maniqueos o como tiende a hacerlo creer una cierta mentalidad jansenista que ha dejado en algunas oraciones una huella a veces tan perniciosa. Todo lo que Dios ha hecho es bueno. Lo único malo es el pecado. La carne es buena; la sensibilidad es buena; la sensualidad, en el sentido en que es una cualidad de la naturaleza que debe serle siempre atribuida, es buena. Despreciando estos bienes, ocurre que el moralista presuntuoso o el asceta demasiado austero, llegan paradójicamente a una vergonzosa sensualidad. «El que quiere nacerse un ángel se hace una bestia». No hay que despreciar estos bienes, sino que hay que dominar la anarquía de las concupiscencias que suscitan. Porque también es verdad que el espíritu está pronto, pero la carne es flaca. El otro error sería el de un optimismo imprudente. El hombre no puede conceder a la naturaleza todo lo que pide, so pretexto de que siempre es «la naturaleza». Hay una jerarquía en las potencias naturales que el hombre posee. La razón debe establecer el orden y dominar. Su gobierno será fructuoso y verdaderamente «humano» si llega a imperar, no ya tiránicamente —pues la sensibilidad o la sensualidad se encabritarían y el hombre podría conocer un día espantosas sublevaciones o terribles represiones—, sino con una especie de respeto hacia lo que es gobernado. Tanto la sensibilidad como la sensualidad tienen sus fines, sus leyes, sus maneras de desear; a la razón corresponde no ignorarlas, sino conocerlas perfectamente para usar bien de ellas.
El matrimonio es normalmente una fuente de equilibrio, por el hecho de procurar al hombre, animal racional, legítimos placeres y alegrías sanas. Pero es necesario que el hombre sepa recibir sin estrechez y sin debilidad los goces que se le ofrecen, y que afronte racionalmente las dificultades que no dejará de encontrar. Ni para el hombre ni para la mujer hay equilibrio automático en ningún estado de vida. El equilibrio es siempre producto de un esfuerzo por imponer a todas las actividades la regla de la razón. Aquellos cuyo temperamento está mal dispuesto, aquellos cuya existencia es un cúmulo de «desventuras» y de condiciones desfavorables, no recobrarán la salud de su vida afectiva y espiritual, de su vida sensible y sensual, imaginativa y artística, si no buscan ante todo lo que es recto según la sana razón que Dios ha dado al hombre y no se proponen ponerlo por obra. Los «análisis» de los psiquiatras, aunque pueden representar una ayuda, nunca pasan de ser secundarios en comparación con este esfuerzo fundamental; y así también, sólo él procura al hombre el gozo digno del hombre. 
Fácil es aplicar esta doctrina general al acto procreador. El deleite que a este acto une la naturaleza intencionadamente, no debe ser ni despreciado ni buscado exclusivamente por sí mismo; la persona de otro nunca puede ser un «objeto» de placer, y el sibarita que cambia de compañía para renovar el efecto de su placer, se condena a no conocer jamás el verdadero gozo. El deleite debe ser recibido con alegría, pero también con la gravedad que impone la grandeza del acto procreador. La unión de la carne es el signo de una unión espiritual que solamente la fidelidad de los esposos es capaz de hacer viva y eficaz. 
Es, por ejemplo, faltar a la alta virtud moral de la prudencia, en el sentido en que constituye la primera de las virtudes cardinales (cf. t. II, p. 519-549), el darse sin proponérselo nuevos hijos si se está enfermo y sin trabajo, si no se cuenta con los medios suficientes para criarlos y educarlos. El recurso a la Providencia, que siempre es necesario, aun en las condiciones más favorables, no es una coartada merced a la cual los pecadores puedan ocultarse a sí mismos sus propias faltas, y la Providencia no está obligada a reparar los actos que la razón prohibía
Pero si la imprevisión, que puede ser grave, de los esposos no les ha preparado para esta continencia, si su amistad flaquea, si se han cruzado ya palabras amargas, si la tentación se cierne sobre uno de los cónyuges, puede suceder que sea pecado observar la continencia con peligro de la armonía conyugal. Los esposos rectos y para quienes esta medida sea eficaz podrán entonces limitar sus encuentros a las épocas en que la fecundidad es casi imposible. Pero ¿y cuando esta medida no es eficaz? ¿Será necesario entonces no vivir más que como hermano y hermana? 
Es muy fácil frente a este problema pronunciar la respuesta legalPero con frecuencia el sujeto es incapaz de soportar el peso de la ley, y entonces ésta, sin la gracia, no sirve más que para hacer conocer el pecado y conducir a una irremediable desesperanza: «Yo no he conocido el pecado más que por la ley — dice justamente San Pablo —; cuando el precepto sobrevino tuvo lugar el nacimiento del pecado mientras que yo moría, y resultó que el precepto hecho para la vida me condujo a la muerte» (Rom. 7, 7-10). Sucede aquí con el sujeto de la ley como con un niño de cinco años a quien se quisiera hacer llevar un fardo de cien kilos. ¿Quién se extrañará de que cada vez que se intente cargar tal peso sobre una espalda tan frágil el niño se desplome? Ante todo hay que darle músculos y huesos y la fuerza interior que se requiere para sostener semejante carga. ¿Por qué asombrarse de que unos esposos que tienen una vida teologal muy débil, que rezan poco, que se acercan de tarde en tarde a los sacramentos, que carecen casi por completo de la preocupación apostólica por el prójimo, que no están acostumbrados a hacer penitencia, queden aplanados y sin aliento cuando se les dice: «Prometéis no volver a nacerlo?» Se les pide un esfuerzo allí donde la pasión lleva la voz cantante, mientras que aparentemente no se presta ninguna atención a su vida teologal, no se muestra ninguna exigencia semejante con respecto a su vida de oración, a su participación en los sacramentos, al progreso de su espíritu de penitencia, de su generosidad y de su fe conquistadora. Se pide al egoísta un acto heroico de don de sí mismo, y se querría que lo hiciera sin más. Se pide al hombre que no tiene costumbre de abstenerse de ningún placer, un acto de templanza heroico. Es manifiesta la inconsecuencia de abordar este problema fuera del seno de una vida cristiana total y sin tener en cuenta el grado de su desarrollo
Es, pues, necesario poner a los esposos en la vía del progreso, estimulándolos, en la medida en que sea posible, a que tomen en consideración toda su vida cristiana y no tal o cual artículo de la ley aislado del conjunto. Sobre todo en este dominio no hay seccionamiento posible. ¿«Quién es el que vence al mundo» y todo lo que esto significa, todas sus seducciones, «sino el que cree que Jesucristo es el hijo de Dios»? (I Ioh 5, 5). Hay que poner en acción todo el organismo espiritual del alma y no tal o cual virtud aisladamente. »
Fuente:
Henry, OP, A.M. Initialion Théologique. Ed. Cerf, París, 1955; trad. Herder, Barcelona, 1964. Pp. 606-608.

lunes, 2 de febrero de 2015

Diálogo con el Islam: no al baile de máscaras (y III)

103. Hay algunos aspectos de ambas religiones de los que parece desprenderse una notable afinidad. Por ejemplo en la concepción de Dios como misericordioso, la pertenencia a las religiones del Libro, la común referencia a la tradición de Abrahán...
También por detrás de expresiones idénticas o análogas puede haber acepciones diferentes que es importante conocer y ahondar en ellas por amor a la verdad, no por afán puntilloso de señalar diferencias a cualquier precio.
Tomemos, por ejemplo, la frase «Dios es misericordioso». Para el musulmán significa que Dios, por ser el Poderoso, puede inclinarse hacia el hombre y hacer uso de su misericordia, o bien negársela a quien quiere. Ahora bien, eso es diferente de la noción del Dios misericordioso que encontramos en el Antiguo Testamento y más aún de la que encontramos en el Nuevo, a saber: que la misericordia de Dios es como la de un padre o la de una madre. En efecto, Dios es para el cristiano la expresión más auténtica del amor y es la fuente de la misericordia que el padre y la madre usan con su hijo. Esta concepción figura en la base de todo el Nuevo Testamento, forma parte de la esencia de la fe y es el comienzo de la oración cristiana más común: el Padre nuestro. Y no es casualidad que entre los noventa y nueve nombres de Dios que la tradición islámica ha sacado del Corán no aparezca el de «Padre», por ser un atributo incompatible con el Dios coránico y negado por el mismo Corán.
Sin embargo, se puede señalar que de la misma raíz árabe de las palabras «clemente» y «misericordioso» (rahmáa o rahirri) deriva asimismo la palabra rahm, que es el seno materno. Eso significa que la misma lengua árabe hubiera podido sugerir la noción «materna» de Dios. Pero ese filón no ha sido apreciado por el islam clásico, aunque algún místico la ha empleado, y esto podría representar una puerta abierta a un ahondamiento en el concepto de Dios común a judíos, cristianos y musulmanes.
104. Otro ejemplo al que se recurre para subrayar las analogías entre el islam y el cristianismo es que ambos son considerados como «religiones del Libro».
La expresión «gente del Libro» es típicamente coránica. Con ella designa el Corán a los judíos y a los cristianos. El motivo es que, en el ambiente árabe que conoció Mahoma, los únicos que tenían un libro revelado eran los judíos y los cristianos. Los musulmanes no lo poseían, y no lo tendrían hasta veinte años después de la muerte de Mahoma, en tiempos de su tercer sucesor, el califa cUthmán. Por consiguiente, desde una perspectiva islámica, sólo desde entonces las tres religiones monoteístas reciben el nombre de religiones del Libro, o sea, basadas en un libro revelado por Dios, aunque Mahoma no mencionó nunca al islam como religión del Libro.
Ahora bien, la expresión es ambigua también, desde el punto de vista cristiano, por dos motivos. En primer lugar, porque significa reconocer, de una manera implícita, que el Corán es un libro revelado por Dios a Mahoma, y este reconocimiento no se ha producido nunca en el cristianismo y no se puede fundamentar teológicamente. En segundo lugar, porque mientras que para los musulmanes la revelación divina se ha dado a conocer a la humanidad de una manera definitiva y cabal en el libro del Corán, cuyo contenido habría bajado directamente del cielo, del cristianismo no puede decirse que se funde en un libro, aunque éste sea revelado, ni puede ser «reducido» a las Sagradas Escrituras. El fundamento del cristianismo no se encuentra, efectivamente, en un libro, sino en un acontecimiento: la Encarnación de Dios, que se hizo hombre en la persona de Jesucristo. La señal de la fe cristiana es, por excelencia, la cruz. En ella se sacrificó Jesús por amor al hombre y por la salvación de toda la humanidad. No es casualidad que las comunidades cristianas orientales, ya desde el principio, venerasen los iconos que representaban a la Virgen con Jesús, y no un icono del Evangelio o de la Biblia. Por otra parte, cuando en la liturgia se lleva el libro de los Evangelios en procesión incensándolo, se hace en cuanto que el Evangelio nos revela a Cristo. Ignacio de Antioquía, a comienzos del siglo II, dice ya de una manera inequívoca en su carta a los fieles de Filadelfia: «Mi tesoro es Jesucristo, mis archivos inamovibles su cruz, su muerte y resurrección, y la fe que viene de él». 
Tomado de:
Samir, K. Cien preguntas sobre el Islam. Ed. Encuentro, 2001, ps. 167-169.