viernes, 2 de mayo de 2014

EL «AFFAIRE» DE LA ACCION FRANCESA (2)


Esta parte contiene una interesante descripción de las circunstancias que influyeron en la condena de la Acción Francesa. No se puede negar que hubo varios factores concurrentes: errores reales y malas interpretaciones, tergiversaciones maliciosas, excesos y calumniascelos, intereses mezquinos, clericalismo, respetos humanos, "diplomacia vaticana" y un pontífice autoritario. Todo contribuyó en diversa medida a un resultado final injusto por desproporcionado. Porque Pío XI hubiera podido emitir una reprobación semejante a la limitada condena del Fascismo, que no se extendió a todo el movimiento en cuanto tal, distinguiendo entre algunas ideas erradas de Maurras y las concretas posiciones políticas de todo un movimiento político. Por desgracia, el papa asumió mediante una carta autógrafa el panfleto del cardenal Andrieu y aplicó duras sanciones. Todo ello con lamentables consecuencias para el catolicismo francés.

LA ACCIÓN FRANCESA Y LA IGLESIA.
Tocamos aquí uno de los capítulos dolorosos de esta historia; el que se ha llamado l'affaire de l'Action Française. Este capítulo, por fortuna, se cerró en 1939; pero representa unos años de angustia, de crisis espiritual y, a veces, incluso de escándalo en Francia.
La Acción Francesa procuró siempre no pisar el terreno a lo religioso, pero no era clerical. Hay que reconocer que muchos jóvenes —ellos mismos lo han dicho y escrito—, que ignoraban todo lo referente al catolicismo, que habían olvidado el camino de la Iglesia, volvieron entonces a ella. Maurras, que nunca ha sido católico, no hizo nunca propaganda a favor de la incredulidad; al contrario, demostró que la patria encuentra un soporte moral en la Iglesia católica y romana. La Acción Francesa luchó contra el laicismo, contra el protestantismo, contra la masonería, contra los judíos como pueblo «comisionista de la revolución», contra lo que llamó los «Estados confederados». En 1911, Charles Maurras recibía la bendición de Pío X por la aparición de su libro L'Action Française et la religión catholique, y se citan con frecuencia las palabras del mismo Papa a los cardenales Sevin y de Cabrières en 1914: «Maurras e uno bel difensore della fede.» El cardenal Andrieu escribía a Maurras el 31 de octubre de 1915: «La patria chica no os ha hecho olvidar a la grande, la que Vd. defiende con una pluma que vale, desde luego, tanto como una espada... Defiende Vd. también a la Iglesia en el momento que más lo necesita. La defiende con tanto valor como talento.» Diez años después, el mismo prelado va a desencadenar la gran lucha contra la Acción Francesa.
Es evidente que la agrupación tenía numerosos adversarios: en primer lugar, los conservadores, que no querían enemigos entre los republicanos. Se han citado con frecuencia las condecoraciones distribuidas durante la lucha de la República contra los cartujos. Los católicos ralliés atacaban también a estos «turbulentos jóvenes», que se erigían en francotiradores de derecha. Pero los enemigos más temibles de la Acción Francesa eran los demócratas cristianos, otros francotiradores, pero de izquierdas. Hubo violentas controversias entre Marc Sangnier y Maurras, que terminaron en una ruptura completa. El abate Pierre publicó en 1910 una antología de textos de Acción Francesa, titulada Avec Nietzsche, à l'assaut du Christianisme; varios obispos demócratas le felicitaron. La división profunda del clero y de los obispos franceses entró también en juego. Es cierto que Roma y Pío X sostenían las tendencias de la Acción Francesa; la desconfianza hacia «el espíritu moderno» correspondía exactamente al pensamiento que animaba a los tradicionalistas franceses. Conocida es, además, la influencia que tenían entonces en Roma miembros eminentes del alto clero francés amigos de la Action Française; se les designaba con el nombre de integristas. Habrá que esperar un cambio de puntos de vista para ver abatirse sobre la agrupación monárquica francesa las severas condenas de la Santa Sede.
El problema religioso en Francia estuvo y está dominado por la división política. Hay una mentalidad «de derechas» y una mentalidad «de izquierdas», de las que hemos descrito ya algunas características. Esta posición «integrista», el integrismo, como lo llama A. Michel en el Ami du Clergé (17 de junio de 1948, págs. 387-390), es un hecho histórico, y como tal lo opuso al modernismo el cardenal Suhard en su famosa Pastoral de 1947… hay que ver en esto una realidad más duradera, existente siempre en el catolicismo contemporáneo, ya que se trata de una mentalidad o de una actitud que determina cierta manera de mantener las posiciones católicas.
A este respecto, el integrismo sobrepasa con mucho el cuadro histórico de la crisis modernista; está latente en todas las manifestaciones de la política católica francesa a lo largo de los siglos XIX y XX. Se ha planteado ante los franceses un gran dilema, que no ha sido resuelto aún: la aceptación de cierto número de cosas en el mundo moderno o la repulsa a priori de toda aceptación de este tipo.
Cuando esta opción, en el sentido de la libertad, fue escogida por L'Avenir de Lamennais, le llevó a ser condenado; cuando fue resuelta en el otro sentido, condujo al integrismo. Toda la historia de la Francia católica de 1871 a 1950 fue la búsqueda del justo medio entre estos dos extremos.
Es preciso comprender, en efecto, que la herencia de la «Cristiandad», del «mundo cristiano» del antiguo régimen, pesó y pesa muchísimo en el atavismo de la cultura y de las costumbres de los católicos franceses. De aquí se deriva una defensa del cristianismo que ha tenido casi siempre un matiz político. Los dos campos católicos se oponen sobre dos principios: o bien, aceptando el mundo moderno, se corre el riesgo de corromper a la Iglesia, o bien, combatiendo este mismo mundo, se perpetúa una oposición estéril y equívoca, en virtud de la cual no se puede ser moderno sin ser anticatólico. Al aceptar la Revolución y la República, los católicos de izquierdas quieren aceptar las esperanzas, los valores, las instituciones, las posibilidades de este siglo; al rechazarlas, los católicos de derechas no quieren traicionar a la ciudadela que defienden, no quieren pactar con el anticristianismo.
Estas dos tendencias se reflejan en las actitudes de unos y otros, en su educación, en el tejido mismo de su vida intelectual y moral, en su comportamiento político. El integrismo ha sido siempre una actitud «de derechas», y toda la conducta de los hombres de derechas es opuesta a la de los hombres llamados de izquierdas. «El hombre de derechas —escribía recientemente J. Labasse—pone el orden por encima de la justicia, el hombre de izquierdas pone la justicia por encima del orden.»
Se puede completar este esquema añadiendo que las derechas ponen por encima de todo la fidelidad, la tradición, la autoridad, recelan de lo que viene del hombre del siglo. Las izquierdas han descubierto al sujeto y el valor del sujeto, al hombre y sus posibilidades, sus diligencias para descubrir la verdad; insisten en lo psicológico, en lo histórico y caen fácilmente en el subjetivismo, en el laicismo ideológico.

Contra esta búsqueda pascaliana y «existencialista», las derechas insisten en la corrupción de la naturaleza, en el pecado original, en la necesidad del método de autoridad, en la desconfianza que les inspira la noción de evolución, de experiencia, en el estudio de una noción de la fe muy avanzada en el sentido intelectual, en el elemento racional. En toda su actitud, el católico de derechas afirma una prepotencia del aspecto «autoritario» del problema. Quizá, para concluir, se podría añadir que el integrismo peca contra la vida de la Iglesia, negándose a reconocer ciertas necesidades de asimilación, de adaptación, de expansión…

LA POSICIÓN DE LA SANTA SEDE RESPECTO A LA ACCIÓN FRANCESA.
Para comprender la crisis que estalló entre el grupo de la Acción Francesa y la Santa Sede hay que recordar la evolución política interior de Francia de 1905 a 1926. En este lapso de tiempo la III República tuvo una actitud sistemáticamente hostil para la Iglesia, identificada por los republicanos, laicos y masones en su mayoría, con los partidos de derechas. La división política de Francia en derechas e izquierdas se repetía en el plano religioso, y la Acción Francesa se encontraba en la vanguardia de las derechas francesas.
Había grupos de católicos de derechas que habrían querido provocar en Francia una acción política mucho más profunda y vincular de nuevo el destino de la Iglesia a una forma política. Pero olvidaban que para hacer una política de esplendor hay que tener medios. Francia ya no era cristiana. Se podían reunir masas descontentas, ciertamente; pero estas masas se dividían en cuanto a los votos, a los medios, a las opiniones. Algunos llamaban la atención hacia el ejemplo de los católicos alemanes durante el Kulturkampf de Bismarck; Georges Goyau, escribía con razón: «…les invito a ponerse en guardia contra toda veleidad de una imitación ficticia y de adaptación artificial. Deberán acordarse y persuadirse, ante todo, de que el glorioso esfuerzo del «centro» alemán tuvo su punto de partida y su apoyo en los suburbios y en las aldeas, donde la vida católica era ardiente, donde la práctica católica era regular y casi general, donde… millones de católicos, obreros y campesinos, que formaban desde 1871 los batallones del centro eran millones efectivos, católicos efectivos, habituados desde antiguo a conocer a la Iglesia, a servirla y a amarla.»
Esta severa advertencia del gran académico católico francés se completa con observaciones tomadas de las Mémoires del cardinal Ferrata, que fue nuncio en París. En el primer tomo escribe: «En Francia, salvo en un pequeño número de departamentos, las masas son indiferentes; esperar un levantamiento de las masas por motivos puramente religiosos es una quimera, será siempre una quimera. Si se quiere lograr un día éxito semejante es preciso cuidar antes el alma de Francia, ocuparse de las masas, llegar a ellas, desarraigar los prejuicios antirreligiosos, hacer descender a las capas profundas del pueblo la influencia benéfica de la religión».
El alto clero francés se daba perfecta cuenta de esta situación; por eso resistía a los empujes de los antiguos combatientes católicos, por ejemplo, o de la derecha monárquica, que quería utilizar la lucha antirreligiosa del Estado como palanca política.
Hemos visto que la Acción Francesa había sido acogida favorablemente por Pío X; al ser condenado el Sillón, se solicitó del Papa que, como medida equilibrante, condenase a la Acción Francesa, que presentaba como defensores de la causa católica a hombres «peores que Sangnier». Un proceso de información se abrió en Roma, y los cardenales del Santo Oficio pronunciaron una sentencia desfavorable para Maurras... todos los Consultores opinaron unánimemente que cuatro obras de Maurras… eran realmente malas y, por tanto, debían ser prohibidas…
Pío X, mantenía hacia Maurras y la Acción Francesa una benevolencia manifestada ante los más fidedignos testigos; se asegura que dijo: «damnabilis, non damnandus», y dejó a un lado la sentencia de la Congregación del Santo Oficio, reservándose su revisión para el momento oportuno.
Benedicto XV continuó la misma política; el 14 de abril de 1915 después de haber interrogado al secretario de la Congregación, Su Santidad «declaró que todavía no había llegado el momento, pues, durando aún la guerra, las pasiones políticas impedirían juzgar equitativamente este acto de la Santa Sede». Por su parte, he aquí cómo escribió el P. Yves de la Briere, S. J., acerca de la política religiosa de la Acción Francesa, al tratar del libro de Maurras, La politique religieuse: «Otras publicaciones de Maurras... exigirían críticas muy graves; pero sobre este terreno positivo y práctico de las relaciones de la Iglesia y del Estado, debemos decir que Maurras defiende siempre los mismos derechos y libertades de la Iglesia que los escritores religiosos, incluso los redactores de los Etudes, han defendido con toda energía durante el mismo período y ante los mismos adversarios. Muchos capítulos y un apéndice tratan de la democracia y del liberalismo católico... Algunas páginas de Maurras han tenido el envidiable privilegio de ser reproducidas en el tratado de Ecclesia, relativo a las relaciones entre la Iglesia y el poder secular, por un teólogo tan exigente y riguroso en materia religiosa como el cardenal Billot... Pocos escritores ajenos a nuestra fe religiosa habrán proclamado con tanto relieve como Maurras la maravillosa fecundidad de la Iglesia católica en toda clase de beneficios para la vida de los pueblos.»
Por su parte, la Revue thomiste, analizando la misma obra, escribió: «Se da el caso de que el religioso benedictino Dom Besse y el incrédulo Maurras llegan a las mismas conclusiones en lo referente a la política religiosa... Hay en este libro páginas que se contarán entre las más bellas que se hayan escrito, como homenaje tributado a la Iglesia católica por sus admiradores no creyentes.»
Bajo Pío XI, la política de Francia, como consecuencia de la guerra, había cambiado; con Poincaré, esta política se hizo francamente hostil y llena de desconfianza hacia Alemania (ocupación de Renania); con Briand, cuando el Cartel des gauches, hubo una primera tentativa de conciliación con Alemania, de desarme, concretada por la política llamada de Locarno. Esta política contaba con el beneplácito y la ayuda de toda Europa, incluyendo a los antiguos aliados de Francia. En la Nunciatura de París, monseñor Maglione, y el cardenal Gasparri, en el Vaticano, por amor a la paz, seguían con atención y fervor esta política pacifista de Briand; monseñor Maglione, sucesor de monseñor Ceretti, la aplaudía. Pero los nacionalistas con la Acción Francesa a la cabeza, combatían dura y ferozmente a Locano, en nombre de los verdaderos intereses de Francia. Además, la Acción Francesa atacaba la política interior del Cartel des gauches, hacía manifestaciones, amenazaba a los ministros con represalias.
Los liberales, los demócratas cristianos, los republicanos moderados atacaban, a su vez, a los «trublions» de la Acción Francesa; resaltaban la oposición entre la política de la Santa Sede y la actitud de estos «católicos» de Acción Francesa; indicaban cuán peligroso era tolerar durante más tiempo tales extravagancias por parte de los pretendidos «católicos». ¿Qué sería de la política de cordialidad entre París y el Vaticano si Briand, el gran hombre, desaparecía? ¿No se correría el peligro de que una política más dura, más severa, fuese la recompensa de semejante tolerancia?
Además, las elecciones de 1928 se aproximaban. Era preciso separar de la Acción Francesa a los católicos y unirlos a la F. N. C. del general De Castelnau. Parece que hubo conversaciones entre el Quai d'Orsay y la Nunciatura sobre estos graves problemas; por ambas partes se deseaba una política pacificadora.
Ya en 1926, los Cahiers de la jeunesse catholique, de Lovaina, habían planteado una encuesta a sus lectores sobre los escritores que la juventud consideraba como sus maestros. El número uno fue Maurras, y el dos Paul Bourget. Los católicos liberales belgas, el ministro M. Poullét y el cardenal Mercier pidieron la intervención de la autoridad religiosa. Parece que estas diligencias, hechas en 1926, incitaron a Pío XI a estudiar de nuevo el expediente de la Acción Francesa, y el Papa manifestó a prelados franceses: «Los belgas me han dado la voz de alerta.»