sábado, 27 de octubre de 2018

Racionalismo y fideísmo (2)


El semirracionalismo intentó cierta vía media entre el naturalismo racionalista y las posiciones católicas. No negaba la revelación divina, ni la existencia de verdades de fe, pero tendía hacerlas entrar a la una y a las otras bajo el dominio de la razón humana. Los semirracionalistas no negaban los misterios sobrenaturales pero pretendían explicarlos plenamente con la luz exclusiva de la razón.
En este contexto, el Concilio Vaticano I defendió la trascendencia de la fe afirmando que la verdad de los dogmas, incluso en su formulación, está más allá de las capacidades de comprensión puramente humanas.
El magisterio pontificio anterior al Vaticano I condenó los errores más notables de los tres representantes del semirracionalismo: Hermes, Günther y Frohschammer.
- Jorge Hermes (1775-1831) fue, como tantos otros, víctima del buen deseo de hacer a sus contemporáneos más comprensible la fe. Sus lecturas de Kant y de Fichte lo sumergieron en una crisis religiosa profunda; para salir de ella, sólo vislumbraba un camino: el de la duda objetiva, como condición previa. Para salir de esta duda, exigía un análisis científico capaz de postular un asentimiento necesario de la razón teorética, y un consentimiento necesario de la razón práctica.
Este método de acceso a la fe tropezaba con una seria dificultad: ¿cómo explicar la libertad y la sobrenaturalidad de la fe? Hermes distinguía entre la fe de la inteligencia y la fe del corazón, vivificada por las obras. Así, cuando se trata de Dios y las cosas divinas, la fe de la inteligencia es igual que la creencia en cualquier hecho histórico. La libertad y sobrenaturalidad serían, según él, atributos de la fe del corazón, pero no de la primera. A su método teológico añadiría una gran vivacidad y bastante menosprecio a la tradición.
Esta tesis fue condenada por los pontífices Gregorio XVI y Pío IX. El Vaticano I reafirmó en sus enseñanzas que la fe es razonable, pero no es el producto lógico y necesario de la razón, sino que está motivada por la autoridad de Dios que revela y requiere la acción de la gracia.
- Antón Günther (1783-1863) fue, juntamente con Hermes, el principal representante del semirracionalismo alemán del siglo XIX. Turbado en su fe por influencia de la filosofía kantiana y hegeliana, logró superar la crisis con ayuda de S. Clemens Hofbauer (1751-1820). Imbuido en la filosofía de Hegel, concibió un sistema teológico en el que los dogmas de la Iglesia quedaban plasmados en esquemas hegelianos. El resultado es que sometía la fe a la razón filosófica; privaba a los dogmas de su contenido tradicional y los relativizaba según el patrón de un determinado sistema filosófico
Esta subordinación de la fe a la razón, la consiguiente reducción de la teología a filosofía y la relativización del dogma chocó con una fuerte oposición. Y motivó la condena del güntherianismo por Pío IX y el Vaticano I. Günther aceptó con ejemplar sumisión la decisión de Pío IX. Pero varios de sus discípulos pasaron a formar parte del cisma de los viejo-católicos.
- Jakob Frohschammer (1821-1893) estudió teología sin vocación. Ordenado sacerdote en 1847, enseñó en Munich como profesor privado (1850); desde 1855 enseñó filosofía como profesor ordinario. Su racionalismo recuerda al de Günther, pero sin la religiosa humildad de éste. Admite la Revelación y, por tanto, distingue los dogmas cristianos de los resultados obtenidos científicamente. Pero sostiene que, una vez conocida la revelación, pueden y deben ser demostrados todos los misterios cristianos. Por consiguiente, no puede haber misterios que no sean adecuadamente comprendidos después de revelados. De este modo queda reducido el método teológico al método filosófico, y la teología goza de la misma independencia que la de cualquier otra ciencia.
Mantuvo hasta su muerte una inflexible rebeldía frente a la autoridad eclesiástica. Pío IX dirigió al arzobispo de Munich el breve Gravissimas inter (1862), en el que se hace mención de la insubordinación de Frohschammer y se juzgan tres de sus obras aparecidas hasta entonces como discordantes con la doctrina católica. En 1863 fue suspendido por su obispo, y su alejamiento de la Iglesia fue cada vez mayor. Frohschammer fue uno de los que más violentamente combatió el dogma de la infalibilidad del Romano Pontífice.

sábado, 20 de octubre de 2018

Racionalismo y fideísmo (1)


En esta entrada, y en las siguientes, nos ocuparemos de explicar algunos errores condenados por el concilio Vaticano I acerca de las relaciones entre la fe y la razón. No pocas veces encontramos presentaciones incompletas de este concilio, en las que sólo se recuerda la condena del racionalismo o naturalismo. Lo cual es verdadero, pero incompleto.
Las tres tendencias dominantes que acosaban a la Iglesia durante el siglo XIX fueron el racionalismo, el semirracionalismo y el fideísmo. Y contra estas tuvo que reaccionar el concilio.
El Vaticano I expuso la doctrina de un modo positivo (capítulos); y condenó las doctrinas opuestas, con fórmulas breves, claras y definitivas (cánones). La constitución dogmática Dei Filius (aquí) tiene importancia decisiva en las relaciones entre la razón y la fe. Preparada con gran conocimiento de causa por Franzelin, Schrader, Kleutgen, Dechamps, Pie y Martin, supone un cuidadoso análisis de las posiciones modernas, descarta las tres tendencias erróneas dominantes ya mencionadas y expone con claridad la doctrina católica. La constitución se considera como la culminación de la enseñanza de la Iglesia a lo largo del siglo XIX. Consta de cuatro capítulos y sus cánones correspondientes. Tras un primer capítulo en el que trata de Dios creador, los tres capítulos restantes abordan: las fuentes del conocimiento religioso (c.2); la fe (c.3); y las relaciones entre la fe y la razón (c.4). La mayor parte de los errores que se condenan en los cánones ya estaban anteriormente reprobados en documentos pontificios.
En una primera aproximación, racionalismo o naturalismo
«… en sentido estricto es un sistema que afirma el dominio supremo y absoluto de la razón humana en todos los campos, sometiendo a su control todo hecho y toda verdad, sin excluir el mundo sobrenatural y la misma autoridad de Dios. Este sistema tiende a humanizar lo divino, cuando no lo elimina, y a naturalizar lo sobrenatural, cuando no lo niega» (Parente).
El racionalismo exalta la razón hasta el punto de presentarla como única fuente del conocimiento humano. Con esto se opone, por definición, a toda religión revelada y sobrenatural. El racionalista no podrá concebir nunca la revelación como una intervención divina, exterior al hombre. A lo sumo dirá que se trata de una intuición humana, a la cual responde la fe, como actitud existencial de la vida. Los dogmas de fe, por tanto, no podrían aceptarse como realidades objetivas exteriores al sujeto, sino como expresiones poéticas de la realidad (Hegel) o como sentimientos religiosos expresados en fórmulas (modernistas).
Con el racionalismo se puede construir un cristianismo de «rostro humano» muy atractivo. Propiamente hablando, no habría revelación: sólo existiría la razón; no habría fe sobrenatural: sólo existiría la ciencia o el sentimiento religioso.
Hoy día puede notarse una cierta tendencia racionalista en la valoración que se hace del elemento subjetivo de la fe y la reducción o la negación de los contenidos intelectuales. La fe, se dice, no es una «información», sino una «postura ante la vida», cuyo modelo original es Jesús de Nazaret.


jueves, 11 de octubre de 2018

Lo fantástico (y 2)

[II] Las fronteras de lo «fantástico»
No es precisamente la fantasía lo que rige como motor creativo el mundo del que estamos hablando. Obras como Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carrol, o el último éxito editorial en lengua española, El Señor de los anillos, de Tolkien (8), no pertenecen al mundo de lo fantástico, sino al de lo fantasioso o maravilloso. La creación y la lectura de estas obras, no es algo que entre de lleno en la vacilación fantástica. Pueden ponerse junto a las leyendas imaginativas del folklore popular, más bien exigidas por una nostalgia de inocencia, que por una nostalgia de Absoluto. Forman parte de la primera etapa de una vuelta sobre uno mismo, cuando se trata de un lector adulto, que comprenda los horizontes de lo que se quiere decir en ellos. Es, quizá, con expresión que da el título a la obra de Fernando Savater, La infancia recuperada (9), como puede serlo la lectura de Verne, de London, de Salgari, de Cooper, de May, en un regreso a la adolescencia. Obra de fantasía es siempre obra de nostalgia limitada; es decir, un regreso a lo posible, porque fue, simplemente. Una cierta recuperación de sueños infantiles o adolescentes, que pueden haber sido irrealizables -como cualquier ilusión juvenil de adentrarse por las selvas o los mares del Sur...-, pero que no llevan el sello de lo inverosímil o de lo inaudito. Con expresión de Henry James diremos que lo fantástico, al contrario, es la primera vuelta de una tuerca sin fin, cosa que no sucede en el que es fruto de la simple fantasía, que deberíamos llamar, simplemente, «maravilloso». Y ahí estriba la gran diferencia, básica en la distinción de ambos relatos u obras en general. Porque, asumiendo la idea de Sartre, hemos de afirmar que el relato maravilloso no plantea la realidad que representa, mientras que lo «fantástico» sí lo plantea. Lo «maravilloso» puede sumergirse en mundos de fantasía, que no exigen realización. Por ello, como veremos más abajo, la «ciencia-ficción» tiene muchas veces más afinidad con lo «maravilloso» que con lo «fantástico». En cambio, lo «fantástico», con todo lo que comporta la dislocación, de exabrupto, de monstruosidad, está presentado como realidad, no solamente posible, sino auténtica. Un relato de Lovecraft es verídico, por inverosímil que parezca. Un film de Polanski, «necesita» ser tenido como realidad. Cualquier figuración del Bosco, intenta ser reflejo de una «situación real». La obra «fantástica» se estructura mediante la combinación de artesanía literaria entre lo inverosímil y lo real; una realidad que es, a la vez, en certero análisis de Bessiere, empírico y meta-empírico. Hay, pues, una primera limitación en la idea que asumimos de los campos de lo fantástico, que nos importa, precisamente porque nos sitúa en el ámbito de lo que realmente lleva impreso el sello de la vacilación, es decir, de ese complejo mundo de atracción y repulsión, de temor y atractivo, que ha de estar como en la base de lo fantástico, y que es lo que lo aproxima a la relación con lo que transciende a la normal actitud humana y natural. Tanto en literatura como en cine, o el arte en general roza todo lo de este ámbito con lo extraño, aparentemente irrealizable, inefable, pero sin embargo con un empeño grande en hacer constatar su verosímil inverosimilitud. La gran lección de lo fantástico está en la obra de Stanley Kubrick, 2001, una odisea del espacio. No se trata de pura ciencia-ficción, que en realidad puede resulta de un simple montaje imaginativo, en el que los actuantes o los autores no estén sometidos más que a los imperativos de una imaginación trucada. Kubrick va mucho más allá, y transporta, al ritmo del Así habló Zaratustra, de Strauss, a un mundo en el que no solamente entra lo distinto o lo distorsionado. El espectador se siente arrastrado hacia algo que ve como verdadero, pero que le somete a la gran interrogación de su significado. La vacilación ante las interpretaciones le produce un especial sobrecogimiento, y advierte que hay áreas de un desconocido estremecimiento, que quisiera adivinar cómo le lleva a la superación del Espacio y del Tiempo (recordemos las escenas finales de la evolución e involución, del hombre/niño/viejo). Es la aproximación a lo Absoluto. No se trata de un mundo de sueños, aunque lo onírico esté siempre presente en cuanto a figuración, sino de la ambigüedad insólita de que hablábamos más arriba. No es el simple fantástico expresionista, que en el cine se sitúa hacia los años 20-30 y que se da especialmente en Alemania, consistente en una distorsión de los decorados. Ni siquiera de lo simplemente onírico o de las reacciones psicoanalíticas. Por supuesto, no se quiere tener como a tal todo aquello que se refiera, simplemente -no como elementos narrativos- al sadismo, la crueldad, lo hipotético (como pudiera ser lo «utópico/ político»). Toda obra fantástica debe referirse a los siguientes procedimientos: - Intrusión de un elemento extraordinario en el mundo ordinario (que afecta a nuestra sociedad poblada de personajes ordinarios); - Proyección de un elemento ordinario en un mundo extraordinario (recordemos la serie de films que se inicia con El planeta de los simios, de Franklin Schaffner); - Análisis de elementos extraordinarios que evolucionan en un universo que es también extraordinario: el llamado fantástico total 10. La obra «fantástica». George Sand, citada por Belevan, afirmaba que El mundo fantástico no está afuera o arriba, o abajo; está en el fondo de nosotros, lo mueve todo, es el alma de toda realidad u. Nacido de la inquietud, remedia la inquietud. Es la forma que toma el sentido de lo sagrado en las épocas de escepticismo y de trastornos (12). Por ello, en los tiempos de búsqueda y también en los de transformación, es una de las manifestaciones culturales y cultuales que el hombre se apropia con mayor violencia (13). Necesita la sustitución, y rinde culto a sus otros dioses, que no podrá sino sacarlos del pozo de las propias experiencias religiosas. Pensemos en un film como Rosemary's Baby con sus ritos, sus evoluciones lingüísticas, su planteamiento de aproximación a otro sobrenatural, pero con los mismos elementos de la religión de la que procede Polanski y su entorno. En literatura, aun las narraciones de Poe, con el montaje de aspectos diferentes de una misma obsesión, nos aproximamos a la verdad de una inquietud irresuelta. El «suspense» a que somete el ritmo narrativo, no es más que la curva de un alejamiento/aproximación que surge en época de exigencias positivistas. Aun el exasperante Lovecrafft no es más que un «Dies irae» disimulado, y mal imitado, a pesar de la acumulada admiración de quienes quieren ver en él lo que no hay (14). No se trata, como algunos han pretendido, de un proceso de desmitificación. El mundo del MIEDO, como base de lo fantástico (15), no hace más que llevar de la mano hacia una actitud de pseudo-adoración, de desmesurada reverencia. Las leyes de Frankenstein, de Drácula, de la momia, del hombre-lobo, de los monstruos, nos revelan el trasfondo de búsqueda y la necesidad de una respuesta a nivel de espectador o de lector. Todo el peso de la narración (sea escrita o sea fílmica) está llevado por la fuerza del «mito», que conlleva una exigencia de sustitución, y al mismo tiempo postula una actitud de aceptación y de incontestable respeto. ¿No es el temor, temblor y sencillo corazón? Buscamos en lo «fantástico» no una evasión, un pretexto o una cierta venganza, sino un secreto, que es a la vez el secreto del hombre y del universo (16). Aun en la evolución de las obras de ciencia-ficción, cuando se va de lo simplemente artificial y de falso futurismo a una concepción claramente diversificada de la presencia ignota de un Absoluto fantástico (opresor o benéfico), podemos advertir la clara raíz de relación con una transcendente obsesión, que es omnipresente en la historia del hombre. Así, en los films de Robert Wise, o de Kurt Neumann, hasta los de W. C. Menzies, Fred S. Sears o Edward L. Cahn o Don Siegel. Hay, ciertamente, en todo ello una manipulación científica (o cientista) del hombre que se ve, de pronto, dominador del espacio y del átomo. Sobre todo, cuando a través de ciertos films (y novelas) que podemos llamar de la serie B, se obtienen resultados inesperados. El hombre necesita una respuesta a su inquietud, y no se puede decir solamente que se comercialice a partir de sus necesidades. Por un lado serán los films de MONSTRUOS, que encierran en sí los elementos de la ficción, del poder absoluto manifestado de una manera diferente y arrolladora, produciendo la sensación de imposible, de horror, de desolación, de un cierto ridículo escéptico. Por otro, los films que nos presentan a personajes de otros planetas, en actitud generalmente maléfica. El monstruo es reflejo de una omnipotencia distorsionada, de una visión del más allá presente en la temporalidad, hecha rotunda negación de humanidad. Es derivación de una concepción mítica arraigada en una teogonía imaginativa, que exige desaparezcan todos los resabios de hominización. No es «imagen y semejanza», sino «anti-imagen y desemejanza». Por ello, estas apariciones de monstruos al estilo de los que aparecen en los films de Inoshiro Honda o de Jun Fukunda, nos dan un reflejo de las concepciones teogónicas de una religiosidad de fuerzas elementales, donde no aparece rastro de óptica humanizante. Por su parte, los films de «otros planetas», más cercanos a nuestra concepción del «más allá», nos dan una revelación de seres que envidian, necesitan o exigen al hombre. Desde Bruno Ve Sota hasta los últimos productos de Siegel o las demás ensoñaciones -no insomnios- de otros autores. Es necesaria la entrada del misterio, pero de modo que el espectador se sienta inmerso en el contraste dinámico de fuerzas enfrentadas. Desde la calle oscura de Lovecrafft o de sus «museos del horror», hasta la nitidez de los trajes de «Star Trek». Rayos láser, puñales, monstruos, fuego, licántropos, no son más que elementos de un Sinaí exigido con sus rayos y su lucha por la supervivencia. Son la necesaria manifestación de lo «Otro» en un mundo de anonimato y de profanidad. Querer negarlo es quizás enfrentarse con un absurdo. El afirmarlo es aproximarse a la impotencia humana, con su necesidad de encontrar un sustitutivo de lo sagrado. Fuerza, potencia, exotismo, deformación, terror, lenguajes ignotos, no son más que las diversas notas de un solo pentagrama: el de la incapacidad de negar, con afirmaciones distorsionadas, lo que se le impone al hombre. El placer del desplacer, el horror de la falsa tranquilidad, son manifestaciones de un sentido de autoliquidación, de una culpabilidad frustrada y frustrante, ante el hecho de un intento de superación de lo sagrado. Y la forma expresiva de la creatividad está en lo fantástico, a través de lo que Roland Barthes llama la descritura, como catalizador de la dinámica comprehensiva de los más dispersos elementos de creación cultural. 
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(8) Lewis Carrol: Alicia en el País de las Maravillas, Afha, 197. J. R. R. Tolkien: El Señor de los anillos (3 tomos), Minotauro, 1978, 79, 80.
(9) Fernando Savater: La infancia recuperada, Taurus, 1976.
(10) Rene Predal: Le cinémafantastique, Seghers, 1970. Gerard Lenne: El cine «fantástico" y sus mitologías, Anagrama, 1974. Edgar Morin: El Cine o el hombre imaginario, Seix Barral, 1972. Ilia Ehrenburg: Fábrica de sueños, Akal, 1972.
(11) Belevan, ob. cit., p. 69.
(12) Schneider, ob. cit., p. 21.
(13) Paul Goodman: Ensayos utópicos, Península, 1973.
(14) Lovecrafft: Horror en el Museo, Caralt, 1980. Ver prólogo/introducción de Antonio Prometeo
Moya.
(15) Román Gubern-Joan Prat: Las raíces del Miedo. Antropología del cine de terror, Cuadernos Ínfimos, Tusquets, 1979. Mario Carliski: Psicoanálisis, Teatro y Cine, Paidós, 1965. Ivan Butler: Horror in the Cinema, Zemmer, Barnes, 1967.
(16) Belevan, ob. cit., p. 71.

miércoles, 3 de octubre de 2018

Lo fantástico (1)

Lo fantástico como intrusión nostálgica del misterio en algunas manifestaciones culturales de hoy.
Por Cristóbal Sarrias.
Fue en el «campus» de la Universidad de Columbia, en 1960. Hablaban los utópicos y los hombres de la contracultura. Norman O. Brown fue explícito: «Sea como fuere, la cuestión es, antes que nada, encontrar de nuevo los misterios. Con esto no quiero significar simplemente el sentido de lo maravilloso, aquel sentido de lo maravilloso que es la fuente auténtica de toda filosofía: lo que quiero significar por misterio es secreto, oculto, sólo visible por los que tienen visión espiritual» (1). Ante el auditorio universitario, Brown enunciaba la gran nostalgia del misterio. La que estaba en la entraña misma de la juventud convulsionada por el pensamiento de Marcuse, de Goodman, de Fast o de Morin. Una juventud cansada de enseñanzas librescas -que él mismo ataca en palabras que siguen en su discurso-, que necesita reencontrar el sentido de lo oculto, de lo distinto, de lo que, en realidad está detrás de cualquier aprehensión de la realidad inmediata. Brown reconocía, en sus diagnósticos, el grado de nostalgia que puede existir en cualquier manifestación social, cuando se aproxima a la orilla de lo Imposible. La necesidad de reencontrar lo oculto, lo mistérico, no podía ser exclusiva competencia de actividades iniciáticas reservadas a unos pocos. En el «campus» de Columbia se apretaban los hombres y mujeres de toda una generación, que además era válida para un análisis de todo un estrato social a nivel de amplio espectro. Quizá totalizante. Porque representaban una visión de futuro que no podía desestimarse, ni era un simple conjunto de estudiantes sin relevancia. Lo que en 1960 estaba ante Brown era, simplemente, nuestra generación.
[I] Reemplazar la transcendencia
Los analistas de lo fantástico coinciden en un punto concreto: detrás de cualquier manifestación cultural que pueda englobarse bajo este epígrafe (y veremos la amplitud de su campo, junto con lo restringido de su comprehensión) tiene un elemento común: lo fantástico se caracteriza por una intrusión brutal del misterio en el marco de la vida real (2). Es decir, la entrada en los entramados y entresijos de lo cotidiano de todo el necesario mundo de relación con la transcendencia. Se podrán llamar «sustitutivos» o «lecturas de creencias ignoradas », pero lo cierto es que, sin tener que recurrir a análisis excesivamente profundos, hay en la expresión cultural que se adentra en lo fantástico, una necesaria actitud iniciática, que desciende a los niveles más elementales (y profundos) de la reacción religiosa. Y surge entonces lo que constituye el primer paso de la reacción «fantástica »: la vacilación. En el simple hecho de la recreación de un mundo «diferente», en el que se introducen elementos que son deformaciones, abstracciones, distorsiones, exageraciones de la vida real, se añade a lo que se ve, se oye, se siente, lo que se intuye, se busca, se sospecha, se necesita. Es decir, el autor que ofrece su visión fantástica, y el lector o contemplador (más que espectador, que puede connotar pasividad) recurren a la dialéctica de lo imposible; a la presentación y captación de lo impublicable o esotérico, en cuanto que es algo que no está al alcance de la mano, ni de la vista, ni muchas veces de la simple imaginación. Entonces lo «fantástico» se transforma en un elemento válido para responder a la vacilación a que somete la credulidad (no la «incredulidad») necesaria. Una lectura de Poe, una visión de Goya o una contemplación de Lang -por no citar más que autores que llevan la connotación del «miedo»- hacen presentir que «hay-más» -pero-no-se-sabe-ni el «qué»-ni el «cómo»-ni el «cuando»-. Y esta actitud, cercana a la «umheiliche» freudiana -que nosotros llamaríamos con Belevan, «ambigüedad insólita» (3)-, es la que produce el desequilibrio funcional de la relación con un «más allá» necesario. Es la «vacilación» entre un más acá real, y un más allá imposible de aprehender. Esta es la razón por la que Todorov dice que lo fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural (4)Es cierto que puede provocar una seria rebeldía interior, como anuncia Caillois, al decir que Todo lo fantástico es una ruptura del orden reconocido, una irrupción de lo inadmisible en el seno de la inalterable legalidad cotidiana. Precisamente porque es una intromisión -en el sentido etimológico y primitivo de la palabra- en una realidad que se ve limitada por sí misma, y desbordada por la entrada de elementos que la transcienden. Y por ello, Schnieder dirá en un texto aportado por el mismo Callois (5): Lo fantástico explora el espacio de lo interior; tiene mucho que ver con la imaginación, la angustia y la esperanza de salvación. Irene Bessiere, en su obra Le récit fantastique (6), precisa que lo fantástico no es sino uno de los caminos de la imaginación, cuya fenomenología semántica surge a la vez de la mitografía, de la religiosidad, de la psicología moral y patológica y que, por eso mismo, no se distingue de aquellas manifestaciones aberrantes de lo imaginario o de sus expresiones codificadas en la tradición popular. Es decir, que ampliando el campo de reflexión sobre lo fantástico, nos introduce de lleno en lo que la fuerza de creación mítica de los pueblos ha ido añadiendo a sus tradiciones como eco de la entrada de una conexión con lo sobrenatural, sea de la naturaleza que fuere. Lo que analiza con profundidad Mircea Eliade en todos sus libros, y que nos hace comprender de una manera muy concreta en determinadas alusiones a lo cósmico, o a las manifestaciones básicas en la capacidad evolutiva del hombre (7).
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(1) Brown, Cohn-Bendit. .. , etc.: Escritos sobre el Apocalipsis, Kairos, 1973, p. 146.
(2) Harry Belevan: Teoría de lo fantástico, Anagrama, 1976, p. 43.
(3) Ibíd., p. 88.
(4) T. Todorov: Introducción a la literatura fantástica, Ed. Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1972, p. 34.
(5) M. Schneider: Déja la netge, Grasset, 1974, p. 12.
(6) Irene Bessiere: Le récit fantastique, Larousse, 1974.
(7) Passim en las obras de M. E., pero especialmente en: Herreros y alquimistas, Alianza, 1974. Imágenes y símbolos, Taurus, 1974. Mito y realidad, E. Labor, 1978. Tratado de historia de las religiones, 2 tomos, Cristiandad, 1974.