miércoles, 15 de julio de 2015

Atrofia dialéctica (2)


Publicamos unos fragmentos de la obra de Joseph Pieper sobre la forma y el espíritu de la disputatio en Santo Tomás y la genuina tradición escolástica. Los apartados introductorios están tomados del índice del libro. Sirva como complemento del texto de Gambra y Oriol publicado en la entrada precedente.
[La disputación como elemento estilístico. Orígenes en el Diálogo platónico y en la Tópica aristotélica. La estructura del artículo en Tomás.]
No se tiene nocicia de una participación activa de Santo Tomás en las rivalidades provocadas por la política universitaria en París. Según todo lo que sabemos de Tomás es muy improbable que se lanzase a ese ruedo. Pero tomó parte con varios escritos en las disputas doctrinales acerca de la realización de la perfectio evangélica. Estos escritos son terminantemente polémicos y, por lo demás, no son tampoco los únicos que escribió Tomás; en los últimos cinco años de su vida hay que añadir aún algunos que se dirigen contra un adversario con el que todo el mundo acostumbraba a confundirle. Pero de ello se hablará más adelante. Como no era menos de esperar, el estilo de estos escritos es espontáneo, resuelto e incluso más agresivo de lo que es habitual en Tomás. «Este argumento es más digno de risa que de respuesta»… Santo Tomás no acostumbraba a hablar de esta forma…
El carácter polémico de tales obras es evidente. No obstante hay otra señal mucho más importante y también mucho más característica de Tomás. Ya hemos hablado de que a un lector ingenuo le puede pasar que lea, algo sorprendido y confuso, páginas completas que no contienen otra cosa que los argumentos contrarios formulados de la forma más convincente.
En la formulación no se reconoce en absoluto que Tomás los refute; no se encuentra el rastro de una indicación de la debilidad del argumento, ni siquiera el más suave matiz de una irónica exageración. Es el propio adversario quien habla; y se trata de un adversario que evidentemente es notable en la forma, tranquilo, objetivo, mesurado…
Todos estos argumentos, téngase presente, en la formulación del propio Tomás, parecen muy plausibles y razonables. Según el estilo acostumbrado de la polémica entre nosotros no se está preparado para algo así. Tan poco preparado se está para ello que no raramente se le atribuyen a Tomás los argumentos contrarios, dado que él los expone tan convincentemente y por lo visto —¡aparentemente!— está él mismo convencido.
En este proceder por el que no sólo se deja hablar al adversario con su opinión diferente o incluso opuesta, incluyendo la argumentación que la apoya, sino que expresamente se le trae a colación, tal vez incluso mejor, más clara y convincentemente que el propio adversario pudiera hacerlo, en esto se pone de manifiesto algo profundamente característico del estilo intelectual de Santo Tomás; el espíritu de la disputatio, de la oposición controlada, el espíritu de la auténtica polémica, que es lucha y no obstante también diálogo. Pero este espíritu caracteriza la estructura interna de toda la obra de Santo Tomás. Y estamos convencidos de que con ello también se pone de manifiesto lo ejemplar, lo modélico, lo paradigmático del Doctor Communis.
No es necesario hablar en detalle de en qué grado el diálogo es una forma básica de la vida comunitaria del hombre, el diálogo no sólo con el fin de dar una noticia, sino con el fin de explicar, buscar y alumbrar la verdad, el diálogo entre compañeros que, bien entendido, no son de entrada de la misma opinión. Parece que Platón afirmó precisamente que la verdad tiene lugar, como realidad humana, únicamente en el diálogo: «Mediante la mutua conversación frecuente y mediante prolongadas e íntimas tertulias sobre la cuestión se enciende de pronto una luz como de chispa que salta...». Platón incluso llama al pensar y conocer solitario, «un diálogo sin palabras del alma consigo misma». Sócrates, en cuya figurase encarna para Platón sin más el prototipo del buscador de la verdad y alumbrador del conocimiento, es el continuo experimentador de la charla y polémica consigo mismo y con sus compañeros. Esta actitud básica la introdujo el platónico Agustín en sus controversias con opiniones opuestas. Pero también Aristóteles, cuyo estilo mental no parece ser primariamente dialógico, sino de tesis y sistemático, dice que, si se quiere encontrar la verdad, primero hay que considerar la opinión de aquellos que piensan de otra forma; y habla de la obra en común de la disputación, para lo que es necesario ser un buen compañero y colaborador.
Esto se encuentra en los Tópicos de Aristóteles, en aquella parte del Organon que, por así decir, en un segundo empujón, como Lógica nova, fue conocido e igualmente comprendido y recogido en las Escuelas de Occidente en el siglo XII, como un impulso y una exigencia para la estructura de la disputación…
En las últimas décadas del siglo XII, la disputación llegó a ser algo totalmente usual en las Universidades de Occidente, algo más o menos obligatorio; domina el panorama de todo el sistema de estudios. De todas formas empieza también ya en el mismo momento la degeneración y el abuso, de tal forma que hombres prudentes se quejan de discusiones bizantinas y de sofisterías, de especulaciones puramente formalistas. «Esta gimnasia mental, pura exhibición y juego»; ésta es una conocida formulación de Hegel, acuñada para la Escolástica medieval en general, y en buena medida injusta e inexacta. Tales perversiones son inevitables. Los Diálogos platónicos informan exactamente de idéntica degeneración…
Cuando más tarde, hacia la mitad del siglo XIII, Tomás toma en sus manos el instrumento de la disputatio escolástica, ya bastante perfeccionado, para tocar en él su melodía, lo primero que tiene que hacer, sil embargo, es omitir, simplificar, recortar. El prólogo de la Summa theologica habla de la «desmesurada acumulación de cuestiones, artículos y argumentos inútiles »; y, como se puede leer en Grabmann, Tomás esconde enérgicamente bajo la mesa una enorme suma de sutilidades escolares ya entonces usuales. La Baja Escolástica las iría a recoger de nuevo y a extenderlas sobre la mesa en toda su suntuosidad.
Pero también en Tomás, como se ha dicho, la estructura de la polémica determina en general la forma de toda su obra escrita. El articulus, que es el elemento, la más pequeña piedra angular tanto de la Summa theologica como de las Quaestiones disputatae y de las Quaestiones quodlibetales, el aritculus formula en primer lugar la cuestión de la que se trata y no empieza a continuación el propio autor a hablar, sino que más bien se traen a colación las opiniones contrarias; sólo después de eso toma el autor por primera vez la palabra, ante todo para dar una respuesta de las cuestiones desarrolladas sistemáticamente, y luego para replicar a cada uno de los argumentos contrarios.
Si nos extrañamos de esta forma expositiva, es conveniente que examinemos más de cerca, con lupa, esta extrañeza. ¿Qué es exactamente lo que nos choca? Estimamos que, en primer lugar, la esquematización, lo formal, el estereotipo de la exposición; y, en segundo lugar, el hecho de que con bastante frecuencia no nos mueven interiormente los argumentos expuestos, de que no son nuestros argumentos. Pero ambos escándalos no tienen mucho que ver con el núcleo de la cuestión. El núcleo es que se trata de un diálogo. El articulus escolástico no se halla en el fondo muy lejos del Diálogo platónico. Y si se limpiara el articulus escolástico del polvo del pasado se convertiría en algo emocionante. Un problema actual que nos afecta se formula como pregunta; entonces aparecen las dificultades, expresadas precisa y brevemente, los argumentos contrarios reales, de peso; después una exposición clara, ordenada de la respuesta; finalmente, a partir de esta respuesta desarrollada sistemáticamente, una réplica precisa de los argumentos contrarios, y todo comprimido en el espacio de una o dos páginas, como ocurre la mayor parte de las veces en el articulus escolástico.
[Espíritu de la disputatio: escuchar al interlocutor; respetar su argumentación y su persona; dirigirse al otro; renunciar a la terminología caprichosa; aclarar, no hacer exhibiciones. La disputación como lugar de verificación de la universalidad]
Lo decisivo es naturalmente el espíritu que domina y da su sello a estas discusiones y que, por supuesto, no está ligado a la forma externa, aunque por otra parte se pueden dar las formas sin el espíritu. La cuestión es, pues, cómo se puede transcribir el ethos de la polémica más en detalle.
Ante todo se trata de lo siguiente: quien entienda el diálogo, la charla, la disputación, la polémica como una forma básica de la búsqueda de la verdad, presupone que la búsqueda de la verdad es evidentemente un asunto para cuyo dominio no bastan las fuerzas del individuo aislado; antes bien es necesario el esfuerzo común, tal vez de todos. Nadie es por sí solo suficiente y nadie es completamente innecesario; todos necesitan del otro; incluso el maestro necesita del discente como Sócrates siempre lo afirmó; en todo caso el discente, el discípulo aporta también algo en la charla con el maestro. Este convencimiento fundamental, cuando es auténtico, tiene que pesar tanto en la forma del escuchar como en la del hablar. La charla no sólo tiene lugar al hablar uno con otro, sino también en el escuchar uno a otro. El primer requisito es, pues, escuchar al compañero, tomar su argumentación o su aportación a la recherche collective de la vérité de la misma forma en que él mismo, el compañero, comprende su propia argumentación.
Había una regla de juego de la disputatio legitima que exigía sencillamente este escuchar: a nadie le era permitido contestar inmediatamente a una objeción de su interlocutor; antes bien tenía primero que repetir con sus propias palabras la objeción contraria y asegurarse expresamente de que el otro había querido decir exactamente eso mismo. Si imaginamos por un momento que tal regla se exigiese de nuevo hoy día, de tal forma que su incumplimiento fuese seguido automáticamente de descalificación, no podríamos ni siquiera darnos cuenta de la purificación de la atmósfera que ello podría significar para la discusión pública… No se trata de «decoro», ni tampoco de un cierto y vago «comedimiento», que ni existen en la Ética antigua ni en la cristiana; se trata exactamente de lo que Paul Valery expresó una vez: «Lo primero que tiene que hacer quien quiera refutar una opinión es apropiársela un poco mejor que aquél que la defiende». Se escucha, para poder darse cuenta de la fuerza propia del argumento contrario…
Pero naturalmente este escuchar no se agota en la comprensión del asunto. También se dirige al interlocutor como persona; vive del respeto por la dignidad del otro, incluso por el agradecimiento hacia él a causa del logro intelectual que hasta el error supone. «Hay que amar a ambos, tanto a aquellos cuya opinión compartimos como a aquellos cuya opinión rehusamos. Pues ambos se han esforzado en la investigación de la verdad y ambos nos han proporcionado ayuda con ello» [In Met. 12.9; n. 2566].
Los grandes maestros de la Cristiandad coinciden plenamente en este punto; todos se oponen conjuntamente al espíritu de la polémica estrecha, en la que no sólo suele faltar el respeto por la persona del oponente, sino también la total imparcialidad del corazón frente a la verdad de las cosas. La actitud formulada por Tomás, que naturalmente nada tiene que ver con un mero sentimentalismo, corresponde a la mejor y más legítima tradición. Citamos un párrafo de un escrito de Agustín contra los maniqueos…
Pero disputarlo no sólo quiere decir que hay que escuchar al otro, sino también que hay que hablar al otro. Quien participa en la disputación se declara dispuesto, mediante la propia participación, a tomar postura y a «mantener la palabra». Se expone a la corrección. Ciertamente se hace escuchar en primer lugar para que pueda darse aquello. Todo esto, es decir, que quien habla lo hace de tal manera que el otro pueda escucharle, de tal forma que el otro pueda entender lo más clara y completamente posible su argumento no es ni mucho menos obvio.
El que habla, basándose en el espíritu de la genuina disputación, aclarará primariamente el asunto. Esto significa la voluntad de hablar, por principio, comprensiblemente, lo que naturalmente no quiere decir que haya que tolerar una simplificación inadmisible del asunto. La terminología individual arbitraria es contraria al espíritu de la auténtica disputación.
Fuente:
Pieper, J. Introducción a Tomás de Aquino. Ed. Rialp, Madrid, 2006, pp. 91-104, passim.

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