domingo, 28 de enero de 2018

Trump, ¿loco?




Trump ¿Loco?
No pudieron deponerlo por la pretendida conexión con Rusia y la supuesta intervención del Kremlin en las elecciones presidenciales de 2016, así que ahora, los "Progresistas" norteamericanos pretenden hacer que el Congreso de EUA declare a Trump como incapaz para gobernar por una supuesta insanía mental y buscan sustentar estos alegatos en un libro: Fire and Fury, de un tal Michael Wolff,  periodista amarillista quien por otra parte, ha sido señalado por difamar e inventar historias anteriormente.
Por el contrario, la difusión que los medios mainstream le han dado al libro sólo viene a convencer más y más al electorado que votó al empresario inmobiliario para la Casa Blanca del divorcio existente entre los medios y el pueblo norteamericano y el enfrentamiento entre Trump y las elites que controlan la opinión pública y los grandes intereses detrás de una política corrupta que han manejado al país y a buena parte del mundo desde la llegada de Bill Clinton a la presidencia y hasta Obama; resultando irónico que los grupos que apoyen como algo normal que un hombre se crea mujer o viceversa y se mutile en consecuencia, la existencia de más de 100 géneros basados en parafilias, vicios, fetichismos o perversiones sexuales, confusiones de identidad, asesinato de inocentes en el vientre, calificar de "religión de paz" al Islam pese a que el Corán diga lo contrario, considerar al hijab o velo islámico --contra el que ahora las persas se rebelan-- como símbolo de libertad, sentirse ofendido por todo ante los muchos complejos y traumas de los millenials, considerar a los animales igual o incluso superiores a las personas, sean los que se atrevan de calificar como demente o idiota a quien no comparte dichas visiones del mundo.
Los "Progresistas" o Liberals parecen no darse cuenta del hartazgo y las denuncias que circulan por todos lados en contra de la última entrega de Star Wars por haberla cargado de sus doctrinas a través del púlpito de Disney, ni que en Europa, no solamente Polonia y Hungría resisten los mandatos de lo políticamente correcto que emana de Bruselas, sino que ahora se les unen Austria y República Checa, y que hasta Macrón, en Francia, parece salirse del redil y empieza a aplicar políticas sorprendentemente conservadoras y que tienden a revertir el daño hecho por la Ideología de Género y el Islamismo, mientras que en Alemania, la nefasta Angela Merkel empieza a tambalearse ante el rechazo del pueblo alemán a autodestruirse por seguir con el mea culpa del Nazismo.
Lo que ha hecho Trump no es ninguna locura: es rebelión, es intentar cambiar el estado de cosas: si se burla del "botón nuclear" de Kim Jong Un es porque ya es momento de poner un alto a los constantes chantajes y extorsiones de la dinastía norcoreana que a base de amenazas se ha asegurado sobornos disfrazados de "ayuda humanitaria" que seguramente son el negocio de alguien que hace contubernio con la familia de dictadores comunistas de Pyongyang; Trump sabe que el joven líder únicamente despotrica y habla para aparentar ante sus vasallos que es muy poderoso y temible cuando la realidad es otra, y porque sabe que los gobiernos cobardes de Japón, Corea del Sur y el propio EUA caen temblando ante él y acceden a sus demandas de dinero; si decide reconocer a Jerusalén como capital de Israel es porque así ha sido desde el año 1,000 a.C. con el Rey David y hay todo un sustento histórico detrás, más allá de las decisiones de la UNESCO tomadas a base de sobornos y miedo. Y si decide reducir el financiamiento de la ONU es porque la organización internacional hoy en día es un ente inútil que ha traicionado las intenciones de sus fundadores y no ha resuelto conflicto alguno, ni servido de foro para ello, en los últimos veinte años, pues su mayor preocupación es extender la homosexualidad y el antinatalismo.
Trump será un extravagante y un narcisista, pero no es un loco, quizá es el más cuerdo entre una clase política y unas élites del poder occidentales interesadas más bien en difundir el caos de la locura en beneficio de sus intereses.
Visto en:

lunes, 22 de enero de 2018

La Iglesia tampoco es un «totalitarismo»


Siempre será difícil encontrar un nombre adecuado al carácter sui generis de la forma de gobierno de la Iglesia. Así lo reconocía el afamado cardenal Billot: «Ignoro si alguna vez se le haya encontrado o se le pueda encontrar un nombre adecuado. Es ésta en realidad una monarquía sui generis, a la cual no sin razón se le puede aplicar aquello de que no se ha visto antes de ella otra semejante ni se verá después» (cfr. TRACTATUS DE ECCLESIA CHRISTI. Tomo I, p.  524 aquí).
El 2 de octubre de 1945 el papa Pío XII dirigió un discurso a la Rota Romana conocido como Dacché piacque. Con una claridad notable, tan distinta del actual magisterio «con olor a oveja», trató temas de eclesiología y derecho público eclesiástico: las diferencias entre el ordenamiento jurídico civil y el canónico, a la luz de las diferencias de naturaleza que median entre la Iglesia y el Estado. Y bajo esta luz, retomó la comparación entre ambas sociedades, para salir al cruce de asimilaciones equivocadas.
En el contexto político europeo de 1945, no era prioritario marcar diferencias con las «monarquías absolutas» -como lo fue para el Episcopado Alemán con Pío IX- sino concentrar la atención en otras posibles comparaciones. Es por esto que el discurso a la Rota buscaba esclarecer las diferencias que hay entre la forma de gobierno de la Iglesia, por una parte, y algunas formas políticas vigentes en ese momento, por otra. De modo que en la primera mitad del XX era más necesario precisar que la Iglesia, no es:
— un «totalitarismo», que somete a uniformidad mecánica la diversidad de sus miembros, bajo un poder de extensión indebida;
— un «autoritarismo», que establece relaciones de dominación puramente mecánicas que llegan hasta el punto de «ahogar y remover los derechos esenciales reconocidos a cada una de las personas físicas y morales en la Iglesia» [n. 13];
— una «democracia moderna», en la cual el sujeto originario del poder es el pueblo.
A continuación reproducimos el discurso completo, cuya lectura meditada recomendamos vivamente. Lo tomamos de la obra DOCTRINA PONTIFICIA V. DOCUMENTOS JURÍDICOS, (ed. preparada por José Luis Gutiérrez García), Madrid, BAC, 1960, pp. 203-213. El texto original en italiano, se encuentra aquí.
[1] Desde que quiso el Señor, juez soberano de todas las justicias humanas, constituirnos representante y vicario suyo en este mundo, hoy por primera vez —después de haber escuchado la amplia y docta relación anual de la actividad de este Sagrado Tribunal, que nos ha hecho vuestro dignísimo Decano— podemos expresaros, queridos hijos, nuestra gratitud y exponeros nuestro pensamiento, sin que el fragor de las armas cubra nuestra voz con sus siniestros estruendos. ¿Nos atreveremos a decir que es la paz? Todavía no, por desgracia. ¡Quiera. Dios que sea, al menos, su aurora! Una vez terminada la violencia de los combates, suena la hora de la justicia, cuya obra consiste en restaurar con sus juicios el orden trastornado o perturbado. Formidable dignidad y poder el del juez, que por encima de todas las pasiones y prejuicios, debe reflejar la misma justicia de Dios, ya se trate de dirimir las controversias, ya de reprimir los delitos 
[2] Porque éste es, en realidad, el objeto de todo juicio, la misión de todo poder judicial, eclesiástico o civil. Una rápida: ojeada superficial a las leyes y a la práctica judiciales podría hacer creer que el ordenamiento procesal eclesiástico y el civil, presentan diferencias meramente secundarias, algo así como las que se notan en la administración de la justicia en dos Estados civiles de la misma familia jurídica. También parecen coincidir en el mismo fin inmediato: actuación o tutela del derecho establecido por la ley, pero en el caso particular debatido o lesionado, por medio de la sentencia judicial, es decir, mediante un juicio pronunciado por la autoridad competente de acuerdo con la ley. Se encuentran, igualmente, en ambos los varios grados de las instancias judiciales; el procedimiento muestra en ambos casi los mismos elementos principales: demanda de iniciación de la causa, citaciones, examen de los testigos, comunicación de los documentos, interrogatorio de las partes, conclusión del proceso, sentencia, derecho de apelación.
[3] A pesar de lo cual, esta amplia semejanza externa e interna no debe hacer olvidar las profundas diferencias que existen: 1.°, en el origen y en la naturaleza; 2.º, en el objeto; 3.°, en el fin. Nos limitaremos hoy a hablar del primero de estos tres puntos, dejando para años futuros, si Dios quiere, la exposición de los otros dos. 
[I. Pretendidas analogías entre el poder civil y el poder eclesiástico]
[4] La potestad judicial es una parte esencial y una función necesaria del poder de las dos sociedades perfectas, la eclesiástica y la civil. Por esto la cuestión del origen de la potestad judicial se identifica con la del origen del poder. 
[5] Pero por esto precisamente, además de las semejanzas ya indicadas, se ha creído encontrar otras más profundas. 
[6] Es cosa singular ver cómo algunos seguidores de las diversas concepciones modernas acerca del poder civil han invocado, para confirmar y para sostener sus opiniones, las presuntas, analogías con la potestad eclesiástica Esto vale lo mismo tratándose del llamado «totalitarismo» y «autoritarismo» que tratándose de su polo opuesto, la democracia moderna. Pero, en realidad, aquellas más profundas semejanzas no existen en ninguno de los tres casos, como un breve examen lo demostrará fácilmente. 
[7] Es innegable que una de las exigencias vitales de toda comunidad humana, y, por lo tanto, también de la Iglesia y del Estado, consiste en asegurar duraderamente la unidad en la diversidad de sus miembros. 
[El totalitarismo de Estado]
[8] Ahora bien, el «totalitarismo» es siempre incapaz de satisfacer esta exigencia, porque da al poder civil una extensión indebida, determina y fija en el contenido y en la forma todos los campos de actividad, y de este modo oprime toda legítima vida propia —personal, local y profesional— en una unidad o colectividad mecánica, bajo la impronta de la nación, de la raza o de la clase.
[9] En nuestro radiomensaje de Navidad de 1942 Nos hemos señalado ya particularmente las tristes consecuencias acarreadas al poder judicial por aquella concepción y por aquella práctica, que suprime la igualdad de todos ante la ley y deja las decisiones judiciales a merced de un mudable instinto colectivo. 
[10] Por otra parte, ¿quién podrá pensar que estas interpretaciones erróneas, violadoras del derecho, hayan podido determinar el origen o influir en la acción de los tribunales eclesiásticos? Esto no ha sucedido ni sucederá nunca, porque es contrario a la misma naturaleza de la potestad social de la Iglesia, como veremos en seguida.  
[El autoritarismo de Estado]
[11] Pero a aquella exigencia fundamental está muy lejos también de satisfacer la otra concepción del poder civil, que puede ser designada con el nombre de «autoritarismo», porque excluye a los ciudadanos de toda participación eficaz o influjo en la formación de la voluntad social. Divide, por tanto, a la nación en dos categorías, la de los dominadores y la de los dominados, cuyas recíprocas relaciones vienen a ser puramente mecánicas, bajo el imperio de la fuerza, o tienen un fundamento meramente biológico. 
[12] Ahora bien, ¿quién no ve que de esta manera queda profundamente trastornada la verdadera naturaleza del poder estatal? Este, en efecto, por sí mismo y mediante el ejercicio de sus funciones, debe tender a que el Estado sea una verdadera comunidad, íntimamente unida en el fin último, que es el bien común. Pero en aquel sistema el concepto de bien común se hace tan deleznable y se revela tan claramente como un engañoso manto del interés unilateral del dominador, que un desenfrenado «dinamismo» legislativo excluye toda seguridad jurídica, y, por lo mismo, suprime un elemento fundamental de todo verdadero orden judicial. 
[13] Nunca un dinamismo tan falso podrá ahogar y remover los derechos esenciales reconocidos a cada una de las personas físicas y morales en la Iglesia. La naturaleza del poder eclesiástico no tiene nada común con este «autoritarismo», al cual, por consiguiente, no se le puede reconocer punto alguno de referencia con la constitución jerárquica de la Iglesia. 
[La democracia moderna]
[14] Queda por examinar la forma democrática del poder civil, en la que algunos querrían hallar mayor semejanza con el poder eclesiástico. Sin duda, donde está vigente una verdadera democracia teórica y práctica, está colmada aquella exigencia vital de toda sana comunidad, a la que nos hemos referido. Pero esto tiene lugar o puede tener lugar en igualdad de circunstancias, también en las otras legítimas formas de gobierno.
[15] Ciertamente, la Edad Media cristiana, particularmente informada por el espíritu de la Iglesia, con su riqueza de florecientes comunidades democráticas demostró cómo la fe cristiana sabe crear una verdadera y propia democracia, e incluso cómo esa fe es la única base duradera de ésta. Porque una democracia sin la unión de los espíritus, al menos en los principios fundamentales de la vida, sobre todo en lo que se refiere a los derechos de Dios y a la dignidad de la persona humana, al respeto a la honesta actividad y libertad personales, también en los asuntos políticos, una democracia semejante seria defectuosa e insegura. Así pues, cuando el pueblo se aleja de la fe cristiana y no la pone resueltamente como principio de la vida civil, entonces también la democracia fácilmente se altera y se deforma y con el transcurso del tiempo se ve sujeta a caer en el «totalitarismo» o en el «autoritarismo» de un solo partido. 
[16] Si, por otra parte, se tiene en cuenta la tesis preferida de la democracia —tesis que insignes pensadores cristianos han defendido en todo tiempo— es decir, que el sujeto originario del poder civil derivado de Dios es el pueblo (y no la «masa»), resulta cada vez mas clara la distinción entre la Iglesia y el Estado, aun siendo este democrático.
[II. ORIGEN DEL PODER EN LA IGLESIA Y EN EL ESTADO]
[17] Esencialmente diversa del poder civil es, en realidad, la potestad eclesiástica y, por consiguiente, también el poder judicial en la Iglesia.
[Contraste evidente]
[18] El origen de la Iglesia, en oposición con el origen del Estado, no es de derecho natural. El más amplio y cuidadoso análisis de la persona humana no ofrece elemento alguno para concluir que la Iglesia, al igual que la sociedad civil, habría tenido que nacer y desarrollarse naturalmente. La Iglesia deriva de un acto positivo de Dios, más allá y por encima de la índole social del hombre, por más que esté en perfecta armonía con ésta; porque la potestad eclesiástica y, por tanto, también el correspondiente poder judicial, ha nacido de la voluntad y del acto, con los que Cristo ha fundado su Iglesia. Esto no quita, sin embargo, que una vez constituida la Iglesia, como sociedad perfecta, por obra del Redentor, brotasen del fondo de su naturaleza no pocos elementos de semejanza con la estructura de la sociedad civil. 
[19] Sin embargo, hay un punto en el que esta diferencia fundamental se manifiesta con particular evidencia. La fundación de la Iglesia como sociedad se ha realizado de manera contraria al origen del Estado, no de abajo arriba, sino de arriba abajo; esto es; Cristo, que en su Iglesia ha realizado el reino de Dios sobre la tierra, por El anunciado y destinado para todos los hombres de todos los tiempos, no ha confiado a la comunidad de los fieles la misión de maestro, de sacerdote y de pastor recibida del Padre para la salvación del género humano, sino que la ha transmitido y comunicado a un colegio de apóstoles o enviados, escogidos por El mismo, para que con su predicación, con su ministerio sacerdotal y con la potestad social de su oficio hicieran entrar en la Iglesia a la muchedumbre de los fieles para santificarlos, iluminarlos y conducirlos a la plena madurez de los seguidores de Cristo.
[20] Examinad les palabras con las que Él les ha comunicado sus poderes: el poder de ofrecer el sacrificio en memoria suya (1), poder de perdonar los pecados (2), prometa y colación de de la potestad suprema de las llaves a Pedro y a sus sucesores personalmente (3) comunicación del poder de atar y desatar, a ledos los apóstoles (5). Meditad, las palabras con que Cristo, antes de su ascensión, transmitió a estos mismos apóstoles la misión universal, que ha Él había recibido del Padre.
¿Hay, acaso, en todo esto algo que pueda dar lugar a  dudas o equívocos? Toda la historia de la Iglesia, desde su comienzo hasta nuestros días, no cesa de hacerse eco de aquellas palabras y de dar el mismo testimonio con una claridad y exactitud que ninguna sutileza puede turbar o empañar. Ahora bien: todas estas palabras, lodos estos testimonios, proclaman al unísono que en la potestad eclesiástica la esencia, el punto central, según la expresa voluntad de Jesucristo, y consiguientemente por derecho divino, es la misión confiada por Él a los ministros de la obra de la salvación en la comunidad do los fieles y en todo el género humano. 
[21] El canon 109 del Código de derecho canónico ha dado luz claara y relieve escultórico a este admirable edificio: «Los que son incorporados a la jerarquía eclesiástica no son escogidos por el consentimiento o designación del pueblo o del poder secular, sino que son constituidos en los grados de la potestad de orden con la ordenación sagrada; en el sumo pontificado, por el propio derecho divino, una vez cumplida la condición de la elección legítima y de su aceptación; en los demás grados de jurisdicción, mediante la misión canónica.» 
[22] «No por el consentimiento o designación del pueblo o del poder secular»: El pueblo fiel o el poder secular pueden haber participado con frecuencia, en el curso de los siglos, en la designación de aquellos a quienes debían ser conferidos los cargos eclesiásticos, para los cuales, por otra parte, incluso para el Sumo Pontificado, pueden ser elegidos tanto los descendientes de noble clase como el hijo de la más humilde familia obrera. Sin embargo, en realidad, los miembros de la jerarquía eclesiástica han recibido y reciben siempre su autoridad de lo alto y no deben responder del ejercicio de su mandato más que, o inmediatamente ante Dios, a quien solamente está sujeto el Romano Pontífice, o bien, en los otros grados, ante sus superiores jerárquicos, pero no tienen que dar cuenta alguna ni al pueblo ni al poder civil, dejando a salvo, naturalmente, la facultad de todo fiel de presentar en la debida forma sus súplicas y recursos a la autoridad eclesiástica competente, o también directamente a la suprema potestad de la Iglesia, especialmente cuando el suplicante o el recurrente está movido por motivos que tocan a su personal responsabilidad para la salud espiritual, propia o ajena. 
[Dos conclusiones]
[23] De cuanto hemos expuesto se derivan principalmente dos conclusiones:
1.a En la Iglesia, al revés que en el Estado, el sujeto primordial del poder, el juez supremo, la última instancia de apelación, nunca es la comunidad de los fieles. No existe, por tanto, ni puede existir en la Iglesia, tal como ha sido fundada por Cristo, un tribunal popular o una potestad judicial derivada del pueblo.
[24] 2.a La cuestión de la extensión y alcance de la potestad eclesiástica se presenta también de un modo completamente diferente del que presenta referida al Estado. Para la Iglesia tiene valor, en primer lugar, la voluntad expresa de Cristo, quien pudo darle, según su sabiduría y bondad, medios y poderes mayores o menores, salvo siempre el mínimo exigido necesariamente por su naturaleza y su fin. La potestad de la Iglesia abarca a todo el hombre, su interior y su exterior en orden a la consecución del fin sobrenatural, porque el hombre está completamente sometido a la ley de Cristo, de la que la Iglesia ha sido constituida por su divino Fundador depositaria y ejecutora, tanto en el foro externo como en el foro interno o de conciencia. Potestad, por tanto, plena y perfecta, aunque ajena a aquel «totalitarismo» que no admite ni reconoce la honesta apelación a los claros e imprescriptibles dictámenes de la propia conciencia y violenta las leyes de la vida individual y social escritas en los corazones de los hombres. Porque la Iglesia tiende con su poder no a esclavizar a la persona humana, sino a asegurar su libertad y perfección, redimiéndola de las debilidades, de los errores y de los extravíos del espíritu y del corazón, los cuales, tarde o temprano, acaban siempre en la deshonra y en la esclavitud.
[25] El carácter sagrado que a la jurisdicción eclesiástica corresponde por su origen divino y por su pertenencia a la potestad jerárquica, debe inspiraros, amados hijos, una altísima estima de vuestro oficio y espolearos a cumplir sus austeros deberes con fe viva, con rectitud inalterable y con celo siempre vigilante. Pero detrás del velo de esta austeridad, ¡qué resplandor se revela a los ojos de quien sabe ver en el poder judicial la majestad de la justicia, que en toda su acción tiende a mostrar a la Iglesia, la Esposa de Cristo, santa e inmaculada ante su divino Esposo y ante los hombres!
[26] En este día en que se abre vuestro nuevo año jurídico, Nos invocamos sobre vosotros, amados hijos, los favores y ayudas del Padre de las luces, de Cristo, a quien El ha confiado todo juicio, del Espíritu de inteligencia, de consejo y de fortaleza, de la Virgen María, espejo de justicia, mientras con efusión de corazón impartimos a todos vosotros aquí presentes, vuestras familias y a todos vuestros seres queridos nuestra paterna bendición apostólica. 



miércoles, 17 de enero de 2018

Elogio de la niñez

José Ferrari ha tenido la amabilidad de enviarnos unas páginas de un libro de su autoría (más información sobre el libro, aquí; una pequeña entrevista al autor, aquí). Las reproducimos a continuación:
El héroe y el santo no son hacedores de destinos, son fieles a su vocación. Ellos no se hacen arquetipos, más bien renuncian a sus proyectos egoístas para disponerse a la obra de Dios. Es un blandir de alas para echarse al Viento del Espíritu que los llevará hasta donde no quieren... ¿No son los niños, por ventura, quienes danzan en ese pneuma incontenible sin el peso de torcidos deseos? ¿No son ellos, en su lúdica entrega, quiénes anticipan el jugarse entero y el vivir de cielo? El hombre del siglo, sopesando su futuro, se amarra cuidadosamente a la tierra para hacer previsibles sus pasos. Siempre previsibles y desgraciados, sin penas ni glorias.
Esta abertura al abismo del viento, este querer flotar sin rumbo buscando ser sorprendidos por desconocidas alturas es haber regresado a la niñez, donde el sueño se amalgama con el vivir intenso y fresco. Por eso la disponibilidad y entrega decididas, porque en ellas germina una candidez de semilla: la confianza. Que no es la seguridad del que cree tener control y dominio (aunque de fondo se oiga un grito de desesperación), sino de quien espera la redención porque se sabe pequeño y, más aún, se sabe amado. La adultez nos hizo arrogantes, o sea, nos arrogó honores y derechos que no tenemos. Caímos en  la trampa de creernos importantes por lo que somos cuando únicamente somos importantes por ser criaturas de Dios. Ni que hablar cuando hijos, ya purificados por el bautismo del agua y del espíritu en ese segundo nacimiento para la vida sobrenatural.
Comprender y abrazar nuestra pequeñez nos colma de confianza en los divinos designios del Padre. Sólo el que se vuelve a Dios buscando su corazón de infancia, puede dirigirse a Él llamándolo: Abba (“papá”, “padrecito”). Porque el lenguaje de un niño nace naturalmente de un corazón niño; y mirar tiernamente a Dios para decirle Abba es haber sostenido la tensión exacta y milagrosa mixtura de confianza, amor y respeto.
Alguno podría confundir ternura de lenguaje filial con blandura de ánimo. Eso sería una blasfemia contra el Hijo. Las almas toscas, tan reticentes a la sutileza, suelen ser artífices o víctimas de tal desorden. Son ellos quienes dan a los pequeños un trato irreverente como si fueran algo de poca monta, y contra toda enseñanza paulina acaban por exasperarlos abusando de su poder y estatura. Nada más lejos de la verdadera hombría del que sabe detenerse ante la debilidad, rendirse ante una doncella, llorar una traición o abrir puños callosos para sostener las arruinadas mejillas de un mendigo. El hombre cabal no necesita impostar su entereza; no anda disimulando al niño que lleva dentro por temor y respeto humanos. Su grandeza le viene de Dios lo mismo que a la niñez inmaculada.
El cántico de David, rey guerrero, es retrato magnífico de esa infancia espiritual que debe añorar todo hombre de bien: “No ando tras de grandezas ni en planes muy difíciles para mí; lejos de eso, he hecho a mi alma quieta y apaciguada como un niño que se recuesta sobre el pecho de su madre; como ese niño, está mi alma en mí” (Sal. CXXX, 1-2). Plegaria llena de coraje, que nos impele a quitar delirios y habilitar el alma a esa entrega dichosa del niño apaciguado en pechos maternos. Pero la virilidad también posee sus caricaturas; ellas son gigantes de fango que se desploman cuando el Dios de los secretos dictamina la recompensa de los humildes. La seguridad en sí mismo es un gigante de fango y está en las antípodas de esa infancia vulnerable que recobra sus fuerzas en la quietud, recostada en el Otro…”
Tomado de:
FERRARI JOSÉ, Elogio de la niñez, Bs. As., Ed. Pórtico, 2017, págs. 23-25.

miércoles, 10 de enero de 2018

Vitam venturi saeculi


Jack Tollers ha publicado su traducción de El remate del Credo: la vida de un mundo futuro (vitam venturi saeculi) de Anscar Vonier O.S.B. Un magnífico tratadito sobre el último de los artículos del Credo («en la vida de un mundo futuro»), esto es, sobre el Cielo. Su autor, un abad benedictino de la abadía de Buckfast en Inglaterra, de la primera mitad del s. XX.
Puede descargarse en diversos formatos en el siguiente enlace:

lunes, 8 de enero de 2018

Los fariseos no pueden amar a Jesucristo (2)




Mucho peor es el otro elemento, y más característico. La convicción de la propia justicia. Los fariseos se habían creado, al margen de la ley, una justicia suya, diversa de la divina. Y, según ella, juzgaban a los demás. Sólo era bueno lo que ellos hacían. Ni el Bautista ni Cristo podían serlo mientras no se sujetaran a su justicia. Condenaban al Bautista y al pueblo que le seguía. Perseguían a Cristo y a sus discípulos. Impermeables a toda otra justicia, aunque viniera de Dios, sacrificaban un profeta tras otro, hasta que -sin escrúpulo alguno- consumaron la suprema injusticia. Al fin, los maestros o rabinos eran sólo ellos. 
A semejanza de los fariseos, todos vivimos nuestra propia justicia. Aquello es santo y bueno de que estamos convencidos. Y como la convicción, muchas veces, proviene del interés, aquello es justo y santo que importa lo sea. Por ese camino, según los intereses creados en el individuo, se multiplican o reparten las justicias. Agréguese que, en tiempos, no se reconoce a otros el derecho de enseñar. No vengan el papa, o los obispos, o los párrocos a enseñar algo contra nuestras convicciones. Hacemos valer el pluralismo, amparados en la propia justicia como axioma intangible. He ahí lo más humano y lo menos cristiano del fariseo. Lo que mejor se esconde, por humano, en quienes se creen enemigos acérrimos del fariseísmo; y lo que le hace prácticamente superior a todo ataque. Basta que nos toquen en el trigémino, en la propia justicia. No la sacrificamos por el Evangelio. La haremos valer, sin reparo, contra él, siempre que los demás lo interpreten contra nosotros.
¿Hay modo de combatirlo? Por vía de diálogo, no. Ni Jesucristo lo pudo combatir. Aunque sus palabras iban llenas de luz y amor, nunca convencieron a escribas y fariseos. La justicia de Cristo no respondía a la de sus enemigos. Era totalmente contraria. ¿Iba El a ceder, por bien de paz?
El único modo de superarlo está en uno mismo. Yo mismo he de combatir al fariseo -amigo de la justicia- propia que vive en mí. Conviene aislarse de ambientes contaminados; buscar la fe sencilla, ajena a prejuicios, de los santos singularmente movidos por el Espíritu Santo en la Iglesia de Dios. Y para dar con la fe de los santos, alternar con ellos. Con unos alternaremos en vida; con otros, por medio de sus escritos. Todos, como alentados por el mismo Espíritu, poseen un acento único: que comienza por la humildad y termina en la humildad; inicia por el desprecio propio y termina en el propio desprecio. No me atrevo a decir que comience por la caridad y termine en ella. Hoy y siempre la falsa caridad se hace pasar por caridad, y no vale para iniciar ni para dar término a quien en todo busque la verdad. El desprecio propio, la humildad, la sencillez de ánimo, como animados por la verdadera caridad, sirven mucho mejor para introducir en el misterio de la justicia de Cristo. A la luz del camino humilde, enseñado por los santos -dentro de la Iglesia de Dios-, dudaremos de la propia justicia, y nos abriremos a la del Señor, aunque la encontremos contraria a nuestros intereses personales, a los signos de los tiempos, al argumento del número. 
La humildad que abre el camino al Espíritu de Dios se nutre mediante el trato asiduo -en la oración y sacramentos- con Jesucristo. La verdad tiene demasiados enemigos para que nadie se duerma sobre la sencillez. Hay que alimentarla en comunión con El. Hasta que prenda el amor a su persona. Enamorado uno de Cristo, todo irá sobre ruedas. La amistad, que tiene sus exigencias, le dará luz sobre las oscuras encrucijadas de la vida. Y sobre el modo de combatir sin tregua la propia justicia, alma del fariseísmo. De donde, para no dejarnos gobernar de nuestra propia justicia, busquemos en humildad y espíritu de fe la doctrina de los santos, dentro de la Iglesia. Luego vendrá el trato asiduo con el Señor. En seguida la amistad con El. Y de su amistad, todos los bienes. 
Tomado de:
ORBE, A. Elevaciones sobre el amor de Cristo. BAC, Madrid (1974), pp. 287-296.

martes, 2 de enero de 2018

Los fariseos no pueden amar a Jesucristo (1)


Otro tanto valdría de los escribas. Fariseo significa dividido, segregado; algo como el egregio latino, «aislado del rebaño». Título, con frecuencia, noble. San Pablo se llama alguna vez en términos parecidos: «Pablo, esclavo de Jesucristo, llamado (a ser) apóstol, escogido (en latín segregatus) para el Evangelio de Dios» (Rom. 1,1). 
Los apóstoles, los simples sacerdotes, han sido sacados y escogidos de la grey para el ministerio del culto y de la palabra. Mas los fariseos, en los días de Jesús, se distinguieron de la masa en muy otras cosas. 
Amigos de exterioridades, descuidaban lo interior. «Vosotros los fariseos limpiáis la copa y el plato por defuera, pero vuestro interior está lleno de maldad y rapiña. ¡Ay de vosotros, fariseos, que pagáis el diezmo de la menta y de la ruda y de todas las legumbres, y descuidáis la justicia y el amor de Dios! ¡Ay de vosotros, fariseos, que amáis los primeros asientos en las sinagogas y los saludos en las plazas! ¡Ay de vosotros, que sois como sepulturas que no se ven y que los hombres pisan sin saberlo!» (Lc. 11,_39ss). «Oían estas cosas los fariseos, que son avaros, y se mofaban de El. Y les dijo (Jesús): Vosotros pretendéis pasar por justos ante los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones; pues lo que es para los hombres estimable, es abominable ante Dios» (Lc. 16,14s). Llevaron su audacia hasta querer pasar por justos ante el propio Dios, como el fariseo de la parábola: «¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni como este publicano» (Lc 18,11). 
Los fariseos del Evangelio creían tener todas las virtudes, y no poseían ninguna. Su justicia, externa, encubría todos los vicios. Jesucristo se los echó en cara, sin exceptuar uno. Eran grandes ante el pueblo judío. Muy pequeños en el reino de Dios: «Os digo que, si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt. 5,20). Maestros de la virtud sin tenerla, decían y no hacían. 
Chocaron con el Salvador y les afectó de lleno el juicio terrible de Jn. 9, 39: «Yo he venido al mundo para un juicio: para que los que no ven vean, y los que ven se vuelvan ciegos». Lo primero se entiende. Es oficio del médico sanar, y de la luz resplandecer. En presencia de la luz, los que habitaban en tinieblas vieron. Lo segundo infunde horror: «Yo he venido al mundo para que los que ven se vuelvan ciegos». Aludía a los fariseos. Oficialmente eran maestros; creían ver pretextando la ley. «Nosotros sabemos -nosotros vemos que ese hombre (=Jesús) no viene de Dios, porque viola el sábado» (Jn 9,16 y 24). «Nosotros sabemos que ese hombre es pecador». Los fariseos veían que Jesús era pecador. 
«Tenían vista, porque leían el texto de la ley. Estaba ordenado apedrear a quien violase el sábado. De donde 'ese hombre -decían- no viene de Dios'. Veían y eran ciegos. No echaban de ver a qué venía, juez de vivos y muertos: a fin que los no-videntes, confesando (humildemente) no ver, fueran iluminados; y los videntes (contumaces) en no confesar su ceguera, se obdurasen más. Los abogados de la ley, sus expositores y maestros, los que entendían la ley, crucificaron en efecto al autor de la ley. Ignorado de los judíos, fue puesto en cruz por ellos; e hizo, con su sangre, colirio para los demás. Ellos, obstinados, se jactaban de ver la luz, y -con inaudita ceguera- crucificaron la Luz. ¡Qué ceguedad! Dieron muerte a la Luz. Pero ella, puesta en cruz, iluminó a los ciegos» (191). 
Mejor es no caminar que ir por mal camino. Preferible es no ver por falta de luz que ver mal con buena luz. El fariseo y el publicano, los dos eran malos. El publicano lo reconocía, y se abría a la claridad de Dios. El fariseo creíase justo, y no necesitaba otra justicia. Los dos poseían la ley. El uno no la leía. El otro la leía mal. Vino el Evangelio, y el ignorante de la ley vio su luz. Mientras el fariseo siguió con la suya propia; porque le sobraba, le estorbaba el Nazareno. Y, al mejor tiempo, le llevó fuera del campamento y le mató. «Vino a los suyos y los suyos no le recibieron» (Jn. 1,11). 
Ni pudieron recibirle. Cristo les hada mal. No hay peor hombre que aquel a quien el bien empeora. Viene Juan Bautista, que ni come ni bebe; y mal. Viene Jesús, que come y bebe con pecadores; y mal también. Viene Pablo, fariseo hijo de fariseos; y de nuevo mal. 
La historia se repite. Hay gente que sólo acoge bien a los que sienten como ellos, predican su misma justicia y obran según sus tradiciones. Todo el que no vea como ellos ni lo que ellos, es ciego y guía de ciegos. Los fariseos de siempre se consuelan con el número. Se multiplican, en diáspora, por todos los pueblos. En todas partes se alborotan las gentes, y los pueblos maquinan vaciedades; se conciertan los reyes de la tierra y los príncipes conspiran a una contra Yahvé y contra el Cristo (cf. Sal. 2,1s). Se han introducido en el santuario, y desde su interior amontonan vanidades. No viene el Cristo a desbaratar sus mesas.
Insinceros, anuncian el Evangelio. Son numerosos, mientras el apóstol, uno. Así estuvo siempre la rectitud en minoría. «Anuncian el Evangelio sin rectitud» (Flp 1,17). Predican el bien; mas ellos no son buenos. Buscan otra cosa en la Iglesia, no buscan a Dios. Si a Dios buscaran, serían castos, porque el alma tiene por (único) legítimo marido a Dios. Todo el que busca en Dios otra cosa fuera de Dios, no le busca con limpieza. (Busquemos a Dios castamente.) El objeto de sus promesas es El mismo. Ve si encuentras algo que más valga. Hermosa es la tierra, y el cielo, y los ángeles. Más hermoso quien hizo tanta hermosura. Los que anuncian a Dios porque le aman; quienes anuncian a Dios por Dios tienen la pureza de miras que Cristo exige del alma, cuando dice a Pedro (Jn. 21,15): ¿Me amas? ¿Eres casto en tu corazón? ¿Buscas en la Iglesia mis conveniencias, o las tuyas? Si tal eres, apacienta mis ovejas (192)
Fariseos y apóstoles coinciden en lo que eran, «hijos de ira». Los unos siguen como eran, y los otros se vuelven hijos de la Luz. Mas no difieren en la Luz que vino para unos y otros, sino en que unos, sencillos, se dejaron atraer por el Padre a su Hijo; los fariseos, no. «Nadie viene a mí si no lo atrae el Padre que me envió» (Jn. 6,44). Es más fácil atacar al fariseísmo que librarse de él. Lo peor de los fariseos lo llevamos en la naturaleza humana: el amor al aparato o el gusto de la comedia, y la convicción de la propia justicia. La existencia en el mundo está montada en el aparato, en lo externo. Todos nos reímos de la comedia y todos, o casi todos, nos prestamos a ella. Nadie cree en las formas, y todos, o casi todos, las siguen. En el fondo, ya que no salvemos lo más --venimos a decir-, salvemos lo menos. Ya que no nos queremos de veras, ni nos sacrificamos por otros, ni pensamos en ellos, guardemos las apariencias, para siquiera convivir. De ese fariseísmo, socialmente cómodo, pocos se libran. Y sería necio combatirle. Aunque nunca faltan quienes, por descubrirlo en otros y no en sí, le impugnan sin ton ni son. 
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(191) SAN AGUSTÍN, Serm. 136,4.
(192) Cf. SAN AGUSTÍN, Serm. 137,9s. 289 




Fuente:
ORBE, A. Elevaciones sobre el amor de Cristo. BAC, Madrid (1974), pp. 287-296.