Mi tío el cura
solía decir que cuando algo muere es porque se le ha acabado la razón de vivir.
Goethe decía que morimos cuando se nos agota la voluntad de vivir. Esto no
parece concordar mucho con esos viejitos que no quisieran morirse por nada y
mueren igual; así como lo primero no casa con los jóvenes que mueren
malogrados. Pero Goethe entendía por voluntad el conjunto de todas las fuerzas
biológicas positivas (incluso la voluntad consciente o "albedrío"),
que resisten en nosotros el asedio de la descomposición. Un burlón de oficio
supo decir que en tal caso Goethe venía a decir en puridad que morimos cuando
se nos acaba la vida, cosa que ya Perogrullo había descubierto y patentado. Así
es. Pero cumple advertir aquí que, talmente como toda la ciencia matemática se
resuelve en última instancia en la ecuación A=A, así toda ciencia filosófica
llevada a su culmen consiste en contemplar el inmenso mundo de ecuaciones
extrañas y evidentes contenidas en cada una de las 33 Verdades de Pero grullo,
empezando por ésta: "El Ser es".
Cuando un
hombre acaba su vida por mano propia, es porque no encuentra más motivo para el
esfuerzo de vivir. No son situaciones de padecimiento intolerable las que dan
los suicidios; o mejor dicho, lo que hace intolerable un padecimiento no es
sino una convicción, o bien una falta de convicción racional. Ningún
padecimiento hay intolerable cuando el padeciente cree firme que un día acabará
el sufrir y que todo va a acabar en bien. La cualidad de infinito comunicada al
dolor proviene de una disposición de ánimo llamada desesperación, que es un
pecado gravísimo contra la segunda de las virtudes teologales; y esa
desesperación es la raíz del suicidio [Hablamos del suicidio completamente "deliberado"
(consciente y voluntario) que de hecho creemos no se da siempre, ni quizá
muchas veces. El suicidio de Kiriloff en Dostoievsky.]
Hillaire Belloc
ha dado en el blanco cuando, elevándose por encima de las vacuas y miopes
consideraciones de Gibbon, ha apuntado como causa profunda del "Ocaso y
Caída del Imperio Romano" esa nota psicológica de la desesperación, que
empezando por dominar los espíritus más videntes o más sensitivos acaba por
teñir a través de la literatura y las costumbres a toda una masa humana,
haciéndola no sólo impotente al esfuerzo vital, mas aun poseída de una sorda
sed de destrucción. Gibbon, el "erudito vocinglero" como lo calificó
Napoleón, escribió su vasta y minuciosa historia a para explicar la veloz
disolución después de Augusto de aquel inmenso y pujante organismo
aparentemente eterno y la no menos estupefaciente propagación fulmínea del
cristianismo sobre sus ruinas. En sus famosos capítulos XV y XVI del libro
primero, con aquel sistema hipócrita y pérfido de acariciar para matar, que
Renán había de llevar a la perfección, el erudito inglés recoge la vieja
acusación de Celso y Juliano contra los cristianos como destructores del
sistema político-cultural de la antigüedad y propone como explicación de la
enérgica vigencia de la Iglesia las siguientes causas:
1) El celo
exclusivista heredado de la Sinagoga por los cristianos.
2) La
convicción de un inmediato fin del mundo.
3) La
pretensión de los milagros.
4) La práctica
de una conducta rigurosa.
5) La hábil
constitución política de la primitiva Iglesia y la ambición política de sus
primeros jefes.
Gibbon llama
con hipocresía a estos factores "causas segundas"; pero su intención
real es explicar con ellos totalmente el hecho histórico-teológico de la
Iglesia y cerrar el camino a toda explicación de orden superior.
Este intento
racionalista de explicación es endeble aun históricamente hasta clamar él mismo
por explicación: y sus cinco presuntas "causas" demandan para tenerse
en pie una primera causa psicológica, dejando aparte una primera causa
teológica.
Esta causa
psicológica es la DESESPERACION -hecho de la historia antigua enorme y poco
visto, quizá de puro enorme-, la cual justifica a la vez los dos fenómenos
paralelos o recíprocos del derrumbe del Imperio y el universal confusión a la
nueva fe religiosa, o digamos a la única fe religiosa ". El hombre,
misterioso animal de tres patas del enigma de la Esfinge, no puede caminar sin
"afirmarse", es decir, sin apoyarse en algo. Desesperación es el
sentimiento profundo de que todo esto no vale nada y el vivir no paga el gasto
y es un definitivo engaño; y este sentimiento es fatalmente consecuente a la
convicción de que no hay otra vida. De la religión romana se había retirado
entera mente la fe cuando Virgilio la hubo transformado en una cantera de
grandes símbolos nacionales (modernismo teológico) y Ovidio la estaba haciendo
escenografía y vestuario de teatro erudito, material literario de Las
Metamorfosis. Inmediatamente aparecen los poetas de la desesperanza, a saber:
el mismo Ovidio (Tristium), Catulo y Lucrecio; y las masas romanas oyen resonar
el siniestro grito de sus corazones en las lúgubres y netas Habas que
establecen un dogma infernal en el medio de un delicado madrigal anacreóntico,
el Poema de los besos de Catulo:
Vivamus, mea
Lesbia, atque amenus...
Soles occidere
et redire possunt;
Nobis
cum semel occidit brevis lux,
Nox est perpetua una
dormienda.
[Vivamos, Lesbia mía,
¡amémonos!...
Los soles seguirán muriendo y
volviendo a nacer;
Pero, una vez que nuestra breve luz se apague,
Sólo nos quedará una noche eterna
Que habremos de dormir.]
Tomado de:
Castellani, L. Las ideas de mi tío el cura. P. 16 y ss.
Castellani, L. Las ideas de mi tío el cura. P. 16 y ss.
3 comentarios:
Toda el conocimiento se basa en el principio de identidad: A=A. Negar el principio de identidad supone negar la posibilidad del SER.
La primera de las 33 verdades de Pero Grullo no es nada perogrullesca porque el SER, en realidad, es el ACTO DE SER. Negar esta definición de SER nos lleva al idealismo nihilista de las grandes construcciones mentales, cuyo subjetivismo siempre acaba tropezándose con la tozuda realidad de la muerte.
Dentro del universo cultural idealista, unos caen en el nihilismo. Y otros, en el fideísmo. Para ninguno de ellos existe la verdad sino, quizá, una cierta idea de verdad dependiente de la voluntad de creer.
El cristianismo católico rescata al hombre del nihilismo. Pero, desde que se produjo su aggionamiento al universo cultural idealista, lo precipita en el fideísmo semipelagiano. Y cuando alguien lo hace notar, se le recrimina su falta de voluntad de creer.
Es de mal espíritu, dicen.
Una pregunta:
El "atque amenus..." que rompe el poema de Cátulo viene con "amenus" en el original de Castelani o es una errata de transcripción de "amemus". Porque si no es errata es una sátira genial de lo éfimero de ese amor en el sentido clásico de "amenus"
Otra pregunta:
Sobre lo dicho por Miguel Serrano. Aceptando el magnífico razonamiento expresado en las dos últimas líneas de su comentario, me atrevo a distinguir: ¿Cuando se ha producido ese aggiornamiento al universo cultural idealista? ¿Es un momento puntual o un proceso? En tal caso ¿no podemos ver momentos puntuales de ese proceso repartidos desde el final de la gran escolástica? escotismo, nominalismo, luteranismo, suarezianismo... ¿no vemos que la génesis de la modernidad es parte de ese mismo aggioranmiento en cuanto gestada por los pensadores católicos?
Tanto Durante degli Alighieri como Ioannes Duns Scotus, O.F.M., nacieron en 1265.
El primero representa lo que, a través de la renovación, debería haber sido la Iglesia en el mundo. El segundo, en ciertos aspectos, junto a Guillermo de Ockham y la escuela del idealismo agustino, representan lo que, a través de la revolución, ha llegado a ser: los cismas Renacentista (llamado de Occidente) y Barroco (llamado de la Reforma), y la Revolución Iluminista (llamada francesa), cuyo camino inmanentista nos lleva, via cristificación del cosmos, al panteísmo y al nihilismo.
Por otra parte, creo que el neocónico fideísmo voluntarista hunde sus raíces, más bien, en Suárez y en la escolástica barroca, en especial la jesuita.
En ambos casos, "parvus error in principio magnus est in fine".
La modernidad es un viaje iniciado por hombres de Iglesia en el s. XIV, actualmente transitado por casi toda la humanidad. Se trata de un viaje que desciende por la senda del idealismo hacia ese todo llamado nada.
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