jueves, 30 de junio de 2016

Malvinas, ¿guerra justa? (1)

En nuestra opinión, la guerra de Malvinas fue una guerra justa a la luz de los principios del derecho natural. Lo cual no quiere decir que se cumplieran de modo perfecto todas las condiciones de legitimidad bélica, sino que se dieron en un mínimo suficiente, consideradas en general, aunque con grados de perfección variable en las diversas condiciones tomadas por separado.
No obstante, debemos aclarar desde ya que no damos nuestra opinión valor dogmático, y que tampoco monopolizamos el “patriotómetro”, por lo cual no nos atrevemos a tachar de falta de piedad patriótica a quienes sostienen una posición opuesta. De hecho, conocemos argentinos muy patriotas que reconocen la justicia objetiva de la causa argentina, y el heroísmo de sus combatientes, pero que consideran cuanto menos dudoso que la guerra de 1982 cumpliera con todos los requisitos de una guerra justa.
La doctrina sobre la guerra justa tiene una elaboración de siglos en la tradición cristiana. San Agustín y Santo Tomás marcan los hitos fundamentales hasta la llegada de la edad moderna. Los teólogos del Siglo de Oro, especialmente Vitoria y Suárez, darán al tema un enfoque más acorde con la realidad moderna del Estado, mediante precisiones y adiciones, en lo que podría calificarse como un desarrollo homogéneo. Imposible entrar en las aportaciones de cada uno de ellos, ni recorrer los avances que se dieron en siglos posteriores. Vamos dar una visión de conjunto, presentando de forma esquemática las condiciones que se exigen para que una guerra sea justa. Y al mismo tiempo intentaremos aplicarlas a las circunstancias del conflicto bélico de 1982, para saber si reunió los requisitos tradicionales.
Las tres condiciones esenciales que deben darse simultáneamente según Santo Tomás (S. Th., II-II, q.40), son: 1ª Autoridad legítima; 2ª Causa justa; 3ª Recta intención. Los escolásticos posteriores agregaron otras condiciones que constituyen un desarrollo de la doctrina tomasiana, a saber: 4ª Último recurso; 5ª Proporcionalidad; y 6ª Probabilidad de éxito.
1ª Autoridad legítima.
La guerra es un acto político, que compromete a toda la polis, por ello no puede ser declarada por cualquiera, sino por la autoridad del Estado. Este requisito es esencial. En tiempos de Santo Tomás, la insistencia en esta condición, apuntaba a poner freno a las guerras privadas, declaradas por personas sin potestad política.
En el conflicto del Atántico Sur no hubo declaración oficial de guerra por ninguna de las dos partes. Pero el desembarco argentino en las islas del 2 de abril de 1982 bien puede considerarse como una tácita declaración de guerra. Lo mismo cabe decir de la respuesta militar británica.
Consideremos ahora dos objeciones:
1. Desde el purismo demo-liberal se argumenta en base a la ilegitimidad del régimen. Se sostiene que Galtieri fue jefe de un gobierno ilegítimo y por ello la guerra de Malvinas fue injusta a causa de “la ilegitimidad que tiñe todo el obrar de los gobiernos usurpatorios” (v. aquí); vale decir que se trató de una “guerra ilegítima, decidida por un gobierno inconstitucional” (v. aquí).
Sin embargo, desde el derecho natural se puede responder que, una vez consumada la usurpación en 1976, dado que el bien común exige que haya un gobierno que cuide el orden en la sociedad, en 1982 el gobierno de facto estaba legitimado (Taparelli denominó esto como prescripción en favor de la sociedad). En efecto, la ilegitimidad de origen es un vicio que el gobernante de facto puede purgar con el paso del tiempo y la garantía del orden público; así lo requiere el bien de la comunidad, que no puede vivir en estado de permanente falta de gobierno o incertidumbre sobre su titularidad. Es el mismo argumento empleado por León XIII: “…el criterio supremo del bien común y de la tranquilidad pública impone la aceptación de estos nuevos gobiernos establecidos de hecho sustituyendo a los gobiernos anteriores que de hecho ya no existen. De esta manera quedan suspendidas las reglas ordinarias de transmisión de los poderes y puede incluso suceder que con el tiempo queden abolidas” (Notre consolation, 15).
2. Desde un purismo anti-liberal se podría argumentar en base a una ilegitimidad por contaminación ideológica. La ideología del Proceso de Reorganización Nacional fue liberal. Este gobierno fue sólo una etapa dentro de la continuidad de un mismo Régimen, que alternó gobiernos civiles y militares, todos de cuño liberal. Su finalidad declarada fue restablecer una “democracia moderna, eficiente y estable”, no un ideal político plenamente católico.
La objeción vendría a decir que la ideología liberal del Proceso contaminó a la guerra: un régimen liberal engendró una guerra liberal. Y como el liberalismo es pecado, un gobierno liberal no pudo tener autoridad para iniciar una guerra. Luego, el conflicto bélico no fue justo –aunque hubiera justa causa- por ausencia de potestad legítima. Se sigue de lo anterior que participar en dicha guerra significó objetivamente -sin juzgar de internis- insertarse en una estructura de pecado.  
A esta dificultad se puede responder en base a la distinción ya apuntada entre doctrina, legislación y régimen. Que la ideología del Proceso fuera errónea no implica que tuviera la potencia de corromper moralmente la defensa de la patria. Porque la doctrina inspiradora de un régimen político, aunque llegue a ser la ideología hegemónica de una sociedad, no puede causar férreamente la inmoralidad de actos que se derivan de la natural politicidad humana. Y la defensa de la patria, al igual que la participación política, es un deber-derecho que surge de la naturaleza política, que no se vicia por la ideología errónea del gobernante.


sábado, 25 de junio de 2016

Lo ignorable

En una entrada anterior hablamos de la conciencia invenciblemente errónea como excusante ante Dios, pero no ante los hombres. Ahora parece importante decir algo sobre las materias respecto de las cuales puede presentarse error o ignorancia invencible en el juicio de conciencia.
La ley natural puede descubrirse racionalmente sin que sea necesaria una revelación positiva de parte de Dios. En principio, todo adulto normalmente desarrollado -en su sentido humano y social- puede conocerla en su totalidad. Negar la capacidad del hombre para conocer racionalmente la ley, equivaldría a negar la Providencia divina o atribuirle una imperfección.
Sin embargo, por efecto del pecado original, la naturaleza humana ha quedado herida, y tal vulneración, entre otras causas, afecta su capacidad cognitiva de la ley natural. Otro factor importante es la mayor o menor evidencia de los diversos contenidos de la ley natural. Hay distintos grados de evidencia objetiva de la ley natural, que es como un haz de luces de diversa intensidad; y cuanto más intensa es una luz, más visible resulta para el hombre.
No todos los elementos de la ley natural tienen la misma evidencia. Santo Tomás distingue tres órdenes:
1º. Los principios primeros y comunes. Poseen la máxima evidencia y son aplicables a los diferentes ámbitos del obrar, ya sea personal o social (hacer el bien y evitar el mal, por ejemplo).
2º. Los preceptos secundarios muy cercanos a los preceptos de primer orden, que se refieren a ámbitos específicos del obrar (relaciones interpersonales, sexualidad, comercio, etc.), y que pueden ser alcanzados a partir de los de primer orden por medio de razonamientos sencillos y por todos. Por ejemplo, el Decálogo.
3º. Los preceptos secundarios más lejanos de los preceptos primeros, y que pueden ser conocidos a partir de los de segundo orden mediante razonamientos difíciles. Santo Tomás dice que la generalidad de las personas llegan a conocer estos preceptos de tercer orden mediante la enseñanza de los sabios. Por ejemplo, la absoluta indisolubilidad del matrimonio.
Es sentencia unánime, y consta por la experiencia, que los primeros principios de la ley moral natural no pueden ser ignorados inculpablemente por ninguna persona adulta que tenga uso de razón.
Respecto de los preceptos secundarios, conclusiones inmediatas -concretamente, los preceptos del Decálogo- la tesis más común es la que afirma que estos preceptos, en circunstancias particulares, pueden ignorarse sin culpa, al menos por un tiempo, pero no durante toda la vida. La experiencia muestra que, con frecuencia, una ignorancia inculpable sobre algún precepto del Decálogo, tarde o temprano desaparece, ya sea como ignorancia, ya sea como inculpable (pasando a ser culpable).
Por último, en cuanto a los preceptos secundarios más lejanos, conclusiones mediatas, más particulares, consecuencias que se derivan de los primeros para la vida concreta, se admite fácilmente que puede darse una ignorancia o error inculpable durante más tiempo, sobre todo cuando inciden un mal hábito, la falta de cultura, las costumbres y el criterio de la sociedad en que se vive.
En toda esta materia hay dos actitudes que conducen al error. Una, el “buenismo” pelagiano, que quiere estirar los límites del inculpabilidad subjetiva para excusarlo todo. Otra, el rigorismo que sostiene que nunca (o casi) hay excusa para el error o ignorancia invencible.
La teología católica ha considerado la posibilidad de la ignorancia invencible en muchas de las cuestiones que en el presente son objeto regulación legal permisiva, como divorcio, aborto, eutanasia, contracepción, etc. Pero mejor que delimitar con excesiva meticulosidad el terreno de lo ignorable sin culpa es pedir “gracias de última hora” y encomendar a todos a la Misericordia de Dios, que es una perfección infinita que supera los límites de nuestra imaginación.

martes, 21 de junio de 2016

La burbuja se pinchó


Si algo ha signado el pontificado de Francisco es el intento de cambiar la imagen de la Iglesia a impulsos de diversas estrategias de marketing. Un proyecto que contó con asesores de imagen y comunicadores. Y que se apoyó decididamente en la veta populista que caracteriza a Bergoglio.
Al principio, la estrategia fue exitosa. La popularidad de Francisco, el papa latinoamericano, que recibe a todos, que se deja fotografiar con cualquiera, que se desvive por tener gestos hacia  personajes públicos y dirigentes populistas e izquierdistas, alcanzó niveles pocas veces vistos en la sociedad argentina.
Pero las burbujas, económicas o publicitarias, en algún momento se desinflan. O se pinchan. Bergoglio pareció entusiasmarse demasiado con la estrategia publicitaria. Y en su afán de prestigiar  su pontificado mostrándose carismático, comenzó a tener gestos de apoyo hacia dirigentes que formaron parte del gobierno del matrimonio Kirchner. Aunque no se trató sólo de marketing, pues en el trasfondo de su kirchnerismo tardío está una voluntad de poder, el más rancio clericalismo. Bergoglio ha intentado erosionar a Macri presentándose como el padrino del kirchnerismo residual.
Lo que tal vez Francisco no pudo prever es que la estrategia de kirchnerismo tardío resultaría extemporánea y contraproducente. La velocidad de los acontecimientos ha superado el cálculo político bergogliano. La súbita revelación de escandalosos hechos de corrupción protagonizados por funcionarios del anterior gobierno está haciendo cada día más difícil que la imagen del Pontífice no quede asociada con una banda de impresentables que saqueó a la Argentina durante la década robada.
En la Argentina al menos, el humor social ha pasado del francisquismo entusiasta y supersticioso al derrumbe en la popularidad del Pontífice. Se respira hoy una cada vez menos contenida bronca hacia el Papa y, por asociación, hacia la Iglesia en su conjunto. Ya se vuelven a repetir clásicos tópicos anticatólicos silenciados durante los primeros años del papado de Bergoglio.
Sic transit gloria mundi. Dios quiera que el fracaso de la estrategia publicitaria sea ocasión de un cambio en la dirección de este pontificado calamitoso.

sábado, 18 de junio de 2016

El efecto saludable de la virtud

Servais Pinckaers, OP.

Una adecuada espiritualidad y una actitud positiva

El profesor Florin Dolcos, del Beckman Institute pertenteneciente a la Universidad de Illinois, se hace eco de un dato escalofriante que predice la Organización Mundial de la Salud: que para 2020 la ansiedad y la depresión, que tienden a concurrir, estarán entre las causas más frecuentes de discapacidad en el mundo, sólo tras la enfermedad cardiovascular.
Desde el punto de vista de la espiritualidad cristiana es muy interesante tener en cuenta estos datos. Por un lado porque son indicativos del vacío existencial que conduce a este tipo de patologías. Por otro lado porque nos alertan acerca de la actitud espiritual que, como creyentes, hemos de cultivar.
Respecto a esto último creo que es importante centrarse en realizar acciones buenas, acciones que sean fruto de la virtud, en lugar de hacer que nuestra vida se centre exclusivamente en evitar cosas malas. Incluso médicamente, según leo en los estudios del profesor Dolcos, existen estudios de psicología clínica que han encontrado que las personas que inclinan su temperamento a centrarse en hacer que sucedan cosas buenas son menos propensas a sufrir de ansiedad que los que se centran exclusivamente en evitar que ocurran cosas malas.
Una apuesta por lo positivo, desde la virtud moral. Todos sabemos, por muy sencillo que sea nuestro conocimiento de ética y moral de las virtudes, que centrar nuestra acción en lo positivo es lo propio de la acción virtuosa. Hacer el bien. Esto no quiere decir que la empresa sea fácil. Pero hacer el bien, buscar la verdad, es un patrón seguro para la salud del alma y del cuerpo. Una proactividad positiva. El otro día publicaba yo un breve estado en mi perfil de facebook que, de algún modo, tiene que ver con todo esto:
«La pereza es la causa más peligrosa del error, precisamente porque para que se dé no hay que hacer nada», Carlos Llano, Etiología del error.
Y del mismo modo que no hacer nada es peligroso, también lo es el hecho de centrar nuestro quehacer, meramente, en 'evitar hacer'. Cierto es que hay que evitar el mal. Pero fijémonos en un punto: es aún mejor dar más intensidad a nuestra acción en el punto de hacer el bien. Esto se puede realizar de mil modos a lo largo del día. Hay todo un listado de acciones positivas que nos ayudarán mucho: dar gracias, y hacerlo sinceramente, dando gracias a personas concretas; saludar con afecto a nuestro prójimo; ayudar a un pobre con nuestra limosna; pedir perdón por nuestros errores, pero no solo de modo 'interior' sino de modo concreto: pedir perdón de palabra a esta o a aquella persona... Una fe con obras. Todo esto conforma, también, una suerte de 'liturgia'.
Tomado de:

sábado, 11 de junio de 2016

Iglesia y Estado en perspectiva histórica


Es frecuente en nuestros días oír, sobre todo a los extranjeros, hablar del espíritu de intolerancia de los españoles, de nuestra falta de comprensión de los avances modernos y del atraso de nuestra mentalidad en la cuestión religiosa. Todo esto se aplica de una manera especial a la unión entre la Iglesia y el Estado. Recuerdo a este propósito, con ocasión del Congreso Eucarístico Internacional de Barcelona del año 1952, haber oído a un católico francés lamentarse del hecho de que Franco mismo con todo su Gobierno asistieran como tales públicamente a las procesiones del Congreso, y añadía que eso era una cosa anticuada; que modernamente el ideal para la misma Iglesia era la separación perfecta del Estado; éste debía ser enteramente laico, laicas sus instituciones, laicas las escuelas, laica toda la vida oficial y pública. La religión era una cosa privada y de conciencia. Ya se ve cuán distinto es este modo de pensar del tradicional, que estamos acostumbrados nosotros a oír; cuán diverso de aquel ideal, que nosotros nos imaginamos, de un Gobierno íntimamente unido a la Iglesia y en perfecta inteligencia con ella; de un Estado, donde las escuelas son católicas, sus leyes eminentemente cristianas y toda la vida pública regida por los principios cristianos. Pero este criterio reinante es reflejo de una ideología general en muchos sectores de nuestros días. Uno de los que más han contribuido a robustecerla, dándole un carácter fundamental y filosófico, es el célebre publicista Jacques Maritain, con sus ideas originales sobre una nueva cristiandad, basada en la más absoluta tolerancia y convivencia de todos los cultos y en la completa separación entre la Iglesia y el Estado. La autoridad indiscutible de Jacques Maritain y las razones aparentemente convincentes en que se funda, han contribuido eficazmente a dar solidez a esta ideología, que han abrazado inconscientemente muchos círculos católicos, mientras otros vacilan sin saber a qué atenerse.
En confirmación de estos puntos de vista se trae principalmente el hecho de la situación del catolicismo en los Estados Unidos. Más aún. Consta que el mismo Jacques Maritain, en su prolongada estancia en la América del Norte, quedó fascinado por el esplendor de los adelantos y del modernismo norteamericano, por lo cual ha querido luego aplicar a la cristiana Europa las normas características de la situación norteamericana. En efecto, por una parte, es bien conocido el estado próspero del catolicismo en los Estados Unidos. Es innegable la importancia que ha adquirido en los últimos decenios, con su jerarquía ampliamente desarrollada; sus docenas de universidades profesionalmente católicas; la prosperidad creciente de sus colegios de segunda enseñanza y escuelas profesionales; su intensa actuación en la Prensa y la Radio; el crecimiento constante de todas sus instituciones y aun de las órdenes y Congregaciones religiosas. Al lado de estos hechos tan elocuentes, es conocido, por otra parte el hecho, que el catolicismo no cuenta en los Estados Unidos con ningún apoyo del Estado, es decir, que allí existe la separación más absoluta entre la Iglesia y el Estado; la Iglesia es independiente y puede desarrollarse ampliamente conforme a sus principios.
Tal es la primera parte o la primera premisa de nuestro punto de partida: esta opinión, tan generalizada en nuestros días, robustecida con la teoría de Maritain y confirmada con las realidades de lo que sucede en Estados Unidos.
Pero, frente a estos hechos tan significativos, nos encontramos con otros, que constituyen el polo opuesto y que nos obligan a reflexionar con toda seriedad. En primer lugar, es toda una tradición multisecular, que nos presenta tantas y tantas generaciones de cristianos, que han vivido en perfecta unión de Iglesia y Estado y han sentido decididamente que esta unión era sumamente beneficiosa para la Iglesia. Pero en segundo lugar, y esto es mucho más serio, nos encontramos con el magisterio de la Iglesia, que por medio de multitud de manifestaciones de los Romanos Pontífices atestigua con la más diáfana claridad que nosotros los católicos debemos aspirar al ideal de la perfecta unión entre la Iglesia y el Estado, es decir, a un Estado que sea católico en sus individuos, católico en sus instituciones y católico en el apoyo decidido que preste a la Iglesia Católica y su jerarquía. Eso constituye, según el magisterio católico, el ideal a que debemos aspirar; pero mientras eso no sea posible, y en los Estados donde no lo sea, debemos contentamos con lo que nos sea dado, sacando el mayor partido posible de una separación concebida como un mal menor. Tal es el verdadero planteamiento del problema. La tradición multisecular y la doctrina clara y contundente de la Iglesia sobre la necesidad de la unión entre la Iglesia y el Estado se oponen diametralmente a la opinión persistente de Maritain y de tantos otros de nuestros días, que ven en esto una ideología trasnochada, medieval y poco moderna. ¿Qué debemos pensar y responder a las muchas dudas que se ofrecen, sobre todo cuando consideramos la realidad de algunas naciones, como los Estados Unidos, donde la Iglesia ha llegado a una extraordinaria prosperidad en este régimen de separación e independencia?
Para resolver este problema, queremos ante todo, pedir luz a la Historia. Así nos lo exige de un modo especial nuestra calidad de historiadores, que tantos años hemos estado estudiando el desarrollo de la Iglesia a través de los siglos. Abramos, pues, las páginas de la Historia y sorprendamos en ellas a los cristianos de las generaciones pasadas en los momentos culminantes y más prósperos da su desarrollo multisecular. Si la Historia es la maestra de la vida, en ella podremos aprender lo que nos enseña sobre este problema de tanta transcendencia. Tal será el objeto de nuestra exposición: La unión de la Iglesia y el Estado, tal como se presenta en la Historia. De aquí deduciremos, que no obstante las teorías modernizantes, persiste como ideal de la Iglesia su unión con el Estado, es decir, un Estado profundamente cristiano en sus individuos, en sus instituciones y en el apoyo decidido de la Iglesia; la separación de la Iglesia y del Estado es considerada como un mal menor, del que puede sacar, como aparece en el caso de los Estados Unidos, un partido extraordinario y llegar en él a una gran prosperidad.
Así, pues, entremos de lleno en nuestro tema y abramos las páginas de la Historia de la Iglesia en busca de los momentos de mayor apogeo de la humanidad. Podemos señalar particularmente tres grandes periodos históricos, en los que se verifica, por una parte, un florecimiento extraordinario en lo civil y en lo eclesiástico, y por otra, la unión más íntima entre la Iglesia y el Estado. Ante esta consideración, nos preguntamos: ¿Pueden ser considerados estos momentos históricos como ideales en la Historia de la Iglesia? ¿Qué enseñanzas prácticas podemos deducir de aquí? 
PRIMER MOMENTO HISTÓRICO: El IMPERIO ROMANO-CRISTIANO.
Y ante todo, consideremos el primer momento histórico: el Imperio Romano-cristiano, que abarca desde que Constantino el Grande dió la paz a la Iglesia con el edicto de Milán del año 313, hasta que el Imperio Romano quedó perfectamente cristianizado con Teodosio I (+ 395) y encontró la legislación cristiana más perfecta en los códigos de Teodosio II (+ 450) y de Justiniano I (+ 565)". Ahora bien ¿podemos considerar esta situación como ideal? ¿Qué ventajas reportó la Iglesia de esta unión tan intima con el Estado? ¿Es verdad que trajo también sensibles desventajas? Si es esto verdad, ¿qué es lo que predomina en el juicio de conjunto y cómo debemos caracterizar este período? Ante todo, no debemos cerrar los ojos a una serie de desventajas que trajo a la Iglesia esta situación de estrecha unión con el Estado ya desde el mismo Constantino el Grande. Y tenemos interés en marcarlas y ponderarlas en este lugar, pues son substancialmente las que se repetirán en todos los períodos semejantes de apogeo político-cristiano, con los grandes imperios cristianos. Tales son los abusos e intromisiones de los poderes civiles en los asuntos eclesiásticos. Esta cuestión ha sido, a lo largo de los siglos, la más batallona y la que más han manejado en todos los tiempos y aun en nuestros días los enemigos de la unión entre la Iglesia y el Estado. Es lo que ya entonces se designó como Cesaropapismo, o intromisión de los emperadores en cuestiones dogmáticas, y lo que en épocas modernas hemos llamado galicanismo o regalismo, que son las intromisiones en el gobierno interior de la Iglesia o cuestiones disciplinares… Sin embargo, no pensemos que la Iglesia se mantuvo muda ante estos abusos e intromisión de los poderes civiles en su esfera. Por esto algunos de sus más significados portavoces lucharon con energía frente a los emperadores y reyes, con el objeto de mantener la independencia eclesiástica…. Pero si, a fuer de historiadores leales y objetives, debemos reconocer las desventajas que trajo en el imperio romano-cristiano, la unión de la Iglesia y el Estado y la protección que éste otorgaba a la Iglesia, justo es que consideremos detenidamente las extraordinarias ventajas que el Estado romano cristianizado trajo a la Iglesia. La primera y fundamental es, que cesaron las persecuciones por parte del Estado, y pudo el cristianismo desarrollarse libremente, con lo cual alcanzó un crecimiento rápido en todo el Imperio… Como segunda ventaja de esta unión y de la cristianización del Estado, notemos las facilidades que éste dió para la celebración de los grandes Concilios y para la administración general de la Iglesia… Complemento de esta ventaja incomparable, que no sólo facilitaba, sino que hacía posibles las grandes asambleas cristianas, era la obligación que tomaba sobre sí el Estado cristiano, de hacer cumplir las decisiones de los concilios. El Estado recibía estas decisiones como leyes propias, y por lo mismo procuraba su cumplimiento con todo su poder… Pero la cristianización del Estado romano no trajo solamente al cristianismo la más absoluta libertad y apoyo positivo, con lo que se facilitó su extraordinario crecimiento; ni se limitó a darle toda clase de facilidades para la celebración de los grandes concilios y le prestó su más decidida ayuda para el cumplimiento de sus decisiones, consideradas como leyes del Estado; sino que, además, favoreció positivamente en todo lo posible a la religión católica. En este sentido es admirable la obra realizada ya desde Constantino…. Nos haríamos interminables, si quisiéramos referir aquí todas las leyes y medidas de favor, otorgadas al cristianismo por el Imperio Romano-cristiano en el período de su mayor apogeo. Sólo así se comprende el ascendiente que alcanzó la Iglesia dentro del Imperio y el crecimiento rápido del cristianismo durante este período. Sólo así fué posible que tantas naciones y tantos pueblos quedaran completamente cristianizados. 
SEGUNDO MOMENTO HISTÓRICO: CARLOMAGNO Y EL PRIMER RENACIMIENTO.
Trasladémonos ahora, cuatro siglos más tarde, a fines del siglo VIII y principios del IX, en torno al año 800, es decir, al reinado de Carlomagno. No hay duda, que este gran Emperador, gran cristiano y gran hombre de Estado, constituye uno de los momentos culminantes de la Historia de Europa y de la Iglesia Católica… Carlomagno, como gran guerrero y gran hombre de Estado, que supo unificar el gran imperio de los francos y de la gran Germania; como gran mecenas y protector de las ciencias y de las artes, que supo elevar en una forma extraordinaria la cultura en todos los órdenes; y como gran cristiano, que puso la base del Imperio Romano medieval, cristiano por antonomasia; mereció sin duda por sus egregias cualidades ser exaltado por sus contemporáneos como el ideal de los príncipes cristianos… Esta es la figura que encarna aquel Imperio, prototipo de la unión entre la Iglesia y el Estado. Ahora bien ¿cuáles fueron las ventajas, que esta unión tan íntima trajo a la Iglesia? ¿Se puede considerar realmente este imperio como un verdadero ideal cristiano? ¿No tuvo que sufrir la Iglesia por efecto de esta unión o sujeción al Estado? Comenzando por esto último, a dos podemos reducir las lacras que tuvo que sufrir la Iglesia, que son las más frecuentes en este ideal de unión entre la Iglesia y el Estado. La primera fué la intromisión del Emperador en los asuntos eclesiásticos, y la segunda, la imposición forzada del catolicismo a los pueblos sometidos. Por sus intromisiones en los asuntos eclesiásticos y en las cuestiones religiosas, se ha hablado del cesaropapismo de Carlomagno. Sin embargo, no puede hablarse de verdadero cesaropapismo, pues en realidad Carlomagno no se arrogó nunca jurisdicción ninguna en cuestiones dogmáticas… El segundo abuso de Carlomagno, de imponer forzosamente el cristianismo a los pueblos sometidos, tuvo lugar principalmente desde el año 776, después de vencer a los sajones en sus diversos levantamientos. Pero frente a estos inconvenientes que trajo la unión íntima de la Iglesia y el Estado en el Imperio de Carlomagno, ¿quién podrá sustraerse a la contemplación de los innumerables bienes y las incalculables ventajas, que aquel Estado tan profundamente cristiano trajo a la misma Iglesia? Aun reconociendo las lacras indicadas, no puede dudarse de que son incomparablemente mayores los beneficios que trajo a la Iglesia su unión y como identificación con el imperio carolingio…
TERCER MOMENTO HISTÓRICO: LA CRISTIANDAD MEDIEVAL.
Réstanos poner ante nuestros ojos el tercer momento histórico de un Imperio, por una parte fecundo y floreciente, y por otra profundamente cristiano. Es la cristiandad medieval, encarnada en los imperios de Enrique III (1039-1056) y Enrique IV (1056-1106), y algo más tarde en Federico I Barbarroja (1152-1190) y Federico II (1215-1250), por una parte, y por otra, en los grandes Papas Gregorio VII (1073-1085), y Urbano II (1088-1099), Alejandro III (1159-1181), e Inocencio III (1198-1216). A todo este periodo podríamos designar como el período clásico de la unión de la Iglesia y el Estado, o como entonces se le designó, de la unión de las dos espadas, la temporal de los príncipes, y la espiritual de los Papas, con el predominio y hegemonía del poder espiritual. Diríamos también que éste es el período, en que más claramente aparecen las inmensas ventajas que ella reporta a la Iglesia… Frente al tipo del Imperio de Carlomagno, en el que el Emperador poseía cierto predominio y tutela sobre el Papa, se consagra definitivamente el principio de la colaboración e íntima unión de las dos espadas, con predominio y bajo la dirección de la espiritual de los Papas… Ahora bien, esta situación tan característicamente medieval es sumamente instructiva para el objeto de nuestro estudio. Indudablemente nos encontramos en los tiempos de Gregorio VII, Alejandro III e Inocencio III, con un Imperio cristiano, con la más intima unión entre la Iglesia y el Estado y la protección y fomento de los intereses cristianos por parte del Imperio. Por esto, es de gran transcendencia la lección que nos da este Estado eminentemente cristiano sobre los resultados de la unión, o de un Estado profesionalmente cristiano. Desde luego aparece en este período en la forma más aguda y estridente el peligro o desventaja mayor de esta unión. El Estado se quiere imponer por medio de la elección de los prelados; el Estado quita la libertad de gobierno; el Estado enerva con sus miras políticas el gobierno de los Papas y de los obispos. Todos estos peligros se evitan con la separación entre la Iglesia y el Estado. La Iglesia en este caso posee absoluta libertad de acción. Reconocemos que este peligro y desventaja es real y que en el Imperio medieval produjo efectos desastrosos. Pero reconozcamos también que la Iglesia hizo lo posible para obviar este peligro, y al fin lo consiguió en gran parte. Además debemos reconocer, que si consideramos con toda su crudeza el mayor de los peligros de la unión entre la Iglesia y el Estado, justo es consideremos el mayor de los peligros de la separación, que es la persecución positiva, de la que tantos ejemplos nos ha dejado la Historia… 
Y con esto llegamos al término de nuestro trabajo. Nos preguntábamos lo que nos enseñaba la Historia sobre las ventajas o desventajas de la unión entre la Iglesia y el Estado y si realmente debe ser considerada como beneficiosa. La Historia, pues, nos ha demostrado claramente que en los grandes imperios profesionalmente cristianos, la íntima unión entre la Iglesia y el Estado y la protección que éste ejerce sobre aquella, ha traído algunos daños o inconvenientes, a las veces bastante considerables; pero que son muchísimo mayores los bienes y ventajas que han traído a la Iglesia y a la civilización cristiana. Así lo prueban el Imperio Romano-cristiano, el Imperio Occidental de Carlomagno y el Imperio clásico medieval. 
Texto condensado y adaptado de:
Llorca, B. LA UNIÓN DE LA IGLESIA Y EL ESTADO. Rev. Salmanticensis (1954), vol. 1, n.º 2, ps. 386-406.

sábado, 4 de junio de 2016

Misericordia sesgada

Reproducimos una carta de lectores enviada al diario La Nación de Buenos Aires. Colocamos algunos enlaces para que pueda ser mejor comprendida por lectores que no están enterados de los pormenores de la política argentina, en la cual Francisco se entromete con grosero clericalismo.

Leí con atención el reciente artículo del padre Guillermo Marcó. Tuve el privilegio de colaborar un tiempo con él en la labor de prensa del Arzobispado de Buenos Aires y allí alternar con el arzobispo. Conocí entonces a un hombre sabio, enigmático, de pocas palabras, preocupado por la política de Néstor Kirchner, que a su entender "promovía la división social" y nos podría llevar hasta a un "enfrentamiento sangriento". El tiempo pasó y aquel padre Jorge, ya devenido en Papa, me mostró una faceta que hasta hoy día me tiene desconcertado: si en Buenos Aires nos manifestaba su preocupación mayor por ancianos, niños y gente privada de su libertad, en Roma parecería que ha decidido darle la espalda a un aspecto de aquella preocupación. Integro la Asociación de Abogados por la Justicia y la Concordia, ONG que se ocupa de asistir legal, moral y espiritualmente a militares y civiles presos por haber tenido alguna función en la época de la guerra sucia de los 70 (en su mayor parte detenidos sin condena o con sentencias aberrantes, ya que el delito que ahora se les enrostra es "tenía que saber", pues no existen más los partícipes directos, aquellos que fueron juzgados durante el gobierno de Alfonsín y que hoy en su gran mayoría han fallecido). Ya envié cuatro cartas al padre Bergoglio -que sospecho nunca leyó-. La última invocando el Año de la Misericordia y pidiéndole haga llegar a estos ancianos presos, y muriendo por las condiciones en las que los jueces federales obligan a mantenerlos (muchas veces rechazando el pedido de mayor atención invocado por los médicos penitenciarios, que procuran en vano cumplir con sus hipocráticos deberes) una palabra de aliento, una carta o un Rosario - como el que le envió a Milagro Sala- . Nada de ello ha sucedido. Sólo a pedido de nuestra asociación accedió a recibir a sus dirigentes en audiencia en el "corralito de los miércoles", donde los "atendió" por un minuto y medio (por la tarde recibió en Santa Marta a una dirigente K[irchner]). Ahora invoca, por medio de las enigmáticas cartas enviadas a amigos (artificio político que usa para que su descargo ante los ataques mediáticos que recibe sea luego difundido) su obligación como Padre de la Iglesia, de recibir o atender, especialmente en este Año de la Misericordia, a quien se lo pida, así lo haya denostado en el pasado. Disiento parcialmente con Marcó: para este Papa, por lo menos en el país que lo vio nacer, la misericordia es tan sesgada o parcial como los derechos humanos K[irchner] y aplicada para los que, en sus intrusiones en la política local, considera son los únicos dignos de ella, como Hebe de Bonafini. Para los demás, el silencio o el "ninguneo". Los más de 360 ancianos muertos en prisión y sus deudos, a los que ignora sistemáticamente, aún esperan su mirada o atención benévola. Creo que esperan en vano.

Edgardo Frola

DNI 04.403.415

jueves, 2 de junio de 2016

El Confesionario de Vidrio



por John Senior 

Capítulo 5 del libro The Remnants: The Final Essays of John Senior, serie de artículos del Dr. John Senior publicados en el periódico The Remnant y discursos dados en los foros organizados por éste.

Estas apresuradas notas documentan un estado (angustioso) de mente y alma en los días que van entre las consagraciones en Ecône, la amenaza de la excomunión colgando sobre las cabezas de los que asistimos a Misa en las capillas de la Sociedad de San Pío X, y el domingo por venir. Ansío escuchar las opiniones más fundamentadas, especialmente de Walter Matt, el mejor periodista católico en los Estados Unidos, Michael Davies en Inglaterra, Jean Madiran en Francia y Dom Gerard del Barroux.

Mientras espero su buen consejo—y de otros que van a querer mantenerse anónimos—invoco el dulce pero afilado espíritu de Santo Tomás Moro que reprendió en la cara a su amado Rey (y asesino) y le ofreció un “Dios esté contigo” desde el patíbulo. Es posible que hombres de buena voluntad e incluso santos se sienten a ambos extremos de esta disputa, tal vez durante décadas—por lo que sabemos, quizá hasta el fin del mundo. Mientras tanto, “la sabiduría del justo”, como dice San Gregorio, “no es practicar la simulación, sino hablar de lo que está en su corazón, amando la verdad tal cual es”. Ya basta de evasiones consideradas. La verdad y la caridad son tan filosas como cualquier espada de dos filos.

Así es cómo me parece a mí, sin archivos de investigación, ni notas, ni tiempo para detectar cada error—el asunto completo viniendo, como lo hacen las grandes decisiones, de repente y ahora.

Tres cosas se deben considerar primero como terreno de toda esta discusión: 1) En el orden psicológico, el hombre debe estar lúcido. Como remarcaba el gran filósofo Boecio, el borracho ni siquiera reconoce el camino de regreso a su casa. 2) En el orden moral, debemos encarar y decir la verdad. 3) En el orden del conocimiento, la prueba se fundamenta en un hecho obvio y en principios de razón. Estas tres cosas son el terreno del discurso racional, lo que sintéticamente podemos llamar “sentido común”. Son anteriores a la discusión, no teniendo nada que ver con la preparación; su mejor custodio es el hombre de a pie.

Ahora bien, me parece que las grandes cuestiones de la vida y la muerte siempre se reducen al sentido común. Dios no va a responsabilizarnos por las cinco pruebas de Su existencia o por los quodlibets y las quididades del Derecho Canónico, que son materia del experto. Debemos actuar, aquí y ahora, bajo la amenaza de excomunión antes de la Misa del próximo domingo, sobre lo que vemos y conocemos.

Primero, en el orden psicológico, cuando nos cuestionamos las grandes preguntas de la vida y la muerte, el  buen hombre siempre comienza no con un “¿qué es lo que yo veo?” sino con un “¿qué es lo que mi madre dijo?” Así como en El Negrito de William Blake:

Mi madre educóme debajo de un árbol,
Y sentados antes del calor del día,
Me puso en su falda, después me dio un beso,
E indicando al este, empezó a decir:

“Mira el sol naciente: allí Dios habita,
Y brinda su luz, su calor obsequia;
Y hombres, bestias, árboles y flores reciben
Solaz en el alba, ventura en la tarde.

Y nos da en la tierra un exiguo tiempo
para que aprendamos a sobrellevar del amor los rayos;
Y estos cuerpos negros, y este ardiente rostro,
Son sólo una nube, cual bosque sombrío.

Cuando nuestras almas el calor resistan,
La nube se irá, oiremos su voz:
“Salid de la fronda, mis hijos amados,
Y en torno a mi tienda gozad cual corderos”.

Al pequeño niño católico le han enseñado que la forma más segura de hacer cierta esta idea es simplemente “seguir al Papa”. Ahora bien, una regla tan profundamente conocida no puede ser contradicha. Se yergue como un primer principio práctico de toda disputa católica.

Sin embargo, mi madre también me enseñó que nadie, ni siquiera el Papa, me puede ordenar pecar, y por lo tanto el hecho evidente y la recta razón son anteriores a la obediencia porque uno debe oír y entender las órdenes y llevarlas a cabo en tiempos y espacios concretos en buena conciencia.

1) En el orden psicológico eso significa que la autoridad debe estar lúcida, ni de alguna forma ebria, ni actuando bajo compulsión. Newman, refiriéndose a la excomunión de San Atanasio, dice que era como si el herético Emperador romano guiara la mano del Papa Liberio cuando escribió la orden inválida. Y, por supuesto, San Atanasio no fue en nada desobediente al ignorar tal nulidad.

2) En el orden moral, toda disputa presupone honestidad. Además del simple abuso de poner cualquier nombramiento eclesiástico o de otro tipo antes que la verdad, existe tristemente una dificultad indeterminada, una moral “renacentista” que propone semi-fraudes como “puedo hacer más bien si sigo la corriente y trabajo desde adentro para cambiarlo”. Bueno, eso depende de qué tan mal las cosas estén y de qué tan seria sea el asunto. Cuando la vida y la muerte están en juego, tenemos que tomar una postura.

3) En el orden del conocimiento, debemos comenzar con: a) los principios de razón—estos son las leyes de contradicción, razón suficiente y causa/efecto. Cuando los filósofos dicen que la existencia es un “hacerse” esencialmente contradictorio, uno tiene que dudar de la prognosis de cualquier argumento que den. Y b) el hecho evidente u obvio. Ob del latín significa que es “algo contra lo que uno se topa”. Y via que es “en el camino”. No estamos hablando de la discusión, sino de la base de cualquier discusión. Ni siquiera estamos en la etapa de la investigación cuando uno trata de dilucidar las cosas dificultosas que no están claras, sino mucho antes al comienzo cuando al menos algo debe estar claro, de lo contrario no podríamos avanzar. Tenemos que poder ver el telescopio frente a nosotros antes de intentar mirar a través de él. El hecho obvio no es una conclusión científica sino evidencia de sentido común que cualquiera (honesta y lúcidamente) puede ver.

Presionado por una inquisición tiránica, el hombre de la calle, Winston Smith, en la novela 1984 de George Orwell, explica:

“Al final, el Partido anunciaría que dos y dos son cinco y habría que creerlo.”

Era inevitable que hagan tal aseveración tarde o temprano: la lógica de su posición lo exigía. No sólo la validez de la experiencia sino la misma existencia de una realidad externa era negada por su filosofía. La herejía de las herejías era el sentido común… El Partido te ordenaba rechazar la evidencia ante tus ojos y tus oídos. Era su orden final y más esencial… Y sin embargo, ¡él estaba en lo cierto! Ellos estaban equivocados y él estaba en lo correcto. Lo obvio, lo trivial, la verdad, tenían que ser defendidas. Las perogrulladas son verdades, ¡aférrate a eso!... Las piedras son duras, el agua es húmeda, los objetos sin soporte caen hacia el centro de la tierra. Con el sentimiento de que estaba proponiendo un axioma importante, escribió: “La libertad significa libertad para decir que dos más dos son cuatro. Si eso se admite, todo lo demás se da por añadidura.”

Es un axioma de la obediencia que uno no puede dar un juicio privado contra la autoridad. En materias eclesiásticas esto significa que el Papa es la corte suprema de todas las disputas en fe y moral. Pero Winston Smith no está hablando del juicio privado o de cualquier otro tipo. Está refiriéndose al fundamento. Ninguna autoridad, corte suprema, rey, papa o ángel del cielo puede forzar la obediencia contra hechos evidentes ante un peligro claro y presente. Ningún timonel sigue órdenes de avanzar a toda velocidad contra un iceberg.

Existe un cuento famoso sobre la gran flota británica en maniobras en el Mediterráneo: Unos cien buques se encolumnaron como pelotones. De repente la bandera del almirante les ordena un giro que si cada capitán sigue los hará estrellarse unos contra otros. Noventa y nueve obedecieron. Sólo uno ve y razona lo que el almirante había querido decir—o habría tenido que querer decir—estribor, ¡no babor! Entonces se escabulle libremente hasta quedar seguro mientras los noventa y nueve restantes “obedientemente” colisionan y se hunden. Cuando, durante el sumario que siguió, alguien preguntó si el capitán sobreviviente debía ser sometido al tribunal militar por desobediencia ante una orden directa, los miembros del Almirantazgo se rieron.

En la cuestión actual acerca de la aparente excomunión del arzobispo Lefebvre, asumiendo que nuestro amor al Papado no nos ciegue para ni siquiera considerar lo evidente—“¡el Papa no puede equivocarse!”—cualquiera puede ver que la Iglesia se está direccionando hacia un surgente hielo de increencia. Un hombre bien instruido puede cerrar sus ojos y oídos ante una Misa Novus Ordo y decirse asimismo de memoria que esta acción es el mismo sacrificio que Cristo en el Calvario ofreció bajo la apariencia incruenta del pan y el vino. Pero no es posible para la gente ordinaria y especialmente para los niños que no tienen memoria de algo así conservar la Fe frente al asalto contra los sentidos, las emociones y la inteligencia de un modo que haría sonrojar al “Partido” de George Orwell.

El “Partido” en este caso es un bloque determinado de teólogos modernistas cuya mala fe al negociar una “reconciliación” con los tradicionalistas es evidente en la declaración papal que siguió a las consagraciones del arzobispo Lefebvre. Citando el cable de Associated Press del 3 de julio de 1988, se lee:
A todos esos fieles católicos que se sienten vinculados a algunas precedentes formas litúrgicas y disciplinares de la tradición latina, deseo también manifestar mi voluntad […] de facilitar su vuelta a la comunión eclesial a través de las medidas necesarias para garantizar el respeto de sus justas aspiraciones. [http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/motu_proprio/documents/hf_jp-ii_motu-proprio_02071988_ecclesia-dei.html]
Este es un ejemplo de prosa vaticana estándar estos días—en filosa frase del abbe Georges de Nantes (cito del francés), ¡es “bla, bla, bla”! ¿”Algunas precedentes formas litúrgicas disciplinares”? Así se llama a la Misa inmemorial de la Iglesia Católica que según el Concilio de Trento viene de los Apóstoles. ¡Y pensar que un sindicalista vaya a cerrar un acuerdo donde se lea: “deseo también manifestar mi voluntad […] de facilitar […] a través de las medidas necesarias para garantizar el respeto de sus justas aspiraciones”!
Estamos bajo la autoridad de teólogos que niegan las leyes de contradicción, razón suficiente y causa/efecto. Realmente creen que la filosofía dialéctica del “hacerse” que inspiró a Marx y Engels pueden reconciliarse con la Revelación cristiana. En términos de gestión práctica significa que el progreso requiere una vuelta hacia la derecha y una vuelta hacia la izquierda mientras el timón apunta hacia el Novus Ordo Saeculorum. Cortemos la cabeza a Lefebvre y arrojemos las migas a los tradicionalistas. La vieja Misa, en realidad, podrá permitirse por un tiempo (¡como si tuviese que serlo!); comités se armarán y deberemos morir de blablá mortal. Nadie (que no quiera) puede ser engañado con lenguaje como éste. No hay cambio de mente ni de corazón; ni siquiera reconocimiento de la cuestión real. “Deseo manifestar mi voluntad […] de facilitar…” Glasnot eclesiástico.

Todas las gentiles declaraciones sobre la Misa realizadas en Roma consuelan a los viejos para los que las reformas del Concilio vinieron “demasiado rápido” y a veces con innecesaria “falta de sensibilidad”—pero nadie ha dicho que las reformas estaban mal. Se han negado a encarar el asunto—que no es nostalgia de parte de aquellos “que se sienten vinculados a algunas precedentes formas litúrgicas”, sino el naufragio de la Iglesia Católica. Me refiero a que una nueva Misa, un nuevo catecismo, una nueva moral, una Biblia deliberadamente mal traducida, una arquitectura y una música que constituyen un concienzudamente orquestado y ensayado ataque a la doctrina y la práctica católicas. Lean la declaración papal diez veces si quieren. No necesitan argumentos. Constituye en sí misma una prueba de su radical insinceridad. No puede ser explicado como un malentendido con respecto a la cuestión; es simplemente una distorsión. Como si la Misa fuese solamente “nuestras aspiraciones” y no un hecho para todo el mundo:

la luz verdadera, que viniendo a este mundo ilumina a todo hombre… Mas a cuantos le recibieron dioles poder de venir a ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre; que no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios son nacidos. Y el Verbo se hizo carne [genuflexión] y habitó entre nosotros.

El sábado pasado una persona cuyo poder de observación y honestidad son incuestionables fue a confesarse a la mayor iglesia de una ciudad provincial. La absolución fue dada del siguiente modo: “Dios te conceda el perdón y la paz.” Esto de un sacerdote “conservador” que no hacía cosas como ésta ni hace un año—profesando una frase que niega el ministerio del sacerdocio en el mismo acto de su ejercicio. El penitente reparó enseguida en la iglesia más cercana para descubrir que su interior había sido redecorado como un templo babilónico con fuentes que caían (literalmente) como cascada sobre rocas, hojas talladas y un confesionario con paredes de vidrio, dentro del cual una mujer agitada de rodillas lloraba y gesticulaba salvajemente hacia una pantalla modernista detrás de la cual se escondía un sacerdote (presumiblemente), mientras aquellos en la cola observaban solemnemente sin pestañar.

La pseudo-iglesia, impuesta sobre la verdadera subsistente desde el Concilio Vaticano, es como ese confesionario de vidrio. Cualquiera puede ver—y cualquiera lo hace—lo que sea que es, pero no es la Iglesia de nuestros Padres.

Los buenos sacerdotes y religiosos (que sólo escuchan sus propias Misas) con frecuencia dicen: “incluso si, y especialmente si, recibo una orden injusta, obedeceré. Si recibiera la orden, como fue el caso del arzobispo Lefebvre, de cesar mi ministerio episcopal y presbiteral, ganaré en gracia por este arduo ejercicio de humildad”. Con respecto a tal profesión de piedad supersticiosa, he escuchado a un padre angustiado decir: “¡los sacerdotes no tienen hijos!” Los buenos sacerdotes, y especialmente los religiosos refugiados en la dulce serenidad de los muros de sus monasterios, simplemente no saben lo que está sucediendo realmente. ¿O no quieren saber? Tras una década de excusas, dicen: “si Roma supiera”. ¡Roma sabe! La Fe está siendo aplastada desde arriba por la jerarquía que impone sus propias invenciones al pueblo, en nombre del pueblo, como hacen los tiranos. La persona del Papa está rodeada de una reverencia monárquica, una suerte de halo alucinatorio del tipo del que alentaban los cortesanos isabelinos, contra la horrenda evidencia, diciendo que la belleza de la Buena Reina Isabel superaba la de las estrellas. Ciertamente, en el curso normal de los eventos, uno no debería criticar a sus superiores. Existe una gracia especial acerca de un Papa. ¿Pero frente a los icebergs? ¿Con el cuidado de los hijos y de sus hijos sobre nuestras cabezas? No estamos hablando de criticones y llorones, sino de gente ordinaria llevando vidas ordinarias sin los cuales la buena doctrina y los sacramentos morirán.

Uno piensa en Lycidas de Milton: “Las ovejas hambrientas lo miran y no tienen alimento…”

Hablando del doble oficio del obispo—Episcopus (supervisar) y Pastor (“apacienta mis ovejas”)—el poeta exclama:

¡Bocas ciegas! Que casi no saben ellas mismas cómo usar
El cayado y que ni siquiera han aprendido el mínimo
De lo que pertenece al arte del fiel pastor.
¿Qué les importa? ¿Qué necesitan? Están satisfechos;
Y cuando tienen ganas, chirrean sus magras y ostentosas canciones
En sus flacas flautas de triste paja;
Las ovejas hambrientas lo miran y no tienen alimento,
Sino que se hinchan con viento y atraen el fétido vaho,
Se pudren sus interiores y esparcen el contagio inmundo;
Además de lo que el sombrío lobo con secreta garra devora a prisa
Diariamente, sin que nada se diga.
Pero esa máquina de dos manos en la puerta
Se yergue lista para golpear sólo una vez y nunca más golpear.

Los académicos discuten sobre el preciso significado de esa “máquina de dos manos en la puerta”, aunque el significado general está claro. Muchos creen que se trata de la espada de dos manos del Apocalipsis cuando Cristo mismo venga a poner las cosas en orden.

Los sacerdotes sí tienen hijos—és es el punto.

“Al que escandalizase a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno y le arrojaran al fondo del mar.”

¿Cómo pueden los buenos sacerdotes no alimentar a sus ovejas? ¿Qué prohibición o, incluso, excomunión puede levantarse contra millones de lenguas extendidas para recibir al Autor de su existencia y salvación? Oh, pueden encontrar un modo. Conduce cientos de kilómetros para encontrar una Misa católica; o aguarda como los cristianos en Japón entre la interdicción de la Iglesia y ¡el arribo del almirante Perry! No es cierto. No es cierto de modo ordinario. Algunos pueden hacer estas cosas. Puñados se arremolinan alrededor de un resto de Buenos sacerdotes que ofrecen los sacramentos en su integral sustancia y belleza; pero Dios debe enviarnos obispos que tengan el coraje de ordenar miles.

En las capillas de la Sociedad de San Pío X (y muchas otras no afiliadas con ella) la doctrina, los sacramentos y la cultura de la tradición católica se mantienen. Tomemos dos fotografías: Miren ésta y miren la Iglesia del Novus Ordo. Es Hiperión y un sátiro. Ir de los confesionarios de vidrio al más pobre e improvisado cobertizo bajo el cual es dicha la gran Misa vieja, es como atravesar por fuego y agua hasta un lugar de refugio.

Transivimus per ignem et aquam, et eduxisti nos in refrigerium.

No hay argumento posible. Probad y ved.

Alguna vez hubo una única Iglesia con dos Papas contendientes. Hoy tenemos un único Papa con dos Iglesias contendientes—una única que es real. Mientras tanto, la oveja hambrienta demanda alimento y alguien, en pía “desobediencia”, debe llevárselo, a pesar de órdenes y sanciones inválidas.

En circunstancias particulares variadas alrededor del mundo, hombres de buena voluntad tendrán que hacer juicios prudenciales diferentes y llegar a conclusiones prácticas diferentes, mientras aún acuerden en los principios, encontrando diferentes formas de unirse para combatir a un enemigo común. Es posible que incluso haya santos a ambos lados de esta disputa—como Catalina de Siena y Vicente Ferrer durante el exilio de Aviñón—y millones de inferiores, como nosotros, que deben elegir ahora. Dios nos ayude; podemos equivocarnos. Algunos ven el peligro pero no un peligro claro e inminente, ven hechos probables pero no evidentes y posibles alternativas (¿para quién? ¿para cuántos?)—no pueden ver la verdad (creo) porque no pueden ver directamente a ese muro de hielo que Jean Madiran llama apostasía inminente—tal vez no hielo, sino Moby Dick, la ballena blanca y salvaje del Anticristo.

Mientras tanto (que se ha convertido en mi frase favorita; no será mucho tiempo para algunos de nosotros), Dios nos haga amarnos los unos a los otros en el Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María que ha llegado para confortarnos en estos oscuros días como Enoch y Elías, aquellos “dos olivos que están delante del Señor de la tierra”. Mientras tanto la Iglesia toda espera, como una una mujer agitada llorando en un confesionario de vidrio, confesándose a un sacerdote que está a punto de darle una absolución inválida.

Por supuesto que hay una cuestión legal. El hombre de la calle no es un abogado y ciertamente no es un juez. Sólo un Papa puede juzgar a un Papa; si uno se equivoca, otro posterior debe poner las cosas en orden como Félix hizo con Liberio en el asunto de San Atanasio, o como San Jerónimo remarca en su comentario a Mateo 14:

Entonces mientras el Señor permanecía en la cima, de repente se levantó un viento contrario, el mar se arremolinó y los apóstoles estaban en peligro; y el naufragio era inminente, hasta que vino Jesús. Y en la cuarta vigilia nocturna vino a ellos caminando sobre el mar. Las guardias militares y las vigilias se dividen en períodos de tres horas cada una. Por lo tanto, cuando dice, que el Señor vino a ellos en la cuarta vigilia de la noche, nos muestra que ellos deben haber estado en peligro toda la noche; y fue recién al final de la noche, como será en el fin del mundo, que traerá su propia ayuda.


Traducido de: http://remnantnewspaper.com/web/index.php/articles/item/2557-recalling-why-they-resisted-dr-john-senior-s-classic-the-glass-confessional

Sobre el libro: http://remnantnewspaper.com/web/index.php/books/the-remnants-the-final-essays-of-john-senior-detail

En español acaba de salir del mismo autor La Restauración de la Cultura Cristiana, con prefacio de Andrew Senior, traducción del Dr. Rubén Peretó Rivas, prólogo de Dom Philip Anderson OSB y presentación de Natalia Sanmartín Fenollera. Informes y compras: http://vorticelibros.blogspot.com.ar/2016/05/john-senior-y-la-restauracion-posible.html ó http://www.vorticelibros.com.ar/libro.php?id=137