sábado, 31 de mayo de 2014

Francisco vive en un mundo que le es ajeno

Reproducimos hoy un artículo cuyo contenido no compartimos por completo pero que en muchos aspectos es una descripción bastante realista del pensamiento y las actitudes del Papa Bergoglio.
Francisco vive en un mundo que le es ajeno
Por James Neilson
Ser Papa tiene sus ventajas. El Santo Padre vive rodeado de aplaudidores que celebran la sabiduría supernatural de todo cuanto dice. El fervor que sienten es contagioso. Gritan los titulares: ¡El Papa está a favor de la paz! ¡La cree “urgente! ¡Condena el terrorismo con firmeza! Con entusiasmo conmovedor, en la Argentina por lo menos los fieles toman tales palabras por evidencia de que Francisco es un auténtico líder mundial que pronto convencerá a los belicosos de otras latitudes que ha llegado la hora de batir las espadas en rejas de arado y las lanzas en podaderas para que no haya más guerras. El sueño de Isaías así resumido es muy atractivo pero, según la Biblia, que a veces es más realista que los bienintencionados dirigentes religiosos actuales, tendremos que esperar hasta “la parte final de los días” antes de que la paz reine en toda la Tierra.
Por cierto, no hay motivos para suponer que los guerreros santos que pululan en el mundo musulmán estén por prestar atención a los pedidos piadosos de Jorge Bergoglio: están demasiado ocupados matando a quienes no comparten todas sus preferencias teológicas, comenzando con los cristianos que todavía quedan en la inmensa región que se extiende desde la costa atlántica de África hasta el mar de China pero que, tal y como están las cosas, pronto morirán en matanzas o se verán expulsados.
Además de seguir las huellas de los centenares de dignatarios eclesiásticos de diversas iglesias, políticos e intelectuales renombrados que en años recientes han viajado a la Tierra Santa trayendo mensajes de paz y que, casi siempre, dan a entender que la mejor forma de asegurarla consistiría en que Israel desmantelase sus defensas, Bergoglio se vio involucrado en un nuevo escandalete en su país natal. No fue su culpa.
En vísperas del 25 de Mayo, llegó a la Casa Rosada una carta escueta, escrita apuradamente en su nombre por algún subordinado en que aludió, como es su costumbre, a cosas buenas como la concordia, el diálogo constructivo y la convivencia pacífica. No fue nada del otro mundo pero, sin perder un minuto para preguntarse por qué se le ocurriría a alguien falsificar una esquela tan rutinaria, los vaticanólogos locales, impresionados por el tuteo, un error de tipeo y otros detalles estilísticos, decidieron que era trucha, algo inventado por los kirchneristas, un juicio que fue avalado por el “ceremoniero”, el argentino monseñor Guillermo Karcher, que la calificó de un “collage” hecho con “mala leche” por un “artista”. En cierto modo lo fue, pero sucedió que “el artista” responsable de la misiva resultaba ser el mismísimo Papa.
Desde antes de metamorfosearse en Francisco, hay dos Bergoglio. Uno es el jefe de una grey de más de mil millones de personas que está procurando restaurar la autoridad espiritual de la Iglesia Católica acercándose a la gente y diciéndole que él también cree que el mundo se ha equivocado de rumbo. De acuerdo común, es mucho más simpático, más “humano”, que su cerebral antecesor alemán, el papa emérito Joseph Ratzinger o Benedicto XVI. Este Bergoglio quiere adaptar la institución que encabeza a los tiempos que corren sin romper por completo con los dos mil años de historia en que se basa casi todo su prestigio.
El otro Bergoglio es el hombre que, según Néstor Kirchner, militaba como el “jefe de la oposición”. Si bien no le es dado continuar desempeñando tal rol, entre sus compatriotas abundan los tentados a ubicar todas sus palabras, guiños y gestos en el contexto político argentino, subrayando lo que diferencia su manera de actuar del combativo estilo K, con el propósito de incomodar a Cristina. Parecen creer que, como Juan Domingo Perón cuando estaba en Madrid, Francisco mueve una multitud de hilos, manda instrucciones cotidianas a sus operadores y por lo tanto está detrás de todas las maniobras emprendidas por la sucursal argentina de la Iglesia Católica. De no haber sido por tal ilusión, a nadie se le hubiera ocurrido preocuparse por la autenticidad de una carta meramente formal.
Ayudar a tranquilizar los ánimos aparte, no hay mucho que Francisco puede hacer para que por fin la Argentina salga del pantano socioeconómico y político en que sigue hundiéndose. Protestar, como buen peronista, contra un orden nacional e internacional inequitativo no sirve para mucho en un país vapuleado por la inflación que tambalea al borde de la bancarrota y que, de no ser por la soja hoy y –¿quién sabe?– el gas shale mañana, tendría que elegir entre intentar una revolución capitalista dura que sería denostada por “neoliberal” por un lado y, por el otro, resignarse a un destino de miseria generalizada. Mal que les pese a los papistas, la influencia del Sumo Pontífice argentino en el futuro del país será escasa.
También lo será en el resto del mundo. Mientras Francisco celebra su propia amistad personal con algunos popes ortodoxos, rabinos judíos e imanes musulmanes, creyentes menos benévolos de distintas confesiones religiosas hablan el lenguaje de la guerra. En el Oriente Medio, el Papa trató de congraciarse con todos, en especial con los musulmanes palestinos que se han propuesto eliminar de cuajo al “ente sionista”, Israel, con sus habitantes judíos adentro.
Como los izquierdistas “antisionistas” europeos, Francisco se manif
estó terriblemente indignado por la barrera que fue erigida por los israelíes para frustrar a quienes entraban en su país para asesinar a hombres, mujeres y niños indefensos; al recordarle el primer ministro Benjamín Netanyahu y otros voceros israelíes que, a partir de la construcción de dicha barrera, hubo llamativamente menos atentados terroristas, el Papa procuró reducir el impacto de su militancia pro palestina anterior rindiendo homenaje al profeta del sionismo, Theodor Herzl, y visitando Yad Yashem en que se conserva la memoria de los millones de judíos asesinados por los nazis.
En su tesis doctoral, el líder palestino, Mahmoud Abbas –“hombre de paz”, según Francisco–, nos explicó que el Holocausto fue una obra conjunta de los nazis y sionistas. Abbas se ha sentido dolorido últimamente porque la guerra civil en Siria, donde ya han muerto más de 150.000 personas en la lucha entre el dictador Bashar al-Assad y sus enemigos igualmente brutales, ha distraído la atención de los medios occidentales de su propia causa. Por lo tanto, le encantó la invitación a rezar por la paz en el Vaticano con Francisco y el nonagenario presidente israelí Simón Peres, un hombre cuyo peso político es nulo.
No solo el Papa sino también Barack Obama y muchos otros quisieran creer que el conflicto entre Israel y los árabes palestinos está en la raíz de virtualmente todos los problemas que están convulsionando al “Gran Oriente Medio”, de suerte que si lograran reconciliarse, los islamistas depondrían sus armas. Por desgracia, el asunto dista de ser tan sencillo como les gustaría suponer. Para Al-Qaeda y el enjambre de agrupaciones afines que día tras día surgen en Yemen, Irak, Afganistán, Pakistán, Malasia, el norte de África, Filipinas, el Cáucaso y China occidental, Israel es solo una manifestación antiislámica más, “el pequeño Satán” al decir de los iraníes, ya que el enemigo principal es Estados Unidos, “el gran Satán”, y los países de Europa.
De caer Israel, estarían en la mira Andalucía, Sicilia y Grecia, que antes habían formado parte del mundo islámico. Los guerreros más vehementes aluden con frecuencia creciente a un objetivo que, como entenderá Francisco, tiene un valor simbólico evidente: Roma.
Oponerse a la violencia y predicar a favor de la paz es fácil, pero es muy poco probable que la breve visita papal al Oriente Medio haya salvado una sola vida en Siria, Irak, el norte de África u otros lugares en que los islamistas, envalentonados por el repliegue norteamericano y la debilidad europea, están avanzando, masacrando a miles de personas de todos los credos y de ninguno. ¿Se arrepentirán los esbirros del régimen sudanés que encarcelaron una mujer embarazada y amenazan con decapitarla porque, según ellos, abandonó el islam por el cristianismo, la fe en la que nació? ¿Ayudarán las súplicas papales a las casi 300 niñas nigerianas, la mayoría cristiana, secuestradas por los fanáticos de Boko Haram para vender como esclavas, a los cristianos de Pakistán condenados a muerte por “blasfemia” contra el islam o los coptos de Egipto? Claro que no.
Parecería que, como tantos otros, Francisco teme más herir la sensibilidad tierna de sus interlocutores musulmanes que exigirles hacer algo positivo, aunque solo fuera organizar manifestaciones callejeras gigantescas equiparables con las que repudiaron la publicación de algunas caricaturas insulsas danesas, para protestar contra los horrores perpetrados por tantos correligionarios. Se entiende: hay que privilegiar “el diálogo” entre representantes de las distintas ramas del monoteísmo abrahámico.
Pero, mientras el Papa, Obama y otros siguen dialogando en torno a abstracciones con el presunto propósito de alcanzar un consenso, hombres de ideas muy diferentes toman nota de su pasividad para llegar a la conclusión de que los infieles occidentales ya están batiéndose en retirada, huyendo en pánico de las tierras musulmanas que habían invadido con la colaboración de apóstatas locales, y que, con tal de que sigan atacándolos, la victoria final será suya.
Fuente: 

jueves, 29 de mayo de 2014

La ruleta "francisquista"


Todos, de una manera u otra, tendemos a buscar una explicación monocausal para los distintos fenómenos que percibimos. Esto se debe, en parte, al pecado original y a uno de los capitales: la pereza. Por lo que nadie está exento del vicio de simplificar en exceso acerca de los factores que concurren como causas de un hecho. Además, muchas veces inciden en nosotros doctrinas que pretenden explicarlo todo en términos monocausales y que procuran ganarse la lealtad de gente más empeñada en gastar tiempo defendiéndolas, y atacando a sus rivales, que dedicándose a una investigación original. La verdad es que la explicación completa de algo es muchas veces multicausal. Con todo, es cierto también que muchos hechos simples pueden reducirse a una sola causa, que opera como la principal y más relevante, pues tampoco es razonable embarcarse en profundas investigaciones sobre cada uno de los acontecimientos que conocemos en nuestra vida cotidiana.
Parece cosa evidente que la Iglesia tiene enemigos. Una parte importante de esos enemigos se encuentra en los medios de comunicación masiva. Los medios enemigos con muchísima frecuencia manipulan la información relativa al Papa. Tergiversan hechos y dichos con un sesgo determinado por sus ideologías e intereses. O lo hacen por ignorancia y temeridad. Las motivaciones son diversas y las disposiciones pueden estar en la buena o mala fe de las personas que informan y opinan.
Debemos admitir que, no pocas veces, la manipulación periodística es un hecho simple, que puede atribuirse a una sola causa. Otras veces, esta manipulación se produce por multitud de factores. Una tarea importante de los medios católicos es suministrar información verdadera y disipar la confusión creada por la manipulación de medios que, o son abiertamente enemigos de la Iglesia, o carecen de la formación religiosa necesaria para informar adecuadamente sobre cuestiones eclesiales.
Sin embargo, un defecto recurrente en los medios de comunicación católicos es la tendencia a disipar la manipulación periodística por medio de explicaciones insuficientes. Por afán apologético pareciera que tienen una ruleta de explicaciones prefabricadas. A veces, la ruleta cae en la explicación monocausal; otras, admite varias causas; pero nunca incluye entre sus números, como un factor posible, sea único o concurrente con otros, el error, la imprudencia o la ambigüedad de parte del Romano Pontífice. Se cae así en el fetichismo africano.
Veamos una lista, no exhaustiva, de los números de esa ruleta de explicaciones:
1. Deficiente traducción.
2. Palabras fuera de contexto.
3. Cuando dijo X es claro que probablemente quiso decir Y.
4. La fuente no es confiable.
5. La información no es de primera mano.
6. Debemos mirar el asunto desde la perspectiva cultural argentina.
7. Los medios deformaron lo que dijo.
8. No puede ser verdad, porque contradice lo que dijo en oportunidades anteriores.
9. El p. Lombardi lo desmiente.
A veces esta ruleta acierta en dar una explicación adecuada a la realidad. Sin embargo, toda inteligencia católica puede preguntarse si, además de estos factores enumerados, que pueden ser verdades parciales, la confusión eclesial no se debe también a otro factor: Francisco con sus “bergogliadas” (gestos) y sus “bergoglemas” (dichos). En nuestra opinión, se debe buscar siempre la verdad, de forma completa, sin prejuicios monocausales, inspirados en la papolatría (“amiga”) o en la papofobia (“enemiga”). Res sunt, ergo cognosco.  

martes, 27 de mayo de 2014

El caso Dreyfus

La historia es maestra de la vida. A veces viene bien recordar el pasado para no repetir errores en el presente. 

Ya hemos visto la repentina popularidad alcanzada por el general Boulanger en 1886; dentro del desorden político y social que reinaba por entonces en Francia, el ejército representaba el último baluarte del honor, del orden y de la honradez. Las agitaciones alrededor del escándalo Wilson, yerno del presidente de la República Grévy, que proporcionaba condecoraciones, había provocado un compacto agrupamiento de la opinión pública en torno a Boulanger, partidario de la revisión, y la III República había sido peligrosamente alcanzada.
Sabemos que el Gobierno consiguió actuar con decisión, gracias, sobre todo, a la falta de carácter del general.
El fin del bulangismo no había logrado apaciguar el ambiente; los problemas sociales se estaban planteando de forma aguda; habían estallado algunas huelgas (Carmaux), en Fourmies, en 1895; el Ejército se había enfrentado con los obreros, por lo cual algunos de ellos habían resultado muertos. Por último, el escándalo de Panamá acabó de perturbar los espíritus; en pocas palabras: se sabe que el ingeniero De Lesseps, con el fin de reunir los enormes capitales que necesitaba para llevar a cabo su proyecto de construcción del canal de Panamá, había encargado al barón de Reinach obtener del Parlamento un empréstito en lotes; el barón repartió algunos fondos entre los diputados para conseguir votos favorables; el escándalo fue descubierto, y la resonancia alcanzada fue enorme.
Los enemigos del régimen —católicos en su mayoría— consideran que no les queda más que una esperanza, ya que los príncipes no parecen decididos a obrar: buscar dentro del Ejército al hombre que favoreciese sus designios. La revancha contra Alemania es una poderosa palanca patriótica y política; Drumont, Rochefort, Dérouléde, se dedican a ello activamente. Además se ha iniciado una campaña contra los judíos, con Drumont en la Libre parole y Rochefort en L'Intransigeant. Cualquier asunto patriótico, cualquier cuestión de espionaje, no podía menos de provocar una tensión de nervios, que llegaría hasta el máximo.
Ahora ya conocemos bien lo que se ha llamado el «Asunto Dreyfus». Un oficial judío, el capitán de artillería Dreyfus, pasante en el 2° despacho del Estado Mayor General, había sido detenido, el 15 de octubre de 1894, bajo la inculpación de haber facilitado documentos, secretos. La policía militar francesa había descubierto, gracias a uno de sus agentes, la señora Bastian, empleada en la Embajada alemana como asistenta, un «estadillo», todo rasgado, entre los papeles del agregado militar alemán, M. de Schwartzkoppen. Un estudio detenido del documento hace sospechar de Dreyfus, y, naturalmente, su, calidad de judío atrae todavía más las dudas. El 22 de diciembre de 1894 es condenado por un Consejo de guerra, y en circunstancias muy rápidas, a la reclusión perpetua. Dreyfus protestó siempre, insistiendo, en su inocencia.
El 2 de julio de 1895, el comandante Picquart sucedio al comandante Sandherr en la dirección del
Servicio de Información del Ejército. El expediente Dreyfus se había engrosado por un cablegrama, enviado por el agregado alemán a un tal comandante Esterházy , cuya conducta privada era deplorable y que, además, andaba necesitado de dinero; una investigación reveló a Picquart la similitud de los escritos de Esterházy  y del estadillo. El hecho era grave, pues demostraba que el Estado Mayor del Ejército se había equivocado. Si todo el asunto se hubiera desarrollado en la penumbra de los despachos y en el silencio de los medios militares, seguramente no habría tenido eco ninguno. Pero las pasiones estaban desencadenadas; las izquierdas, exasperadas por los ataques de las derechas; las pasiones antijudías, habían llegado a su colmo. La Prensa se apoderó del incidente y comenzó una campaña para la rehabilitación de Dreyfus, campaña animada y costeada por los compatriotas del oficial judío; dirigieron ésta el vicepresidente del Senado, el alsaciano Scheurer-Kestner; el gran rabino, Zadoc-Kahn; el hermano de Dreyfus, Mathieu Dreyfus, y Bernard Lazare. Pero dicha campaña fracasó; las izquierdas, igual que las derechas, creían en la culpabilidad de Dreyfus. Esterházy  había sido juzgado y absuelto. (Más tarde se supo que en el expediente había sido introducido un documento falso.)
La actitud de la Iglesia fue en este asunto de absoluta neutralidad; la familia Dreyfus se dirigió al Papa, y un grupo de universitarios se entrevistó con el arzobispo de París. León XIII no podía pleitear por esta causa ante el Gobierno francés; seguramente que la susceptibilidad republicana no lo hubiese permitido, sobre todo por tratarse de un asunto de espionaje «reglamentariamente juzgado» por un tribunal militar francés. La posición oficial del cardenal Richard, arzobispo de París, hubo de regirse por la del Santo Padre; a pesar de las patéticas súplicas de los universitarios, a los cuales recibió en audiencia a fines de 1897, resolvió que «la Iglesia no debía intervenir».
Esta actitud de neutralidad pasiva será traducida en adelante en una hostilidad irreducible e inconfesada.
El que acabó de caldear todo el asunto fue Emilio Zola, novelista naturalista, que por medio de una serie de artículos y de folletos emprendio un campaña violenta y encarnizada; fue él quien introdujo el anticlericalismo en el asunto, asociándolo arbitrariamente al antisemitismo, «suprema esperanza de los clericales». Imaginó en todos sentidos un plan de campaña clerical: mediante una guerra religiosa intentaba imponer nuevamente la intolerancia de la Edad Media y quemar a los judíos. Zola, que era masón, generalizó desmedidamente y sin veracidad ninguna la reacción clerical en la Política, en las Artes y en la Prensa, por medio de la cual dio a conocer una carta pública dirigida al presidente de la República; Clémenceau le puso por título: Yo acuso, y ésta apareció en L'Aurore. En ella se exponía todo el asunto: los duelos internos del Estado Mayor, los documentos falsos, la utilización de la razón de Estado, la condena de Dreyfus en Consejo de guerra basándose en un documento que permanecía secreto, la ilegalidad de este crimen jurídico. La intervención de Zola transponía los límites de la disputa, y los periódicos católicos hicieron fuego contra él, no desconociendo su anticlericalismo lleno de odio, y calificándole de «vicioso, pervertido y medio loco». Zola, que seguramente perseguía una plataforma electoral y un trampolín para su publicidad literaria, es el que desencadenó el escándalo, envenenándolo y mezclando a una querella anticlerical, una cuestión política, social y religiosa. Asoció el espectro de la dictadura militar (recordando el asunto Boulanger) al de la reacción clerical; reunió la totalidad de las izquierdas y de los republicanos contra el militarismo y lo que él llamaba «la Congregación», palabra vaga, sin sentido del todo definido, pero que quería significar el clericalismo…

Los límites de este libro nos impiden referir «l'Affaire», como se le llama; los judíos, en L'Univers Israélite (enero de 1898), aclararon también «la vieja conspiración de la Iglesia contra el espíritu y la revancha de los clericales sobre la República... Se han convertido en factores del antisemitismo... Venid, pues, a nosotros, judíos, protestantes francsmasones y todo aquel que quiera la luz y la libertad; uníos a nosotros y luchad para que Francia —como dice una de nuestras oraciones— conserve su rango glorioso entre las naciones, para defenderla así del cuervo sombrío, que ha clavado sus garras en el cráneo del gallo galo, y se cree obligado a darle picotazos en los ojos.» A esto, la Revue des Deux-Mondes respondía justamente, el 1.° de febrero de 1898: «Semejantes ataques, tan repetidos, han acabado por hacer surgir el peligro que tanto nos han anunciado.» Zola mantuvo un proceso que perdió, pero la publicidad fue inmensa. La guerra religiosa se había desencadenado nuevamente en Francia, donde permaneció después y aún perdura.
El 20 de febrero de 1898 se creó la Ligue des Droits de l'Homme: en la calle se oían gritos de: «¡Mueran los judíos!», y se aplaudía al príncipe de Orleáns; antisemitas y antimilitaristas aullaban furiosamente unos contra otros; los franceses estaban divididos entre ellos, y la mayor parte divididos, a su vez, entre sí, según la justa expresión de Sabatier en Le Temps. El drama se apoderó del «Affaire»: el coronel Henry, autor del documento falso que había engañado al primer Consejo de guerra, se suicidó. A fines de diciembre de 1898 se creaba, contra la Liga de los Derechos del Hombre, la Ligue de la Patrie française, que agrupaba la derecha militarista, católica y patriótica. Los católicos se colocaron del lado «antidreyfusard»; la Croix de los asuncionistas se distinguió por su tesón; la Libre Parole y La Vérité française dirigían el combate. Hubo también muchos católicos que se colocaron del lado de Dreyfus: Paul Viollet, Paul Bureau, Taillandier y los abates Pichot y Grosjean intentaron esclarecer la opinión católica; el clero y los católicos se habían colocado instintivamente de parte del Estado Mayor atacado; el Ejército fue considerado entonces «mansión de jesuitas». La prensa católica, dirigida por los asuncionistas, tenía extraordinario alcance; a ella pertenecían La Croix, La Croix du Dimanche, Le Pèlerin, L'Almanach du Pèlerin, Les Contemporains Les Questions actuelles, Le Mois littéraire y otros numerosos folletos, cuya cifra se calcula en 130 millones por año, diseminados por toda Francia. El P. Vincent de Paul Bailly, director de esta gran máquina de los asuncionistas, aceptó la batalla como la había presentado L'Univers israélite con Zola y, después, Jaurès. La Croix, el gran diario católico, presentó la lucha como «la victoria de Cristo» (2 de febrero de 1898).
La posición de los católicos ha sido muy criticada, y con razón; pero es preciso comprender que, engañados por las apariencias, y creyendo que Dreyfus era culpable, emprendieron una cruzada para hacer frente a los enemigos del catolicismo coaligados en su mayor parte en el campo contrario.
El gabinete Brisson se encargó de la revisión del proceso; la Cámara criminal del Tribunal de Casación declaró la revisión admisible en la forma, y Dreyfus compareció ante el Consejo de Guerra de Rennes, a mediados de 1899; por 5 votos contra 2, este Consejo condenó nuevamente a Dreyfus a diez años de reclusión; pero inmediatamente después fue indultado por el Presidente Loubet. Hasta 1902 no será ya exigida una nueva petición de revisión, fundada en nuevos hechos. Después de una larga instrucción de la Cámara Criminal del Tribunal de Casación, ésta y todas las demás Cámaras reunidas, dictaron sentencia por la cual los cargos acumulados contra Dreyfus eran declarados inexistentes y la condena anulada por haber sido «pronunciada injustamente y por error». La publicación en 1930 de los Carnets de Schwartzkoppen por Schwertfeger, ha demostrado la inocencia de Dreyfus y la culpabilidad de Esterházy .
Una vez más los católicos de Francia se habían equivocado gravemente, siguiendo opiniones de malos dirigentes; la franc-masonería se había declarado a tiempo en favor de Dreyfus, aunque no faltasen numerosos masones en contra suya. La Asamblea general del Gran Oriente de 1899 encargó al ministerio de Defensa republicana, que era de toda su confianza y de toda su adhesión y concurso «del aniquilamiento de la conjuración clerical, militarista, cesariana y monárquica». La Asamblea renovó los votos de separación de la Iglesia y del Estado, de la supresión de las congregaciones religiosas y de la revocación de la Ley Falloux. El «Asunto» va a servir de punto de reunión anticlerical y ayudará grandemente a las izquierdas para llevar la paciencia a las masas populares respecto a las reformas sociales constantemente prometidas pero nunca llegadas a establecer.

Esta será la vasta política llamada de Action républicaine que vamos a estudiar. León XIII había hecho saber, en octubre de 1899, a los responsables de La Croix que reprobaba «el espíritu y el tono de este diario» (Libro amarillo de la Santa Sede, 1903, pág. 3), y en marzo de 1900 comunicó a los asuncionistas que debían abandonar la dirección del diario. La Croix anunció, el 5 de abril, que proseguía su tarea, contando en adelante con la ayuda económica de un industrial del Norte. León XIII había declarado a Boyer d'Agen en 1899, hablando de Dreyfus: «¿No se tratará de un pretexto? ¿No será la misma República la verdadera acusada?» (Fígaro, 15 de marzo de 1899); la prensa realista y conservadora se alborotó y exigió que la Santa Sede se retractase. El P. Lecanuet escribe que damas distinguidas organizaron entonces novenas «por la liberación de la Iglesia»; es decir, para que el Papa muriese (op. cit., III, pág. 189). Cuando, en 1906, Dreyfus fue por fin rehabilitado, L'Osservatore Romano (14 de julio de 1906) censuró «a los que, por motivos ocultos y con fines fraudulentos, han falsificado documentos, ocultado la verdad y empleado la impostura y la astucia para lograr que se cumpliesen sus tristes designios». El clero y los católicos franceses se habían comprometido peligrosamente en este desdichado asunto.
Francia estaba dividida en dos, y los que ocupaban el poder supieron utilizarlo; el odio contra el clero despertó más violento que nunca; el diario La Raison, del 21 de diciembre de 1902 (citado por H. Guillemin) escribirá: «Contra el sacerdote todo está permitido. Es el perro rabioso que todo transeúnte tiene derecho a matar». Fue preciso ser masón, anticlerical militante, para ser diputado, ministro, funcionario de la III República. Los católicos de Francia estaban, de hecho, expulsados de la comunidad política de su país.

Tomado de:

Roger, Juan. Ideas políticas de los católicos franceses. Madrid: CSIC, 1951.Ps. 334-339.

domingo, 25 de mayo de 2014

Dejate castigar


La tesis heterodoxa de Alejandro Bermúdez es una transposición del correccionalismo penal a la Justicia divina. Lo más característico del correccionalismo es que la corrección o enmienda del delincuente se propugna como el fin único o exclusivo de la pena. Es por ello que -según Bermúdez- Dios no castiga sino que corrige. Sus presupuestos filosóficos se encuentran en Krause. 
Ahora bien, “la corrección penal carece siempre de objeto cierto, y ordinariamente hasta de objeto probable, y se convierte, por tanto, si no hay una razón ulterior que la legitime, en una vejación arbitraria e injusta… si la corrección fuera fin esencial de la pena y condición indispensable para que el Derecho se realice... dependería... exclusivamente de la voluntad de los mismos culpables, en cuya mano está corregirse o no corregirse… Si no tiene otro fin que la corrección, cuando ésta no exista tampoco debe existir la pena, porque no han de imponerse penas sin fin ninguno. Si tiene otros fines, y estos son bastantes para que la pena deba imponerse, aun por ellos solos, ya la corrección no es el fin único ni siquiera el principal de la pena; pues que no es el fin principal de una entidad aquel que, aunque no exista, todavía esa entidad debe existir.” (Amor Naveiro, C. Examen crítico de las nuevas escuelas de Derecho penal, passim).
Aunque el penado por Dios no se corrija, no por ello el castigo deja de ser justo, ya que su imposición cumple otras finalidades, principalmente la retributiva: impedir el desorden o reparar el orden (reparar no significa reponer el antiguo estado de cosas, sino afirmar la ley) que el pecado lesiona. Dios al castigar en el tiempo se manifiesta como justo, por más que los castigados no se enmienden.

miércoles, 21 de mayo de 2014

"Dios de las Venganzas te apellidas" (Quevedo)






Dice el refrán que no se debe matar moscas a cañonazos. Y en verdad Alejandro Bermúdez es una mosca en Teología. Nosotros también lo somos, pero hacemos el intento de posarnos sobre las cabezas de los grandes, aunque sea recurriendo a sus divulgadores. 
Vale la pena hacer algún esfuerzo en puntualizar los errores de Bermúdez no por la profundidad de lo que dice sino por la posición que ocupa en medios de comunicación desde los cuales difunde masivamente sus disparates.
El amigo Jack Tollers ha caracterizado al “jesusismo” como la tendencia a crear la impresión de que sólo importa la humanidad de Cristo, y ésta entendida como un hombre desprovisto de inteligencia, carente de virilidad, sentimental y muy poco parecido al retrato que de Él nos suministran los Evangelios. Este “jesusismo” es -en el mejor de los casos- lo que subyace al “buenismo” que sostiene que Dios no castiga con penas temporales. Garrigou-Lagrange y Royo Marín, vulgarizando a Santo Tomás, pueden ayudarnos a poner las cosas en su justo lugar. Recordemos, por último, que la expresión Dios de las venganzas, está presente en el lenguaje de  santos como Luis Mª Grignion de Montfort, y manifiesta el clamor por la Justicia vindicativa de Dios, que es perfectamente compatible con su infinita Misericordia.

“Habiendo tratado de la Providencia en sí misma y de sus designios sobre las almas, tócanos ahora considerar sus relaciones con la Justicia divina y con la Misericordia. Así como en nosotros la prudencia va unida con la justicia y gobierna las demás virtudes, así también en Dios la Providencia se une con la Justicia y la Misericordia, que son las dos grandes virtudes del Amor divino para con el hombre. La Misericordia tiene por fundamento el soberano Bien en cuanto que es difusivo, comunicativo de sí mismo. La Justicia estriba en los imprescriptibles derechos del soberano Bien a ser amado sobre todas las cosas.
Estas dos virtudes, dice el Salmista, van juntas en todas las obras de Dios: "Omnes vice Domini misericordia et veritas." (Ps. 24,10). Pero, como advierte Santo Tomás (I, q 21, a 4), en ciertas obras divinas, como los castigos, se manifiesta más la Justicia; en otras, como en la justificación o conversión del pecador, resplandece la Misericordia.
La Justicia, que atribuimos a Dios por analogía, no es la justicia conmutativa, que regula las transacciones humanas, pues nada podemos ofrecer a Dios que no le pertenezca. La Justicia que se le atribuye es la justicia distributiva, semejante a la del padre para con sus hijos, a la del rey para con los súbditos. Tres cosas hace Dios por medio de su Justicia: 1º, da a cada criatura lo necesario para alcanzar su fin; 2º, premia los méritos; 3º, castiga las faltas y los crímenes, mayormente cuando el culpable no implora misericordia.”
Garrigou-Lagrange, R. La providencia y la confianza en Dios. Pp. 265-266.
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Conclusión 6ª. Cristo experimentó el sentimiento de la ira, totalmente  regulada por la razón (a.9).
132. Parece que en Cristo no debió darse el sentimiento de la  ira, puesto que constituye un pecado capital, opuesto directamente  a la mansedumbre [cfr. II-II 158], y Jesús era impecable y, además, «manso y  humilde de corazón» (Mt. 11, 29).  Sin embargo, consta expresamente que Jesús experimentó la  ira en diversas ocasiones, sobre todo cuando arrojó con un látigo  a los mercaderes del templo (Io. 2,15), y ante la perfidia de los fariseos (Mt. 23,13-33) y de las ciudades nefandas (Mt. 11,20-24).
Al explicar la aparente antinomia, Santo Tomás dice que hay  dos clases de ira perfectamente distintas. Una, que procede del  apetito desordenado de venganza y constituye por lo mismo un  pecado opuesto a la mansedumbre y al recto orden de la razón;  esta clase de ira no la experimentó jamás Cristo. Pero hay otra  clase de ira, perfectamente controlada por la razón, que consiste  en el deseo de imponer un justo castigo al culpable con el fin de  restablecer el orden conculcado. Esta ira es perfectamente buena  y laudable—procede del celo por el bien—y es la que experimentó  Jesucristo.
Solamente el equilibrio maravilloso del alma de Jesucristo hizo posible que su ira santa no rebasara jamás los límites de la recta  razón ni la entorpeciera en lo más mínimo.
«En nosotros —advierte el Doctor Angélico— las facultades del alma se  entorpecen mutuamente según el orden natural, de suerte que cuando la  operación de una potencia es intensa, se debilita la de la otra. De ahí viene  que el movimiento de la ira, aun cuando es moderado por la razón, ofusca  un poco la inteligencia, impidiéndole la claridad de su visión. Pero en Cristo,  en virtud de la moderación impuesta por el poder divino, cada potencia  podía realizar perfectamente su operación propia sin que la impidieran las  demás. Por tanto, así como el gozo del alma por la visión beatífica no anulaba  la tristeza y el dolor en las facultades inferiores, así tampoco, por su  parte, las pasiones de las facultades inferiores entorpecían en modo alguno  la actividad de la razón» [III 15,9 ad 3].
Royo Marín, A. Jesucristo y la vida cristiana. P. 151.

lunes, 19 de mayo de 2014

Elogio de los grandes sinvergüenzas

Se ha dicho que “el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado”. Tal parece la clave para entender este artículo en "elogio" de los grandes sinvergüenzas, pecadores con sentido del pecado, lo cual los diferencia de los auténticos sinvergüenzas. Por desgracia, se promueve hoy el consumo de la kasperina, una droga peligrosa que puede funcionar como verdadero opio de los pecadores.  
Elogio de los grandes sinvergüenzas.
Por Jacinto Choza
Hace unos cuantos años que vengo notando en nuestra sociedad la falta de unos elementos claves para la buena forma psíquica de todos sus ciudadanos. Antes de que comenzase la floración literaria sobre los rasgos neuróticos de nuestro tiempo venía sintiendo una nostalgia imprecisa, que por fin he logrado saber a qué se refería: lo que nos faltan son grandes sinvergüenzas. Es lamentable, pero es así.
Si me dedico a escribir estas líneas es porque no se ha reconocido aún que los grandes sinvergüenzas han desempeñado en la historia un papel altamente benéfico. Digamos que escribo por una deuda de gratitud hacia ellos, por un «deber de justicia». Cuando faltan grandes sinvergüenzas, como es nuestro caso, la salud psíquica de los pueblos parece que se resiente de un modo alarmante.
Para no herir susceptibilidades, me voy a situar en el siglo XVI, que, sospecho, queda lo suficientemente lejano como para no desatar pasiones. Por ejemplo, una cuestión sucesoria puede tener tal efecto, pero si se trata de la sucesión de Felipe el Hermoso, cualquier contemporáneo podrá considerarla sin que se altere su ritmo cardíaco.
Pues bien, yo siento nostalgia de formidables sinvergüenzas como Lope de Vega y Felipe II. Fueron grandes sinvergüenzas y fueron inauténticos: mejor aún, en su inautenticidad estribaba su grandeza. De ninguno de ellos puede decirse que obrara siempre de acuerdo con sus convicciones más íntimas y sus más básicos principios, que es lo más definitorio de la actitud ética contemporánea llamada autenticidad.
Es grato, por demás, que nuestra época tributa culto a los hombres auténticos por serlo, pero es ingrato que deteste a otros por lo mismo. Si nos atenemos a lo que significa «ser auténticos», tanto como Che Guevara lo fue don Adolfo Hitler y el señor Faruk. No logro explicarme por qué, siendo tan democrática e igualitarista la sociedad contemporánea, goza con un culto tan arbitrariamente unilateral.
Volvamos a nuestro siglo XVI. En él cabe admirar a Felipe II y a Lope de Vega porque eran inauténticos, y sobre todo, porque lo eran en ese aspecto tan trascendental de la vida de un hombre que es su relación con la mujer; mejor dicho, con las mujeres.
El magnífico Lope no abandonó el ejercicio de su ministerio sacerdotal porque lo creyera imprescindible para alcanzar la plenitud de esa madurez humana de la que tanto se habla hoy, o porque considerase que debía comportarse así en virtud de sus principios básicos. No señor. El gran Lope abandonó su ministerio porque, descuidando el fervor por el que mantenía la vista alzada al cielo, la dejó resbalar hacia la tierra, y comprobó que el animal racional femenino continuaba siendo una criatura fascinante.
Efectivamente, las mujeres pueden contarse entre las criaturas más hermosas de la tierra —sobre todo algunas— y sólo su belleza hace comprensible muchas locuras, a condición de que realmente la posean. Lope era un apasionado de la belleza y era un hombre. Hubiera sido una falta de galantería, e incluso de virilidad, basar su conducta en otros principios que no fueran la belleza de sus damas. Lope, que era un hombre y un esteta, no tuvo necesidad de inventar ningún principio psicológico ni teológico: las amó, sencillamente, porque eran hermosas; y por ellas abandonó sus principios más íntimos y sus convicciones más básicas.
Felipe II es, con todo, el más genial de los grandes sinvergüenzas, y, por consiguiente, aquél hacia el que deberíamos dirigir nuestra gratitud en mayor medida. Lo entenderemos bien si lo relacionamos con su colega Enrique VIII de Inglaterra.
El rey Felipe no era un hombre tan seco y adusto como nos ha hecho creer Tiziano. Era amante de la buena mesa y del buen vino, tenía en su dormitorio un cuadro de las tres gracias, y disfrutó de las mujeres más hermosas. En esto no actuaba el rey Felipe según las convicciones más básicas y los más íntimos principios de su Serenísima Majestad Católica. No era auténtico; pero para resolver sus incongruencias se sometía al juicio y a las amonestaciones de un sencillo fraile que le absolvía de sus pecados.
Su colega Enrique VIII, tal vez porque contaba con más cortesanos y con menos damas, tuvo que exigir el beneplácito de toda una «Conferencia Episcopal» para disfrutar de una sola mujer lo que Felipe disfrutó de muchas, sometiéndose luego a las recriminaciones de un solo presbítero.
El bueno de Enrique no quiso obrar en contra de sus más íntimas convicciones y de sus más básicos principios —que eran, por lo demás, los de todos sus compatriotas—, y en aras de la «autenticidad», para evitar que sus deseos fueran deshonestos, convirtió en honesto lo que deseaba. Para ello tuvo que hacer pasar por entre las dos sábanas de su lecho las conciencias de todos sus compatriotas, pero la autenticidad lo exigía. Enrique no quiso ser un sinvergüenza inauténtico, y se convirtió en un auténtico sinvergüenza. Ahí empieza a deteriorarse la salud mental de un pueblo.
Que un hombre abandone sus principios básicos por una mujer, dejando los principios básicos donde estaban, es reprobable, pero dice bastante en favor de ese hombre —y mucho en favor de esa mujer—: ese hombre podrá volver a sus principios cuando quiera, porque seguirán estando donde los había dejado.
Que un hombre lleve consigo sus principios, haciéndolos cambiar con sus deseos, dice poco en favor de la mujer, a la que ya no se ama por una cuestión de belleza, sino por una cuestión de principios, y dice menos en favor del hombre: porque el que se lleva consigo sus propios principios, en lugar de abandonarlos, nunca podrá volver a donde los había dejado, sencillamente, porque ya no están en ninguna parte.
A partir de ese momento, seducir damas recién casadas o novicias, abandonar el ministerio sacerdotal por una mujer, o cobijar en el regio tálamo a un sinfín de ellas, es una vulgaridad al alcance de cualquier mediocre: sencillamente, porque las han «convertido» en acciones indiferentes.
Los grandes sinvergüenzas podían arriesgar su alma a sabiendas por una mujer hermosa, pero tenía que serlo en grado sumo; les cabía la posibilidad de condenarse por un acto arriesgado y voluntario, pero sobre todo, les cabía la posibilidad de arrepentirse. A los auténticos sinvergüenzas no les cabe más que condenarse por acciones vulgares, después de haberse cortado a sí mismos la retirada hacia el arrepentimiento.
Los grandes sinvergüenzas nunca pretendieron justificar sus acciones, pero todos las comprendemos. Para seducir a una fémina jamás necesitaron el apoyo de los teólogos salmantinos: se apoyaron exclusivamente en su galantería. Y en la aventura que ellos sabían reprobable y arriesgada brillaba el vigor de su carácter y el romanticismo de la gran pasión. Sabían que obraban mal, pero el arrepentimiento y la absolución tenían para sus almas un efecto tan saludable como un buen baño, un buen almuerzo y una buena siesta para sus cuerpos. Su salud psíquica era envidiable. Los auténticos sinvergüenzas han echado a perder la salud de los pueblos.
Una mujer hermosa hace comprensibles muchas locuras —dije—, pero no todas: hace comprensible que un hombre abandone sus principios, pero no que los borre. La supresión de los principios tiene la ventaja de que ya no es posible hacer el mal, pero tiene el inconveniente de que tampoco se puede hacer el bien. Si ninguna acción es reprobable, por el mismo motivo ninguna es enaltecible. La supresión de los principios es la supresión de las lealtades, y si nada se prescribe, ni siquiera el amor es meritorio: en el caso de Lope, esto significa que abandonar los principios por la mujer no es mejor ni peor que renunciar a la mujer por los principios. Cuando todo es indiferente, la vida de los hombres y de los pueblos se estanca en esa terrorífica enfermedad que es el aburrimiento puro, porque el heroísmo y el riesgo son ya imposibles.
Los grandes sinvergüenzas, con su inautenticidad, contribuyeron a mantener la salud psíquica de los pueblos. Nuestra gratitud hacia ellos es un «deber de justicia»: porque dejaron la verdad donde estaba, su autenticidad era virtud; su inautenticidad, pasión; sus amoríos, pecados; sus amadas, hermosas; su arrepentimiento, salvación; y su vida, una emocionante aventura que, al menos no dejaba resquicios para el hastío y la indiferencia.

viernes, 16 de mayo de 2014

Martiriomanía

Como lo explicamos en otra entrada, para el verdadero martirio se requieren tres cosas:
“1ª. Que se sufra verdaderamente la muerte corporal... 2ª. Que la muerte sea infligida en odio a la verdad cristiana. A la verdad de la fe cristiana pertenece no sólo la adhesión interna de la mente a las verdades reveladas, sino también la profesión externa, la cual se tiene no sólo con las palabras, sino con los hechos, con los cuales se demuestra la propia fe, y por esta razón todas las obras de las virtudes, en cuanto que se refieren a Dios, son de algún modo profesiones y testimonios de fe, en cuanto que por medio de la fe se nos da a conocer que Dios nos pide estas obras y nos premia por ellas y por esto pueden ser razón de martirio, ésta es la causa de que la Iglesia celebre el martirio de San Juan Bautista, el cual sufrió la muerte no por la fe, sino por combatir el adulterio, y el de Santa María Goretti, heroína de la pureza. Se requiere además que la muerte sea infligida por el enemigo de la fe divina o de la virtud cristiana... 3ª. Que la muerte haya sido aceptada voluntariamente.” (Palazzini)
Notemos que puede haber martirio no sólo por odio directo a la fe sino también por odio a una virtud cristiana. Pero el martirio, para que sea reconocido por la Iglesia, debe probarse:
En un proceso sobre martirio deberán investigarse la vida y las virtudes -o posibles defectos- del Siervo o de los Siervos de Dios (21), pero teniendo en cuenta que es necesario y suficiente probar el martirio en sus distintos aspectos (o, en otros términos, el martirio y su causa), es decir: a) el martirio material, o sea la muerte real, producida de manera violenta (22); b) el martirio formal: que esa muerte haya sido causada por odio a la fe, y que el mártir la haya aceptado por amor a la fe...” (Gutiérrez)
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(21) Es doctrina de la Iglesia que el martirio borra los pecados actuales en cuanto a la culpa y en cuanto a la pena. Por eso, en las causas sobre martirio se ha de probar éste y sólo éste, sin que haya de tenerse en cuenta si el Siervo de Dios fue antes pecador o no (cfr. BENEDICTO XIV, De Servorum.... cit. [nota 2), Lib. 1, cap. 28, n. 8; Lib. 1, cap. 29, nn. 1-2; Lib. m, cap. 15, nn. 7-19).
(22) Las ejecuciones públicas del pasado han dejado paso en el siglo XX a la clandestinidad, por lo que en bastantes casos la falta de testigos dificulta la prueba del martirio material.
Recordemos, además, que:
“En ocasiones no se presenta fácil la prueba por diversas causas, como pueden ser la dificultad de cerciorarse de la perseverancia hasta la muerte, o de la voluntad de sufrir el martirio como testimonio de fe, o de la causa real de la muerte según la intención de los ejecutores, incluso puede ser difícil encontrar testigos presenciales del hecho... Todo ello hace que sea una prueba no siempre sencilla.” (Royo Mejía).
Las precedentes consideraciones sirven para enjuiciar críticamente esta “manía” eclesial de encontrar mártires a granel. Un ejemplo reciente lo tenemos en las declaraciones del arzobispo de Buenos Aires, cardenal Mario Poli, quien dijo que “…homicidio del padre Mugica fue un verdadero martirio. Mártir de veras por la causa de los pobres".
Quede claro que no hablamos de “manía” porque sea imposible que Mugica fuera un mártir. Por el contrario, es posible un martirio porque no se tiene en cuenta si el sujeto fue antes pecador, razón por la cual hasta un antipapa como San Hipólito pudo ser mártir. Además, consta por algunos testimonios que antes de morir Mugica rectificó algunos errores con la ayuda del p. MeinviellePero se debe probar que hubo verdadero martirio, con todas las condiciones indicadas, y no un asesinato por motivos políticos. Luego, ¿cómo puede decir el cardenal Poli que el homicidio de Mugica fue un “verdadero martirio” si todavía no se sabe siquiera quién lo mató, ni se conoce el motivo del asesinato? 


jueves, 15 de mayo de 2014

Escolástica Española: ortodoxia sin papolatría

La verdad es que una de las cosas que más me han llamado la atención y me han sido siempre altamente simpáticas, es la valentía y franqueza de nuestros grandes Teólogos-juristas al hablar de la potestad del Papa y del Rey o Emperador. La católica España, la que nuestros enemigos gustan de calificar de inquisitorial, no les quitaba la libertad para decir al Papa y al Rey o Emperador la verdad, cruda y acaso hiriente, que nuestros adversarios no eran capaces de exponer ante sus gobernantes, ya fuese un Príncipe con señorío feudal. Súbditos del Emperador Carlos V, Rey de España, sepultan para siempre la vieja teoría cesarista sobre el poder universal de los Emperadores, ya fuesen coronados por el Papa; católicos fieles al Papado le niegan al Papa ese poder universal en los asuntos civiles y temporales, que le concedía la antigua teoría teocrática; miembros de una Nación, en la que no se ponía el sol, con un inmenso Nuevo Mundo por delante, proclaman los Derechos y Deberes de los mal llamados indios, sepultando los títulos falsos de conquista, vigentes todavía en Europa, por ser la síntesis del pensamiento medieval, superado con creces por Vitoria y Domingo de Soto, desde sus cátedras en la Universidad de Salamanca, donde conviven durante veinte años en el mismo convento de Dominicos, hasta la muerte del primero (1546).
Los sucesores, los Maestros del XVI y XVII, miembros de todas las Ordenes Religiosas, del clero y también seculares, no hicieron más que reafirmar, con rara unanimidad, las doctrinas de estos Maestros en el campo teológico-jurídico, con las ampliaciones y aplicaciones que exigían los problemas de su tiempo.
En suma, nuestros Maestros teólogos supieron reconocer al Papa y a la Iglesia todos los derechos que legítimamente le corresponden, en el orden espiritual, como Vicario de Cristo y Jefe de una sociedad perfecta, soberana, independiente y per se suficiens, en las materias que la corresponden. El llamado galicanismo y conciliarismo son frutos extraños, como lo era el regalismo.
Con la misma exactitud reconoce a la potestad civil, a los Reyes o Jefes del Estado, los derechos soberanos, su independencia en los asuntos temporales. Son doctrinas, clara y perfectamente logradas en aquella España del XVI. Desde el punto de vista ideológico no vemos la menor dificultad. Entre los predecesores debemos recordar al cardenal dominico Juan de Torquemada, son su Summa de Ecclesia, publicada hacia mediados del xv, de quien Pastor, a pesar de su abierto antiespañolismo, considera como el más sabio de los miembros del Sacro Colegio y el mayor teólogo de su época (6). Tras él es de justicia citar al gran cardenal Tomás de Vio Cayetano.
General de la Orden Dominicana y comentador de la Summa Theologiae del Doctor Angélico, que vio quemar alguna de sus obras en París, por combatir el conciliarismo y el galicanismo. Si a las producciones de estas grandes figuras, que hacen época, añadimos la aportación de Melchor Cano, con su obra De Locis Theologicis, en la que se revisan las fuentes de la ciencia sagrada, amén de la potestad del Papa y de los Concilios, tenemos que confesar que el Concilio Vaticano I, al definir la infalibilidad personal del Vicario de Cristo, en el sentido ya expuesto, consagra como dogma lo ya logrado por la ciencia teológica, con su base escrituraria y la tradición secular.
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(6) Pastor, Historia de los Papas, 1. 2, p. 7. Eugenio IV, por su defensa de la verdad en Basilea y en Ferrara-Florencia, concilios históricos, honró a Juan de Torquemada con el título de "Defensor fidei" y Pastor le proclama "el más sabio de los miembros del Sacro Colegio" y "el mayor teólogo de su época".

Tomado de:
Carro O.P., Venancio. LA IGLESIA Y EL ESTADO. ANOTACIONES TEOLÓGICO-JURÍDICAS ANTE LOS PROBLEMAS ACTUALES. Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, nº 48 (1971), p. 65 y ss.

sábado, 10 de mayo de 2014

Una sobredosis de misericordina

En la vecina infocatolica se ha desatado una polémica a raíz de la contestación de José M. Arráiz a una tesis de Alejandro Bermúdez. Es de justicia decirlo: Arráiz está defendiendo doctrina ortodoxa mientras que Bermúdez se acerca a la herejía. Además, Bermúdez ha dicho que sostendrá su tesis -Dios no castiga el pecado con penas temporales- hasta el fin de su vida... Cabría preguntarle al director de ACI ¿qué hizo Cristo con los mercaderes del templo sino un acto de perfecta justicia vindicativa, aplicándoles una pena temporal, con santa ira y látigo en mano? Pareciera que Bermúdez se ha tomado una sobredosis de misericordina
La cuestión en sí no es muy fácil de comprender pues se trata de la Justicia en cuanto atributo divino y no en cuanto virtud humana. Por medio de la analogía podemos afirmar que Dios es Justo, con una justicia perfectísima y eminente, pero que se conjuga misteriosamente con su Misericordia. Ahora, tampoco se trata de un complejísimo problema para especialistas, cuya solución no pueda encontrarse en un manual de Teología.
Una explicación breve puede articularse en cuatro tesis:
1ª. Dios es infinitamente justo (de fe). La justicia, en sentido más propio y estricto, significa “la voluntad constante y permanente de dar a cada uno lo que le corresponde” y hace relación esencialmente a los demás. Esta puede ser: 1) general (legal) si regula las relaciones jurídicas del individuo con la comunidad en vistas al bien común (S. Th. 2-2,58,6); 2 ) particular si regula la relación de un hombre con otro como persona singular (S. Th. 2-2,58,7); ésta (prescindiendo en este momento de la justicia social) puede subdividirse en: a) conmutativa, reguladora de las relaciones de unos hombres con otros en materia de contratos (p.e. el patrono y el obrero quienes por justicia conmutativa se deben respectivamente el sueldo uno y el trabajo el otro); y, b) distributiva, reguladora de las relaciones de la autoridad con los súbditos (distribución justa de los bienes y cargas generales de la sociedad por medio de la autoridad). La justicia vindicativa (infligir penas justas por los delitos o faltas con la autoridad de la potestad pública) puede reducirse a una de las tres anteriores. En cambio, la venganza que alguien privado se toma equitativamente (por propia iniciativa o la requiere del juez), pertenece a una virtud aneja a la justicia y es sólo parte potencial de la justicia (S. Th. 2-2, 61, 4; 80 y 108; 2-2,108, 4). Todo lo que se ha dicho se refiere a la justicia humana. ¿Cuál de ellas puede afirmarse de Dios? Nótese que en Dios la justicia propiamente no es una virtud hábito, sino un atributo que se identifica totalmente con su esencia.
2ª. La Justicia vindicativa existe propiamente en Dios. La ira divina significa en el lenguaje bíblico la justicia vindicativa como atributo divino. Dios juzga con equidad recompensando a los buenos con justicia remunerativa y castigando a los malos con justicia vindicativa. El castigo que Dios impone al pecador puede tener carácter correctivo y también carácter expiatorio, restaurando así el orden moral afectado por el pecado (las penalidades de esta vida y las penas del purgatorio). El castigo eterno del infierno sólo tiene carácter vindicativo, puesto que, al ser eterno, excluye la posibilidad de corrección y de expiación o restauración. El que haya penas divinas vindicativas, no implica que Dios se vea obligado por justicia a no perdonar sin exigir una plena satisfacción. Si Dios hubiera querido librar al hombre del pecado sin ninguna satisfacción, no hubiera actuado contra justicia, puesto que Dios no tiene a nadie superior a Él, sino que es soberano y Señor universal. Y por eso, si perdonara el pecado, en lo que tiene de culpa, no hace injuria a nadie (perdonar la ofensa sin exigir satisfacción, es actuar con misericordia, pero no actuar con injusticia); Dios, por tanto, es libre para perdonar a un pecador arrepentido, sin que éste le dé satisfacción congrua, o incluso sin ninguna satisfacción (cfr. S. Th. 3, 46, 2 ad 3).
Cristo expulsa a los mercaderes.
3ª. Dios puede realizar su Justicia vindicativa mediante castigos temporales. En efecto, “el castigo que Dios impone al pecador no es tan sólo un medio correctivo o intimidatorio, como enseñaron B. Stattler (+ 1797) y J. Hermes (+ 1831), sino que ante todo persigue la expiación de la ofensa inferida a Dios y la restauración del orden moral perturbado por el pecado (…) La pena del infierno, por su duración eterna, sólo puede tener carácter vindicativo para los condenados (Mt. 25, 41 y 46). Por otra parte, no hay que exagerar de tal forma el carácter vindicativo de los castigos divinos, como si Dios se viera obligado por su justicia a no perdonar el pecado hasta exigir una satisfacción completa, como enseñaron, siguiendo el ejemplo de San Anselmo de Cantorbery (+1109), H. Tournely (+1729) y Fr. X. Dieringer (+1876). Como Dios, por ser soberano y señor universal, no tiene que dar cuenta a ningún poder superior, tiene derecho a ser clemente, y esto significa que es libre para perdonar a los pecadores arrepentidos sin que ellos ofrezcan una satisfacción congrua o sin satisfacción alguna” (Ludwig Ott).
La Escritura, tanto en el A.T. como en el N.T., ofrece varios ejemplos de castigos temporales impuestos por Dios en virtud de su Justicia vindicativa.
4ª. Dios no sanciona totalmente el mal en este mundo. Porque en Él se combinan misteriosamente Justicia y Misericordia en un modo eminente de perfección.
Dios no solamente ha hecho promesas, sino amenazas para enseñarnos que él es el vengador del crimen, lo mismo que el remunerador de la virtud; pero nada le obliga a cumplir sus amenazas, porque puede perdonar cuando quiera. Castiga cuando debe hacerlo, porque es incapaz de injusticia; hace misericordia, no porque deba, sino porque entonces no hace daño. Cuando decimos que la justicia de Dios exige que se castigue el pecado, entendemos que será en este mundo o en el otro, con penas temporales o con un castigo eterno; no nos pertenece a nosotros el juzgar en qué casos Dios puede y debe perdonar o castigar.
La justicia de Dios no exige que el pecado sea siempre castigado en este mundo, mucho menos que la virtud sea siempre recompensada; al contrario la vida presente suele ser un período de libertad y prueba:
a) Si Dios recompensase la virtud inmediatamente en esta vida, quitaría a los justos el mérito de la perseverancia, el valor de la confianza en él; desterraría del mundo los méritos de virtud heroica y de la paciencia; haría del hombre como un esclavo y mercenario. Si castigase el pecado luego que se comete, quitaría a los pecadores el tiempo y los medios de hacer penitencia. Esta manera de actuar sería demasiado rigurosa con respecto a un ser tan débil y variable como es el hombre.
Icono del Salvador 
"ojo furioso".
b) Muchas veces una acción que los hombres creen meritoria, es realmente digna de castigo, porque fue hecha por un motivo deshonesto; muchas veces un pecado que parece merecer castigos es perdonable, por que fue cometido bajo circunstancias atenuantes que desconocemos; Dios sería pues obligado a recompensar falsas virtudes y castigar pecados excusables, por conformarse con las ideas humanas sobre la justicia.
c) Los sufrimientos de los inocentes son muchas veces efecto de un mal general en que se hallan envueltos; la prosperidad de los pecadores es una consecuencia de sus talentos naturales y de las circunstancias en que se encuentran; se necesitaría que Dios hiciese continuamente milagros, para librar a los primeros de una desgracia general y para quitar a los segundos el fruto de sus talentos. Este plan de la Providencia no seria sabio.
d) Las pruebas temporales de los justos y la prosperidad pasajera de los pecadores no son una injusticia, ni un desorden que exige reparación; al contrario está en el orden que los primeros merezcan por la paciencia la recompensa eterna prometida, y que los segundos tengan tiempo para evitar con la penitencia el castigo eterno.

Para concluir:  “…salvo una revelación especial que no poseemos, hay que ser muy cautos a la hora de determinar los designios del Señor como si fueran un ´castigo´ en unas circunstancias concretas. Sin una revelación especial de Dios, como las que hacía a los profetas y muchos santos, ciertos juicios no dejarían de ser una temeridad.”