Esta parte contiene una interesante descripción de las circunstancias que influyeron en la condena de
la Acción Francesa. No se puede negar que hubo varios factores concurrentes: errores reales y malas interpretaciones, tergiversaciones maliciosas, excesos y calumnias, celos, intereses mezquinos, clericalismo, respetos
humanos, "diplomacia vaticana" y un pontífice autoritario. Todo contribuyó en diversa medida a un resultado final injusto por desproporcionado. Porque Pío XI hubiera podido emitir una reprobación semejante a la limitada condena del
Fascismo, que no se extendió a todo el movimiento en cuanto tal, distinguiendo entre algunas ideas erradas de Maurras y las concretas posiciones políticas de todo un movimiento político. Por desgracia, el papa asumió mediante una carta autógrafa el panfleto del cardenal Andrieu y aplicó duras sanciones. Todo ello con lamentables
consecuencias para el catolicismo francés.
LA ACCIÓN FRANCESA Y LA IGLESIA.
Tocamos aquí uno de los
capítulos dolorosos de esta historia; el que se ha llamado l'affaire de l'Action Française. Este capítulo, por fortuna, se
cerró en 1939; pero representa unos años de angustia, de crisis espiritual y, a
veces, incluso de escándalo en Francia.
La Acción Francesa procuró siempre no pisar el terreno a lo
religioso, pero no era clerical. Hay que reconocer que muchos jóvenes —ellos
mismos lo han dicho y escrito—, que ignoraban todo lo referente al catolicismo,
que habían olvidado el camino de la Iglesia, volvieron entonces a ella.
Maurras, que nunca ha sido católico, no hizo nunca propaganda a favor de la
incredulidad; al contrario, demostró que la patria encuentra un soporte moral
en la Iglesia católica y romana. La Acción
Francesa luchó contra el laicismo, contra el protestantismo, contra la
masonería, contra los judíos como pueblo «comisionista de la revolución»,
contra lo que llamó los «Estados confederados». En 1911, Charles Maurras recibía la bendición de Pío X por la aparición
de su libro L'Action Française et la religión
catholique, y se citan con frecuencia las palabras del mismo Papa a los
cardenales Sevin y de Cabrières en 1914: «Maurras e uno bel difensore della
fede.» El cardenal Andrieu escribía a Maurras el 31 de octubre de 1915: «La
patria chica no os ha hecho olvidar a la grande, la que Vd. defiende con una
pluma que vale, desde luego, tanto como una espada... Defiende Vd. también a la
Iglesia en el momento que más lo necesita. La defiende con tanto valor como
talento.» Diez años después, el mismo prelado va a desencadenar la gran lucha
contra la Acción Francesa.
Es evidente que la agrupación tenía numerosos adversarios:
en primer lugar, los conservadores, que no
querían enemigos entre los republicanos. Se han citado con frecuencia las
condecoraciones distribuidas durante la lucha de la República contra los
cartujos. Los católicos ralliés atacaban
también a estos «turbulentos jóvenes», que se erigían en francotiradores de
derecha. Pero los enemigos más temibles de la Acción Francesa eran los demócratas
cristianos, otros francotiradores, pero de izquierdas. Hubo violentas
controversias entre Marc Sangnier y Maurras, que terminaron en una ruptura
completa. El abate Pierre publicó en 1910 una antología de textos de Acción
Francesa, titulada Avec Nietzsche, à l'assaut
du Christianisme; varios obispos demócratas le felicitaron. La división
profunda del clero y de los obispos franceses entró también en juego. Es cierto
que Roma y Pío X sostenían las tendencias de la Acción Francesa; la
desconfianza hacia «el espíritu moderno» correspondía exactamente al
pensamiento que animaba a los tradicionalistas franceses. Conocida es, además,
la influencia que tenían entonces en Roma miembros eminentes del alto clero
francés amigos de la Action Française;
se les designaba con el nombre de integristas. Habrá que esperar un cambio de
puntos de vista para ver abatirse sobre la agrupación monárquica francesa las
severas condenas de la Santa Sede.
El problema religioso en Francia estuvo y está dominado por
la división política. Hay una mentalidad «de derechas» y una mentalidad «de
izquierdas», de las que hemos descrito
ya algunas características. Esta posición «integrista», el integrismo, como lo
llama A. Michel en el Ami du Clergé
(17 de junio de 1948, págs. 387-390), es un hecho histórico, y como tal lo
opuso al modernismo el cardenal Suhard en su famosa Pastoral de 1947… hay que
ver en esto una realidad más duradera, existente siempre en el catolicismo
contemporáneo, ya que se trata de una mentalidad o de una actitud que determina
cierta manera de mantener las posiciones católicas.
A este respecto, el integrismo
sobrepasa con mucho el cuadro histórico de la crisis modernista; está latente
en todas las manifestaciones de la política católica francesa a lo largo de los
siglos XIX y XX. Se ha planteado ante los franceses un gran dilema, que no ha sido
resuelto aún: la aceptación de cierto número de cosas en el mundo moderno o la
repulsa a priori de toda aceptación de este tipo.
Cuando esta opción, en el
sentido de la libertad, fue escogida por L'Avenir
de Lamennais, le llevó a ser condenado; cuando fue resuelta en el otro sentido,
condujo al integrismo. Toda la historia de la Francia católica de 1871 a 1950 fue la búsqueda
del justo medio entre estos dos extremos.
Es preciso
comprender, en efecto, que la herencia de la «Cristiandad», del «mundo
cristiano» del antiguo régimen, pesó y pesa muchísimo en el atavismo de la
cultura y de las costumbres de los católicos franceses. De aquí se deriva una
defensa del cristianismo que ha tenido casi siempre un matiz político. Los dos
campos católicos se oponen sobre dos principios: o bien, aceptando el mundo
moderno, se corre el riesgo de corromper a la Iglesia, o bien, combatiendo este
mismo mundo, se perpetúa una oposición estéril y equívoca, en virtud de la cual
no se puede ser moderno sin ser anticatólico. Al aceptar la Revolución y la
República, los católicos de izquierdas quieren aceptar las esperanzas, los
valores, las instituciones, las posibilidades de este siglo; al rechazarlas,
los católicos de derechas no quieren traicionar a la ciudadela que defienden,
no quieren pactar con el anticristianismo.
Estas dos tendencias se
reflejan en las actitudes de unos y otros, en su educación, en el tejido mismo
de su vida intelectual y moral, en su comportamiento político. El integrismo ha
sido siempre una actitud «de derechas», y toda la conducta de los hombres de
derechas es opuesta a la de los hombres llamados de izquierdas. «El hombre de
derechas —escribía recientemente J. Labasse—pone el orden por encima de la
justicia, el hombre de izquierdas pone la justicia por encima del orden.»
Se puede completar este
esquema añadiendo que las derechas ponen por encima de todo la fidelidad, la
tradición, la autoridad, recelan de lo que viene del hombre del siglo. Las
izquierdas han descubierto al sujeto y el valor del sujeto, al hombre y sus
posibilidades, sus diligencias para descubrir la verdad; insisten en lo
psicológico, en lo histórico y caen fácilmente en el subjetivismo, en el
laicismo ideológico.
Contra esta búsqueda
pascaliana y «existencialista», las derechas insisten en la corrupción de la
naturaleza, en el pecado original, en la necesidad del método de autoridad, en
la desconfianza que les inspira la noción de evolución, de experiencia, en el
estudio de una noción de la fe muy avanzada en el sentido intelectual, en el
elemento racional. En toda su actitud, el católico de derechas afirma una
prepotencia del aspecto «autoritario» del problema. Quizá, para concluir, se
podría añadir que el integrismo peca contra la vida de la Iglesia, negándose a
reconocer ciertas necesidades de asimilación, de adaptación, de expansión…
LA POSICIÓN DE LA SANTA SEDE
RESPECTO A LA ACCIÓN FRANCESA.
Para comprender la crisis que
estalló entre el grupo de la Acción Francesa y la Santa Sede hay que recordar
la evolución política interior de Francia de 1905 a 1926. En este lapso
de tiempo la III República tuvo una
actitud sistemáticamente hostil para la Iglesia, identificada por los republicanos, laicos y masones en
su mayoría, con los partidos de derechas. La división política de Francia
en derechas e izquierdas se repetía en el plano religioso, y la Acción Francesa
se encontraba en la vanguardia de las derechas francesas.
Había grupos de católicos de
derechas que habrían querido provocar en Francia una acción política mucho más
profunda y vincular de nuevo el destino de la Iglesia a una forma política.
Pero olvidaban que para hacer una política de esplendor hay que tener medios.
Francia ya no era cristiana. Se podían reunir masas descontentas, ciertamente; pero
estas masas se dividían en cuanto a los votos, a los medios, a las opiniones. Algunos
llamaban la atención hacia el ejemplo de los católicos alemanes durante el Kulturkampf de Bismarck; Georges Goyau,
escribía con razón: «…les invito a ponerse en guardia contra toda veleidad de
una imitación ficticia y de adaptación artificial. Deberán acordarse y
persuadirse, ante todo, de que el glorioso esfuerzo del «centro» alemán tuvo su
punto de partida y su apoyo en los suburbios y en las aldeas, donde la vida católica
era ardiente, donde la práctica católica era regular y casi general, donde… millones
de católicos, obreros y campesinos, que formaban desde 1871 los batallones del
centro eran millones efectivos, católicos efectivos, habituados desde antiguo a
conocer a la Iglesia, a servirla y a amarla.»
Esta severa advertencia del
gran académico católico francés se completa con observaciones tomadas de las Mémoires del cardinal Ferrata, que fue
nuncio en París. En el primer tomo escribe: «En Francia, salvo en un pequeño número de departamentos, las masas son
indiferentes; esperar un levantamiento de las masas por motivos puramente
religiosos es una quimera, será siempre una quimera. Si se quiere lograr un
día éxito semejante es preciso cuidar
antes el alma de Francia, ocuparse de las masas, llegar a ellas,
desarraigar los prejuicios antirreligiosos, hacer descender a las capas
profundas del pueblo la influencia benéfica de la religión».
El alto clero francés se daba
perfecta cuenta de esta situación; por eso resistía a los empujes de los antiguos
combatientes católicos, por ejemplo, o de la derecha monárquica, que quería
utilizar la lucha antirreligiosa del Estado como palanca política.
Hemos visto que la Acción
Francesa había sido acogida favorablemente por Pío X; al ser condenado el
Sillón, se solicitó del Papa que, como medida equilibrante, condenase a la
Acción Francesa, que presentaba como defensores de la causa católica a hombres
«peores que Sangnier». Un proceso de información se abrió en Roma, y los cardenales del Santo Oficio
pronunciaron una sentencia desfavorable para Maurras... todos los
Consultores opinaron unánimemente que cuatro obras de Maurras… eran realmente malas
y, por tanto, debían ser prohibidas…
Pío X, mantenía hacia Maurras y la Acción Francesa una
benevolencia manifestada ante los más
fidedignos testigos; se asegura que dijo: «damnabilis,
non damnandus», y dejó a un lado la sentencia de la Congregación del Santo
Oficio, reservándose su revisión para el momento oportuno.
Benedicto XV continuó la misma
política; el 14 de abril de 1915 después de haber interrogado al secretario de
la Congregación, Su Santidad «declaró que todavía no había llegado el momento,
pues, durando aún la guerra, las pasiones políticas impedirían juzgar
equitativamente este acto de la Santa Sede». Por su parte, he aquí cómo
escribió el P. Yves de la Briere, S. J., acerca de la política religiosa de la
Acción Francesa, al tratar del libro de Maurras, La politique religieuse: «Otras publicaciones de Maurras...
exigirían críticas muy graves; pero sobre este terreno positivo y práctico de
las relaciones de la Iglesia y del Estado, debemos decir que Maurras defiende
siempre los mismos derechos y libertades de la Iglesia que los escritores
religiosos, incluso los redactores de los Etudes,
han defendido con toda energía durante el mismo período y ante los mismos
adversarios. Muchos capítulos y un apéndice tratan de la democracia y del
liberalismo católico... Algunas páginas de Maurras han tenido el envidiable
privilegio de ser reproducidas en el tratado de Ecclesia, relativo a las
relaciones entre la Iglesia y el poder secular, por un teólogo tan exigente y
riguroso en materia religiosa como el cardenal Billot... Pocos escritores
ajenos a nuestra fe religiosa habrán proclamado con tanto relieve como Maurras
la maravillosa fecundidad de la Iglesia católica en toda clase de beneficios
para la vida de los pueblos.»
Por su parte, la Revue thomiste, analizando la misma
obra, escribió: «Se da el caso de que el religioso benedictino Dom Besse y el
incrédulo Maurras llegan a las mismas conclusiones en lo referente a la
política religiosa... Hay en este libro páginas que se contarán entre las más
bellas que se hayan escrito, como homenaje tributado a la Iglesia católica por
sus admiradores no creyentes.»
Bajo Pío XI, la política de Francia, como consecuencia de
la guerra, había cambiado; con Poincaré, esta
política se hizo francamente hostil y llena de desconfianza hacia Alemania
(ocupación de Renania); con Briand, cuando el Cartel des gauches, hubo una primera tentativa de conciliación con
Alemania, de desarme, concretada por la política llamada de Locarno. Esta
política contaba con el beneplácito y la ayuda de toda Europa, incluyendo a los
antiguos aliados de Francia. En la Nunciatura de París, monseñor Maglione, y el
cardenal Gasparri, en el Vaticano, por amor a la paz, seguían con atención y
fervor esta política pacifista de Briand; monseñor Maglione, sucesor de
monseñor Ceretti, la aplaudía. Pero los nacionalistas con la Acción Francesa a
la cabeza, combatían dura y ferozmente a Locano, en nombre de los verdaderos
intereses de Francia. Además, la Acción Francesa atacaba la política interior
del Cartel des gauches, hacía
manifestaciones, amenazaba a los ministros con represalias.
Los liberales, los demócratas cristianos, los republicanos
moderados atacaban, a su vez, a los «trublions» de la Acción Francesa; resaltaban la oposición entre la política de la Santa Sede
y la actitud de estos «católicos» de Acción Francesa; indicaban cuán peligroso
era tolerar durante más tiempo tales extravagancias por parte de los
pretendidos «católicos». ¿Qué sería de la política de cordialidad entre París y
el Vaticano si Briand, el gran hombre, desaparecía? ¿No se correría el peligro
de que una política más dura, más severa, fuese la recompensa de semejante
tolerancia?
Además, las elecciones de 1928
se aproximaban. Era preciso separar de la Acción Francesa a los católicos y
unirlos a la F. N. C. del general De Castelnau. Parece que hubo conversaciones
entre el Quai d'Orsay y la Nunciatura
sobre estos graves problemas; por ambas partes se deseaba una política
pacificadora.
Ya en 1926, los Cahiers de la jeunesse catholique, de
Lovaina, habían planteado una encuesta a sus lectores sobre los escritores que
la juventud consideraba como sus maestros. El número uno fue Maurras, y el dos
Paul Bourget. Los católicos liberales belgas, el ministro M. Poullét y el
cardenal Mercier pidieron la intervención de la autoridad religiosa. Parece que
estas diligencias, hechas en 1926, incitaron a Pío XI a estudiar de nuevo el
expediente de la Acción Francesa, y el Papa manifestó a prelados franceses:
«Los belgas me han dado la voz de alerta.»