sábado, 28 de julio de 2018

El fin de la comunidad política (y 2)



En esta segunda parte el p. Garrigou-Lagrange explica cómo se ejerce la potestad indirecta del Romano Pontífice en materias temporales. No hay nada que objetar a la doctrina que expone el artículo del eminente teólogo. Pero el trabajo, publicado en el contexto de la condenación de la Acción Francesa, flaquea en lo que no dice respecto del mandato abusivo de un Papa en ejercicio de su potestad indirecta sobre el orden temporal. En efecto, afirma que el fiel cristiano puede pedir explicaciones, apelar a una revisión del mandato, pero al final debe obedecer en todo aquello lo que no sea malo en sí. Nada dice sobre la posible resistencia a un mandato abusivo, ni hay comentarios sobre textos clásicos como los del maestro Vitoria (ver aquí).
El Soberano Pontífice puede ejercer este poder indirecto de dos maneras: por un consejo o por una orden. El consejo no es de si obligatorio, mas debe ser recibido con respeto. La orden obliga en conciencia; si el sustraerse a ello no es herejía, en cuanto no interviene el magisterio infalible, sería en cambio desobedecer.
¿Qué se desprende de esto en el orden de las cuestiones políticas? ¿Cómo puede la Iglesia intervenir en ello y cuál es la libertad de cada uno? La intervención de la Iglesia, de acuerdo a lo que acabamos de decir, hállase medida por las exigencias divinas de nuestro supremo fin sobrenatural; luego, todos nuestros actos voluntarios, cualesquiera que ellos sean, deben estar ordenados a aquel fin.
Para no disminuir la amplitud del tema, consideremos en primer lugar el caso en que gozamos de la mayor libertad, el de los actos llamados "indiferentes", en razón de su objeto; veremos en seguida lo que ha de pensarse de los actos cuyo objeto no es ya indiferente sino moralmente malo o en oposición con la recta razón, la ley divina y el último fin del hombre. Seguro es que hay actos indiferentes, de acuerdo a su objeto, es decir, que, según él, no son ni moralmente buenos ni moralmente malos; por ejemplo, es moralmente indiferente el querer enseñar química o matemáticas, es preferir la primera de estas ciencias a la segunda; del mismo modo cada uno es libre de preferir entre las distintas formas de gobierno esta sobre aquélla. Sin embargo, si se considera no solo el objeto inmediato de estos actos voluntarios sino el fin al cual deben estar ordenados, no habría dice Santo Tomás, ningún acto deliberado indiferente, tomándolo individualmente, en la realidad concreta de la vida: “necesse est omnem actum hominis a deliberativa ratione procedentem in individuo consideratum bonum esse vel malum” (Ia IIae, q, 18, a 9).
La razón de ello esta en que el ser razonable, desde el momento en que realiza un acto de voluntad, debe orientarlo hacia un fin honesto, hacia un fin moralmente bueno; si en cambio, prefiere a lo honesto, lo útil y placentero ya no actúa razonablemente.
Por ejemplo, aunque el enseñar química o matemáticas no sea moralmente bueno ni malo, desde que se quiere enseñar una u otra ciencia, este querer será, en razón no ya de su objeto sino de su fin, moralmente bueno como en el caso del padre de familia que gana así honestamente el pan de los suyos, o moralmente malo como en el caso del anarquista que enseña a fabricar explosivos con vistas a peores danos.
De la misma manera, en el orden político, se es libre de preferir la monarquía a la democracia y de trabajar por demostrar que tal país, como la Francia, solo volverá a encontrar la tranquilidad del orden cuando retorne a las tradiciones nacionales que la han constituido, al régimen que ha hecho su grandeza. Hasta puede recurrirse a todos los medios legítimos en vista de este retorno. Mas también es necesario que este trabajo esté ordenado a un fin moralmente bueno, y, según la subordinación de los fines, a Dios mismo más o menos explícitamente conocido y amado por encima de todo. Esto es ya verdad en el orden natural, en cuanto a Dios, autor de nuestra naturaleza, a quien nuestra inteligencia, por sus solas fuerzas, puede conocer. Con cuánta más razón es esto verdad después de nuestra elevación al orden sobrenatural: nuestro fin último sobrenatural, Dios, autor de la gracia, pide, en efecto, que todos nuestros actos voluntarios le estén, por lo menos virtualmente ordenados; en otros términos, todos deben contribuir a nuestro progreso moral y espiritual, a nuestra santificación y a nuestra salvación. Es esto verdad no solo en cuanto a los actos específicamente religiosos, como la oración, sino en cuanto a todos nuestros actos voluntarios y libres, cualesquiera que ellos sean, aún los que son indiferentes en razón de su objeto.
Cada uno de ellos debe tener un fin moral bueno, subordinado al fin último que es Dios, amado por encima de todo, mas que a nosotros mismos, mas que a nuestra familia y que a nuestra patria. "Cualquier cosa que hagáis —dice San Pablo— hacedla por la mayor gloria de Dios" (1 Cor., X, 31). En la medida en que todos nuestros actos estén perfectamente ordenados al soberano Bien, principio y fin de todos los otros, en esa misma medida se establecerá la paz o la tranquilidad del orden en nuestra vida personal, en nuestra vida familiar, en nuestra vida nacional, y trabajaremos así por hacer reconocer el reino del Cristo sobre las naciones. Así lo exige la subordinación de los fines.
Pero, como a menudo ocurre, los actos voluntarios que son indiferentes en razón de su objeto se alteran desde que este objeto se modifica oponiéndose a la recta razón y a la ley divina. Es así como toda forma legítima de gobierno puede corromperse: la democracia degenera en demagogia al servicio de una plutocracia omnipotente, y la monarquía en tiranía, en militarismo opresor. Hay, entonces, en el objeto mismo, un desorden verdaderamente condenable pues se torna para las almas un serio obstáculo en la conquista de su fin último.
Aunque los católicos tengan completa libertad para preferir, entre los regimenes políticos, este o aquél, deben también velar, al seguir esa preferencia, por no subordinar inconscientemente la religión a la política, por no confundir ambos órdenes. Estaríase inclinado a esa confusión si se dijera: "Los pueblos modernos solo pueden vivir en democracia. La democracia no es durable sin el Cristianismo. Luego, seamos cristianos y demócratas, o mejor aún seamos demócratas cristianos". Es obvio decir que el motivo por el cual debemos ser cristianos es de un orden infinitamente superior. Nadie evidentemente puede tampoco pretender que el motivo formal por el cual un francés debe ser cristiano y católico reside en que la Francia no puede volver a encontrar la tranquilidad del orden sino retornando al régimen que ha hecho de su grandeza, a la monarquía cristiana y católica. Son ésas, consideraciones que pueden impulsar al camino de la fe, como ha ocurrido bastante a menudo, pero interesa no perder de vista la distancia y la subordinación de los dos órdenes.
La democracia, legítima en si, puede degenerar en democratismo, en una especie de religión que confunde el orden de la gracia y el de la naturaleza o que tiende a reducir la verdad sobrenatural del Evangelio a una concepción social de orden humano, a transformar la caridad divina en filantropía, humanitarismo y liberalismo. La Iglesia, en virtud misma de su magisterio, puede, entonces, intervenir. No puede olvidar este principio: "Corruptio optimi pessima": la peor de las corrupciones es la que ataca lo mejor que hay en nosotros, la más alta de las virtudes sobrenaturales, la que es el alma de todas las otras. Si no hay aquí abajo nada mejor que la verdadera caridad, que ama a Dios por encima de todo y al prójimo por el amor de Dios, nada hay peor que la falsa caridad que trastorna el orden mismo del amor haciéndonos olvidar la bondad infinita de Dios y sus derechos imprescriptibles para hablarnos sobre todo de los derechos del hombre, de igualdad, de libertad, de fraternidad. Se confunde así el objeto formal de una virtud esencialmente sobrenatural con el de un sentimiento en que la envidia suele participar bastante.
¿No esta allí la esencia de la democracia-religión que falsea completamente la noción de la virtud de caridad y al mismo tiempo la de la virtud conexa de justicia? Querer encontrar allí el espíritu del Evangelio sería Iluminismo. Para comprenderlo basta aplicar aquí la regla del discernimiento de los espíritus: "El árbol se juzga por sus frutos"... los producidos por las obras de Rousseau no son los del Evangelio.
¿Es suficiente, en el orden humano, un vigoroso golpe de timón en sentido inverso para reaccionar, como conviene, contra ese democratismo y contra los que le aprovechan con gran detrimento de su patria? Basta recordar los beneficios de la jerarquía natural de los valores, establecida antaño por las corporaciones en el mundo obrero, los de una aristocracia de la inteligencia y de una aristocracia terrateniente y las ventajas de la monarquía que aporta la unidad y el espíritu de continuidad en la política interior y exterior de un gran país, para preservarlo contra los enemigos de adentro y de afuera? Si esta reacción se hace solo o sobre todo en el orden humano y no suficientemente en el orden sobrenatural de la fe y del amor de Dios, corre el riesgo de caer en el extremo opuesto. No solamente no puede, como sería necesario, sustituir con eficacia, las falsas nociones de caridad y de justicia por la verdadera idea de estas virtudes, sino que fácilmente puede degenerar en un naturalismo aristocrático que recuerde la prudencia griega y su orgullo intelectual tan opuesto al espíritu del Evangelio. Ya no se comprendería entonces el sentido profundo de la enseñanza de Nuestro Señor sobre la humildad y el amor al prójimo: "Os bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque habéis ocultado estas cosas a los prudentes y a los sabios y las habéis revelado a los pequeños". (Mateo. XI-25). "Esta es mi consigna: que os améis los unos a los otros como yo os amo a todos". (Juan XV, 12).
Para reaccionar contra la noción naturalista de la caridad que es como el alma de la democracia-religión, hay que preservarse del otro extremo, que sería una forma contraria del naturalismo. Es necesario elevarse por encima de esos dos extremos hacia el punto culminante en que se encuentran las virtudes teologales y morales, la fe viva, la esperanza inconmovible, el amor sobrenatural de Dios y del prójimo, de los enemigos mismos, la divina caridad conexa con la verdadera justicia.
Para elevarse hacia esa cumbre es menester la humildad cristiana; virtud fundamental, solo ella puede reprimir el orgullo que tiende a alterar toda concepción política y toda forma de gobierno. Es necesaria, con la humildad, la docilidad de espíritu en lo que respecta a toda verdad sobrenatural; es el único camino que conduce a la suprema verdad, a la verdadera sabiduría.
Para recordarlo a los que corren el riesgo de extraviarse, interviene la Iglesia que posee eminentemente la gracia llamada por San Pablo, el discernimiento de los espíritus. No niega lo que hay de bueno en esa reacción contra los dogmas revolucionarios; más aún, ve en ello excelentes cosas que pueden ser deformadas. Habla entonces de los peligros que hay para un católico en seguir esa corriente de ideas dejándose absorber por una actitud natural que se desenvolvería en detrimento de la vida de la gracia. Hablando así, recuerda la Iglesia una vez más los principios de la moral cristiana, según los cuales nuestra actividad, en cualquier orden que se ejerza, debe estar ordenada a Dios, nuestro fin último, inspirada de lo alto por la fe divina, la esperanza y la caridad, sin las cuales ya no sería posible establecer la paz ni entre los pueblos ni en nuestra vida individual. Si la Iglesia no se contenta con recordar los principios admitidos por todos los católicos, si interviene prácticamente con un consejo o con una orden en la política de una nación, lo hace en virtud de su poder indirecto, de acuerdo a la relación de conveniencia o de oposición que las cosas temporales tienen con la vida espiritual de las almas. Cuando interviene así el Papa con una orden, esta obliga en conciencia: sustraerse a ella sería falta grave de desobediencia. El Vicario de Jesucristo es en efecto el juez calificado y aquí abajo el juez en última instancia de la extensión de su poder indirecto hic et nunc a tal cosa temporal según "la relación que ella tiene con la vida de las almas y su último fin sobrenatural". Según la medida de nuestra inteligencia muy limitada, nosotros no vemos esa relación; mas él la ve bajo una luz superior que recibe de Dios, como Pastor supremo.
Bajo este titulo no solo le pertenece el enseñar "ex cathedra" definiendo infaliblemente lo que es de fe para la Iglesia universal, sino también el gobernar, y, así como su magisterio infalible exige la fe, por debajo de la infalibilidad, sus órdenes exigen la obediencia.
Desde que él ordena se esta obligado a obedecer. Como dice Bonifacio VIII: "Si deviat terrena potestas, judicabitur a potestate spirituali; sed si deviat, spiritualis minor, a suo superiore; si vero suprema, a solo Deo, non ab homine poterit judicari". La autoridad suprema debe ser escuchada cuando ordena, aún en lo que no es infalible, y nadie, aquí abajo, puede juzgarla. Aquellos que creyeren tener razones perentorias para "juzgar especulativamente" que un movimiento político —cuyo órgano, tal como esta dirigido y redactado actualmente, se halla condenado— es bueno en si, no están por ello dispensados de obedecer. Deben conformar su juicio práctico y su voluntad con la orden dada, tal como fue formulada. No les esta prohibido presentar a la autoridad competente los hechos y las razones que estimen han escapado a su conocimiento; pero deben hacerlo con respeto, absteniéndose de toda manifestación publica tendiente a disminuir el prestigio de la autoridad y a producir un escándalo. Deben rogar a Dios aceptando sobrenaturalmente sus sufrimientos; esta aceptación purificara lo que hubiese de bueno en su intención y sus trabajos, mientras que su desobediencia podría comprometerlos para siempre.
Si los hechos y las razones invocadas no parecen suficientes a la autoridad suprema para acordarles lo que desean, deben decirse entonces que Dios vela sobre su Iglesia, y con espíritu de fe, que conviene en consecuencia conformar el propio juicio no solo practico sino también especulativo con todo lo que el Espíritu Santo tiene en vista dentro de la orden pontifical dada. Deben pensar que veinte motivos de interés general pueden escapárseles desde el punto de vista restringido en que habitualmente se colocan, y que una sabiduría infinitamente superior a la suya dirige, con fuerza y suavidad todos los acontecimientos felices y penosos haciéndolos concurrir a la gloria de Dios y de sus elegidos.
Su acto de obediencia así cumplido será tanto más meritorio cuanto mas animado esté de una gran fe y un mayor amor a Dios. ¿Son muchas las cosas que les hacen humanamente prever que esa obediencia tendrá consecuencias desastrosas para su patria? La fe sobrenatural les responde que Dios, que les da la gracia para obedecer así y es el soberano de todos los acontecimientos, no permitirá que un acto, por Él inspirado, tenga consecuencias desastrosas. En realidad Él hace que todo concurra —dice San Pablo— al bien superior de los que le buscan en la sinceridad de su corazón y que por encima de todo quieren permanecer siempre fieles.
Fuente:

sábado, 21 de julio de 2018

El fin de la comunidad política (1)

En esta entrada, y la siguiente, reproducimos parcialmente un trabajo del p. Garrigou-Lagrange sobre el fin de la comunidad política y su relación con el fin de la Iglesia.
Fiel a Santo Tomás, y a sus mejores comentadores, el teólogo dominico se ubica en esta línea doctrinal de la subordinación indirecta. Doctrina que hay que diferenciar de la subordinación directa, defendida en el pasado por la denominada escuela «curialista».
Desde San Roberto Bellarmino los autores suelen tratar acerca del poder de la Iglesia en materia temporal en el marco de la subordinación indirecta del Estado a la Iglesia, la cual se deriva del orden de los fines, no en la línea del finis operantis, o del agente, sino en la línea del finis operis, fin objetivo del Derecho y del Estado. Esta doctrina, aunque a veces sin la calificación explícita de potestad indirecta, ha sido defendida por teólogos y canonistas de primera línea. Entre los antiguos: Santo Tomás, Torquemada, Vitoria, Soto, Suárez, quien aduce más de setenta autores, y Molina; entre los posteriores al Syllabus, la casi totalidad; y entre los más modernos los afamados Billot, Wernz-Vidal y Ottaviani. Wernz-Vidal y Sotillo entienden que después del Syllabus es doctrina teológicamente cierta. Jiménez Urresti da un paso más al considerarla doctrina católica.
Mucho se ha preguntado en estos últimos tiempos hasta dónde se extiende el poder de la Iglesia en el orden de las cuestiones temporales, y cómo su misión divina de conducir las almas hacia la vida eterna a la luz del dogma y de la moral cristiana, puede permitirle, y hasta hacer de ello un deber, el intervenir en las cuestiones políticas que dividen los ciudadanos y las naciones, al mismo tiempo que ella misma deja a cada uno perfecta libertad para preferir tal o cual régimen político.
Querríamos recordar simplemente que, según la doctrina de la Iglesia, su intervención esta medida por las exigencias divinas del último fin sobrenatural de toda nuestra vida: amar a Dios por encima de todo. ¿Qué irradiación tiene ese fin supremo? ¿Debe extenderse a todos nuestros actos voluntarios, sin excepción, aun hasta aquellos del orden temporal? ¿Con qué título? Recordemos, en primer lugar, cuál es, según la doctrina católica, el fundamento de los poderes de la Iglesia en el orden espiritual y en el de las cosas temporales. En la persona de Pedro, de los otros Apóstoles y de sus sucesores, la Iglesia ha recibido directamente de .Dios, por Nuestro Señor Jesucristo, la misión de conducir las almas, a la luz del dogma revelado y de la moral cristiana, hacia la vida de la eternidad. Su poder corresponde a su misión divina; se extiende a todos los hombres que han recibido el carácter bautismal y a todo lo que es útil o necesario para conducirlos al fin supremo. En materia espiritual, este poder es directo. Es el orden de la fe y de las costumbres, el de la salud, donde la Iglesia ejerce su magisterio infalible, enseñando las verdades de fe, sobrenaturales y naturales, los preceptos y los consejos contenidos en el depósito de la revelación divina, cuya custodia le esta confiada. Con tal titulo le pertenece la interpretación de lo que dice la revelación a propósito del uso de las cosas materiales, de lo que hay que dar al César y de lo que es debido a Dios.
A este poder directo pertenece también evidentemente la administración de los sacramentos, fuentes de la gracia, el gobierno religioso no solamente del clero, sino también de los laicos considerados como fieles, la dirección de los estudios teológicos, la instrucción religiosa en las escuelas y todo lo que es de orden sagrado o necesario para el culto divino, como las iglesias donde se celebra el santo sacrificio. En el orden de este mismo poder directo, cuando y a no se trata del magisterio infalible sino simplemente del gobierno o de la disciplina, están los fieles obligados a someterse bajo pena no ya de herejía sino de desobediencia.
Por vía de consecuencia, la Iglesia tiene un poder indirecto sobre las cosas temporales, no por ellas mismas, sino de acuerdo a sus relaciones con la salvación de las almas, según que el empleo hecho de ellas por los fieles impida o facilite la salud de los mismos. Y solo la Iglesia docente es el juez calificado de la relación que esas cosas temporales tienen con el fin último sobrenatural al cual debe conducirnos.
Bajo la influencia del protestantismo, este punto de doctrina, netamente afirmado por Bonifacio VIII en la Bula "Unam sanctam", ha sido desconocida por los galicanos, los jansenistas y los libérales, en su pretendida defensa de los derechos ya sea del Estado, y a sea de los fieles.
En su gran tratado "La Iglesia", el cardenal dominicano Turrecremata, seguido por Belarmino y Suárez, determinó de manera segura, según la tradición y por el fin mismo de la Iglesia, en que consiste este poder indirecto en materia temporal. No es una jurisdicción plena y entera como la que posee la Iglesia en el orden de las cosas espirituales, "pero —dice este gran teólogo— el Soberano Pontífice, tiene, por su primado o por el deber de Pastor supremo encargado de corregir los abusos y de conservar la paz en el pueblo cristiano, una cierta jurisdicción sobre lo temporal considerado en su relación con lo espiritual, dentro de la medida que exigen las necesidades de la Iglesia". Como no tiene el Papa en el orden de las cosas temporales la plena jurisdicción que posee en el orden espiritual, los poderes de cualquier jefe de Estado, no provienen de él; no puede, pues, intervenir regularmente de manera directa en las cuestiones de propiedad que han de ser regladas de acuerdo al derecho civil y no puede apelarse a él con regularidad de la sentencia pronunciada por los jueces seculares.
Este poder indirecto alcanza únicamente las cosas temporales consideradas, no por si mismas, sino en su relación con el fin último de todos los bautizados cuyo Vicario de Jesucristo es el Pastor. El es el encargado de conducirlos a las praderas eternas por la senda que por si mismo trazo Nuestro Señor. 

martes, 10 de julio de 2018

Sobre “feminazis”, “bolches” y Cruzadas




“Justo cuando pensé que estaba afuera, me fuerzan a volver.”
(Michael Corleone, en El Padrino, III parte.)
La Iglesia no teme tanto los ardides de sus enemigos, como la ignorancia de sus hijos.”
(San Pío X)
por Ricardo Casuchi.
A propósito del debate por la legalización del aborto en la Argentina, hemos escuchado en este tiempo toda clase de burradas en boca de “los nuestros”. No nos agrada criticar (-nos) pero cuando son algunos de “los nuestros” los que atacan a la buena gente que heroicamente está peleando, a su manera y como mejor sabe, contra la legalización del homicidio intrauterino; mientras “los nuestros” se quedan cómodos en sus casas, con sus revistuchas y sus versitos; alguien tiene que cantar algunas verdades… cantar en cosas de jundamento.
·                     Atacar por izquierda.
Muchos amigos pretenden derribar el mensaje abortista de las aborteras pretendiendo develar que las mismas estarían al servicio de “la derecha”. Esta táctica tiene gravísimos inconvenientes.
En primer lugar, significa creer el cuento de la autoridad ética de la izquierda en general y del progresismo en particular. Excepto algún despistado, ningún zurdo se lo cree. Recordemos que para el marxismo, la ética es parte de la superestructura; por lo tanto, ésta depende de la estructura económica y, como corolario, todo aquello que conduzca a la revolución marxista, será consecuentemente ético. Algunos textos (de cientos) a manera ilustrativa:
Rechazamos todo intento de imponernos ningún dogma moral, cualquiera que sea, como ley eterna, definitiva y siempre inmutable (F. Engels, Anti-Dühring).
Durante el tiempo en que el proletariado tenga necesidad de un gobierno, esa necesidad la tendrá no con el fin de obtener libertad sino con el fin de aplastar a sus adversarios (Engels, Carta a Bebel).
Moral es lo que sirve para destruir a la vieja sociedad explotadora y para unir a todos los que sufren alrededor del proletariado… Nuesta moral está enteramente subordinada a los intereses de la lucha de clases del proletariado (Lenin, Discurso en el III Congreso de la Liga Juvenil Comunista).
Es necesario unir la fidelidad más absoluta a las ideas comunistas con el arte de admitir todos los compromisos prácticos necesarios, las maniobras, los acuerdos, los zigzag, las retiradas, etc.” (Lenin: El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo).
Es la mayor tontería y el utopismo más insensato el creer que el paso del capitalismo al socialismo es posible sin coacción y sin dictadura (Lenin: Las próximas tareas del poder del soviet).
La dictadura del proletariado es un poder que fue conquistado por la fuerza del proletariado contra la burguesía y será mantenido; un poder que no está ligado a ley alguna (Lenin: La revolución proletaria y el renegado Kautsky).
Adicionalmente, se parte del error de creer que el izquierdismo es cosa de pobres, de proletarios, de campesinos; cuando sus teóricos y principales líderes (salvo alguna excepción) han sido miembros de la burguesía o, incluso, de la aristocracia. Empezando por Marx y Engels, siguiendo por Lenin y Trotsky, finalizando en Fidel Castro y “el Che” Guevara. Pero, además, es erróneo creer que los grandes capitales no son “de izquierda”; menos aún en estos tiempos. Recomendamos escuchar la deposición de Mark Zuckerberg, creador de Facebook, ante el Congreso estadounidense, donde reconoce que Silicon Valley es progresista.
En particular, el progresismo, versión decadente del marxismo, es un síntoma mental de fracasados, envidiosos y resentidos que están siempre “moralmente indignados” por las “injusticias” (reales o supuestas) que se cometen… cuanto más lejos mejor. El hecho de que siempre haya algo de qué quejarse para poder proyectar la propia angustia existencial hace que no deban asumir su realidad inmediata. El problema es que, a veces, la realidad se impone y, entonces, no les queda remedio más que recurrir a la mentira (para lo que no tienen ningún problema) y así “los fetos no componen poemas”, “hay vidas que valen más que otras”, etc.
El problema es que estas gentes son muy hábiles en abusar de la buena educación de los demás. Como decía un buen amigo español, “perdedles el respeto; mandadles a la mierda.”
·                     No son “feminazis” sino “femibolches”.
Parecería que a algunos “camaradas” les molesta que se pretenda correr a las feministas radicales con sus métodos violentos, mentirosos y chabacanos diciéndoles “nazis”. En primer lugar, porque consideran que “nazi” es denigrante hacia los “nacionalsocialistas”, cuando en realidad es un forma típica alemana de resumir palabras largas, del mismo modo que los franceses dicen “catho” en vez de “catholique“.
En segundo lugar, porque en algún lugar leyeron que el nazismo prohibió el aborto. Lo cual no es del todo cierto. De hecho, la ley del 14 de julio de 1933 preveía el aborto y la esterilización obligatorias en casos de ciertas enfermedades hereditarias que, pronto, fueron ampliándose. Además, con sólo afirmar que alguno de los padres contaba con una enfermedad genética, cualquier mujer podía pedir que le practicasen un aborto sin ninguna prueba.
No está de más recordar que, en su Zweites Buch de 1928, Hitler alaba la política de Esparta de aniquilación de los niños enfermos, deformes y débiles.
Será recién en 1943, y más de tres años de comenzada la Segunda Guerra Mundial, que la Alemania nazi prohibirá (con pena de muerte) el aborto de hijos de padres “arios”.
En tercer lugar, nos dicen que hacer esto es un caso de la falacia conocida como “reductio ad hitlerum”. Lo cual sería correcto si se tratara de que uno descalifica al oponente en un debate acusando sus argumentos de “nazis”. Pero no es éste el caso. Al calificar de “feminazis” a las feministas radicales estamos señalando la (supuesta) contradicción entre su cháchara “antifascista” y sus métodos intimidatorios y amedrentatorios (típicamente utilizados por los camisas pardas de la S.A. nazi en Alemania durante las décadas del ’20 y del ’30, según las directivas emitidas por su líder Ernst Röhm en varias oportunidades).
Cuando les decimos “feminazis”, las hacemos rabiar hasta lo indecible. (“Femibolches” hasta sería un piropo.) Razón de sobra para decirles una y mil veces: “¡feminazis!” (Y que los “camaradas” molestos, sigan navegando en Internet.)
·                     Guerra justa contra los aborteros
Hemos escuchado recientemente en la presentación de una conferencia a uno de los principales referentes del nacionalismo argentino decir que más que ir a manifestarse al Congreso, un caudillo debió saltar las vallas y matar “en guerra justa” (sic) a los aborteros.
En primer lugar, habría que ver si se cumplen las condiciones o justos títulos que la doctrina católica tradicional prevé para poder decir que cierta guerra es justa o no.
Santo Tomás (S. Th., II-II, q. 40, a. 1):
Tres cosas se requieren para que sea justa una guerra. Primera: la autoridad del príncipe bajo cuyo mandato se hace la guerra. No incumbe a la persona particular declarar la guerra, porque puede hacer valer su derecho ante tribunal superior; además, la persona particular tampoco tiene competencia para convocar a la colectividad, cosa necesaria para hacer la guerra. Ahora bien, dado que el cuidado de la república ha sido encomendado a los príncipes, a ellos compete defender el bien público de la ciudad, del reino o de la provincia sometidos a su autoridad. Pues bien, del mismo modo que la defienden lícitamente con la espada material contra los perturbadores internos, castigando a los malhechores, a tenor de las palabras del Apóstol: No en vano lleva la espada, pues es un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra mal (Rom 13,4), le incumbe también defender el bien público con la espada de la guerra contra los enemigos externos. Por eso se recomienda a los príncipes: Librad al pobre y sacad al desvalido de las manos del pecador (Sal 81,41), y San Agustín, por su parte, en el libro Contra Faust. enseña: El orden natural, acomodado a la paz de los mortales, postula que la autoridad y la deliberación de aceptar la guerra pertenezca al príncipe.
Se requiere, en segundo lugar, causa justa. Es decir, que quienes son atacados lo merezcan por alguna causa. Por eso escribe también San Agustín en el libro Quaest.: Suelen llamarse guerras justas las que vengan las injurias; por ejemplo, si ha habido lugar para castigar al pueblo o a la ciudad que descuida castigar el atropello cometido por los suyos o restituir lo que ha sido injustamente robado.
Se requiere, finalmente, que sea recta la intención de los contendientes; es decir, una intención encaminada a promover el bien o a evitar el mal. Por eso escribe igualmente San Agustín en el libro De verbis Dom.: Entre los verdaderos adoradores de Dios, las mismas guerras son pacíficas, pues se promueven no por codicia o crueldad, sino por deseo de paz, para frenar a los malos y favorecer a los buenos. Puede, sin embargo, acontecer que, siendo legítima la autoridad de quien declara la guerra y justa también la causa, resulte, no obstante, ilícita por la mala intención. San Agustín escribe en el libro Contra Faust.: En efecto, el deseo de dañar, la crueldad de vengarse, el ánimo inaplacado e implacable, la ferocidad en la lucha, la pasión de dominar y otras cosas semejantes, son, en justicia, vituperables en las guerras.
Por su parte, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma:
Se han de considerar con rigor las condiciones estrictas de una legítima defensa mediante la fuerza militar. La gravedad de semejante decisión somete a esta a condiciones rigurosas de legitimidad moral. Es preciso a la vez:
—Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto.
—Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces.
—Que se reúnan las condiciones serias de éxito.
—Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición.
Estos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la “guerra justa”.
La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo del bien común.
Evidentemente, varias de estas condiciones no se estaban cumplidas aún si un “caudillo” (sic) se hubiese presentado el miércoles 13 de junio de 2018 por la noche frente al Congreso llamando a los que allí estábamos presentes a saltar las vallas y atacar a los aborteros.
No podemos, finalmente, preguntarnos por qué dicho líder nacionalista no se presentó él o, mejor, no atacó él, aunque estuviese solo o con un pequeño grupo y fuese reducido o directamente eliminado, ¿no dice San Bernardo que el que muere en guerra justa es como un mártir y que, por lo tanto, va directo al Cielo?
Quam gloriosi revertuntur victores de praelio! quam beati moriuntur martyres in praelio! Gaude, fortis athleta, si vivis et vincis in Domino: sed magis exsulta et gloriare, si moreris et jungeris Domino.
Coherencia, por favor.
En general no nos preocupa perder el tiempo desmintiendo los argumentos “barrederos” (Castellani dixit) de cierto nacionalismo siempre exaltado; pero cuando éstos son usados contra “los amigos” y tienen como resultado inmediato la desmovilización de los buenos católicos, nos vemos obligados a salir de nuestro ostracismo para hablar y poner puntos sobre íes.
Visto en:


jueves, 5 de julio de 2018

Castiga con los pecados


Dios es infinitamente justo y a veces castiga con los pecados. No los quiere pero permite que sucedan. Así lo expresaba Francisco de Quevedo en su obra Execración contra los judíos (aquí).
«De dos maneras ha castigado Dios Nuestro Señor siempre y de entrambas nos castiga: la una es castigar los pecados; la otra, castigar con los pecados. No sé si acierto en temer la postrera por mayor, pues cuanto es peor el pecado que el castigo, tanto es peor castigo el pecado. Castiga Dios nuestras culpas con permitir que nuestros regocijos sean nuestras lágrimas; lo que se vio en dos fiestas de toros en la Plaza, adonde, en la primera, quemándose de noche hasta los cimientos una acera, no pereció nadie, y la segunda, no cayéndose nada ni ardiéndose una madera, murieron miserablemente tantas personas. Castiga Dios con permitir en Cádiz que nuestros puertos sean cosarios de nuestras mercancías y las anclas de nuestros navíos sus huracanes.(1) Da a los rebeldes las plazas en Flandes. Da la flota, sin resistencia nuestra ni gasto de pólvora, a los herejes. Entrégales en el Brasil los lugares y puertos y las islas. Ábreles paso a Italia. Dales victorias en Alemania y socorros. Castigos son de Su mano, satisfacciones son de Su ira grandes y dolorosas. Mas, permitir que en la corte de V.M. azoten y quemen un crucifijo, que repetidamente fijen en los lugares públicos y sagrados carteles contra Su Ley sacrosanta y solamente verdadera, esto es castigar con los pecados. Y pecados tales, que en esta vida no pueden tener proporcionado castigo.(2)
Señor, el vernos castigados de la mano de Dios no debe afligirnos, sino enmendarnos, porque su azote más tiene, por su bondad, de advertencia que de pena. Así lo enseña el grande doctor y padre San Agustín: "Quien se alegra con los milagros de los beneficios, alégrese en los espantos de las venganzas, porque halaga y amenaza. Si no halagara, no hubiera alguna exhortación; si no amenazara, no hubiera ninguna corrección"
Todas nuestras calamidades referidas las hallo una por una contadas en Nahum profeta con la causa dellas (cap.3): "La voz del azote, la voz del ímpetu de la rueda, la del caballo que gime, la del caballero que sube, la de la espada que reluce, la de la lanza que fulmina, la de la multitud muerta y de la ruina grande; no tienen los cadáveres fin y se precipitarán en sus cuerpos por la multitud de las fornicaciones de la ramera hermosa y favorecida, y que tiene hechizos, que vende las gentes en sus fornicaciones y las familias en sus hechicerías". Podrán otros hallar estas señas de la ramera, por la hermosura, valimiento y hechizos, bien parecidas a otra cosa. Empero, yo reconozco ser esta ramera la nación hebrea con la autoridad de Isaías (cap.1): "¿Cómo se ha vuelto ramera la que era ciudad fiel, llena de juicio?" Por ella, Señor, y por sus prevaricaciones , temo que hemos oído en Italia, Flandes y Alemania, todas las voces referidas, pues nos han gritado el azote, la rueda, el caballo, el caballero, la espada, la lanza y la multitud de difuntos, pronunciando horror con los cadáveres y escribiendo de espanto con güesos sangrientos las campañas.»
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(1) Se refiere Quevedo a las incursiones de corsarios en las posesiones españolas de Ultramar. A diferencia de la simple piratería, la patente de corso significaba, en la práctica que el navío debía entregar una parte del botín a la Corona o el pabellón de que era oriundo el barco y la tripulación.
(2) Hacia 1633 se fijaron unos carteles en todo Madrid que fueron atribuidos supuestamente a los judíos, donde se daban loas a la ley de Moises y muerte a la de Cristo. Este hecho parece ser el punto de arranque del presente Memorial dirigido al monarca.