Al parecer, el artículo que publicamos traducido a continuación se
conserva aún en la red gracias a alguien llamado John L. que colocó el texto en
su totalidad en el área de comentarios de un sitio web. El título original era
“Permanent Scars” y fue publicado por Daniel Mitsui en su blog “The lion and
the cardinal”, en marzo de 2007.
Entre ciertos católicos existe una
suerte de optimismo fácil acerca del futuro cercano de la Iglesia ; una expectativa
de que si las cosas alguna vez se vuelven demasiado malas, Dios hará surgir
algunos nuevos santos y héroes y genios para hacer todo bueno de nuevo. Esta es
una expectativa en la que eso sucederá como algo natural.
Pero la promesa contra las puertas
del infierno fue una promesa de victoria final solamente, no de estabilidad y
confort durante nuestras vidas. Si la Iglesia tiene que sobrevivir, lo hará en
ocasiones como lo hizo en las catacumbas romanas, las cuevas del Líbano, los
escondites de los recusantes ingleses o de las Islas Goto. A veces tiene que
sobrevivir a pesar de las agobiantes carencias materiales en circunstancias desesperantes.
La esperanza no sería virtud si fuera fácil.
Los optimistas son afectos a citar
un capítulo de El Hombre Eterno de
Chesterton referido a las cinco muertes de la Fe , y su inexplicable resurrección en cada
ocasión. La conclusión, por supuesto, es que esto es lo que sucede siempre.
Nunca pensé que éste fuera uno de los argumentos más convincentes de
Chesterton; si él hubiese sido un asirio en vez de un inglés, podría haber
corregido el capítulo, porque en Asiria la fe murió cinco veces sin nunca
regresar a la vida.
Aunque decir esto no es
exactamente justo; unos pocos asirios fieles existen hoy en día, y unos pocos
buenos cristianos existieron en cada era de muerte identificada por Chesterton.
Cuando habla de una muerte de la fe, nunca quiso decir que ésta cesó por
completo, sino que dejó de estar sana, de ser vibrante e influyente. No fue una
crisis del Cristianismo, sino de la Civilización Cristiana.
Pero nunca se nos hizo la promesa
de que las puertas del infierno no prevalecerían contra la civilización
cristiana. En Europa, la civilización cristiana fue resucitada cinco veces; no
existe promesa de una sexta. El Cristianismo muy bien podría tener que
sobrevivir sin civilización cristiana, como algo brutalmente perseguido,
internamente conflictuado y socialmente irrelevante. Éste, en realidad, no es
más que el estado normal del Cristianismo.
Tanto entre los Católicos como
entre los Ortodoxos existe un deseo expresado abiertamente de retornar a los
principios del Cristianismo del primer milenio. Es un deseo que comparto, en
tanto creo que la continuidad con los Padres de la Iglesia es absolutamente
indispensable, y que la
Iglesia Romana y la Bizantina deben ser una. Pero ese deseo no nos
debe engañar acerca de lo que fue realmente la Gran Iglesia del
primer milenio.
En los dos siglos de la
legalización del Cristianismo, la Gran Iglesia perdió dos de los antiguos
patriarcados; en unos pocos siglos siguientes, perdió contra los mahometanos la
mayoría de su territorio y de su gente, y nunca recuperó mucho de eso. La
historia del Cristianismo del primer milenio es de un continuo fracaso y
atrición; la Iglesia
sufrió de herejías cristológicas y trinitarias unas tras otras, y con la misma
facilidad con la que se podía alejar a la Iglesia de ellas una vez leídos los anatemas,
todas estas herejías surgían en el interior de la Iglesia. Hubo un
tiempo, antes de que fueran lanzados los anatemas, cuando cada una de las
herejías todavía no había sido condenada, en el que eran profesadas
abiertamente en todos los niveles de la Iglesia. Vivir como
cristiano en el primer milenio, especialmente en alguno de los patriarcados
orientales, la mitad de las veces significaba tener a herejes cristológicos o
trinitarios por obispos y sacerdotes, y que los fieles en su mayoría profesaran
también los errores o fueran demasiado cobardes o indiferentes para oponerse a
ellos.
Durante los 61 años previos al
Segundo Concilio de Nicea, y después del mismo durante otros 28 años, la Iglesia de Bizancio fue
gobernada por emperadores iconoclastas y los sicofantes que ellos pudieron
colocar en la sede patriarcal; las imágenes eran blanqueadas, los monjes
torturados y asesinados, las reliquias lanzadas al mar, las devociones del
santoral suprimidas. Fue la destrucción de la tradición más violenta jamás
ocurrida en el interior de la
Iglesia ; sólo una muy pequeña cantidad de íconos anteriores a
la crisis sobrevivió, la mayoría de ellos bajo la relativa seguridad del
gobierno mahometano. Existe una considerable porción de memoria histórica del
Cristianismo Bizantino con la que muchos de sus admiradores y conversos de
occidente aún no han podido. La
iconoclasia aparece en su mente, y esto podría atemperar su jactancia; porque
hubo un tiempo en el que la Ortodoxia Oriental también lo perdió todo.
Hay en esto una verdad tan simple
que con frecuencia la olvidamos: Satanás es más listo que nosotros. Y es más
fuerte que nosotros y más paciente que nosotros. Si no lo fuese, no tendríamos
necesidad de un Salvador. No se nos prometió un paraíso en esta vida, sino un
continuo ataque hasta que el Reino venga. Satanás destruiría, dividiría y
degradaría a la Iglesia
en cualquier forma que pudiera divisar. Lo haría con la herejía, el cisma y la
guerra, en el saqueo de las hordas bárbaras y en el complot de las sociedades
secretas. Obraría a través de la codicia de los príncipes, la lujuria de los
reyes, el orgullo de los emperadores y la insensatez de los papas. Susurraría
malas ideas en los oídos de hombres de buena voluntad. Atraería terremotos,
fuego y plagas, y cualquier cosa que pudiera manipular de la buena tierra de
Dios. Arruinaría la Iglesia
desde adentro y desde afuera. Obraría en momentos horribles y en siglos de
inadvertida degradación.
Satanás odia a la Iglesia y quiere que
nosotros odiemos a la
Iglesia. Y es lo suficientemente listo, fuerte y paciente
para arruinar todo lo que hace fácil amar a la Iglesia. Fue lo
suficientemente hábil para arruinar la aparentemente inmortal Edad Media, por
lo que ciertamente es lo suficientemente hábil para arruinar el frágil
movimiento tradicionalista de hoy. Y es lo suficientemente hábil para arruinar
la ortopraxis y la estabilidad teológica del Oriente Cristiano. Si esto no
fuese obvio como dato teológico, debería serlo como hecho histórico; él lo ha
hecho antes.
Y la Ortodoxia Latina
patrístico-medieval en la que deseo que se convierta el Catolicismo Romano, y a
lo que dedicaré los esfuerzos de mi vida entera: él es lo suficientemente hábil
para arruinar eso también. Esto es lo que necesita ser recordado por quienes
buscan refugiarse del Modernismo en el Catolicismo Tradicional o en la Ortodoxia Oriental
o en sus propias fantasías historicistas sobre cualquiera de ellos. No hay
refugio en la
Iglesia Militante. Si una Iglesia parece haber resistido al
modernismo, simplemente significa que Satanás está esperando para afligirla con
algún otro error tan pronto como pueda. Las antiguas Iglesias son vulnerables y
han sido siempre vulnerables.
Al examinarlas, todas ellas llevan
las cicatrices permanentes del ataque enemigo; las pérdidas y las rupturas y
las traiciones de la antigua tradición. Si hubiese una Iglesia sin ellas, no
tendría pretensión creíble de ser la verdadera Iglesia; sería algo tan poco amenazador
para el principado de Satanás que ni siquiera se molestaría en prestarle
atención. Una Iglesia que no es permanentemente lastimada no es el Cuerpo de
Cristo.
Los apóstoles entendieron esto, y
vivieron siempre como si el esjaton fuera inminente y el enemigo estuviera
cerca. Dudo que alguno de ellos esperara que la sociedad de continentes enteros
estuviera orientada hacia el Cielo por miles de años. Esto sería algo muchísimo
mejor que lo que tenían algún derecho de esperar.
La civilización cristiana y todos
sus tesoros eran un regalo; un inmerecido y extremadamente generoso regalo.
Cuando un niño recibe un regalo precioso de su padre amado, lo aprecia y lo
cuida, recordando siempre la generosidad de aquel que se lo dio. Sólo la más
despreciable ingratitud haría que lo descuide, lo desfigure, que decida que ya
no es de su agrado y lo arroje a la basura, o lo transforme en algo diferente.
Esto es lo que han perdido de vista los apologistas del nuevo Catolicismo,
quienes constantemente reivindican su validez sacramental como si eso fuera lo
único que importa. El problema con la nueva liturgia, la música banal, las
iglesias vacías no es que dañen la imagen de Dios, más bien ellas dañan la
nuestra.
Pero algo diferente es perdido de
vista por los tradicionalistas, quienes incesantemente se quejan de que los
problemas no son arreglados con la suficiente rapidez, o quienes amenazan con
dejar la Iglesia
hasta que sean arreglados. Si el regalo es estropeado, el niño no tiene derecho
a hacer berrinche y exigir que su padre lo repare o le compre uno nuevo
inmediatamente. Porque no lo merecía, en primer lugar. El padre está en todo su
derecho de retener su generosidad hasta que el niño aprenda su lección, o de
decirle al niño que lo repare él mismo. No es nuestra prerrogativa exigir que
los problemas en la Iglesia
sean resueltos conforme a nuestra conveniencia. Tampoco que estos problemas
sean necesariamente resueltos por alguien más.
Dios confió a los hombres el
cuidado de su Iglesia en este mundo hasta la parusía. Edificándola en el
territorio del enemigo es como participamos en la acción de la Providencia en la
historia, y como somos santificados. Ciertamente Dios puede asistirnos de
maneras extraordinarias; la notoria resiliencia de la Iglesia en ocasiones sólo
puede ser explicada por intervención divina. Pero, en justicia, nada exige a
Dios darnos de modo ordinario un nuevo grupo de santos y héroes y sabios para
reparar todas las cosas. Cuando la
Iglesia necesita santos, héroes y sabios, puede que nos tenga
sólo a nosotros. Y la mayoría de nosotros estamos demasiado detestablemente
orgullosos de nuestra falsa humildad como para al menos intentar la santidad
heroica.
La situación actual de la vida
cristiana, como siempre, es la de rezar entre ruinas; la de buscar entre los
escombros de una iglesia largamente destruida en busca de piezas que
reconozcamos; la de aferrarse a ellas y atesorarlas como nunca hicieron quienes
las disfrutaron en su esplendor. Veneramos estos trozos de escombros, y los
estudiamos para figurarnos de qué forma se ensamblaban y el significado que una
vez tuvieron. Inducimos lo que podemos de los olvidados métodos de su
construcción y del olvidado lenguaje de su simbolismo, y reconstruimos lo que
podemos en el tiempo que se nos asigna. Construimos algo hermoso para Dios, de
tal modo que la memoria de la antigua fe pueda sobrevivir para la próxima
generación, hasta que las fuerzas del mal desbaraten, incendien y sepulten
nuestras construcciones.
Y nosotros hacemos esto creyendo,
no obstante toda tentación de desesperar, que la victoria ya ha sido obtenida,
y que la liberación está cerca. Nos ha sido dada la tarea de modo que en ella
podamos encontrar nuestro propósito y nuestro gozo y nuestra santidad. Y
perseverando, heredaremos un cielo nuevo y una tierra nueva, donde
construiremos de forma permanente lo que a modo de pobre imitación hemos
edificado en este mundo roto.
Tomado de:
3 comentarios:
Este texto había sido traducido y publicado por el viejo blog Cruz y Fierro, y luego en Infocatólica por Juanjo en su blog De Lapsis en 2008.
Excelente.
Solo una observación sobre algo que me costó entender en mi vida:
" La esperanza no sería virtud si fuera fácil."
Esto no es así. La virtud no necesita ser difícil para ser tal.
La virtud puede ser un regalo de Dios, un don. Al que tiene la virtud, el acto virtuoso le surge como segunda naturaleza, es "facil".
Pidamos al Señor Fe, Esperanza y Caridad.
Iván
Iván: Más allá de que el autor está haciendo un juego de palabras, lo propio de las virtudes es que son bienes arduos; más allá de que en el caso de las virtudes teologales sean regalos gratuitos e inmerecidos de Dios, deben ser sembradas y cultivadas para que den frutos de eternidad.
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