viernes, 31 de mayo de 2013

Un monje: opción preferencial por los pobres


Cómo responde exquisitamente a la pedagogía de Dios enseñarnos este lenguaje, como un analfabeto accede a dibujar una a o una efe. Este abecedario nos permite leer lo divino, tan escondido. Cristo vino a enseñarnos este alfabeto —siendo Él su Alfa y si Omega, sus vocales y sus consonantes— y por eso, en el acontecimiento de hoy, asume montar sobre el asno real y acepta le alfombren el paso con palmas y flores.
Su Reinado no es de este mundo, pero es en este mundo y ha de expresarse al modo de este mundo.

Una Iglesia, que en un rapto de iconoclasia, anulara este abecedario, elegiría insólitamente ser analfabeta del misterio. El perfume del óleo, el flamear de olivos, el trenzado de palmas, la nube del carísimo incienso —con el que se podría dar de comer a cientos de desnutridos— cirios llameantes, íconos relucientes, conforman la poesía del pobre, la lustrosa égloga del simple, la lírica más encumbrada del indocto, que recibe de su Madre, la Iglesia, el feliz idioma de los signos para aclamar al Rey de la Gloria montado sobre el ínfimo asno del sacerdote celebrante…
Quien le quitara al pobre este derecho, esta fortuna, ésta, su única riqueza, agravia gravísimamente sus derechos. Los ricos seguirán teniendo sus anaqueles abarrotados de libros, y los doctos, sus pomposos títulos… pero al pobre le habrán quemado su único lenguaje: el del signo sagrado.





lunes, 27 de mayo de 2013

Bouyer: espiritualidad y espiritualidades


Los primeros estudios sobre la historia de la espiritualidad hechos durante el siglo pasado han considerado a las espiritualidades como si tuviesen cierta autonomía dentro del cristianismo, como si dispusiesen de una cierta plenitud encerrada en sí misma. Se estudiaba las espiritualidades de las diferentes órdenes religiosas, las espiritualidades de distintos tipos de vida cristiana. Se terminó sistematizando esta diversificación de la que da testimonio el estudio histórico y, tomando ciertas formas de acción católica en particular, se ha querido hacer una espiritualidad para los obreros, otra para los burgueses, una tercera para los sacerdotes. Se puso de moda hablar de la "espiritualidad de los laicos", como si todas aquellas realidades –obreros, burgueses, sacerdotes, laicos– debieran considerarse, desde el punto de vista de la espiritualidad, independientes las unas de las otras.
Todo esto me parece profundamente falso.
No hay sino una sola espiritualidad cristiana, claro que dotada de una riqueza prodigiosa, a punto tal que puede adaptarse a circunstancias históricas, sociales y culturales de lo más variadas. No hay sino una sola y la misma vida espiritual, de cuyas profundidades emergen rasgos de manera múltiple y diversa sin que por ello de hecho se genere una separación o enclaustramiento; mucho menos a designio.
Resulta por otra parte muy notable que los maestros espirituales más creativos, aquellos que han renovado nuestra aproximación a la vida espiritual, lejos de querer encerrarse en su propia experiencia, en su propia visión de la espiritualidad cristiana y su modo de vivirla, siempre se han empeñado –en la medida de lo posible, tanto para sí mismos como para sus discípulos– en beneficiarse con los diferentes esfuerzos, pero, como si dijéramos, sinfónicos, de todos sus contemporáneos movidos por el Espíritu y a fortiori de toda la experiencia cristiana que los procedía.
En este sentido, nada más característico que la actitud de Santa Teresa de Ávila. Cuando fundaba sus Carmelos, ella decía que, para sí misma y para sus religiosas, poco le importaba que el confesor y el director espiritual fuese jesuita, dominico, cura secular o carmelita, con tal de que fuese alguien sólidamente formado en materia teológica y auténticamente espiritual. Tengo para mí que todos aquellos que están en el origen de las diversas espiritualidades compartían este mismo espíritu.
Por el contrario, aquellos que pretenden elaborar una espiritualidad propia, particular, para sí y para sus discípulos, al esforzarse en distinguirse de los demás, emprenden un camino que no es cristiano y que tampoco es realista.
Bouyer, L. Le métier du théologien, Ad Solem Éditions, Ginebra 2005,  pp.140-141. Traducción de Jack Tollers.
Visto en:

jueves, 23 de mayo de 2013

Yo te perdono, Sodalicio


El tema de la deriva sectaria de los movimientos primaverales de matriz neoconservadora no es nuevo para los lectores de nuestra bitácora. La Iglesia vive una situación caótica determinada por un nuevo asociacionismo, que pareciera obtener como contrapartida por su adhesión absoluta y entusiasta al Vaticano II una suerte de "patente de corso" eclesial, en virtud de la cual la Jerarquía eclesiástica se muestra reticente en corregir las distintas heterorpraxis que florecen en el seno de los nuevos movimientos. La anterior afirmación, no obstante, debe matizarse para rendir un justo homenaje a Benedicto XVI, que al menos habilitó cierta depuración de “fundadores primaverales”. Una tarea inconclusa, sin dudas, pero que tuvo con el Papa Ratzinger su puntapié inicial, lo que contrasta con la inacción de los tiempos del Magno.
Transcribimos hoy una entrada de Martin Scheuch a quien no conocemos. Una mirada muy superficial a su bitácora nos indica que su visión de la Iglesia y del mundo es muy distinta, y a veces muy distante, de la nuestra. A pesar de que la identidad de nuestra bitácora es “tradicionalista” (independiente), no tenemos problemas en reproducir sus reflexiones. Porque su relato parece verosímil en cuanto a los hechos. La descripción de la estructura institucional y de la praxis del Sodalicio de Vida Cristiana concuerda con la de otras instituciones eclesiales semejantes sobre las que ya se ha hablado en nuestro blog. Esta entrada debe publicarse por caridad, justicia y solidaridad humana, pues aspira cuanto menos a expresar el deseo de una justa reparación del daño causado y su debida prevención para el futuro. De poco le sirve a la Iglesia que determinados personajes como Alejandro Bermúdez emprendan una labor “apologética” si no son capaces de ver el daño espiritual que pueden causar en las personas de carne y hueso determinadas prácticas institucionales de las que son solidarios.

YO TE PERDONO, SODALICIO
Por Martin Scheuch

Desde que comencé a escribir en este blog, hay varias personas vinculadas al Sodalicio y al Movimiento de Vida Cristiana que me han rogado que perdone y dé vuelta a la página. Lo cual implicaría como consecuencia que deje de escribir sobre mis experiencias y no siga revelando lo que sé del Sodalicio. Curiosamente, en el pasado, cuando todavía no había publicado nada, no se me pedía que perdonara, sino más bien que hiciera una autocrítica a fondo y reconociera mis faltas y mis errores. Pues en la ideología sodálite se parte del axioma de que la institución no puede estar mal, en base a una interpretación muy peculiar de lo que es el carisma o don especial del Espíritu Santo, según la cual se infiere que el Sodalicio es una obra querida por Dios y, por lo tanto, criticarlo equivale a criticar la voluntad de Dios. Fuera de que esto es mala teología, en el Sodalicio siempre se ha fomentado la autoinculpación de sus miembros, pues constituye una de las estrategias más eficaces para tener controladas sus mentes y sus voluntades. Y sirve de sustrato para ese miedo que tienen muchos de expresar libremente sus objeciones, e incluso de irse cuando su conciencia les dicta que dar ese paso es lo correcto. Ese miedo o angustia puede incluso acompañar durante años a aquellos que se han ido, a tal punto llega a ser profunda la huella que dejan los “metodos de formación” que se aplican en la institución, muy semejantes a las técnicas de control mental que implementan las sectas.
No han faltado quienes, antes mis observaciones críticas producto de una reflexión de años, hayan querido hurgar en mi vida personal y pretendido encontrar la raíz de esas críticas en “rupturas” interiores, crisis existenciales o “falta de reconciliación”, que es como se la llama en los ambientes de la Familia Sodálite. Y eso sin admitir la posibilidad de que los problemas pueden estar en el Sodalicio mismo, siendo así que el mensajero que evidencia esos problemas no tiene la culpa de que existan. “Matar al mensajero” es la consigna con la cual se puede resumir el proceder del Sodalicio, metáfora que significa que se buscará desacreditarlo, difamarlo, anularlo mediante el miedo, las amenazas veladas y el desprestigio social. A decir verdad, lo del desprestigio social puede que funcione en Lima, donde el Sodalicio sigue teniendo su sede central y el apoyo casi incondicional del inefable Cardenal Cipriani, arzobispo de Lima, además de una notable influencia en la clase burguesa y pudiente limeña así como en algunos medios de prensa, pero dudo de que tenga efectos en otras latitudes.
En el momento en que se me comienza a pedir que perdone, cambia la perspectiva, pues ello implica un tácito reconocimiento de errores que son merecedores de perdón. De hecho, casi nadie de entre aquellos que me han escrito ha cuestionado la veracidad de lo que yo expongo. Ciertamente, pueden haber inexactitudes en cuanto a detalles puntuales, pero nada de lo que relato es inventado, y la mayor parte corresponde a mis propias experiencias o lo he sabido de primera mano. Las inexactitudes que pueden haber se deben a falta de información adicional, lo cual es inevitable desde el mismo momento en que aquellos que está en situación de poder completar esa información no quieren hablar o han recibido la orden de no hacerlo, pues el Sodalicio es muy reticente en cuanto a proporcionar información, y prefiere acusarme de tergiversar los hechos, antes que desmentirlos presentando su propia versión de los mismos. Y como ya he señalado, se trata de algunos pocos detalles puntuales, pues en todo lo demás soy consciente de que me he esforzado en ser fiel a mi memoria y en contrastar la información con las fuentes de que dispongo, absteniéndome de relatar lo que no puede ser comprobado.
Tampoco han faltado quienes han querido elucidar las motivaciones por las cuales escribo, definiéndolas como una especie de venganza mediática por el hecho de que se me hizo oídos sordos a todas las críticas que manifesté en su momento. Reducir mis motivaciones a una especie de reacción insidiosa frente al hecho de que no me hicieran caso, no se ajusta a verdad. Durante década y media nadie me hizo caso en el Sodalicio, y nunca publiqué nada. Y nada va a cambiar ahora, porque tengo razones para suponer que tampoco me van a hacer caso. Tampoco pretendo que se me haga caso. Cada uno es libre de hacer lo que quiera. El asunto es más grave. Se trata de ventilar los problemas estructurales que presenta el Sodalicio y que afectan a innumerables personas. Pues así cómo hay quienes se han acercado a la fe a través del Sodalicio, también hay quienes se han alejado de ella o han sido perjudicados psicológicamente por obra de la institución. Que se hable sobre el tema le puede hacer también mucho bien al Sodalicio. No hablar de lo que sé y aquí excluyo en la medida de lo posible los datos anecdóticos de la vida privada de las personas me haría cómplice de esa situación. ¿Voy a solucionar yo los problemas? No lo creo. Pero sí puedo contribuir a ayudar a muchas personas. Porque parto de la postura de un fiel creyente en la Iglesia, y no de la posición de alguien que, criticando al Sodalicio, aprovecha para criticar además a toda la Iglesia.
Debo dejar en claro que mi blog no es un blog sobre el Sodalicio, sino una ventana abierta donde busco dar testimonio de cosas que he vivido y que pueden ayudar a otras personas a comprender ciertas realidades. Es inevitable que hable sobre el Sodalicio, pues estuve oficialmente vinculado a él durante 30 años de mi vida. Describo lo que vi y viví por experiencia propia en en el Sodalicio y que ha sido ocultado pertinazmente por la institución. Y me refiero a doctrinas, estilos, prácticas, hábitos y costumbres, en fin, al sistema mismo. Yo no tengo la culpa de que el Sodalicio tenga o haya tenido las cosas que yo describo. Que se sepan a través de mí no me convierte en responsable de esas cosas. Y el daño que se pueda producir no es de responsabilidad del mensajero, sino de los verdaderos causantes de esas cosas. El daño se puede subsanar cambiando lo que se tenga que cambiar, no callando al mensajero.
Mis experiencias son subjetivas en el sentido de que las viví yo, pero no son fruto de mi subjetividad. Yo no he inventado nada y tampoco estoy mintiendo, y los datos que proporciono no son meras interpretaciones. Que pueden diferir de otra experiencias, lo admito. No por ello se hacen inválidas, sino que complementan lo que otros puedan haber experimentado. Y es interesante descubrir que mi experiencia es similar a la de otras personas, que por fin se atreven a hablar de lo que ellas mismas han vivido.
No le guardo rencor a nadie. Todo ya ha sido perdonado. Me siento a veces como una hoja al viento, que no está anclada a las cosas de este mundo. Y por eso mismo, con mayor libertad para dar testimonio. De todos modos, por si acaso alguien todavía tiene dudas, quiero dejar aquí constancia pública de todo aquello que he perdonado.
- Perdono que, entre 1978 y 1980, siendo todavía menor de edad, haya sido sometido a exámenes psicológicos efectuados por personas no profesionales sin el conocimiento ni consentimiento de mis padres. Se trataba de una práctica habitual en el Sodalicio. Las personas que me realizaron estas evaluaciones psicológicas fueron Germán Doig y Jaime Baertl, aunque me consta que también las realizaban el mismo Luis Fernando Figari, Superior General del Sodalicio hasta el año 2010, además de Virgilio Levaggi, Alfredo Garland y José Ambrozic, entre otros.
- Perdono que se me haya permitido emitir una promesa formal mediante la cual me comprometía a seguir el estilo y la espiritualidad del Sodalicio y obedecer a sus superiores cuando sólo tenía 15 años de edad, sin que mis padres hubieran sido informados al respecto. Más aún, se me indicó expresamente que mis padres no tenían por qué enterarse de la promesa que había hecho y que no les dijera nada.
- Perdono que se me haya fomentado la desobediencia y el desprecio hacia mis padres, que debía ser sustituida por obediencia y respeto absolutos hacia las autoridades del Sodalicio. Sobre todo Luis Fernando Figari fomentaba un culto hacia su persona, de modo que se debía seguir sus órdenes sin chistar, se debía reflexionar continuamente sobre las cosas que le decía a uno personalmente, y aceptar como incuestionable todo lo que exponía en sus escritos y charlas, de modo que cualquier análisis crítico de lo que él decía era impensable, pues se exigía un sometimiento del pensamiento y la voluntad propias a su pensamiento y su voluntad. Recuerdo también cuando en en el verano de 1980 mi madre, en su desesperación, llamó por teléfono a Jaime Baertl y, entre otras cosas, le dijo: «Me están robando a mi hijo», a lo cual él respondió irónicamente: «Señora, el ladrón cree que todos son de su misma condición». Y así cómo él hizo uso de la ironía, también me recomendó que la usara con frecuencia para oponerme a mi madre, a quien designaba con el apelativo despectivo de “tu vieja”.
- Perdono que, desde mayo de 1978, en que asistí por primera vez a un retiro organizado por el Sodalicio, hasta 1993, cuando dejé de vivir en comunidades, se me haya exigido en reuniones grupales la apertura total de mi esfera privada y personal, e incluso se hubiera ejercido presión por parte de los encargados para que, al igual que otras personas presentes, revelara mis experiencias y sentimientos íntimos. Esto solía llevar a una situación de desamparo personal que, a efectos prácticos, permitía una manipulación de las conciencias, sobre todo generando una dependencia hacia quien ostentaba la autoridad.

- Perdono que no se me hubiera permitido ni siquiera salir a la calle a no ser para actividades que formaban parte del horario reglamentario o comunicarme telefónicamente con quien sea, incluidos mis padres, sin permiso expreso del superior. Estas medidas formaban parte de un sistema donde las comunicaciones con el mundo exterior eran controladas férreamente, lo cual a la larga, junto con otras medidas de control mental, terminó generando en mi interior una división entre el ambiente interno del Sodalicio y el mundo externo, hacia el cual se debía tener desconfianza y considerarlo en parte como un peligro para seguir la vocación sodálite en la vida consagrada. Se efectuó como una especie de secuestro de mi psique, que yo acepté al principio de buen grado, pero que a la larga causó en mi una disociación que se traducía en la división excluyente entre un mundo intracomunitario bueno contrapuesto a un mundo “salvaje” fuera de los límites de la comunidad, con el cual no era permitida ninguna componenda.
- Perdono los correazos que, por orden de Luis Fernando Figari, me fueron propinados en la espalda desnuda, sólo para que éste pudiera demostrar su tesis de que las mortificaciones corporales son inútiles, y de que la ascética basada en el dolor físico no tenía mucho sentido y fomentaba la soberbia.
- Perdono la aplicación constante de técnicas de control mental a que fui sometido, muy comunes entre los grupos de características sectarias, entre ellas:
·                      el agotamiento físico a través de ejercicios corporales intensos y prolongados, sumándose a ello la continua sustracción de horas de sueño, y dado que el hecho de quedarse dormido era sancionado con penitencias, sin importarle a nadie que uno estuviera cansado, ello me generaba miedo a quedarme dormido, lo cual a su vez producía un stress que me ocasionaba más agotamiento y tensión, y con ello más cansancio y sueño, en lo que era un círculo vicioso sin salida;
·                      el aislamiento de mis familiares y amigos no pertenecientes a la institución, aplicando las consignas dictadas por Luis Fernando Figari: «sólo un sodálite puede ser amigo de otro sodálite» y «en la Iglesia podemos tener compañeros de camino, pero amigos verdaderos sólo en el Sodalicio»;
·                      la anulación de la esfera privada, al hacer que todos los aspectos de la vida personal dependieran de la comunidad, sin serme permitido casi nunca tomar una decisión propia, además de ser forzado a confesar todos los aspectos de la propia vida íntima ya sea en reuniones grupales, con el superior o con el consejero espiritual, incluyendo aspectos referentes a la sexualidad, muchas veces aplicando dinámicas conducentes a este fin y violentando la libertad personal mediante la intimidación y la violencia verbal, si se consideraba necesario;
·                      la programación minuciosa de lo que uno debe hacer desde que se levanta hasta que se acuesta, incluyendo también el tiempo libre, sin dejar nada a la libre decisión de la persona;
·                      la amonestación y reprensión con un lenguaje agresivo ante preguntas incómodas o difíciles de responder, por más legítimas que fueran;
·                      el uso frecuente de un lenguaje agresivo e insultante; quien se quejaba del trato era tachado de susceptible, “hembrita”, débil, poco viril;
·                      la obligación de asistir por consigna a cualquier conferencia o charla del fundador, y apuntar minuciosamente todo lo que dijera, para luego estudiarlo y revisarlo durante horas;
·                      la aplicación desproporcionada de castigos severos y humillantes ante faltas que pueden ser consideradas ligeras. A manera de ejemplo, puedo mencionar que:
o                                             fui obligado por Germán Doig a pasar una noche en vela en la capilla de la Comunidad Nuestra Señora del Pilar (Barranco) en adoración del Santísimo, sólo por haber cabeceado durante una Misa en la Iglesia de San José situada en la Av. Dos de Mayo 259, Miraflores;
o                                             fui enviado durante una semana a vivir bajo un régimen estricto en una de las comunidades de formación de San Bartolo (bal nearioal sur de Lima) que eran mencionadas a veces de manera humorística entre los sodálites como “la Siberia”, sólo por haber hecho un par de preguntas incómodas de corte intelectual a Germán Doig durante una charla en el Centro Pastoral de San Borja, lo cual constituye también una falta de respeto a la legítima diversidad de opinión, pues en el Sodalicio sólo el hecho de preguntar podía ser motivo de amonestaciones, acompañadas de reproches por no haber aprendido o estudiado a fondo el pensamiento sodálite;
o                                             me fue vertido un vaso lleno de agua fría encima de la cabeza por orden del superior de turno de la Comunidad Nuestra Señora del Pilar entonces ubicada temporalmente en el barrio de La Aurora, Miraflores, sólo por haberme quedado dormido en una reunión muy cerca de la medianoche;
o                                             me fue prohibido participar de las reuniones recreativas de la comunidad por tiempo indefinido, debido a que grabé cassettes de música clásica para uso personal en el equipo de música perteneciente a Alfredo Garland, entonces superior de la Comunidad Nuestra Señora del Pilar en Barranco, sin su permiso. Debo indicar que los simples miembros de las comunidades teníamos entonces prohibido, por orden expresa de Luis Fernando Figari, escuchar todo tipo de música, salvo la que fuera de carácter religioso. Esa orden no se aplicaba a los superiores, que podían escuchar la música que creyeran conveniente. Un domingo, tarde en la noche, en que la comunidad tenia una actividad recreativa en la sala destinada a estos fines, de la cual yo estaba excluido, me eché un rato a descansar en mi cama debido al cansancio y me quedé dormido. Fui despertado violentamente por Alfredo Garland y José Antonio Eguren, y a modo de castigo, se me ordenó estar confinado en una habitación separada del resto de la casa, con prohibición de salir si no era para ir al baño, prohibición de hablar con cualquier miembro de la comunidad que no fuera Eguren, prohibición de leer cualquier otra cosa que no fuera la Biblia y los escritos de autores espirituales que se proporcionara para hacer un retiro espiritual que me hiciera cambiar de actitud y me llevara a corregir mis “malos comportamientos”.
- Perdono los abusos debido a excesos cometidos durante los ejercicios físicos que teníamos que realizar los miembros de las comunidades de formación de San Bartolo, poniéndose a veces en riesgo la integridad física de las personas sin medir las consecuencias. Yo junto con otros más fui obligado a hacer cuclillas con una bolsa de cemento, de unos 25 kilogramos, sobre los hombros. A consecuencia de ello, se me generó una dolorosa inflamación de los músculos dorsales, a tal punto que ni siquiera podía mover el cuello para mirarme los pies, tuve que usar una faja y necesité una semana para restablecerme. Otro sodálite, que sufría de dolencias en la columna vertebral, también fue obligado a hacer tales ejercicios, no obstante que le advertí al superior Emilio Garreaud que eso podía hacerle daño. Asimismo, fuimos obligados a ingresar al mar de noche, en un sitio donde reventaban olas y había muchas rocas filudas. Varios salieron del mar con arañazos, heridas y cortes. También hubo ocasiones en que se hizo nadar a algunos durante tanto tiempo en el mar, que cuando finalmente salieron, no dejaban de temblar debido a que la temperatura corporal les había descendido por debajo de los 36 °C y se les tuvo que dar vino caliente para subirles la temperatura. En la última época que pasé en San Bartolo (de diciembre de 1992 a agosto de 1993) yo tenía que levantarme todos los días a las cuatro de la madrugada cuando todavía estaba oscuro y meterme al mar junto con otro sodálite, fueran cuales fueran las condiciones climáticas, hubiera mar calma o brava, sin que hubiera nadie que por seguridad nos vigilara desde afuera.
- Perdono la mentalidad que se me inculcó, que establece una separación entre el Sodalicio y el resto del mundo, disponiendo que hay entregar toda nuestra confianza a los responsables de la institución y hay que mantener una cierta desconfianza hacia lo que se halla fuera del Sodalicio. Esta mentalidad es reforzada por el concepto rígido de obediencia que se maneja al interior de la institución, donde la crítica al superior aunque sea legítima es considerada como una falta grave, pues «el superior sabe mejor que tú lo que es bueno para ti» y «el que obedece, no se equivoca», lo cual en el fondo induce a una renuncia a la propia conciencia y responsabilidad. Además, esta mentalidad de separación entre el Sodalicio y el resto del mundo también se aplica al interior de la Iglesia. Pues durante mucho tiempo a mí se me inculcó que la espiritualidad y el pensamiento sodálites constituían una de las maneras más radicales y auténticas de vivir el cristianismo en la actualidad, junto con un menosprecio de muchos grupos y espiritualidades que forman parte de la diversidad eclesial, que eran calificados de mediocres. Había un particular desprecio por los grupos parroquiales, los carismáticos, los neocatecumenales, entre otros, y en particular por los partidarios de la teología de la liberación, aun en sus formas legítimas. Se nos inculcaba que el diálogo con personas que siguieran estas espiritualidades particulares no era una opción válida. Eso explica por qué se ha tenido una actitud muy agresiva e incluso se han tomado medidas represivas contra quienes tuvieran simpatía hacia la teología de la liberación. Quiero recalcar que superar esta mentalidad de separación intraeclesial entre el Sodalicio y los demás grupos me ha costado mucho esfuerzo, además de que los rezagos de esa mentalidad me han generado más de un problema durante mi reinserción en la vida normal en el mundo.

- Perdono la situación de angustia que se me generó durante los siete últimos meses que paseé en una de las comunidades sodálites de San Bartolo, en el año 1993, hasta el punto de que llegué a desear que me sobreviniera la muerte. Eso debe atribuirse al concepto estrecho de vocación que se ha manejado en el Sodalicio y que se inculca en las mentes, a saber, que a quien no sigue la vocación a la que Dios le ha llamado, le será muy difícil obtener la salvación eterna. Esto se traducía así: quien ha sido llamado por Dios al Sodalicio y se aparta de él, pone en peligro no sólo su felicidad temporal, sino también su salvación eterna, y debe ser considerado como un “traidor”. El hecho de que yo no me sintiera realizado ni a gusto en las comunidades sodálites era para mí un indicio de que yo no estaba llamado a la vida consagrada en comunidad, pero el haber seguido esa vida durante unos once años (desde diciembre de 1981) me hacía pensar que posiblemente ésa si pudiera ser mi vocación, y era yo el que estaba fallando y fracasando. El hecho de tener que tomar una decisión que, según lo que me habían inculcado, podía decidir mi destino eterno me angustiaba a tal punto, que hubiera preferido morir debido a alguna circunstancia fortuita, es decir, ya no me importaba seguir viviendo. Esa sensación que se prolongó durante casi todo el tiempo que estuve en San Bartolo, y que me llevaba a no importarme correr riesgos durante los ejercicios corporales incluyendo la natación en mar abierta alcanzó una gran intensidad debido a que, como no se me comunicó cuánto tiempo iba a estar en San Bartolo “discerniendo”, como se suele decir, sino hasta un mes antes de salir, vivía en una continua incertidumbre y desasosiego. En esa época se creía en el Sodalicio que había muy pocas razones legítimas para alejarse de él, y que quienes se alejaban por lo general habían traicionado el llamado de Dios y sus esperanzas de salvarse eran muy reducidas. Eso explicaría por qué algunos ex sodálites logran cierta paz cuando arrojan esa mentalidad por la borda, aunque muchas veces eso signifique también desprenderse de la fe.
- Perdono la desconfianza hacia mí que percibí en muchos sodálites consagrados, su falta de apoyo para reinsertarme en el mundo y el ostracismo que se me aplicó después de salir de comunidad, cuando poco a poco fui siendo apartado de manera imperceptible de actividades de formación y apostolado en el Sodalicio y el Movimiento de Vida Cristiana.
- Perdono que se me haya considerado loco, excéntrico o raro cuando comencé de buena fe a manifestar observaciones críticas ante varios aspectos del Sodalicio y del Movimiento de Vida Cristiana, o que se haya aceptado como ciertos rumores falsos sobre mi vida laboral y privada, sin verificación de ningún tipo.
Con todo lo dicho, el paso más importante para una reconciliación ya está dado. Y si algo he callado u olvidado, eso también queda perdonado y no se lo voy a tener en cuenta al Sodalicio. No voy a exigir disculpas, pues darlas es algo que debe partir de la libre iniciativa de los implicados y no una obligación. Pero si vienen, serán bienvenidas con el corazón abierto y la mano extendida.
El propósito de enmienda queda como un asunto entre Dios y los responsables del Sodalicio. Si quieren enmendarse, en buena hora. Y si no, arréglenselas con Dios y con el juicio de la historia. Pues ante Dios sí van a tener que responder de cómo administraron los talentos que se les confió, y qué hicieron con las personas que, por esos vericuetos del destino, se unieron al Sodalicio y pusieron su confianza en la institución, para luego ver sus esperanzas traicionadas.
Puedes irte, Sodalicio. No te condeno, ni te guardo rencor. Te bendigo y te deseo todo bien, no tanto por ti, sino por los seres humanos de carne y hueso que viven bajo tu sombra y que, al igual que yo, se sienten miembros vivos de la Iglesia, y a los cuales considero hermanos en la fe, aunque no compartamos la misma ideología. Pero sí compartimos la misma fe y estamos unidos en la esperanza y el amor, en ese misterio de comunión que llamamos Iglesia, en ese Pueblo de Dios donde la diversidad no sólo está permitida, sino que constituye uno de los mayores dones del Espíritu Santo.
Adiós, Sodalicio. Descansa en paz y que duermas bien. Por los siglos de los siglos.

Fuente:

lunes, 20 de mayo de 2013

Una dicotomía forzada


No resulta raro encontrarse con una dicotomía en virtud de la cual se afirma que un concilio ecuménico es infalible y verdadero concilio o no es más que un conciliábulo. Pensamos que se trata de un planteamiento equivocado. No todo el contenido de un concilio ecuménico es infalible, ni todo concilio ecuménico tiene necesidad de emplear el carisma de la infalibilidad. Ofrecemos la traducción de un fragmento que esperamos contribuya a dar mayor claridad sobre este punto.

c) Los obispos* reunidos en Concilio son infalibles sólo cuando ejercitan su autoridad como maestros de fe y costumbres mediante un decreto definido e irrevocable, y enseñan que tal doctrina es revelada y, por tanto, debe ser aceptada por todos los miembros de la Iglesia. Ahora bien, dado que los obispos no necesitan intentar tales decisiones irrevocables en todo momento, es necesario que una definición infalible esté redactada de tal forma que indique claramente su carácter definitivo. A este propósito no hay una fórmula necesariamente preestablecida; pero parece suficiente mencionar la doctrina como artículo de fecomo un dogma católico, como una doctrina que siempre ha creído la Iglesia como una doctrina transmitida por los Padres. El anatema pronunciado contra quienes niegan una doctrina es también evidencia suficiente de una definición dogmática.
La gran mayoría de los actos de los concilios no son definiciones infalibles, porque no han sido entendidos como tales. “Ni las discusiones que preceden a una declaración dogmática, ni las razones alegadas para probarla y explicarla, deben aceptarse como verdades infalibles. Nada que no sean los decretos en sí mismos son de fe, y estos sólo si son entendidos como tales” (Bellarmino, De Conciliis, I, 17).
d) Dado que la infalibilidad se debe a la mera asistencia del Espíritu Santo, deberían emplearse medios humanos para descubrir y comprender la verdad que será definida, pero la certeza de la definición no depende de las investigaciones previas realizadas por los obispos del concilio, ni de sus habilidades y entendimiento. La falta de investigaciones adecuadas sería un pecado de parte de los obispos, pero el Espíritu Santo puede prevenir, y de hecho previene, los errores en una definición dogmática, a pesar de la negligencia en la investigación teológica previa o del empleo de argumentos falsos para probar la doctrina definida.
Fuente:
Berry, J. The Church of Christ (1927), pp. 458-9.

* N. de R.: pensamos que el autor se refiere al Concilio Ecuménico como sujeto docente confirmado por el Papa en sus definiciones. Si no contara al menos con la confirmación del Papa, no sería un Concilio Ecuménico..

jueves, 16 de mayo de 2013

¿Bugnini masón?


En algunos sitios tradicionalistas se repite con un empeño digno de mejores causas que Annibale Bugnini fue masón. Acusación que tiene un efecto impactante para los católicos conscientes.

Pero sobre este asunto caben dos posibilidades de hecho: que Bugnini realmente fuera masón o que se tratara de una calumnia. Supuesto que fuera verdadera la acusación, queda por determinar si hay pruebas del hecho o no existen evidencias fiables. Tratándose de la masonería las pruebas siempre serán una cuestión difícil.

Resulta interesante traer a colación a Michael Davies. En la última entrevista que le hicieron, Davies dejó en claro que él nunca acusó a Bugnini de ser masón. En rigor, Davies afirmó que Pablo VI creyó en la acusación y que por este motivo lo desplazó de su cargo enviándolo como nuncio a Irán. Hecho sobre el que tal vez se publiquen en el futuro nuevas evidencias a raíz de la causa de beatificación de Montini. También cabe pensar, en base a otros testimonios sobre las características personales de Bugnini, que Pablo VI lo hubiera echado por manipulador.

En cualquier caso, Davies dejó en claro que incluso si pudiera probarse que el Arzobispo Bugnini no fue masón, y que fue uno de los católicos más sinceros y dedicados del siglo XX, su crítica al Novus Ordo Missae no se debilitaría porque se fundamenta en los defectos objetivos de la reforma y no en las cualidades personales del arzobispo.

Gracias a Panorama Católico, contamos ahora con la edición digital del libro de Michael Davies “La Nueva Misa del Papa Pablo. La revolución litúrgica”. Si revisamos la obra, podemos constatar que el autor dedica sólo tres páginas, sobre un total de seiscientas sesenta y una, a la posible pertenencia de Bugnini a la masonería. Dice Davies: «En El Concilio del Papa Juan dejo en claro que mi crítica contra la reforma litúrgica no se basó para nada sobre el supuesto de que el Arzobispo Bugnini fuera masón. Mi caso se basa solamente sobre la misma reforma y sus efectos sobre la vida de la Iglesia.» (P. 519).

Tal vez de la lectura del libro de Davies se pueda concluir que una de las falencias del tradicionalismo ideológico es dar excesiva importancia a cosas que objetivamente no la tienen o que son poco relevantes. Porque «la realidad es aquello que, cuando uno deja de creer en ello, no desaparece» (Phillip Dick).

domingo, 12 de mayo de 2013

Castellani y la mala apologética


Ofrecemos hoy un texto del P. Castellani sobre la apologética. Si el autor hubiera vivido unas décadas más, se habría encontrado con la novedad de “apologetas” audiovisuales como Alejandro Bermúdez, el director de Aciprensa. Un sujeto al que no le basta con reincidir en las chapuzas de la apologética de antaño, sino que parece suponer que para construir una leyenda dorada sobre el papa Francisco resulta lícito deformar su pasado como cardenal. Y que llega al punto de decir -con enorme desparpajo- cosas groseramente falsas sobre el estatuto de la Misa Gregoriana en Buenos Aires.
A algunos argentinos alarma o fastidia este pesado hexasílabo griego: apologética; y no sin razón de todo, ¡vive el cielo!, porque existe considerable cantidad de mala apologética. Si se nos permite recordar cosas propias, el primer ensayo publicado en nuestra vida—hace hoy justo diez años, CRITERIO, 1928, Un libro cabal— versaba sobre un libro de buena apologética, el JESUS-CHRIST, de Léonce de Grandmaison, que estudia con rigor científico el otro hecho histórico-teológico fundamental, que es la existencia y la figura del Fundador divino de la Iglesia.
Es el otro tratado de la Introducción a la Teología, el tratado DE VERA RELIGIONE. En aquel ensayo juvenil aventuramos un chiste de dudoso gusto, al decir que en el idioma inglés apologética significa disculpa o excusa (to apologise); y que, en efecto, muchos de los libros que hoy día emplean o usurpan ese título, empezando por los sosos manuales que nos hicieron sudar en el colegio, medio justifican la sajona semántica. Y bien; hoy aún, después de diez años de experiencia y lectura, no nos atrevemos a retirar el chiste de mal gusto, mal visto de algunos. En el fondo del alma sentimos que M.N., T.T., R.H., R.A. —pon, lector, los nombres que te parezca— no son libros eficaces para dar fe, ni para conservar la fe, ni para ilustrar la fe, ni para defender la fe. Ella no crece en el ruido de las disputas, ni se defiende a batacazos.
Estos de que hablo —y no nombro, por si los conoces— son, lector amigo, libros hechos con retazos mal hilvanados de varias ciencias, como Historia, Filosofía, Teología, Biología, Psicología, etcétera, sin el método ni el rigor de ninguna, llenos de objeciones y respuestas, y que no pertenecen a género literario alguno —a no ser al famoso genre ennuyeux—, pues no son ni ciencia, ni arte, ni filosofía, ni teología, ni polémica, ni controversia, ni nada de cuantas cosas limpias y honestas puede crear la mente del hombre. Son excusas, son disculpas, son pidelástimas, son discusiones interminables, aunque siempre vencedoras, con contrincantes que no existen.
…fray Agustín Gemelli, rector de la Universidad Católica de Milán, [decía] a un grupo de estudiantes y profesores españoles [que] la verdadera apologética… o es la genuina ciencia sagrada, o es alguna de las ciencias profanas cultivada a fondo, que siendo mucha ciencia siempre llega a Dios, según la profunda palabra del canciller Bacón. La otra apologética, yo no creo mucho en ella, dijo Gemelli.
Y es que en la primera literatura cristiana, los apologéticos de Tertuliano, Lactancio y Orígenes eran verdaderas defensas, como lo pide la etimología (opologuéomai), contra adversarios verdaderos, a los cuales se rebatía a veces verdemente, al mismo tiempo que se les proporcionaba noción somera, maguer fuese aproximada o metafórica, de los misterios cristianos por ellos mal entendidos.
Esta suerte de apologética genuina y primitiva ha sido practicada en nuestros días durante casi todo el curso de su larga y fecunda vida por el magno periodista que fue G. K. Chesterton, por ejemplo, controversista genial, humoroso y amable, que se dio el quehacer de enseñar a sus paisanos el catecismo patas arriba, el catecismo en negativo, es decir, a través de las gansadas suavemente jocosas que él atrapaba alegremente en los que no saben el catecismo... "What they don't know” como él decía. Esta es una de las dos grandes apologéticas genuinas que existen: la polémica acerada, cortés y mortal como un duelo, con adversarios existentes de igual categoría al apologeta. Su género es controversia.
Llamémosla apologética aplicada o artística.
El otro género de apologética genuina es la apologética pura o teológica. Ella está en los apologéticos primitivos arriba citados, en forma embrionaria. Ella es o debe sella exposición de todo el dogma cristiano, tal como puede ser visto desde afuera por el que está afuera, por el que carece del don de la Fe. Esta exposición no puede ser otra cosa que la teorización parcial o total del magno hecho histórico-teológico de la Iglesia Visible, como respuesta a la instintiva pregunta del Hombre en busca de la Verdad religiosa.
Son los dos grandes hechos, uno externo, otro interno, que al encontrarse, abrazarse, conjugarse, originan el fenómeno de la conversión. Sobre ellos, como sobre un eje, debe girar necesariamente toda tentativa de conducción hacia la fe. El Concilio Vaticano lo indicó, al definir, por una parte, la obligatoriedad de la búsqueda de la religión verdadera, y por otra, la capacidad del "milagro moral" de la Iglesia para sancionar y saciar esa búsqueda, lo cual es un fenómeno psicológico normal en este animal religiosum que es el hombre.
Tomado de:
Castellani, L.  Sobre buena y mala apologética.

viernes, 10 de mayo de 2013

Cristiano palestino contra la ocupación israelí



Soy un cristiano palestino, ahora un ciudadano de los EE.UU., y mi propia experiencia y la de mi familia, dan fe de la falsedad de la afirmación del embajador Oren, quién afirmo que los cristianos en Israel son mejores tratados que  sus hermanos en cualquier otro lugar en el Oriente Medio (1). Nací en el este de Jerusalén, Jordania en 1952, pocos años después de que mi familia y la mayoría de los palestinos que huyeron de sus hogares cuando el estado judío de reciente creación se hizo cargo de las tres cuartas partes de la Palestina histórica. Mi familia, como casi todos los otros palestinos que huyeron - cristianos y musulmanes por igual - se convirtieron en refugiados, perdiendo sus campos, huertos, casas y prácticamente todo lo demás. Israel desafió el consenso internacional y una resolución de la ONU que instaba a permitir que los refugiados palestinos regresarán a sus hogares.
Si Israel hubiera permitido a los palestinos volver, no habría llegado a ser un estado mayoritariamente judío. El miedo a una presencia palestina dentro de las fronteras de Israel, continúa impulsando sus políticas brutales de ocupación, que victimizan a los cristianos palestinos, así como a los musulmanes. Israel ocupó el resto de la Palestina histórica en 1967, ganando el control sobre una gran población árabe palestina que muchos israelíes ven como una amenaza al "carácter judío" de su país. 
Esta es una simple prueba de las falsedades de las afirmaciones de embajador Oren: a el le digo, "Señor Embajador: Si su país es tan bueno con los cristianos, ¿por qué no permite que yo, mi familia y miles de cristianos palestinos regresemos a nuestros hogares en la parte de Jerusalén que Israel ocupó en 1967 o en la parte occidental de la ciudad desde la cual,  los palestinos fueron expulsados ​​en 1948. ¿Porque,  cualquier Judío desde cualquier país del mundo puede reclamar derechos de ciudadanía tan pronto como él o ella ponen un pie en Jerusalén, mientras que yo, cuyas raíces familiares en Jerusalén se remontan a muchos siglos atrás, estoy impedido de tener plenos derechos humanos en mi pueblo? " 
Preguntemos al Embajador Oren sobre los palestinos que provienen de las aldeas predominantemente cristianas de Iqrit y Kufr Bir'im que, como la mayoría de los pueblos árabes palestinos, fueron arrasadas después de 1948. Iqrit y Kufr Bir'im  son sólo dos de los muchos pueblos cristianos, pero bien conocidos debido a la larga - pero lamentablemente fracasada - campaña emprendida en su nombre por los valientes defensores de derechos humanos israelíes. 
No hay duda de que los cristianos árabes se enfrentan a problemas en el Medio Oriente. Los peores ejemplos fueron durante la guerra civil libanesa y en las secuelas de la guerra en Irak, cuando la estabilidad política y económica se desplomó. Los ataques de Israel contra el Líbano jugaron un papel importante en la desestabilización de ese país, y los halcones israelíes aplaudieron más fuerte aun la invasión de EE.UU. en Irak, que solo trajo más desestabilización. 
Los cristianos palestinos están, de hecho, preocupados por la militancia de los extremistas que se encubren a sí mismos en una retórica islámica distorsionada. Sin embargo, la mayoría de los musulmanes y los cristianos palestinos han optado por la resistencia pacífica. Decir que Hamas es la causa de la disminución de la población cristiana en los territorios palestinos ocupados seria derribar la verdad. 
Nuestra gente está huyendo de su patria porque los israelíes están confiscando las tierras de los palestinos - musulmanes y cristianos - la construcción de asentamientos sólo para judíos y el Muro del Apartheid que encierra en guetos a muchas comunidades palestinas. Los cristianos palestinos están abandonando su país debido a los puestos de control y barreras israelíes que restringen severamente la libertad de circulación de los palestinos, la destrucción de su economía y evitan el acceso a sus lugares sagrados en Jerusalén. Se van porque Israel desvía los recursos hídricos palestinos de una manera que da a los asentamientos judíos ilegales el derecho a disfrutar de las piscinas, mientras que los campos de los agricultores palestinos, se secan  por falta de agua. 
Pero los cristianos palestinos hablan por sí mismos a través del Documento Kairos Palestina (2): 
"Nosotros, un grupo de cristianos palestinos, después de la oración, la reflexión y el intercambio de opiniones, clamamos desde el sufrimiento en nuestro país, bajo la ocupación israel.... Hoy en día, tenemos la fuerza del amor y no el de la venganza , una cultura de la vida en lugar de una cultura de la muerte .... [Nosotros] apoyamos la resistencia no violenta basada en la esperanza y el amor que pone fin a la maldad, andando en los caminos de la justicia. "
No hay ninguna diferencia en absoluto en el grado de sufrimiento que los cristianos y musulmanes palestinos están viviendo bajo la larga ocupación militar israelí. Sugerir que los cristianos palestinos están  bien bajo el dominio israelí no podría estar más lejos de la verdad. 
Metodistas y presbiterianos americanos están cada vez más preocupados por el sometimiento permanente que sufren por parte de Israel, los palestinos - cristianos y musulmanes por igual. Aunque tienen una antigua preocupación por el bienestar de los israelíes, muchos metodistas y presbiterianos creen que ha llegado el momento de ir más allá de las palabras y demostrar activamente a este gobierno israelí de derecha que no pasarán de lado en silencio mientras Israel oprima a generaciones tras generaciones de palestinos. 
En los días y semanas por venir, tanto en la United Methodist Church y la Presbyterian Church (EE.UU.) tendrán en cuenta las resoluciones para despojarse de las empresas - Caterpillar, Motorola Solutions y Hewlett Packard - que se benefician de la continua ocupación israelí de los territorios palestinos. 
Si lo hacen, les dirán al gobierno israelí que la ocupación ya no será tolerado como lo han venido haciendo siempre. Los palestinos tienen derecho a vivir libres de la dominación israelí. Metodistas y presbiterianos por igual tienen la oportunidad de enviar un mensaje muy fuerte a los gobiernos israelí y estadounidense si llevan adelante  estas resoluciones sensibles a desinvertir de compañías que vergonzosamente se benefician de la represión de los palestinos. 
Philip Farah es el co-fundador de Palestinian American Christians for Peace and of the Washington Interfaith Alliance for Middle East Peace, www.wiamep.org.
Notas:
Visto en:

lunes, 6 de mayo de 2013

La pena de muerte


Publicamos un extracto de un artículo del moralista Marcelino Zalba sobre la pena de muerte en la doctrina católica. Nos parece una ayuda para poner en claro algunas verdades oscurecidas por una nube de tonterías repetidas hasta el hartazgo en medios católicos. Tonterías que son fruto de una "sensiblería personalista", que con apelaciones indiscriminadas a la dignidad humana ha logrado imponer un criterio casi uniforme y políticamente correcto sobre el tema. Además, las consideraciones de Zalba permiten distanciarse del uso demagógico de la pena capital que aprovecha la repulsa popular que producen los crímenes horrendos. Esperamos que ayude a una interpretación superadora de algunos excesos de la era juanpablista. 
6. ¿Cambio del juicio moral?
No podríamos hablar de cambio de la "doctrina" moral. Una "doctrina" profesada universalmente por mucho tiempo en el pueblo de Dios, aunque no tenga el refrendo claro de la revelación o de una definición infalible de la Iglesia, difícilmente puede sufrir un cambio. Aunque su proposición sea en sí falible, puede suceder que su contenido sea infaliblemente verdadero por consideraciones de otro orden, en último término por la intervención garantizada del Espíritu de verdad en semejantes proposiciones.
Pero sí cabe hablar de cambio del juicio moral, incluso contradictoriamente, haciéndose lícito lo que antes era ilícito. Esto puede suceder con proposiciones doctrinales cuyo valor y verdad dependa de determinadas circunstancias o hipótesis; de suerte que lo que resulta verdadero en fuerza del cumplimiento de una condición, sea falso cuando no se realiza esa condición. En estos casos no hay cambio alguno de la doctrina, de los principios doctrinales; lo que cambia es su aplicación en los casos concretos.
Se menciona hoy frecuentemente como cambio del "imperativo ético", permaneciendo invariable la "norma moral", el caso del préstamo con interés. Pero, a nuestro parecer, erróneamente. No ha cambiado la norma moral general "no robarás", pero tampoco el imperativo ético "no harás un préstamo que, como tal, sea oneroso para el prestatario". Este lo solicita por necesidad de su prójimo. Y el prójimo, con su sacro deber de amar al hermano necesitado, está obligado a no explotar su necesidad sino remediársela, a lo menos en cuanto pueda hacerlo sin menoscabo de sus bienes. Este es precisamente el caso en el contrato del préstamo en cuanto tal. Es extraño que, hablando tan elocuentemente del deber de amor sacrificado hacia el prójimo, ciertos autores propongan el caso del préstamo con interés como típico de evolución de la doctrina moral en sí misma. Por lo demás, para evitar tal afirmación errónea, les bastaría leer la norma canónica con base doctrinal que está expresada en el canon 1543. Lo que ha cambiado no es el imperativo ético sobre el préstamo con interés, sino el mundo económico en el cual, hoy, no hay prácticamente ningún préstamo que no suponga un daño para el prestamista, al revés de lo que sucedía en otros tiempos. Por razón de ese daño, habitualmente ahora, como circunstancialmente en el pasado, se puede exigir un interés compensatorio, porque el amor cristiano no obliga hasta imponer un perjuicio al prestamista en beneficio del prestatario.
Con la pena de muerte puede suceder algo semejante. El Estado no tiene derecho absoluto para sancionar con esa pena ni siquiera los delitos de sangre. En principio tiene que proteger la vida de todos sus ciudadanos; y nunca puede disponer de ella cuando no se ha hecho indigna de ser conservada por enormes crímenes que hacen del criminal, difícilmente controlable, un ser altamente peligroso para el orden social. Esto quiere decir que la aplicación de la pena de muerte a delincuentes es inmoral, mientras no sea insustituíblemente necesaria para el bien común. Otras razones que pudieran alegarse, concretamente el ejercicio de la justicia vindicativa sancionadora de los crímenes de mayor cuantía, no serían suficientes.
La cuestión sometida a examen es, por consiguiente, si el mantenimiento de la pena de muerte contra malhechores insignes es "hoy" insustituiblemente necesaria para la seguridad de los ciudadanos inocentes y para el orden público. Si lo fuera, no se podría apoyar razonablemente la opinión pública de los ciudadanos y la labor parlamentaria de los políticos a favor de la abrogación de la pena de muerte, que se está imponiendo en Europa. Debería subsistir el punto de vista tradicional: "La pena de muerte, como todas las otras penas, no es legítima sino porque y en cuanto corresponda a la legítima defensa de la sociedad. No está justificada como en fuerza de un derecho del Estado a disponer de la vida de los ciudadanos, sino solamente en fuerza de un derecho a defenderse. El derecho a la vida del ciudadano permanece en todo caso inviolable también para el Estado como para los particulares".
Al tratar de examinarla, debiera hacerse en primer lugar una observación que generalmente pasan por alto los autores. El "hoy" debiera ser completado con el: "en un país determinado". Si se oye criticar sin fundamento la aplicación de la moral europea (o romana) a los pueblos africanos, como si la ética natural estuviera sustancialmente en función de las culturas históricas, sorprende que esos mismos críticos igualen condiciones culturales y sociales muy diversas, siendo así que, de la realidad de esas condiciones, depende el mantener uno u otro criterio respecto de la aplicabilidad de la pena de muerte. Lo primero que se debe tener presente, por consiguiente, en la reflexión sobre este problema es que las situaciones pueden ser muy diversas, y que no cabe simplificar la cuestión de ese modo. A nuestro parecer existen hoy muchos países en vías de desarrollo, cuyas condiciones político-sociales y culturales no son muy diferentes de las que tenía presentes la tradición católica cuando aceptaba hipotéticamente la muerte, dando por descontado que la hipótesis era real y verdadera.
Pero enumeremos aquí, sin perjuicio de una respuesta posterior más explícita, las objeciones que se le hacen hoy a la pena de muerte. Se dice, entre otras cosas, que en un Estado moderno no es indispensable para salvaguardar el bien común; que las instituciones civiles y sociales tienen actualmente dispositivos suficientes de defensa contra los delitos; que la historia demuestra que la pena de muerte no es operante y eficaz como intimidatoria y preventiva contra el multiplicarse de nuevos delitos; que la justicia distributiva no la requiere, sino que, más bien, la rechaza; que el juicio humano, esencialmente falible, no la puede imponer, siendo posible el error en su juicio e irreparables las consecuencias del mismo, si se lleva a efecto la sentencia.
Concedemos fácilmente que la sanción de pena capital no es exigencia de la justicia humana, ni como castigo del delincuente ni como acción preventiva de nuevos delitos por intimidación de los malintencionados. Negamos valor al último reparo, porque una sentencia de muerte se pronuncia generalmente en nuestra sociedad culta y humanizada con todas las garantías de certeza moral; y ésta es suficiente aun para decisiones trascendentales, como lo demuestra la experiencia de cada día. Queda por considerar la otra objeción, según la cual no es hoy necesaria, al menos en muchos países, puesto que existen otros medios menos inhumanos suficientemente comprobados para garantizar la seguridad y el orden que un Estado tiene que garantizar a favor de sus ciudadanos.
Puede suceder que en un país de elevada cultura, con largo entrenamiento y experiencia de vida ciudadana ordenada y pacífica, próspero y con buenas leyes sociales, la posibilidad de aplicar la pena de muerte deje de tener sentido, porque la responsabilidad de los buenos ciudadanos, en caso de ser necesaria su colaboración y apoyo a las fuerzas del orden público, asegura suficientemente la paz y el ejercicio de los derechos cívicos. Es, sin embargo, significativo que precisamente la nación que en un pasado no muy lejano conoció acaso como ninguna otra esa situación —pienso en Inglaterra— presente un proceso pendular entre abrogación y restablecimiento de la pena de muerte, alegando los antiabolicionistas el motivo de que la abolición aumenta la criminalidad y el sacrificio de muchas vidas inocentes por salvar pocas personas criminales.
Será tal vez supuesto, y no real, este motivo, porque los intereses afectivos nublan muchas veces la claridad de los razonamientos. Pero lo mismo puede suceder a los abolicionistas, quienes sin duda exageran al afirmar que "hoy el Estado tiene, indiscutiblemente, otros modos y medios de organizar eficazmente la autodefensa de la sociedad". El supuesto no está suficientemente comprobado; y el aprecio de la realidad, a falta de estadísticas suficientes bien comprobadas, pertenece a las autoridades responsables del bien público. ¿Por qué se discute tanto en los parlamentos, si la cosa es clara? Desde luego no se puede generalizar, como se hace en la observación, cual si fuera válida a escala mundial, cuando es muy posible que dos países limítrofes se encuentren en diversa situación, a lo menos transitoriamente.
También parece muy discutible y mal demostrada la afirmación complementaria: que la vigencia de la pena de muerte no refrena la criminalidad; que ésta suele ser sensiblemente igual con pena de muerte y sin ella. Para poder convencerse de ello sobre buena base y prudentemente habría que comparar entre sí períodos de vida político-social-económica bastante largos, atendiendo al mismo tiempo al clima moral del país- objeto de estudio comparativo.
Sólo entonces cabría fiarse de los datos materiales. Y casi no es posible que la comparación se haya hecho en esas condiciones.
Parece bastante claro que una determinada situación de terrorismo, en países políticamente poco maduros y con gobiernos débiles, la pena de muerte ejemplarmente aplicada evitaría el sacrificio de muchas vidas inocentes. Y en cuanto a la afirmación general, basta pensar en los países de régimen totalitario comunista o tiránico para ponerla en duda. Gracias a la pena de muerte se pudo mantener la tiranía de Stalin y se mantiene la de Amín sin demasiadas conspiraciones.
7. Respuesta a algunas objeciones más corrientes
a) Existen en la sociedad actual medios suficientes para aislar a los delincuentes, de suerte que se ha hecho ya innecesaria la pena de muerte. Respuesta: Teóricamente es claro que la sociedad actual tiene medios suficientes para aislar a los delincuentes. Pero esos medios existían también en los tiempos pasados. Por añadidura eran más eficaces, porque existían muchas menos posibilidades de evasión de las antiguas mazmorras, con cooperación del exterior o sin ella. Así, pues, la pena de muerte no es hoy menos necesaria por este capítulo. Y aún menos, si se tiene en cuenta que antiguamente no existían fáciles esperanzas de indultos por diversos motivos, presiones irresistibles por parte de la autoridad democráticamente intervenida, movimientos de opinión pública hábilmente manipulados para conmemorar con mayor regocijo popular eventos faustos de la nación con una amnistía generosa.
b) A la conciencia moderna, tan abierta y sensible a los valores del hombre, a la conciencia de su dignidad, al derecho a ese bien primario fundamental que es la vida para el hombre, le repugna la pena de muerte como procedimiento inhumano, primitivo y bárbaro, que pudo mantenerse en el pasado gracias a la condescendencia del pensamiento cristiano, al amparo de las condiciones socio-culturales del tiempo y de una filosofía discutible. Resp. Existen todavía sociólogos, hombres políticos y filósofos cristianos favorables a la doctrina tradicional sobre la pena de muerte bajo condiciones bien precisas. Según queda dicho, al criminal no se le priva del derecho a vivir, porque él mismo lo ha sacrificado con su conducta. La pena capital, aunque revuelve sentimientos humanitarios instintivos, no es en realidad inhumana y menos aún antihumana, cuando se aplica en sus debidos límites y condiciones. En realidad la dictan el respeto y la estima genuina de la vida, que reclaman la protección del inocente cuando está en peligro por la conducta impenitente del culpable. No se debe olvidar la reacción, también ella instintiva, de la gente, cuando pretende linchar o pide que se ejecute a ciertos criminales en el momento del delito.

c) En la actualidad tenemos una conciencia mucho mayor que antes de la dignidad de la persona humana, y comprendemos la sinrazón y la injusticia que supone un atentado contra su vida. Resp. Es bien dudosa, y aun manifiestamente falsa, esta afirmación, si la examinamos con mente serena y ánimo desapasionado. De la verdadera dignidad de la persona humana se ha pensado mejor, realmente, cuando se la consideraba teniendo en cuenta los criterios de fe que la hacían ver en su origen divino y en su carácter trascendente, que inspiraban tantas vocaciones al servicio humanitario y religioso del prójimo. Y lo mismo se puede decir respecto a la sinrazón e injusticia de los atentados contra la vida. Porque vida humana indudable es la del feto de seis o siete meses (queremos abstraer de posibles cuestiones sobre el momento de la animación racional), con toda la configuración de una persona, cuando se la sacrifica en un aborto provocado, para evitar a sus padres la dolorosa experiencia de tomar en sus brazos un hijo irremediablemente tarado. Vida humana es la del enfermo incurable o la del anciano decrépito, de los que se desembarazan a veces familiares y aun médicos con escándalo cada vez menor de la opinión pública. Vida humana es la de centenares de ciudadanos inocentes que perecen por culpa de una decena escasa de criminales, y vida que el Estado tiene obligación de proteger eficazmente con medios oportunos. Sobre la oportunidad de tales medios es él el juez más competente. Decir que hoy el Estado no está a la altura de su misión, que se degrada echando mano de la pena de muerte para salvaguardar el bien común es prejuzgar, sin autoridad y sin datos, arbitrariamente, situaciones que no son ni fijas ni iguales las unas con las otras. Y no hay que olvidar la distinción entre vida humana inocente y vida humana delincuente, que es fundamental en esta cuestión.
d) Siendo cierto que toda decisión humana está sujeta a error, ¿tiene el hombre derecho a creerse infalible de tal manera que pronuncie una sentencia cuyo carácter impide toda posibilidad de revisión?. Resp. Hemos de admitir la posibilidad de errores judiciales, que en el caso serán irreparables, si se ejecuta la sentencia. Ello quiere decir que jamás se podrá "aventurar" una sentencia, fundándola solamente en gravísimas sospechas; que siempre deberán obtenerse pruebas del delito sancionado con pena de muerte con verdadera certeza moral para poder pronunciar la sentencia. Pero cuando esa certeza existe, aunque no excluya absolutamente un peligro remotísimo de equivocaciones, se puede sentenciar. En mil ocasiones tomamos resoluciones prudentes que no excluyen absolutamente un peligro de la vida propia y aun de la ajena sometida a nuestras órdenes.
e) El carácter irrevocable de la pena de muerte impide ciertamente toda rehabilitación del ser humano y viene a suponer una solución fácil que evita la búsqueda de sistemas y medios racionales y eficaces de prevención. Resp. Si estuviera demostrado que existen, al menos con grande probabilidad, medios eficaces de prevención de nuevos atentados contra el orden público y la seguridad de los ciudadanos, el Estado no podría aplicar la pena de muerte hasta haber comprobado la ineficacia de aquellos medios. Repetimos que es él quien tiene que juzgar de la posibilidad de tales medios. En cuanto a imposibilitar la rehabilitación, adviértase que no es la autoridad, sino el propio delincuente, quien radicalmente se la ha imposibilitado o puesto en inminente peligro de ello. La rehabilitación para la vida social terrena se impide ciertamente con la ejecución, pero antes de inculpar al Estado por ello habría de demostrarse que tiene obligación de mantener la posibilidad en beneficio del criminal, aun a pesar del riesgo de los inocentes.
Por lo demás, si la esperanza de la rehabilitación para la sociedad terrena viene a frustrarse en la pena capital, no pocas veces esa situación dolorosa es la providencial ocasión para que se produzca una habilitación mucho más valiosa para la sociedad celestial.

f) La conducta de Jesucristo con los pecadores delincuentes (mujer adúltera, buen ladrón) así como su doctrina sobre la misericordia y el perdón están indicando que la pena de muerte está fuera de lugar, a lo menos en una sociedad cristiana. Resp. Cristo aplica la misericordia y la propone a sus discípulos para los delincuentes sinceramente arrepentidos; para los obstinados en sus delitos tiene palabras de terrible amenaza. El pecador sinceramente arrepentido que, merced a ese arrepentimiento, ha cancelado en cierto modo sus delitos y se ha rehabilitado ante Dios, encuentra acogida en el Señor. Pero si se aduce el caso del buen ladrón, no se olvide que también existe el del mal ladrón, que no obtuvo excusa ni defensa en igual ocasión. Y téngase presente que ante el juez humano la promesa de buena conducta en el futuro por parte de un criminal no sólo puede ser fingida, sino que también, aunque sea sincera, nunca ofrece garantía segura a la autoridad humana.
Nada indica en el Evangelio, como se ha dicho, que Jesús llegó a tomar partido contra la pena de muerte, prescrita por la ley de Moisés, en el caso de la adúltera.
g) Algunos criminales escapan a la condena, otros a la ejecución. ¿No es ésta una sorprendente diferencia de trato entre criminal y criminal? Semejante desigualdad ¿no ofende al sentido de la justicia? Resp. Es indudable que algunos criminales escapan a la persecución de la policía o a la sagacidad de los jueces que buscan diligentemente las pruebas de sus crímenes. Es ésta una limitación que padece la sociedad humana, y ninguno puede achacársela a culpa. La diferencia real de trato aludida no puede ser, por tanto, objeto de reproche en este caso, cuanto a la evasión de la condena. Respecto a los condenados que escapan a la ejecución, hay que admitir que una amnistía arbitraria y partidista no tendría justificación. Pero la concesión de gracia a favor de algunos, mientras se la deniega a otros, si se funda en buenos motivos, en modo alguno ofende al sentido de la justicia. Al juez que tiene poder para hacer justicia y para aplicar misericordia no se le puede acusar de falta de equidad cuando, por motivos razonables, sin faltar a sus deberes, aplica generosamente la misericordia en algunos casos en los cuales hubiera podido aplicar la justicia. Habría de probársele que no tiene autorización para ser misericordioso, aunque con la misericordia no perjudique al orden y seguridad pública.
Si se apurara esa consideración, que no es admisible la desigualdad en el castigo de los que han cometido crímenes, ¿qué habríamos de decir de la economía misteriosa de salvación que tiene lugar en la suerte de los hombres? En conclusión, Dios sólo es el dueño de la vida humana, y El solo dispone siempre directamente de toda vida de hombre inocente. La Iglesia lo ha tenido que proclamar así repetidamente en los últimos decenios frente a métodos racistas, abusos de poder, actitudes terroristas y experimentos abusivos de la ciencia en campos de prisioneros y en ciertos hospitales y laboratorios.
Pero en cuanto a la ejecución capital de peligrosos delincuentes, cuya continuación con vida compromete la seguridad pública y daña al bien común a juicio de la autoridad competente, el Estado puede ejecutarla cuando no encuentra otro medio suficiente — y éste lo considera eficaz— para reprimir los atentados criminales que perturban profundamente el orden y sacrifican vidas inocentes.
Al aplicar en esos casos la pena de muerte el Estado no dispone de un derecho del criminal a la vida, sino que le priva del bien de la vida en expiación de los delitos por los que él renunció al derecho a vivir, y para poder de esa manera cumplir su deber de mantener el orden público.
Un criterio prudente y sabio en esta materia nos parece el que acepte o rechace la aplicación de la pena de muerte hipotéticamente: si se demuestra, y en tanto y en la medida en que se demuestre, necesaria y eficaz para proteger el orden público y la seguridad de los buenos ciudadanos. Es mejor que sean ejecutados unos pocos delincuentes de cuyo posible arrepentimiento no se tiene seguridad, y que vivan en tranquilidad, sin peligro de ser asesinados, en mayor número otros ciudadanos inocentes. Precisamente la conciencia y estima creciente de la dignidad de la persona humana que no se degrada ante la sociedad es la que debe inducir al Estado a protegerla eficazmente, echando mano para ello, en cuanto sea necesario, del extremo escarmiento y prevención que es la pena de muerte aplicada a quienes se hayan hecho indignos de permanecer en la sociedad humana siendo un peligro para ella.

Tomado de:
ZALBA, M. ¿Es inmoral, hoy, la pena de muerte?, en Rev. Mikael 19 (1979), 63-78.