Publicamos
unas páginas sobre el lenguaje de M. Heidegger, un autor que influyó en Karl Rahner.Las críticas de Sebreli -ensayista anticatólico sin disimulos- parecen aplicables a una buena parte de "teólogos" católicos que han bebido en las turbias fuentes heideggerianas.
La prosa de los filósofos suele ofrecer dificultades para
su comprensión que obligan a una atenta lectura y a un cierto aprendizaje. En
el caso de Heidegger, su lenguaje era deliberada e innecesariamente difícil,
críptico, con frecuencia enigmático; una jerga donde no se sabía si quería
decir algo o todo lo contrario, o tal vez nada. Ya en el curso "Prolegómenos a la historia del
concepto de tiempo" (1925) justificaba la necesidad "de introducir
palabras pesadas y que quizá no resulten bonitas". Abusaba de los
neologismos, de algunas características del idioma alemán como la formación de
palabras compuestas con guiones que fueron llamadas palabras-trencito, de los
sustantivos transformados en verbos —"nadear", "mundear"—
de vocablos usados con un sentido metafórico arbitrario o resemantizado o con
un significado pretendidamente primordial referido a etimologías que
desautorizaban los filólogos. Sus obras, más que tratados filosóficos parecían
un ejercicio de estilo, una experimentación del lenguaje como las propuestas
contemporáneas de las vanguardias literarias. Esas analogías entre creaciones
de distintos géneros motivaron la reflexión de George Steiner:
"Tal vez un
día podamos llegar a comprender qué movimientos tectónicos de la conciencia,
qué crisis en el significado de 'significado' hicieron posibles y necesarios,
más o menos en la misma época, Sein und Zeit, Finnegans Wake y los
ejercicios de Gertrude Stein." (…)
No se podía tener
la pretensión, según él, de entender a un pensador "puesto que ningún
pensador, lo mismo que ningún poeta, se entiende a sí mismo". Según su discípulo
Otto Pöggeler, Heidegger era incapaz de dar cuenta de los pasos por el
recorrido en su camino del pensar ni de presentar de una manera acabada lo
alcanzado.
La incomprensibilidad de la forma respondía a la
irracionalidad del contenido. Su pensamiento era inefable y de transmisión
esotérica porque, según su
doctrina, el Ser permanecía insondable, recóndito y, por lo tanto, sólo
accesible a una elite de iniciados. Así lo reconocía en una carta de 1951 a Hannah Arendt:
"Las cosas
que uno reflexiona resultan más y más misteriosas. Todavía llegaremos al día en
que debamos atrevernos a decir lo del todo indecible, sin preocuparnos por la
comprensibilidad que se va extendiendo de forma cada vez más palpable."
El mismo Heidegger
aconsejaba que la filosofía y el pensamiento necesitaban alejarse de la ciencia
o, mejor, deberían ser alógicos e irracionales puesto que, según él, no era
posible circunscribirlos a las reglas fijas de la lógica, del discurso racional
y ni siquiera de la gramática, de cuyas cadenas precisaba "liberarse el
lenguaje". Quizá su frase "la ciencia no piensa" sintetizara sus
ideas no sólo sobre cuestiones metodológicas sino sobre el abismo infranqueable
que se abría, para él, entre ciencia y pensamiento.
El hermetismo, una de las claves de su éxito, permitía a
sus seguidores ostentar el privilegio de la pertenencia a una minoría de
elegidos, a quienes les había sido otorgada el aura de copartícipes de un
secreto. Uno de sus discípulos, Hans Jonas,
describió esa sensación:
"(...) me
sentía como ante un gran misterio, pero con el convencimiento de que merecía la
pena convertirse en un iniciado. No se trataba sólo de mi instinto, sino que
los demás estudiantes también se sentían fascinados por ese lenguaje sugestivo,
a pesar de que no estoy muy seguro de que entendieran mucho más que yo."
Sobre sus dotes
histriónicas y su habilidad demagógica que lograban hipnotizar a sus alumnos ha
dado testimonio Karl Lowith, otro de sus discípulos:
"...era un
hombre pequeño y oscuro que hacía desaparecer ante sus oyentes por arte de
magia lo que les acababa de mostrar. La técnica de su discurso levantaba una
construcción sobre ideas que luego procedía a desmontar para colocar al oyente
ante el problema y dejarlo en el vacío. Sus artes de persuasión tuvieron a veces
graves consecuencias: atraía con más facilidad a las personalidades más
psicopáticas, y una estudiante llego a suicidarse después de años de
conjeturas."
La oscuridad disimulaba a veces el vacío de las ideas; así, cuando Heidegger abandonaba la prosa críptica, caía
en vulgaridades. La novedad de Ser y tiempo —como lo señalara
Luis Fernando Moreno Claros—, radicaba más en su forma que en su contenido,
simple y esquemático si se lo traducía a un lenguaje convencional. Después de
recorrer treinta páginas incomprensibles de Sobre la esencia de la verdad (1943),
se llegaba a la siguiente conclusión: "la esencia de la verdad es la
verdad de la esencia".
Tal vez Heidegger
siguiera en ese aspecto el consejo de cultivar el secreto, que le diera su
amigo Ernst Laslowski:
"Sería bueno
que (...) te rodearas de una misteriosa oscuridad y provocaras la curiosidad de
la gente".
El lado kitsch no
solamente estaba en la cursilería de sus cartas le amor a Hannah Arendt —plenas
de colinas de flores y torres en ruinas— o en su vida cotidiana, donde solía
olvidar su desprecio aristocratizante por las masas populares para compartir
entretenimientos colectivos banales como el fútbol, el boxeo o la televisión de
la casa del vecino; también se lo encontraba en algunos pasajes de su obra
seria.
Las traducciones,
especialmente las francesas, observaba Pierre Bourdieu, lo favorecían porque
transformaban en conceptos frecuentemente teratológicos unas banalidades o unas
invenciones fáciles cuyo verdadero nivel intelectual no se les escapaba a los
lectores alemanes; esta variante contribuiría a explicar la diferente recepción
de su obra en Alemania y en Francia.
Heidegger tenía
una versión propia de su filosofía, puesto que a diferenciaba del resto de la
metafísica occidental; no debía ser entendida a través del raciocinio y el
argumento, sino "sentirse" como un poema o "vivirse" como
una experiencia mística o religiosa. El diálogo con el lector era sustituido
por la "escucha" del mensaje, por la voz del gurú, del profeta que
hablaba desde lo alto de la montaña.
Las frases
devenían postulados indiscutibles surgidos de una revelación del Ser mismo.
El último
Heidegger no admitía llamarse filósofo —amigo de la sabiduría— sino sabio,
pensador del Ser a través del lenguaje: "El Habla es la casa del
Ser". Pero no se trataba del lenguaje del habla corriente ni tampoco del
de la lógica formal, sino el original, el primigenio que sólo conservaba la
poesía. Los escritos que le interesaban procedían de los místicos: Meister
Eckhart, Sancta Clara, los budistas zen, pensadores religiosos —Kierkegaard,
Pascal—, o poetas —Hölderlin, Hebel, Trakl, Rilke, Benn, Mörike, Rimbaud,
Celan, Rene Char—; rara vez hablaba sobre filósofos.
Había pasado de la
prosa, donde las palabras son instrumentos para comunicarse con el otro, a la
poesía, que concebía el lenguaje —desde Mallarmé y los simbolistas hasta los
surrealistas— como un fin en sí mismo, indiferente a la realidad que denotaba.
Sus textos tardíos traspasaban los géneros, iban desde filosofía en prosa poética
hasta poemas filosóficos como Desde la experiencia del pensar.
La transformación
de la filosofía en poesía —como ya vimos— había sido un ideal de los filósofos
románticos y también de Nietzsche.
Heidegger llevó
esa fusión al paroxismo, al punto que en 1957 fue propuesta su incorporación a
la Academia de Bellas Artes de Berlín por considerar que su obra debía leerse
como "un gran poema".
Esta postura
heideggeriana influyó en el llamado "giro lingüístico" de los
estructuralistas y posestructuralistas que hicieron de la lingüística la
disciplina piloto e impusieron el predominio del significante sobre el
significado. La prosa manierísta, artificiosa y rebuscada de
posestructuralistas y deconstructivistas no era sino una caricatura grotesca
del habla de Heidegger.
Es común acusar a
los traductores de haber convertido los textos heideggerianos en galimatías.
Pero Heidegger fue más lejos cuando afirmaba que sus libros eran intraducibles.
Este denuedo estaba implícito en su tajante afirmación de que sólo el griego y
el alemán eran lenguas aptas para hablar de filosofía y que entre ambas existía
un parentesco singular. Más aún, consideraba que la traducción del pensamiento
griego al latín había sido un acontecimiento nefasto que, hasta el presente,
impedía acceder a los filósofos de la Antigüedad. Cuando los países de lengua
latina comenzaron a filosofar, sostenía, no podían hacerlo en su propia lengua,
pues éstas no eran aptas para condescender a las esencias; por consiguiente,
cualquier aprendiz de filósofo debía hablar alemán. Su fiel discípulo Jean Beaufret
confirmaba que no se podía pretender leer a Heidegger sin saber alemán, aunque
él mismo se había dedicado a la tarea, según su parecer inútil, de traducirlo
al francés.
La identidad de la
función de la lengua griega y la alemana tenía, para Heidegger, una causa
racial; durante el curso del verano de 1933 se refería a una misma "cepa
étnica" helénico-germánica.
"Logos"
(1954) reiteraba la superioridad de la lengua alemana para el develamiento de
las verdades ocultas de la filosofía griega; esta cualidad permitía, por su
parte, salvar a la filosofía y a la humanidad de la decadencia de la
civilización occidental.
La visión étnica y
etnocéntrica del lenguaje la ratificó en el reportaje último concedido a la
revista Der Spiegel, considerado como su testamento filosófico: "Al
igual que no se puede traducir la poesía, no se puede traducir un pensamiento
(...). Sólo las cartas comerciales pueden traducirse".
La falta de buenas
traducciones de la obra heideggeriana probaría su tesis, pero se puede
contestar que tampoco ha sido traducida, hasta ahora, al alemán, ya que su
prosa tal vez sea lo que Borges llamó "un dialecto del alemán y nada
más" o mejor aún lo que los lingüistas califican de "ideolecto":
forma de expresión exclusiva de un solo individuo. (…)
Pienso, contra la
opinión de Heidegger, que no sólo todo pensamiento puede traducirse sino que
toda lectura es traducción. Aunque se lea a Platón en griego, es necesario
traducirlo a códigos lingüísticos, culturales e ideológicos comprensibles en
nuestra época; jamás se podrá volver a leer a Platón como lo hacían sus
contemporáneos.
Pero Heidegger no
ha sido el único que sostuvo este punto de vista con respecto al lenguaje; lo
han hecho también Spengler y su filosofía cíclica de la historia, luego los
estructuralistas y posestructuralistas.
Para todos ellos
—adherentes al particularismo antiuniversalista y al relativismo histórico— la
cultura, y por lo tanto las lenguas, serían círculos cerrados e incomunicables;
sólo los aspectos superficiales podían ser transmitidos pues lo más interesante
y profundo era inefable. Toda traducción sería, para estos intelectuales, a lo
sumo, una paráfrasis, una aproximación analógica.
La otra
perspectiva, la universalista, característica del humanismo racionalista
clásico —denigrado por Heidegger— comporta, por el contrario, una visión
optimista que admite la posibilidad de la comunicación más allá de las
fronteras de la lengua. Todo puede traducirse porque la estructura subyacente
del lenguaje es universal, común a todos los hombres. Las diferencias entre los
idiomas son secundarias y la traducción no es sino la identificación de los
universales genéricos, históricos, sociales. El lenguaje es la esencia de lo
humano; secundario, en cambio, es hablar un determinado idioma, asunto que depende,
en última instancia, de los avatares de la política.
Tomado de:
Sebreli, J. El olvido de la razón, pp. 87-92.
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