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Mons. Brunero Gherardini y Roberto de Mattei. |
Un amigo de nuestra bitácora nos envía esta traducción que hoy ofrecemos a nuestros lectores.
Las páginas que siguen (185-195) están traídas del Libro: Brunero
Gherardini. El Vaticano II. Las raíces de
un equívoco. Lindau 2012. El tema se propone de nuevo para profundizar en
la discusión suscitada por el artículo La
falsa acusación de herejía contra quien critica la nuevas y ambiguas doctrinas
del pastoral Vaticano II de Paolo Pasqualucci. Esto es de utilidad para
continuar profundizando en nuestro recorrido por los meandros de los documentos
conciliares con el fin de distinguir las luces y las sombras y no dejarse desviar
por una exaltación acrítica.
Puesto que el término es recurrente, no se puede continuar hablando de
antropocentrismo sin que antes demos una breve explicación. La cual, en una
síntesis apretada, podría ser formulada así: El antropocentrismo es la concepción que ve al hombre en el centro del
universo, como valor de fondo y punto de confluencia de todo lo que existe.
Se trata de una concepción muy afín a la de F.C.Schiller, que la hace depender
de la máxima protagórica por la que el hombre es la medida de todas las cosas.
Es la máxima a partir de la cual se ha desarrollado últimamente una teoría
filosófica, conocida como Humanismo (Troiano,
Ferrari, Maritain). Ésta toma al hombre no sólo como medida, sino también como
valor de fondo de todo el universo, en el plano teórico, antes que en el
apreciativo. Maritain añade la nota, completamente insostenible, de una
discrasia entre humanismo y encarnación [4].
No dispongo de elementos para decir,
ni siquiera para sospechar, que los redactores de Gaudium et Spes y los Padres conciliares, al redactar, discutir y
votar este documento, tuviesen todos la firme intención de sustentar el
magisterio conciliar en dicha teoría. De hecho, sin embargo, la dependencia es
innegable. Incluso antes de ser elevado a alturas de vértigo, el hombre es
constituido como punto focal y objeto de todo el documento: “Es el hombre, por
lo tanto, y precisamente el hombre integral (et quidem unus et totus), en la unidad de cuerpo y alma, de corazón
y conciencia, de entendimiento y voluntad, quien será el quicio de toda la
exposición que sigue” (GS 3/a). La afirmada centralidad del hombre, de su
realidad natural, de su dignidad y de su emergencia por encima de toda otra
realidad creatural; el hombre en su concreción histórica y en su contexto
social y cultural; el hombre, pues, con todo el cúmulo de su problematicidad:
he aquí el único objeto del más extenso documento conciliar [y] el único punto
de apoyo –“cardo”, quicio- de todo su contenido.
Cuando una tal problemática viene mezclada con el concepto de misterio e
inmersa en él –“el misterio del hombre”-, la deriva antropocéntrica se hace aún
más evidente en perjuicio del “misterio de Cristo” que debería iluminarla y
resolverla: Se dice, en efecto, que “el misterio del hombre encuentra la verdad
sobre él solamente en el misterio del Verbo encarnado” (22/a) y que la razón
profunda por la que el enigma del hombre llega a iluminarse y resolverse es el
hecho mismo de la encarnación, con el que “el Hijo de Dios se une en cierto modo a todo hombre (cum omni homine quodammodo se
univit)” (22/b). Ahora, si es verdad que solamente en el misterio del Verbo
encarnado es posible descubrir la solución completa del enigma del hombre, la
razón dada está, por su parte, absolutamente privada de fundamento, es
insostenible, absurda.
El misterio del Verbo encarnado es, como indica la palabra, el de su misma
encarnación y con ella también el de su individualidad como este sujeto que domina dos mundos
distintos, el divino y el humano, en él hipostáticamente
unidos, gracias a la función que el Yo personal del Verbo ejerce sobre la
naturaleza humana de Cristo, identifica, integra y perfecciona (5). Al decir
“dos mundo distintos, el divino y el humano”, la doctrina católica se refiere
no a los individuos que a ellos pertenecen, sino a las dos naturalezas o
sustancias, la divina y la humana, unidas –y al tiempo, distintas y sin
confusión- en la hipóstasis divina del Verbo. Sin embargo, en el texto de GS
citado poco más arriba, la doctrina de la unión
y de la distinción está radicalmente
subvertida: la unión hipostática, expandida hasta la entera humanidad a pesar
de la atenuación del “quodammodo”; el límite entre lo divino y lo humano,
suprimido; inexistente la distinción entre naturaleza y sobrenaturaleza.
Sí es verdad que los Padres conciliares advirtieron la enormidad de su declaración
y con el método usual del decir y no decir, propusieron una reducción:
añadieron efectivamente el adverbio “quodammodo”, es decir “en cierto modo o
medida” para atenuar el rechinar de una contradicción irreductible: el Verbo se
habría unido no con la naturaleza humana, sino “en cierto modo o medida”, con
todos los titulares singulares de la misma. Aparte el hecho de que, en el
lenguaje teológico, incluso en el de santo Tomás, el adverbio “quodammodo” y el
uso mismo de “quidam-quaedam-qoddam” suelen ser una implícita confesión de
inseguridad, de indecisión, de no perentoriedad, y acaban entonces por
confirmar aquello que deberían y querrían modificar; de ningún modo niego el
intento –de por sí evidente- de suavizar la insostenible declaración; pero la
declaración permanece exactamente como lo que es, y como es. Mantiene, si atenuado
–aunque no se sabe en qué sentido y medida- el significado de sus palabras, que
es este: no están todos presentes en el Verbo encarnado, sino que el Verbo está presente en todos, estando
encarnado en todos, aunque sea de un modo indefinible. Así que Éfeso y
Calcedonia, eliminados. Y eliminada la asunción de la sustancia humana
individual y perfecta por parte del Verbo. Y eliminada también la unión y la distinción de las dos naturalezas. Con Cristo, todo lo divino está
ya en todo lo humano, pero en todo sujeto humano. La deriva antropocéntrica de
lo divino no habría podido tener una proclamación más significativa que esta:
“Ipse enim, Filius Dei, incarnatione sua cum omni homine quodammodo se univit”.
Podría continuar ahora citando, uno después de otro, los cantos de elogio
al hombre contenidos en la GS,
expresión de una radical infatuación antropológica, que no raramente parece
convertirse en una verdadera adoración: no añadiré mucho, o no mucho más
significativo de cuanto ya he expuesto. No puedo, sin embargo, renunciar a
poner en evidencia otro absurdo metafísico de este documento, el cual, en 24/c,
no duda en aseverar que el hombre “in terris sola creatura est quam Deus
propter seipsam voluit” (6). El hombre, por tanto, la única criatura creada por Dios por sí misma. El absurdo
metafísico consiste en el hecho de que, si Dios crea por alguien o por alguna
cosa fuera de sí, o está sujeto, o se somete él mismo. En uno y otro caso,
quedando condicionado a y por algo, a y por alguno fuera de él, no es ni puede
llamarse Dios: no es el Absoluto, no el Ser supremo, no el Necesario distinto
de todo lo contingente. Es sabido que, en este caso, no estamos tanto con un
absurdo metafísico, sino con una contradicción interna: el citado 24/c es, de
hecho, contradicho por 41/a que reza “mysterium Dei, qui est ultimus finis
hominis”, el fin último, por encima del cual no hay ningún otro, habiendo
creado Dios todo por sí mismo, también al hombre. Diría, más bien, sobre todo
al hombre que, en cuanto dotado de entendimiento, al reconducir a Dios el
conocimiento racional de la concatenación de causas y efectos, expresa su
dependencia radical de El y rinde gloria a su Amor difusivo. Por lo demás, no
siendo todos profesores de metafísica y tal vez incluso no gozando todos de una
mentalidad metafísica, los Padres habrían debido conocer bien, todos, la Sagrada Escritura
y abstenerse de escribir una afirmación de tal y tanta gravedad, como aquella
de “la única criatura creada por sí misma”: “Propter semetipsum –se lee en Prv
16,4- operatus est Dominus” (cfr. Dt 26, 19): sólo por sí y por la expansión de
su gloria externa.
Si GS hubiese pretendido subrayar
que todo lo creado lo quiso el Creador por el hombre y que lo puso a él como
fin, de modo que el hombre, vértice de lo creado, no quedase subordinado a otra
criatura, no habría motivo para llamarse a escándalo. Pero, no siendo este el
sentido dado por el Concilio a sus palabras, el escándalo quedó ahí y ¡qué
escándalo! ¡En un Concilio ecuménico!
El documento es un continuo seguirse de proclamaciones chocantes, en tal
número que se vuelve difícil la selección de ejemplos: podría para eso decirse tolle et lege. Sin embargo, me parece no
sólo oportuno, sino necesario, resaltar alguna otra cosa. He hablado de
confusión entre lo natural y lo sobrenatural. No es cosa menuda. Es el
ostracismo, aunque no ostentosamente manifiesto, de la perspectiva teocéntrica
y la puerta de entrada para la perspectiva antropocéntrica. Un cambio de
papeles: del cristiano porque lo es de la Iglesia, y también de cada uno porque lo es de
toda la humanidad. No por casualidad ya el Proemio de GS alude a tal idea, como
si se tratase de uno de los temas de fondo sobre el cual el documento vendrá
después articulado. Podemos leer que “no hay nada que sea genuinamente humano
que no encuentre un eco en el corazón” de los cristianos, cuya comunidad “se
siente por esto –quapropter- verdadera e íntimamente solidaria con el género
humano y con su historia”. Si esto se refiriese a una participación cristiana
en algún motivo turbación del corazón del hombre o en cualquier noble esperanza
suya, nada habría que objetar; pero el solidarizarse de la Iglesia, o más bien su
comunicación con todo el género humano sobre la base de la condición natural
idéntica en los cristiano y los no cristianos, olvida las razones
sobrenaturales que la impulsan, sí, encuentro con todo hombre, pero sólo para
resolver el problema de fondo: el pecado original, la correlativa cuestión de
la salvación eterna, los interrogantes sobre una existencia alineada con las premisas
del evangelio y con sus exigencias de coherencia evangélica (7).
El hecho es que la ampliación de el
interés conciliar por únicamente los cristianos al hombre en cuanto tal,
confirma la mencionada apertura de la perspectiva antropocéntrica. Y que tal
apertura responda a una pretensión primordial de GS, queda demostrado por su
directa confesión: tanto más significativa, ésta, cuanto formulada desde los
compases iniciales, con un propósito evidentemente programático. Tras haber
declarado la voluntad de abrir un diálogo con la humanidad para “poner a su
disposición las energías de salvación (8) que la Iglesia, bajo la guía del
Espíritu Santo, recibe de su Fundador”, GS 3/a –casi para borrar la sospecha de
un regreso al sobrenaturalismo medieval que tales palabras pudiesen sugerir-
prorrumpe en un himno a favor del hombre, en cuyo valor reconoce la función de
fundamento de las propias preocupaciones e de la propia doctrina. El texto ha
sido citado precedentemente, pero la repetición en este momento es un
instrumento retórico para demostrar la verdadera intención del Concilio: “El
quicio de toda nuestra exposición será por tanto el hombre, en su unidad y
totalidad, con su cuerpo y su alma, su corazón y su conciencia, su mente y su
voluntad”. Quicio. Queriendo poner en evidencia la base y el fundamento del
antropocentrismo de GS, no se podía escoger palabra más clara y eficaz.
Y, obviamente, junto con el hombre
el mundo. Ya se recordó qué quería Juan XXIII, qué Pablo VI y, ya con el
Concilio en fase de recepción, qué había querido Juan Pablo II y qué quiere el
reinante Pontífice: la reconciliación
de la Iglesia
con el mundo. Y también se puso en evidencia el equívoco ligado a la
reiteración de esta frase: la
Iglesia no se había hecho enemiga del mundo, sino el mundo de
la Iglesia. De
ahí otro equívoco: que la
Iglesia desee reconciliar al mundo consigo, forma parte de su
misión, pero ésta no puede exigirle adaptarse y todavía menos homologarse con
los principios del mundo. Equívoco aparte, una pregunta aparece como ineludible
en este momento: ¿Cuál es el significado del término mundo en el uso de GS,
enseguida imitado por el nuevo lenguaje teológico?
La ambigüedad del término, ampliamente recogida en la Sagrada Escritura,
es conocida. Del mundo la
Escritura reconoce su creación por Dios (At 17, 24; Gv 1, 3.
10 Col 1, 16; Eb 1,2), y el testimonio que el mundo rinde a la divina
providencia (At 14, 16) pero conoce también el estado de subordinación a
Satanás (1 Gv 5, 19) que hace el teatro a través del pecado desde su origen (Gv
1, 29) y, por tanto, la piedra de tropiezo en el camino del Reino (Mt 18,7).
Sin embargo, este mismo mundo totalmente a merced del maligno (1 Gv 5, 19) es
aquel que el Padre envuelve en su amor y del que hace donación a su Unigénito
(Gv 3, 16-17). GS ni ignora, ni rechaza ni analiza tal ambigüedad; la acoge tal
cual es. Se pone incluso en actitud de admirada veneración ante este mundo en
el cual más allá de la ambigüedad considera “la entera familia humana con todas
las realidades en medio de las que vive, (…) el teatro de la historia del
género humano, (…) las señales de sus esfuerzos, de sus derrotas y de sus
victorias”, objeto “del amor del Creador” (9), sometido “a la esclavitud del
pecado, pero liberado por Cristo crucificado y resucitado con la anulación de
la potestad del maligno y destinado, conforme al proyecto de Dios, a
transformarse y alcanzar el cumplimiento” (10) (Gs 2/b). Si esto no bastase, a
lo largo de la entera constitución pastoral el tema del mundo queda otra vez
confirmado y una vez más respetado en su ambigüedad de base. GS, de hecho,
espera que “el mundo reconozca la
Iglesia como realidad social de la historia y su fermento”,
pero se dice también consciente de cuanto la Iglesia “ha recibido de la historia y del
desarrollo del género humano” (11) (44/a): “Los conceptos y las lenguas de los
diversos pueblos”, “la sabiduría de los filósofos”, “el intercambio vital entre
la Iglesia y
las diversas culturas” (44/b). Esta es una nada despreciable ayuda que “los
creyentes y no creyentes” ofrecen a la Iglesia “en la medida en
que ella misma depende de factores externos”: una ayuda y un “beneficio que
puede llegarle incluso del enfrentamiento de cuantos se le oponen y la
persiguen” (44/c). A estas alturas, para la constitución pastoral, ya no hay
fronteras contrapuestas y si alguno las contrapone, serán todas siempre,
también incluso en una eventual persecución, un “beneficio” que el mundo presta
a la Iglesia. Los
bordes se han aproximado en tal modo y a tal punto, que han llegado ya a
soldarse. Lo que la Iglesia
hace y dice, lo hace y lo dice al mundo; y cuanto el mundo va avanzando en su
curso lo hace para beneficio de la Iglesia.
Gracias a la “transformación social
y cultural” que tiene sus repercusiones sobre todos los aspectos de la
convivencia humana, incluida la religiosa (4/b), GS elogia la cancelación de
las fricciones de otros tiempos. La transformación, en realidad, no sólo
repercute en la condición histórica de la convivencia humana, ya para despejar
la eventualidad y la idea misma de una revolución anticristiana –que, no
obstante, sigue su propio camino y no se retrae hoy del odio contra los
cristianos, infligiéndoles una muerte violente en el odio contra la Fe- sino que discurre segura
por la vía del antropocentrismo, del que el mundo, tal como viene presentado,
se convierte en el entorno ideal. El entorno, digo, donde los “sentimientos
amorosos” se viven, o el teatro en el que los “sentimientos amorosos” se
recitan. Un entorno nunca más limitado por vallas, sino dilatado por su caída,
según el ingenuo optimismo que caracterizó el discurso conclusivo de Pablo VI
durante la Misa
del 7 de diciembre de 1965 (12); el entorno del ya triunfante antropocentrismo
que se atreve a equiparar los derechos del hombre con los de Dios, o que
identifica estos con aquellos y reconoce como divinos pensamientos y proyectos
puramente humanos. A este respecto fue emblemático el más arriba recordado
discurso de Pablo VI, donde equiparó el Vaticano II al encuentro entre “la
religión de Dios que hizo hombre” y “la religión (porque es tal) del hombre que
se hace Dios (13).
Fuente:
http://chiesaepostconcilio.blogspot.com.es/search?updated-max=2013-01-01T15:57:00%2B01:00&max-results=7
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4. Si ricorda di F. C. S. Schiller, Humanism, philosophical essays e
Studies inHumanism,
l'uno del 1903 e l'altro del 1907. Di j. Maritain, è invece da ricordar il
famosoHumanisme intégral, Paris 1936 (trad. it. Roma 1947), fortemente
criticato da A. Messineo su «La Civiltà Cattolica» del 29 marzo 1954, pp. 663-669, a sua volta oggetto di
replica da parte di G. Aceti in Vita
e Pensiero 1914-1964, Vita e
Pensiero, Milano 1966, pp. 512-520.
5. Val la pena, a tale riguardo, di
ricordare che cosa il Magistero ecclesiastico sancì a) al Concilio di Efeso,
con la dottrina dell'unione ipostatica «vera reale fisica»; b) e al Concilio di
Calcedonia, con la dottrina dell'integrità e perfezione della natura assunta.
Tutto ciò per dichiarare che in Cristo c'è una sola persona, perché c'è una
sola sussistenza, quella del Verbo, la quale unisce in sé in modo reale e
profondo la natura divina e la natura umana, mantenendole però integre reali e
distinte. L'unione è dottrina di Efeso; la distinzione, di Calcedonia.
6. Cito in latino, perché questa lingua
mantiene rigorosamente le concordanze che consentono, assai più delle lingue
volgari, di stabilire l'esatto pensiero dei Padri conciliari. Dicendo che
l'uomo è, sulla terra, «sola creatura quam Deus propter seipsam creavit», cade
ogni dubbio sulla finalità della sua creazione: il femminile «se ipsa» è in
perfetta concordanza col femminile «sola creatura» e col pronome pure femminile
«quam»; Dio è in tal modo perentoriamente escluso dalla sua finalità creatrice.
Ed accontento così, con un richiamo alla legge delle concordanze, chi mi
consiglia di legger attentamente l'originale.
7. E nulla dico sulla mancanza d'un
collegamento logico tra la premessa d'una «più profonda penetrazione nel
mistero della Chiesa» e la conseguenza del suo discorso non più rivolto «ai
soli [suoi] figli, né solamente a coloro che invocano il nome di Cristo, ma a
tutti indistintamente gli uomini» (GS 2/a). Parrebbe che la realtà dei non cristiani,
ai quali oggi la Chiesa si rivolge, fosse la novità derivante da un più
approfondito esame del suo mistero. Che cosa fu, allora, prima di codest'esame,
l'evangelizzazione in genere, che cosa
in special modo furon le missioni?
8. Per l'ennesima volta metto l'accento
sul vezzo invalso soprattutto dal Concilio in poi di parlare d'una generica e
mai precisata salvezza, con assoluta reticenza di ciò che caratterizza la
salvezza cristiana ed il suo oggetto: l'accesso dal peccato alla grazia e,
quindi, alla vita eterna.
9. Il testo originale porta: «Quem
christifideles credunt ex amore Conditoris conditum et conservatum»: come si
vede, non un'affermazione della creazione dal nulla da parte dell'amore divino
che s'espande negli oggetti da esso stesso creati, ma l'aggancio di tali
oggetti alla credulità dei cristiani, secondo i quali - soggettivamente, quindi
- ciò che è troverebbe spiegazione nella potenza creatrice dell'amore di
Dio.
10. Altra frase ermetica: il progetto
di Dio prevede, dunque, il «trasformarsi» del mondo fin al «compimento» (!!!).
Il testo sembra ignorare che ci si trasforma in meglio ed in peggio e che il
pervenir a compimento («ad consummationem» significa più propriamente «fin al
termine», «alla conclusione») non ha senso se non si specifica. Così com'è, può
dir tutto ed il cpntrario di tutto.
11. Ennesima sfasatura formale e
logica: i termini di paragone son Chiesa e mondo, non Chiesa e genere umano.
12. Si veda il testo in Acta Synodalia sacrosancti Concilii
Œcumenici II 1970-1980, Typis Vaticanis, Città del
Vaticano 1970, vol. IV/7, pp. 654-662.