miércoles, 30 de enero de 2013

Lombardi y el control de armas: otra clericalada


El jesuita Federico Lombardi es el vocero del Vaticano. Para evitar malos entendidos originados en su función, debiera extremar su prudencia al hacer declaraciones. Porque existe el peligro de que sus puntos de vista personales sean atribuidos a la Santa Sede. 
En el pasado, Lombardi ha dado muestras de declaraciones imprudentes o representativas de clericalismo democristiano, siempre a tono con lo políticamente correcto. Lo que aumenta la confusión sobre el valor de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI). Porque en rigor, no puede decirse que exista una doctrina social o política de la Iglesia, sino una doctrina moral sobre asuntos políticos y sociales, fundada en verdades reveladas y de naturaleza filosófica. Y dentro del marco de esa doctrina moral, hay un amplio campo para la determinación prudencial de diversas soluciones y una considerable variedad de posibles aplicaciones técnicas. En el caso que nos ocupa, la DSI puede dar unos principios morales generales sobre la tenencia de armas de fuego como instrumento de defensa personal, pero no puede –sin invadir la esfera de lo político, respecto de la cual es incompetente por designio divino- imponer soluciones de política prudencial, que corresponden a los Estados, ni mucho menos descender a los medios técnicos para instrumentar tales soluciones.
Los frutos de la intrusión clerical en cuestiones temporales son lamentables. Se oscurece la DSI con agregados que no le pertenecen, se mutila la función de la prudencia política, se menoscaba la legítima libertad de los católicos de proponer diferentes soluciones concretas sobre un asunto esencialmente opinable y se afecta la distinción entre laicos  y sacerdotes.
Lo cierto es que corresponde a los laicos norteamericanos, y no al jesuita Lombardi, debatir y decidir cuál será la mejor solución concreta al problema de la tenencia de armas de fuego. Seguramente algunos propondrán una legislación más restrictiva y otros estarán a favor de mantener el actual régimen legal, que es bastante permisivo. En todo caso, insistimos, es un asunto de prudencia político-legislativa.
Transcribimos el artículo de Lombardi pues resulta un claro ejemplo del clericalismo que ya hemos criticado en nuestra bitácora:
Las iniciativas anunciadas por la administración estadounidense para la limitación y el control de la difusión y el uso de las armas son ciertamente un paso en la dirección correcta. Se calcula que los estadounidenses posean hoy en día aproximadamente 300 millones de armas de fuego. Nadie puede ilusionarse con que solo baste limitar su número y el uso para impedir en el futuro masacres horrendas como aquella de Newtown, que ha sacudido la consciencia estadounidense y mundial u otras, ya sea de niños o de adultos. Pero sería mucho peor contentarse con las palabras. Y si las masacres son perpetradas por personas desequilibradas o arrastradas por el odio, no hay duda que sean efectuadas con las armas. 47 líderes religiosos de varias confesiones y religiones han dirigido un llamamiento a los diputados estadounidenses para limitar las armas de fuego que “están haciendo pagar a la sociedad un precio inaceptable en cantidad de masacres y muertes insensatas”. Estoy con ellos.
Pero mientras la sociedad estadounidense está empeñada en este debate de necesario crecimiento civil y moral, no podemos dejar de extender la mirada para recordar que las armas, en todo el mundo, consideradas en parte como instrumento de legitima defensa, son también seguramente el instrumento principal de amedrentamiento, violencia y muerte. Por eso es necesario repetir sin cesar los llamamientos para el desarme, para contrarrestar la producción, el comercio, el contrabando de armas de todo tipo, alimentado por indignos intereses económicos o de poder. Ojalá se alcanzaran resultados, como las adhesiones a las convenciones internacionales, la prohibición de las minas antipersonales y de otras formas de armas mortales, la reducción del número inmenso y desproporcionado de las cabezas nucleares. Pero las armas son y serán siempre demasiadas. Como decía el Papa volando hacia el Líbano, todos estamos consternados por las masacres en Siria, pero las armas continúan llegando. La paz nace del corazón, pero será más fácil alcanzarla si tendremos menos armas en las manos.

sábado, 26 de enero de 2013

Tolerancia e intolerancia (y 2)

Con esta entrada ponemos fin a la serie de cuatro destinada a recordar la doctrina tradicional sobre las relaciones Iglesia-Estado. 

1. La tolerancia consiste, como ya hemos dicho, en no impedir un comportamiento sin aprobarlo, y por tanto se realiza a través de una omisión. En líneas generales, no impedir sin aprobar no es per se, ni hacer el mal para obtener un bien, ni cooperar formalmente a un pecado o a un delito del prójimo. En cuanto puede ser considerado como un remoto facilitar a través de una omisión, la tolerancia podrá ser en algunos casos una cooperación material, que puede ser moralmente lícita. Mientras los preceptos morales negativos son absolutos, de forma que nunca es moralmente lícito hacer lo que ellos prohíben, los preceptos morales positivos -como son los deberes de impedir- no obligan semper et pro semper, ya que el bien que se debe hacer en una determinada situación depende de las circunstancias las cuales no se pueden prever globalmente con antelación. Cuando reprimir un error religioso comporta causar un mayor mal o impedir un bien superior, la tolerancia está justificada y, en muchos casos, será incluso obligatoria.
2. Hasta el final del pontificado de Pío XII, existía fuerte consciencia de que ningún Estado podría dar un mandato positivo o una positiva autorización de enseñar o hacer lo contrario a la verdad religiosa. Por lo que, con apoyo en las distinciones de la Teología Moral sobre la cooperación al mal, la doctrina reprobaba cualquier cooperación formal con los cultos falsos, al tiempo que analizaba los distintos supuestos de cooperación material legítima que podrían plantearse en relación con la regulación legal de las confesiones disidentes en el seno de un Estado católico.
Los tratadistas del Derecho Público Eclesiástico explicaban la naturaleza de las normas reguladoras de las confesiones acatólicas incluyéndolas en la categoría de las leyes permisivas. Estas leyes son fuente de derechos subjetivos positivos -no naturales como en el Vaticano II- de carácter esencialmente negativo, porque otorgan a sus titulares el poder de exigir una abstención u omisión. Estos derechos de libertad extrínseca, como tales, no consisten formalmente en una autorización positiva de hacer algo (esto o aquello), sino simplemente en la consagración de la independencia que, frente al Estado u otro sujeto cualquiera, corresponde a los miembros de las confesiones en tanto que ciudadanos o simples habitantes de un Estado.
3. Además, los especialistas más connotados del Ius publicum ecclesiasticum (Ottaviani, Cavagnis, Conte a Coronata, etc.) trataban de solucionar los casos más frecuentes que la tolerancia podía plantear a la conciencia del gobernante católico en lo relativo a la regulación de los  grupos religiosos tolerados. Entre los distintos supuestos, cabe mencionar ahora los siguientes:
a) Organización. Si la confesión no se halla organizada, hacerlo es cooperación formal en beneficio del error, y, como tal, absolutamente prohibida. Pero no obraría mal el gobernante que permitiera a los miembros de una confesión organizarse por su cuenta y riesgo cuando, de lo contrario, se temiera fundadamente algún serio trastorno para la sociedad.
b) Reconocimiento de personalidad jurídica. Si ya existe de hecho la confesión, y hay motivos proporcionados, puede el Estado reconocerle personalidad jurídica.
c) Posesión de bienes temporales. Es éste un derecho inherente a la personalidad jurídica. No hay dificultad, por tanto, en que lo reconozca el Estado católico. Incluso se puede exigir a los miembros el pago de los tributos destinados a la propia confesión.
d) Ayuda material. No puede el Estado otorgarla como cooperación positiva y formal. Tal sería si tuviese en vista la confesión falsa como tal. Pero si entiende dirigir esta ayuda a la comunidad que la forma, es decir, a sus miembros en cuanto son ciudadanos que cooperan al bien común político, aun con la previsión de que se utilicen dichos dineros en favor de su confesión, no es de por sí ilícita la cooperación. Porque interviniendo todos los ciudadanos en el mantenimiento del erario, éste viene a pertenecer en realidad a todos, y ha de aplicarse, por lo mismo, a los interesados, proporcionalmente a la actividad que desarrollan.
e) Protección penal. El Estado católico puede reprimir los delitos que se cometen contra los miembros de una confesión tolerada y aun contra la confesión misma, pero como delitos civiles que perturban el orden público, no en defensa de la falsa religión.
Sin ánimo de agotar con una casuística interminable, lo cierto es que la enseñanza sobre la tolerancia formulada por Pío XII, unida a las aportaciones de la doctrina iuspublicista, había alcanzado un amplio desarrollo, mostraba capacidad de adaptación a las circunstancias del siglo XX y no sometía a los acatólicos a una discriminación injusta. 

jueves, 24 de enero de 2013

El cáncer de Israel

Gracias al jesuita Lombardi sabemos que es imposible hablar de los judíos como enemigos de la Iglesia. Ahora el escritor judío Juan Gelman nos informa que los judíos, si son negros, pueden ser enemigos del Estado de Israel, ya que este es como la granja de Orwell: "todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros."


Los judíos negros, el “cáncer” de Israel
Por Juan Gelman
Nadie sabe con certeza por qué existen antiquísimas comunidades de negros judíos en Africa, en Etiopía, Eritrea, Sudán, Zimbabwe. No hay registros de este hecho, pero abundan las hipótesis: se dice que podrían ser descendientes de Menelik I, presunto hijo del rey Salomón y la reina de Saba. O miembros de Dan, una de las doce tribus hebreas mencionadas en el Antiguo Testamento (Génesis, I 29-31), que se habrían establecido en Etiopía. Lo cierto es que los lemba de Sudáfrica practican la circuncisión, no trabajan un día a la semana que dedican a rezar, no comen carne de cerdo ni de hipopótamo, que consideran afín al cerdo (www.gentiuno.com, 24-2-07) y observan otras prácticas judías comunes.
Miles de ellos emigraron a Israel en tiempos recientes huyendo del sangriento campo de batalla y de hambre en que zonas de Africa se han convertido desde hace décadas. Se estima que su número se acerca a los 60 mil y provienen sobre todo de Etiopía, Eritrea y Sudán, también de Ghana y Nigeria. Empresarios israelíes han traído a no pocos a fin de que se ocupen de los trabajos más duros y despreciables para los israelíes blancos. La extrema derecha nacionalista de Israel los ha convertido en blanco fácil de su propaganda, en especial en estos meses preelectorales. Pero viene de antes.
Miri Regev es una de las líderes del movimiento que persigue la expulsión de los negros de Israel, aunque sean judíos como ella. Ex brigadier general del ejército, reiterada ocupante de una banca en el Knesset o Parlamento israelí y figura política destacada del Likud gobernante, organizó y encabezó un mitin en Tel Aviv demandando la expulsión de sus correligionarios sudaneses asilados en la Tierra Prometida, a los que calificó de “cáncer en el cuerpo” de Israel que se debe erradicar (www.huffingtonpost.com, 24-5-12). La aplaudían unos mil manifestantes que gritaban “infiltrados, fuera de nuestra casa”. Hay, al parecer, judíos infiltrados en Israel.
Miri Regev pidió disculpas en Facebook por el exabrupto y el gobierno israelí criticó la violencia que desataron los participantes en el mitin contra pasantes negros. Pero la realidad es otra. El año pasado, Haim Mual, 20 años, fue detenido por arrojar una bomba Molotov contra un orfanato para niños africanos. No lo consideraron un delincuente racista y la sentencia fue benigna: tres meses de arresto (The Jerusalem Post, 29-4-12). Miri insiste: “Dios prohíbe –dijo– que comparemos a los africanos con seres humanos” (//elec tronicintifada.net, 31-5-12). El mismo criterio que los conquistadores españoles aplicaron hace siglos a los pueblos originarios de América latina*.
El primer ministro israelí, Benjamin Netanhayu, no está muy lejos del pensamiento de Miri. “Si no impedimos su ingreso (el de los africanos), el problema es que si hoy son 60 mil pueden llegar a 600 mil y esto amenaza nuestra existencia como Estado judío democrático... nuestra seguridad nacional y nuestra identidad nacional”, declaró en una reunión de gabinete (//mg.cpo.za, 21-5-12). Fueron declaraciones motivadas por delitos cometidos en un barrio de Tel Aviv de alta concentración migratoria africana. Pero según datos de la policía israelí citados por Hotline for Migrant Workers, la tasa delictiva de extranjeros en Israel fue del 2,04 por ciento en el 2010; la de los israelíes más del doble: se elevó al 4,99 por ciento (www.guardian.co.uk, 20-5-12).
Otros funcionarios y políticos piden la deportación de los africanos, aunque sean judíos, a países en los que la prisión o la muerte los espera. Al ministro del Interior, Eli Yishai, poco le importa: “No soy responsable de lo que pasa en Eritrea y Sudán, la ONU lo es” (www.haaretz.com, 20-5-12). El gobierno está construyendo un muro de 240 km de largo en la frontera de Israel con Egipto para bloquear la entrada de emigrantes futuros.
Un sector de la sociedad civil israelí se opone a esas políticas y ha llevado a cabo manifestaciones para condenarlas. Pero según los índices del Instituto de la Democracia en Israel correspondientes a mayo del 2012, un 52 por ciento de los israelíes encuestados coincidieron con las declaraciones oncológicas de Miri Regev y un arco del 30 al 40 por ciento se mostró particularmente molesto por la presencia en Israel de trabajadores de otros continentes. El porcentaje ascendió al 56,7 por ciento en el caso de los ghaneses y nigerianos y al 65,2 por ciento para sudaneses y eritreos.
Es notorio que muchos israelíes y sionistas califican de “antisemitas” y de “judíos que se odian a sí mismos” a personas del mismo origen que están totalmente de acuerdo con la existencia del Estado de Israel, pero critican las políticas que sus gobiernos perpetran contra los palestinos. ¿Qué cualidad habría que adjudicarle a Miri Regev y demás judíos israelíes que desprecian y humillan a otros judíos y se empeñan en expulsarlos de Israel?

 Tomado de:
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-212234-2013-01-20.html



* N. de R.: una falsedad histórica del autor.

sábado, 19 de enero de 2013

Ecumenismo a toda costa



Georg May, sacerdote desde 1951, renombrado canonista alemán, designado Protonotario Apostólico por Benedicto XVI, es el autor de este artículo sobre el ecumenismo. La traducción del italiano corresponde a un generoso lector de nuestra bitácora. 

Ecumenismo a toda costa
Por el Prof. Dr. Georg May
En Stoccarda-Hohenheim ha tenido lugar un Congreso sobre ecumenismo. Por parte católica, los ponentes fueron Heinrich Fries y Paul Wesemann; por parte protestante, Reinhard Slenczka y Friedrich Wilhelm Künneth… Parece necesario señalar algunos errores fundamentales de los dos oradores católicos, porque eran los consejeros oficiales de sus Obispos y tienen mucha influencia. Además, representaban, por decirlo de alguna manera, el ecumenismo puro, hasta el punto de que sus ideas pueden considerarse paradigmáticas.
La tesis más importante, presentada por Fries, reza así: no existe, a día de hoy, ninguna diferencia teológica que permita mantener el cisma (Kirchenspaltung), un término que puede aplicarse, añadimos nosotros, a las Iglesias Orientales cismáticas, pero no a las confesiones protestantes, cuya doctrina no sólo difiere de la doctrina católica, sino que también existe una diversidad de doctrina entre ellas. La tesis es falsa.
Antes de refutarla, prestemos atención a la imprecisión de la expresión de Fries. Confunde continuamente Teología y Fe. Parece querer decir que no hay diversidad en la Fe, en grado suficiente para dividir las confesiones. Pero debería decirlo claramente. Fe y Teología no son lo mismo. La Fe escucha obediente la voz reveladora de Dios; la Teología es la reflexión científica sobre la Revelación. La unión de la Iglesia no se basa, pues, en el acuerdo de la Teología, sino en la correspondencia de la Fe; esto es, los creyentes deben afirmar el idéntico contenido de fe. Por tanto no son las opiniones de los teólogos las que separan a los creyentes católicos de los creyentes protestantes, sino el contenido de la fe que profesan, la doctrina oficial y obligatoria. El disenso de los teólogos no es capaz de acabar con ella. La propuesta de Fries de que, al unirse las Iglesias, cada uno debería aceptar “todas las definiciones teológicas”, está bien, pero no oculta las dificultades reales. No se trata de aceptar “todas las definiciones teológicas”, sino de decir sí a todos los artículos de Fe, sin posibilidad de exceptuar ni uno solo, garantizados como están por la autoridad divina. Entonces, a ver qué hacemos con la Fe católica y con la doctrina protestante. ¡Aquí comienzan las dificultades! La Fe católica se puede precisar bastante bien, pero definir la doctrina protestante resulta arduo. En sentido teológico, la “Iglesia protestante” no existe (lo enfatizamos nosotros). Si se acepta, a estas alturas, también en el ámbito católico la poco clara expresión “Iglesia protestante”, se debe a una cierta amabilidad… o a escasa claridad. Se acepta el nombre que los protestantes dan a sus diversos grupos, pero no se trata de hecho de una calificación teológica. Además, el concepto de “Iglesia” no es aplicable a las agrupaciones de las confesiones protestantes, porque no disponen de Obispos en sucesión apostólica (…). Además, las comunidades protestantes no tienen Magisterio, hasta el punto de poder definir de manera obligatoria o al menos de enunciar en qué consiste la doctrina protestante. A lo sumo, podemos encontrar un cierto positivismo en una determinada “Iglesia” nacional, definido en Sínodos y Consistorios, a los que en alguna medida se ven sujetos los ministros.
Recordamos, sin embargo, que este positivismo no posee ninguna garantía de verdad, ni puede ser legitimado por los principios de la Reforma, sino que puede ser revocado en cualquier momento, o superado, según las relaciones mayoritarias que resultan en las votaciones finales. En última instancia, todo protestante habla sólo por sí, pronuncia solamente su actitud personal de fe de hoy, que podrá dejar sitio mañana a una opinión opuesta. Ni siquiera la teología protestante está en condiciones de definir claramente la doctrina protestante.  Sabemos muy bien que el protestantismo es un conglomerado de confesiones, de los Adventistas y de los Cuáqueros a los Viejos-Luteranos y a los Pietistas. Estas confesiones tienen divergencias tan profundas en puntos esenciales de doctrina, que  evitan, según el parecer de los propios fieles, la participación común en la Cena. Cada teólogo tiene su doctrina privada, es exégeta por su cuenta. Mañana podrá rechazar lo que ha enseñado hoy, y nadie tiene el derecho de acusarlo de carecer de fe.  No hará más que imitar al reformador Martín Lutero del que se sabe bien que dijo , en el 1517, cosas totalmente distintas de las propaladas en el 1521, y más todavía en el 1546. La “Reforma” progresa, nadie tiene el derecho de detenerla, y cada generación de teólogos protestantes se ve confrontada inmediatamente con Dios y con Su palabra (en resumen, se repite la tesis comunista de que ¡“la revolución nunca se detiene”!). Sería contrario al espíritu de la Reforma limitar esta libertad, y únicamente se explicaría desde un punto de vista táctico el intento de unir todas las fuerzas contra la Iglesia católica.
De todas las maneras, intentando formular la “doctrina protestante” –como hacen los manuales protestantes de teología sistemática- se reconoce fácilmente que la Fe católica se diferencia de aquella casi siempre. Las diferencias se refieren a cualquier objeto tratado, si bien tienen un peso y una importancia más o menos grande; respecto a la doctrina de Dios, como a la doctrina de la creación, a la cristología no menos que a la soteriología, a la doctrina de la Gracia, de la Iglesia, de los Sacramentos, así como a la doctrina mariana y de los novísimos. El punto de partida, casi siempre nominalista, de la teología protestante, produce casi en todas partes contrastes esenciales e insuperables con la Fe católica. Es falso creer que los hay únicamente en relación a creencias típicamente católicas. El concepto del Dios voluntarista del protestantismo es, por ejemplo, inaceptable para los católicos.
En la praxis, estas diferencias no resaltan menos que en la teoría, como demuestran siempre de nuevo los problemas ético-políticos. Es indispensable, en tal caso que la praxis siga a la teoría. Entre la ética social católica y la protestante se abre un abismo de contrastes. Sólo la ignorancia o la falta de honradez pueden negar estas diferencias esenciales. La Fe católica y la doctrina protestante no representan simplemente dos confesiones, son más bien dos Weltanschauungen que no van de acuerdo. (…).
Es verdad que desde el momento en que teólogos católicos, como sucede hoy, se aproximan a posiciones protestantes… se obtiene como resultado que la diversidad entre las confesiones resulta de poca entidad. Hay, hoy, teólogos católicos que defienden y adoptan doctrinas protestantes, pero siguen llamándose católicos. Llevan al engaño por la indiferencia actual del Magisterio, porque semejante contradicción no es manifiesta a los ojos de todos. En realidad, estos sedicentes teólogos “católicos” no son ya católicos y no dan testimonio de la verdad católica.
Para confirmar su tesis, Fries da mucha importancia al “Neues Glaubensbuch” (nuevo libro de la fe), publicado en 1973, en el que 35 teólogos, entre católicos y protestantes, presentan la fe común, -¡por así decirlo!- Pero ¿quién le da el derecho de dar tanta importancia a una obra privada, en absoluto oficial? No es este el lugar para criticarla severamente, como merece, (¡Como han hecho varios Obispos alemanes!). Desde el punto de vista científico, no merece confianza alguna. Constatamos, sin embargo, que se debería tener el derecho de exigir de los colaboradores católicos, que sean conocidos representantes de una Fe católica integra. ¡Pero no es este el caso! Entre otros Autores, que no cumplen esta necesaria condición, basta nombrar a Joseph Blank (Saarbrücken). Su libro “Jesús de Nazareth” pone de manifiesto inmediatamente, incluso a quien no lo lee con mucha atención, que se inspira en el protestantismo liberal, ¡y para nada en la doctrina católica!
Por parte protestante, la situación no es ambigua como por la católica. No conozco a un solo teólogo protestante que haya alcanzado cierta notoriedad, que se haya acercado a las posiciones católicas. El protestantismo espera por otra parte que los católicos vengan a unírsele, es decir, que se hagan protestantes. En Alemania, el protestantismo no ve en el ecumenismo otra cosa que un medio útil para volver el país totalmente protestante. Parece que ya haya obtenido un gran éxito en esta dirección, como lo demuestra la aportación de Fries y de Wesemann, al Congreso de Stoccarda. El protestantismo no está dispuesto a venir al encuentro… a lo sumo, algunos teólogos protestantes adoptan algunas formas católicas, externas, para volverlo más atractivo; elementos que integran, como enseña la experiencia, una parte del encanto de la Iglesia católica.  En definitiva, en la estrategia protestante, se trata de movimientos tácticos, intentos de vencer, también por tales medios, a la Iglesia “romana”.
Estas razones me inclinan a considerar el ecumenismo católico una ilusión peligrosa. Yo también deseo, por cierto, ardientemente la unión de los cristianes, pero tal reunión debe basarse en la Fe, la verdadera Fe católica. Todo depende de la verdad… El ecumenismo, tal como se practica actualmente, no sirve a la Verdad. Es más, destruye, en cuanto sea humanamente posible, los tesoros de la Iglesia y la vuelve menos atractiva, y esta es la causa de tantas crisis, de tantas apostasías de sacerdotes y de laicos, y precipita a la misma Iglesia en una crisis de identidad…
En su forma actual, el ecumenismo es un error gigantesco y una amenaza mortal. Pocos lo saben, sin embargo, y se necesita valor para decirlo. Los representantes de la teología permisiva están orgullosos de haber destruido muchos tabúes (¡verdaderos o considerados tales!), y mientras, han creado otros; tesis, movimientos, instituciones, que nadie tiene el permiso de tocar sin que los insulten y calumnien. El ecumenismo forma parte de los nuevos tabúes más importantes. Los partidarios eufóricos del Concilio lo aman; la teología permisiva ha hecho de él su principio supremo. ¡Ay del que lo toque! Es un hecho, es una regla que se observa por todas partes, que los autores más fanáticos del ecumenismo abandonan con frecuencia el servicio sacerdotal, y se casan, en un plazo más o menos largo, si directamente no se convierten al protestantismo. Pero este hecho, fácil de constatar, no ha aminorado la actividad ecuménica y, hasta ahora, no ha convencido a ningún Obispo para intervenir. El ecumenismo triunfa, convirtiéndose en el nuevo potentísimo tabú. Sin embargo, nosotros debemos seguir la voz de la conciencia, que es también la voz de la Verdad, de la Fe y de la razón, de la historia y de la experiencia…
Fries no se limita a consideraciones platónicas, sino que, como sus émulos Rahner y Küng, pasa a los llamamientos. Pide que los Obispos y los jefes protestantes concreten acciones comunes. Que consigan la unión de las Iglesias por la vía pastoral y organizativa.
¡Aquí asoma, de nuevo, la impericia científica del renombrado teólogo y consejero de Obispos, Fries! Se equivoca si cree que existe una unidad por encima de la Iglesia, donde se pudiesen reunir las Iglesias católica y protestante. La Iglesia católica forma la unidad más alta de una comunidad religiosa que se pueda pensar en la tierra. Otros grupos pueden unirse a ella, pero ella no puede desintegrarse en una comunidad que la supere… Fries propone, en resumen, una unión de bautizados sin el vínculo de la Fe común, claramente contraria a la voluntad de Cristo. ¿Está tan apegado a sus ideas que no alcanza a comprender que todos los católicos creyentes se ven obligados a responder con un decidido “non possumus” a las caóticas incertezas de su super-iglesia? Conoce, sin embargo, la aversión de los católicos que aún no han sido instrumentalizados a semejantes insinuaciones anti-católicas. Ha dicho, en Stoccarda, que la oposición contra sus ideas estaba creciendo en el pueblo de Dios. Pone de manifiesto su cinismo si solicita a los dirigentes que actúen rápidamente, antes de que la oposición aumente más; en definitiva, aconseja manipular a este pueblo de Dios tomándolo por sorpresa…
También las propuestas de Wesemann, que desea igualmente forzar la actividad ecuménica, son peligrosísimas. Según su parecer, los “dirigentes” eclesiásticos deberían preguntarse, antes de publicar cualquier orden, si el contenido ayuda o perjudica el ecumenismo. Este consejo demuestra que desconoce totalmente el papel de la Iglesia. La Iglesia debe modelar la propia vida según el espíritu de Cristo y los principios de su Fe, en vez de estar mirando sólo a la eventual susceptibilidad protestante, siguiendo en todo únicamente un criterio oportunista. ¡Pero no! ¡El aplauso o la crítica del mundo protestante se convierten en norma para el desarrollo de la vida eclesiástica! Semejante solicitud equivale a traicionar a Cristo y a la Verdad. ¡A qué excesos se llega cuando el ecumenismo se convierte en una idea fija!
***
 A propósito de esto, he aquí el juicio de Urs von Balthasar que ha hablado también del peligro de una falsa unión, en una conferencia celebrada en Mónaco y en Ratisbona (Pseudoeinheit). Ciertas esperanzas, de una unión con las otras comunidades cristianas y con el comunismo, son utópicas, porque se trata de una rivalidad entre ideologías totalitarias (Rivalitát von Ganzheiten). “El diálogo no carece de peligro para los católicos, porque ya que deben defender puntos fuertes (Pluspunkte), se ven tentados, para unificar el nivel con otros, a rebajar el suyo”. Sería un retroceso si la Iglesia buscase restablecer la unidad de las Weltanschauungen, obviando las cuestiones controvertidas. La Iglesia debe recordar cual es el contenido de la doctrina de la que es portadora. Debido a que puntos esenciales de la doctrina católica han sido ya olvidados –a menudo pronunciando un “mea culpa” en lugar equivocado- está a estas alturas tentada de buscar la salvación en el Zen o en el Yoga, en Marx o en Hegel. “La falta de hombres espirituales en la Iglesia, capaces de mostrar el camino que conduce a Dios, hace que busquemos una guía fuera de ella”. (FELS, marzo 2 1974).
***
¿Qué vía escoger, entonces? Según Wigand Siebel, hay una sola (que ha dado óptimos resultados en el pasado, particularmente en Inglaterra, en América y en Suecia, ¡donde todo se estanca ahora!). “Hay que volver la Iglesia Católica tan esplendorosa, atractiva, fuerte, como sea posible. Lo cual se consigue mediante la oración y la penitencia, la práctica de la virtud y el esfuerzo por santificarse, el cuidado de la verdad y de la caridad, la fidelidad a la Fe traicionada y el infatigable anuncio de esta Fe a los que han abandonado la casa del Padre. Tenemos que hacer todo para allanar el camino al cristiano no católico para que vuelva a la Iglesia”.
Publicado en la revista “Chiesa Viva”, Nº 371  (2005), pp. 6-8.

miércoles, 16 de enero de 2013

Dom Gueranger - El año litúrgico

Dom P. Gueranger: liturgista, precursor de la renovación litúrgica del s. XIX-XX. Dom Rousseau comienza la historia del movimiento litúrgico con estas palabras: «El movimiento litúrgico, con sus directivas, sus resultados y sus esperanzas, remonta a Dom Guéranger. La obra litúrgica realizada a mitad del s. XIX por este gran monje fue inmensa».
Además de la obra viva de la restauración de Solesmes, G. dejó dos obras escritas que no pudo completar y que han tenido una importancia grande en la restauración litúrgica posterior: Institutions Liturgiques y El Año litúrgico.  Ésta última, en la mente de su autor había de hablar más al corazón que la primera y ser como la lluvia benéfica que hiciese germinar la vida litúrgica en el pueblo fiel. Consta de 15 vol., de los cuales sólo nueve fueron redactados por G.; los restantes fueron elaborados por Dom L. Fromage. En 1948, después de repetidas ediciones de la obra completa, se hizo una reducción de la misma en 5 vol. y ésta fue traducida al español por los monjes de Silos (Burgos, 1954). 
Para descargar los cinco volúmenes de El año litúrgico en español en scribd: 

Vol. I
Vol. II
Vol. III
Vol. IV
Vol. V

domingo, 13 de enero de 2013

Brunero Gherardini: el antropocentrismo de la Gaudium et spes.


Mons. Brunero Gherardini y Roberto de Mattei.
Un amigo de nuestra bitácora nos envía esta traducción que hoy ofrecemos a nuestros lectores.

Las páginas que siguen (185-195) están traídas del Libro: Brunero Gherardini. El Vaticano II. Las raíces de un equívoco. Lindau 2012. El tema se propone de nuevo para profundizar en la discusión suscitada por el artículo La falsa acusación de herejía contra quien critica la nuevas y ambiguas doctrinas del pastoral Vaticano II de Paolo Pasqualucci. Esto es de utilidad para continuar profundizando en nuestro recorrido por los meandros de los documentos conciliares con el fin de distinguir las luces y las sombras y no dejarse desviar por una exaltación acrítica.


Puesto que el término es recurrente, no se puede continuar hablando de antropocentrismo sin que antes demos una breve explicación. La cual, en una síntesis apretada, podría ser formulada así: El antropocentrismo es la concepción que ve al hombre en el centro del universo, como valor de fondo y punto de confluencia de todo lo que existe. Se trata de una concepción muy afín a la de F.C.Schiller, que la hace depender de la máxima protagórica por la que el hombre es la medida de todas las cosas. Es la máxima a partir de la cual se ha desarrollado últimamente una teoría filosófica, conocida como Humanismo (Troiano, Ferrari, Maritain). Ésta toma al hombre no sólo como medida, sino también como valor de fondo de todo el universo, en el plano teórico, antes que en el apreciativo. Maritain añade la nota, completamente insostenible, de una discrasia entre humanismo y encarnación [4].
 No dispongo de elementos para decir, ni siquiera para sospechar, que los redactores de Gaudium et Spes y los Padres conciliares, al redactar, discutir y votar este documento, tuviesen todos la firme intención de sustentar el magisterio conciliar en dicha teoría. De hecho, sin embargo, la dependencia es innegable. Incluso antes de ser elevado a alturas de vértigo, el hombre es constituido como punto focal y objeto de todo el documento: “Es el hombre, por lo tanto, y precisamente el hombre integral (et quidem unus et totus), en la unidad de cuerpo y alma, de corazón y conciencia, de entendimiento y voluntad, quien será el quicio de toda la exposición que sigue” (GS 3/a). La afirmada centralidad del hombre, de su realidad natural, de su dignidad y de su emergencia por encima de toda otra realidad creatural; el hombre en su concreción histórica y en su contexto social y cultural; el hombre, pues, con todo el cúmulo de su problematicidad: he aquí el único objeto del más extenso documento conciliar [y] el único punto de apoyo –“cardo”, quicio- de todo su contenido.
Cuando una tal problemática viene mezclada con el concepto de misterio e inmersa en él –“el misterio del hombre”-, la deriva antropocéntrica se hace aún más evidente en perjuicio del “misterio de Cristo” que debería iluminarla y resolverla: Se dice, en efecto, que “el misterio del hombre encuentra la verdad sobre él solamente en el misterio del Verbo encarnado” (22/a) y que la razón profunda por la que el enigma del hombre llega a iluminarse y resolverse es el hecho mismo de la encarnación, con el que “el Hijo de Dios se une en cierto modo a todo hombre (cum omni homine quodammodo se univit)” (22/b). Ahora, si es verdad que solamente en el misterio del Verbo encarnado es posible descubrir la solución completa del enigma del hombre, la razón dada está, por su parte, absolutamente privada de fundamento, es insostenible, absurda.
El misterio del Verbo encarnado es, como indica la palabra, el de su misma encarnación y con ella también el de su individualidad como este sujeto que domina dos mundos distintos, el divino y el humano, en él hipostáticamente unidos, gracias a la función que el Yo personal del Verbo ejerce sobre la naturaleza humana de Cristo, identifica, integra y perfecciona (5). Al decir “dos mundo distintos, el divino y el humano”, la doctrina católica se refiere no a los individuos que a ellos pertenecen, sino a las dos naturalezas o sustancias, la divina y la humana, unidas –y al tiempo, distintas y sin confusión- en la hipóstasis divina del Verbo. Sin embargo, en el texto de GS citado poco más arriba, la doctrina de la unión y de la distinción está radicalmente subvertida: la unión hipostática, expandida hasta la entera humanidad a pesar de la atenuación del “quodammodo”; el límite entre lo divino y lo humano, suprimido; inexistente la distinción entre naturaleza y sobrenaturaleza.
Sí es verdad que los Padres conciliares advirtieron la enormidad de su declaración y con el método usual del decir y no decir, propusieron una reducción: añadieron efectivamente el adverbio “quodammodo”, es decir “en cierto modo o medida” para atenuar el rechinar de una contradicción irreductible: el Verbo se habría unido no con la naturaleza humana, sino “en cierto modo o medida”, con todos los titulares singulares de la misma. Aparte el hecho de que, en el lenguaje teológico, incluso en el de santo Tomás, el adverbio “quodammodo” y el uso mismo de “quidam-quaedam-qoddam” suelen ser una implícita confesión de inseguridad, de indecisión, de no perentoriedad, y acaban entonces por confirmar aquello que deberían y querrían modificar; de ningún modo niego el intento –de por sí evidente- de suavizar la insostenible declaración; pero la declaración permanece exactamente como lo que es, y como es. Mantiene, si atenuado –aunque no se sabe en qué sentido y medida- el significado de sus palabras, que es este: no están todos presentes en el Verbo encarnado, sino que el Verbo está presente en todos, estando encarnado en todos, aunque sea de un modo indefinible. Así que Éfeso y Calcedonia, eliminados. Y eliminada la asunción de la sustancia humana individual y perfecta por parte del Verbo. Y eliminada también la unión y la distinción de las dos naturalezas. Con Cristo, todo lo divino está ya en todo lo humano, pero en todo sujeto humano. La deriva antropocéntrica de lo divino no habría podido tener una proclamación más significativa que esta: “Ipse enim, Filius Dei, incarnatione sua cum omni homine quodammodo se univit”.
Podría continuar ahora citando, uno después de otro, los cantos de elogio al hombre contenidos en la GS, expresión de una radical infatuación antropológica, que no raramente parece convertirse en una verdadera adoración: no añadiré mucho, o no mucho más significativo de cuanto ya he expuesto. No puedo, sin embargo, renunciar a poner en evidencia otro absurdo metafísico de este documento, el cual, en 24/c, no duda en aseverar que el hombre “in terris sola creatura est quam Deus propter seipsam voluit” (6). El hombre, por tanto, la única criatura creada por Dios por sí misma. El absurdo metafísico consiste en el hecho de que, si Dios crea por alguien o por alguna cosa fuera de sí, o está sujeto, o se somete él mismo. En uno y otro caso, quedando condicionado a y por algo, a y por alguno fuera de él, no es ni puede llamarse Dios: no es el Absoluto, no el Ser supremo, no el Necesario distinto de todo lo contingente. Es sabido que, en este caso, no estamos tanto con un absurdo metafísico, sino con una contradicción interna: el citado 24/c es, de hecho, contradicho por 41/a que reza “mysterium Dei, qui est ultimus finis hominis”, el fin último, por encima del cual no hay ningún otro, habiendo creado Dios todo por sí mismo, también al hombre. Diría, más bien, sobre todo al hombre que, en cuanto dotado de entendimiento, al reconducir a Dios el conocimiento racional de la concatenación de causas y efectos, expresa su dependencia radical de El y rinde gloria a su Amor difusivo. Por lo demás, no siendo todos profesores de metafísica y tal vez incluso no gozando todos de una mentalidad metafísica, los Padres habrían debido conocer bien, todos, la Sagrada Escritura y abstenerse de escribir una afirmación de tal y tanta gravedad, como aquella de “la única criatura creada por sí misma”: “Propter semetipsum –se lee en Prv 16,4- operatus est Dominus” (cfr. Dt 26, 19): sólo por sí y por la expansión de su gloria externa.
 Si GS hubiese pretendido subrayar que todo lo creado lo quiso el Creador por el hombre y que lo puso a él como fin, de modo que el hombre, vértice de lo creado, no quedase subordinado a otra criatura, no habría motivo para llamarse a escándalo. Pero, no siendo este el sentido dado por el Concilio a sus palabras, el escándalo quedó ahí y ¡qué escándalo! ¡En un Concilio ecuménico!
El documento es un continuo seguirse de proclamaciones chocantes, en tal número que se vuelve difícil la selección de ejemplos: podría para eso decirse tolle et lege. Sin embargo, me parece no sólo oportuno, sino necesario, resaltar alguna otra cosa. He hablado de confusión entre lo natural y lo sobrenatural. No es cosa menuda. Es el ostracismo, aunque no ostentosamente manifiesto, de la perspectiva teocéntrica y la puerta de entrada para la perspectiva antropocéntrica. Un cambio de papeles: del cristiano porque lo es de la Iglesia, y también de cada uno porque lo es de toda la humanidad. No por casualidad ya el Proemio de GS alude a tal idea, como si se tratase de uno de los temas de fondo sobre el cual el documento vendrá después articulado. Podemos leer que “no hay nada que sea genuinamente humano que no encuentre un eco en el corazón” de los cristianos, cuya comunidad “se siente por esto –quapropter- verdadera e íntimamente solidaria con el género humano y con su historia”. Si esto se refiriese a una participación cristiana en algún motivo turbación del corazón del hombre o en cualquier noble esperanza suya, nada habría que objetar; pero el solidarizarse de la Iglesia, o más bien su comunicación con todo el género humano sobre la base de la condición natural idéntica en los cristiano y los no cristianos, olvida las razones sobrenaturales que la impulsan, sí, encuentro con todo hombre, pero sólo para resolver el problema de fondo: el pecado original, la correlativa cuestión de la salvación eterna, los interrogantes sobre una existencia alineada con las premisas del evangelio y con sus exigencias de coherencia evangélica (7).
 El hecho es que la ampliación de el interés conciliar por únicamente los cristianos al hombre en cuanto tal, confirma la mencionada apertura de la perspectiva antropocéntrica. Y que tal apertura responda a una pretensión primordial de GS, queda demostrado por su directa confesión: tanto más significativa, ésta, cuanto formulada desde los compases iniciales, con un propósito evidentemente programático. Tras haber declarado la voluntad de abrir un diálogo con la humanidad para “poner a su disposición las energías de salvación (8) que la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, recibe de su Fundador”, GS 3/a –casi para borrar la sospecha de un regreso al sobrenaturalismo medieval que tales palabras pudiesen sugerir- prorrumpe en un himno a favor del hombre, en cuyo valor reconoce la función de fundamento de las propias preocupaciones e de la propia doctrina. El texto ha sido citado precedentemente, pero la repetición en este momento es un instrumento retórico para demostrar la verdadera intención del Concilio: “El quicio de toda nuestra exposición será por tanto el hombre, en su unidad y totalidad, con su cuerpo y su alma, su corazón y su conciencia, su mente y su voluntad”. Quicio. Queriendo poner en evidencia la base y el fundamento del antropocentrismo de GS, no se podía escoger palabra más clara y eficaz.
 Y, obviamente, junto con el hombre el mundo. Ya se recordó qué quería Juan XXIII, qué Pablo VI y, ya con el Concilio en fase de recepción, qué había querido Juan Pablo II y qué quiere el reinante Pontífice: la reconciliación de la Iglesia con el mundo. Y también se puso en evidencia el equívoco ligado a la reiteración de esta frase: la Iglesia no se había hecho enemiga del mundo, sino el mundo de la Iglesia. De ahí otro equívoco: que la Iglesia desee reconciliar al mundo consigo, forma parte de su misión, pero ésta no puede exigirle adaptarse y todavía menos homologarse con los principios del mundo. Equívoco aparte, una pregunta aparece como ineludible en este momento: ¿Cuál es el significado del término mundo en el uso de GS, enseguida imitado por el nuevo lenguaje teológico?
La ambigüedad del término, ampliamente recogida en la Sagrada Escritura, es conocida. Del mundo la Escritura reconoce su creación por Dios (At 17, 24; Gv 1, 3. 10 Col 1, 16; Eb 1,2), y el testimonio que el mundo rinde a la divina providencia (At 14, 16) pero conoce también el estado de subordinación a Satanás (1 Gv 5, 19) que hace el teatro a través del pecado desde su origen (Gv 1, 29) y, por tanto, la piedra de tropiezo en el camino del Reino (Mt 18,7). Sin embargo, este mismo mundo totalmente a merced del maligno (1 Gv 5, 19) es aquel que el Padre envuelve en su amor y del que hace donación a su Unigénito (Gv 3, 16-17). GS ni ignora, ni rechaza ni analiza tal ambigüedad; la acoge tal cual es. Se pone incluso en actitud de admirada veneración ante este mundo en el cual más allá de la ambigüedad considera “la entera familia humana con todas las realidades en medio de las que vive, (…) el teatro de la historia del género humano, (…) las señales de sus esfuerzos, de sus derrotas y de sus victorias”, objeto “del amor del Creador” (9), sometido “a la esclavitud del pecado, pero liberado por Cristo crucificado y resucitado con la anulación de la potestad del maligno y destinado, conforme al proyecto de Dios, a transformarse y alcanzar el cumplimiento” (10) (Gs 2/b). Si esto no bastase, a lo largo de la entera constitución pastoral el tema del mundo queda otra vez confirmado y una vez más respetado en su ambigüedad de base. GS, de hecho, espera que “el mundo reconozca la Iglesia como realidad social de la historia y su fermento”, pero se dice también consciente de cuanto la Iglesia “ha recibido de la historia y del desarrollo del género humano” (11) (44/a): “Los conceptos y las lenguas de los diversos pueblos”, “la sabiduría de los filósofos”, “el intercambio vital entre la Iglesia y las diversas culturas” (44/b). Esta es una nada despreciable ayuda que “los creyentes y no creyentes” ofrecen  a la Iglesia “en la medida en que ella misma depende de factores externos”: una ayuda y un “beneficio que puede llegarle incluso del enfrentamiento de cuantos se le oponen y la persiguen” (44/c). A estas alturas, para la constitución pastoral, ya no hay fronteras contrapuestas y si alguno las contrapone, serán todas siempre, también incluso en una eventual persecución, un “beneficio” que el mundo presta a la Iglesia. Los bordes se han aproximado en tal modo y a tal punto, que han llegado ya a soldarse. Lo que la Iglesia hace y dice, lo hace y lo dice al mundo; y cuanto el mundo va avanzando en su curso lo hace para beneficio de la Iglesia.
 Gracias a la “transformación social y cultural” que tiene sus repercusiones sobre todos los aspectos de la convivencia humana, incluida la religiosa (4/b), GS elogia la cancelación de las fricciones de otros tiempos. La transformación, en realidad, no sólo repercute en la condición histórica de la convivencia humana, ya para despejar la eventualidad y la idea misma de una revolución anticristiana –que, no obstante, sigue su propio camino y no se retrae hoy del odio contra los cristianos, infligiéndoles una muerte violente en el odio contra la Fe- sino que discurre segura por la vía del antropocentrismo, del que el mundo, tal como viene presentado, se convierte en el entorno ideal. El entorno, digo, donde los “sentimientos amorosos” se viven, o el teatro en el que los “sentimientos amorosos” se recitan. Un entorno nunca más limitado por vallas, sino dilatado por su caída, según el ingenuo optimismo que caracterizó el discurso conclusivo de Pablo VI durante la Misa del 7 de diciembre de 1965 (12); el entorno del ya triunfante antropocentrismo que se atreve a equiparar los derechos del hombre con los de Dios, o que identifica estos con aquellos y reconoce como divinos pensamientos y proyectos puramente humanos. A este respecto fue emblemático el más arriba recordado discurso de Pablo VI, donde equiparó el Vaticano II al encuentro entre “la religión de Dios que hizo hombre” y “la religión (porque es tal) del hombre que se hace Dios (13).
Fuente:
http://chiesaepostconcilio.blogspot.com.es/search?updated-max=2013-01-01T15:57:00%2B01:00&max-results=7

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4. Si ricorda di F. C. S. Schiller, Humanism, philosophical essays e Studies inHumanism, l'uno del 1903 e l'altro del 1907. Di j. Maritain, è invece da ricordar il famosoHumanisme intégral, Paris 1936 (trad. it. Roma 1947), fortemente criticato da A. Messineo su «La Civiltà Cattolica» del 29 marzo 1954, pp. 663-669, a sua volta oggetto di replica da parte di G. Aceti in Vita e Pensiero 1914-1964, Vita e Pensiero, Milano 1966, pp. 512-520.
5. Val la pena, a tale riguardo, di ricordare che cosa il Magistero ecclesiastico sancì a) al Concilio di Efeso, con la dottrina dell'unione ipostatica «vera reale fisica»; b) e al Concilio di Calcedonia, con la dottrina dell'integrità e perfezione della natura assunta. Tutto ciò per dichiarare che in Cristo c'è una sola persona, perché c'è una sola sussistenza, quella del Verbo, la quale unisce in sé in modo reale e profondo la natura divina e la natura umana, mantenendole però integre reali e distinte. L'unione è dottrina di Efeso; la distinzione, di Calcedonia.
6. Cito in latino, perché questa lingua mantiene rigorosamente le concordanze che consentono, assai più delle lingue volgari, di stabilire l'esatto pensiero dei Padri conciliari. Dicendo che l'uomo è, sulla terra, «sola creatura quam Deus propter seipsam creavit», cade ogni dubbio sulla finalità della sua creazione: il femminile «se ipsa» è in perfetta concordanza col femminile «sola creatura» e col pronome pure femminile «quam»; Dio è in tal modo perentoriamente escluso dalla sua finalità creatrice. Ed accontento così, con un richiamo alla legge delle concordanze, chi mi consiglia di legger attentamente l'originale.
7. E nulla dico sulla mancanza d'un collegamento logico tra la premessa d'una «più profonda penetrazione nel mistero della Chiesa» e la conseguenza del suo discorso non più rivolto «ai soli [suoi] figli, né solamente a coloro che invocano il nome di Cristo, ma a tutti indistintamente gli uomini» (GS 2/a). Parrebbe che la realtà dei non cristiani, ai quali oggi la Chiesa si rivolge, fosse la novità derivante da un più approfondito esame del suo mistero. Che cosa fu, allora, prima di codest'esame,
l'evangelizzazione in genere, che cosa in special modo furon le missioni?
8. Per l'ennesima volta metto l'accento sul vezzo invalso soprattutto dal Concilio in poi di parlare d'una generica e mai precisata salvezza, con assoluta reticenza di ciò che caratterizza la salvezza cristiana ed il suo oggetto: l'accesso dal peccato alla grazia e, quindi, alla vita eterna.
9. Il testo originale porta: «Quem christifideles credunt ex amore Conditoris conditum et conservatum»: come si vede, non un'affermazione della creazione dal nulla da parte dell'amore divino che s'espande negli oggetti da esso stesso creati, ma l'aggancio di tali oggetti alla credulità dei cristiani, secondo i quali - soggettivamente, quindi - ciò che è troverebbe spiegazione nella potenza creatrice dell'amore di Dio.
10. Altra frase ermetica: il progetto di Dio prevede, dunque, il «trasformarsi» del mondo fin al «compimento» (!!!). Il testo sembra ignorare che ci si trasforma in meglio ed in peggio e che il pervenir a compimento («ad consummationem» significa più propriamente «fin al termine», «alla conclusione») non ha senso se non si specifica. Così com'è, può dir tutto ed il cpntrario di tutto.
11. Ennesima sfasatura formale e logica: i termini di paragone son Chiesa e mondo, non Chiesa e genere umano.
12. Si veda il testo in Acta Synodalia sacrosancti Concilii Œcumenici II 1970-1980, Typis Vaticanis, Città del Vaticano 1970, vol. IV/7, pp. 654-662.

lunes, 7 de enero de 2013

A vueltas con la infalibilidad de las canonizaciones



La infalibilidad de las canonizaciones es una cuestión teológica menos pacífica de lo que se supone. Ciertamente es un tema no apto para todo público, pues podría alterar la tranquilidad espiritual de la gran parroquia de la ortodoxia infantil.  
La reciente noticia sobre una eventual beatificación de Pablo VI,  facilitada por la reforma juanpablista a los procesos que podría acelerar la misma canonización del Magno, vuelve oportuno replantear la cuestión. 
Ofrecemos a nuestros lectores la traducción de unos fragmentos del notable estudio del teólogo dominico Daniel Ols, insospechable de filo-lefebvrismo, en favor de la falibilidad de las canonizaciones. El estudio completo, en italiano, puede leerse aquí.

Cuando se canoniza a alguien, se afirma que, a causa de la santidad de su vida, manifestada en la heroicidad de sus virtudes, o a causa del testimonio de su martirio, esa persona singular está en el paraíso. Se presentan, por tanto, dos aspectos en una canonización: por una parte, la afirmación, que podríamos considerar sin más como definible, que quien practica las virtudes cristianas va al paraíso; y, luego, por otra, la aplicación de dicha afirmación a una persona singular. Ahora bien, así como se puede demostrar fácilmente que la proposición general está contenida en la Revelación, es igualmente evidente que el hecho de que Ticio o Cayo haya llegado a ser un santo, no está contenido de manera explícita ni implícita. Se dice, entonces, por lo general, que estamos aquí ante un «hecho dogmático». Y si al menos quien examina el problema se detiene aquí, concluye que la Iglesia puede canonizar de manera infalible.

Pero las cosas tal vez no sean tan simples, porque el caso de la canonización no es exactamente similar al de la condena de un hereje. En el caso de la condena, es claro que estamos frente a un grave peligro para la fe de los cristianos y que la individuación precisa de tal peligro es necesaria para su preservación. Cuando se trata de canonizaciones, en cambio, no encontramos nada de eso. Se trata de un movimiento espontáneo de la Iglesia que considera bueno proponer a una persona a la veneración de los fieles. En caso de error, no resultaría un daño mortal para la fe, aunque ello sería, evidentemente, muy desagradable.
Daniel Ols, OP
En otras palabras, que los fieles se vuelvan seguidores de Lutero, sería de una gravedad mortal para ellos; que veneren, por absurdo, un santo que en realidad estaría en el infierno, no tiene tal gravedad y puede, lo mismo, ayudar a su vida cristiana, porque la veneración se dirige a esa persona únicamente en cuanto la consideran santa, amiga de Dios. A fortiori, se debe reconocer que la veneración de santos dudosos e incluso inexistentes (S. Filomena), aunque, evidentemente, es algo no deseable, no causa de todas formas ningún daño a la fe de los devotos (v. S. Juan María Vianney), y ello por el mismo motivo, es decir porque se veneran estos personajes por razón de sus (supuestas) virtudes, signo de su (supuesta) unión con Dios. No hay, ni siquiera motivo para pensar que las plegarias elevadas mediante la intercesión de estos pseudo-santos, sean necesariamente vanas.
Por esto, no siendo la canonización de tal o cual persona necesaria para la custodia y defensa del depósito de la fe, no parece que la materia de la canonización sea tal que pueda ser sujeta a la infalibilidad.

martes, 1 de enero de 2013

Tolerancia e intolerancia (1)


1. Una cuestión conexa con la tesis de la confesionalidad católica es la relativa a la tolerancia del Estado en materia religiosa. El último documento del Magisterio que trata el tema de manera integral es el discurso de Pío XII al V Congreso de la Unión deJuristas católicos de Italia, de 1953, conocido como Ci riesce. Un documento claro, con variedad de matices y riqueza de precisiones, que ha sido objeto de interpretaciones sesgadas de diverso signo.
El discurso Ci riesce aborda el problema de la tolerancia con una amplitud hasta el momento desconocida, aplicando principios clásicos a una realidad política nueva: una comunidad internacional de Estados que no tiene uniformidad confesional porque está integrada por Estados cristianos, no cristianos, religiosamente indiferentes, etc. Es importante notar aquí, para poner discurso en su contexto histórico, que en 1947, la Constitución de la República Italiana mantenía la confesionalidad católica del Estado (el artículo 7 remitía a los Pactos de Letrán) pero con una importante ampliación de la libertad de culto y propaganda (art. 19) para las confesiones no católicas, y que el 4 de noviembre de 1950 se firmaba el Convenio europeo para la salvaguardia de los derechos del hombre por doce Estados de muy distinta posición confesional (República Federal Alemana, Bélgica, Dinamarca, Francia, Irlanda, Islandia, Italia, Luxemburgo, Noruega, Países Bajos, Reino Unido y Turquía) cuyo artículo 9 establecía de la libertad de pensamiento, conciencia y de religión.
Para Pío XII, en el marco de una eventual comunidad de Estados carente de la homogeneidad confesional del Sacro Imperio, la regulación de la materia religiosa debería basarse en dos reglas: 1ª) dentro de su territorio y para sus ciudadanos, cada Estado será competente para regular el estatuto religioso de la población por medio de una ley propia; 2ª) en todo el territorio de la comunidad de los Estados estará permitido a los ciudadanos de cualquier Estado miembro el ejercicio de sus propias creencias, en cuanto éstas no se opongan a las leyes del Estado en que habitan.
2. El discurso de Pío XII contiene un núcleo doctrinal sobre el que parece importante recordar algunos puntos elementales, por su relación con la confesionalidad católica. En efecto, si un Estado católico tiene el deber de profesar la verdadera religión, ¿qué debe hacer respecto de las confesiones no católicas? La respuesta de Pío XII se articula sobre dos principios de aplicación alternativa: intolerancia y tolerancia. Hay que tener en cuenta que ambos principios recaen sobre un mismo objeto (material), que el Papa define como “lo que no responde a la verdad y a la norma moral”. Se trata, desde el punto de vista moral, de un desorden objetivo: un mal de orden práctico (vicio o pecado) o un mal de orden especulativo (error religioso). En cuanto constituye conducta jurídica, la exteriorización del error religioso puede tomar la forma de declaración (simple manifestación), acto de culto (manifestación sistemática) o misión (manifestación propagandística).
Precisado el objeto, la intolerancia consiste en una acción estatal impediente. Es decir que el Estado, con los medios que le son propios, singularmente a través de la coacción jurídica, previene y sanciona conductas que exteriorizan el error religioso.
La tolerancia, viene definida por el Papa como el no impedir “por medio de leyes estatales y de disposiciones coercitivas”. Consiste en la permisión jurídica de las manifestaciones externas de una religión falsa. Unas veces el Estado sólo de hecho lo permite; otras, mediante una ley positiva garantiza esa tolerancia. En cuanto no se impide un mal, la tolerancia puede ser considerada como un remoto facilitar, por lo que posee cierta razón de cooperación material con el mal, y es legítima toda vez que una causa proporcionada la justifique.
3. Intolerancia y tolerancia son principios que rigen la actuación estatal pero no son absolutos sino que se subordinan siempre a un principio superior: la primacía del bien común. Si se hace de la intolerancia última norma de acción, se desliza por una pendiente de fundamentalismo que puede llevar a un Estado totalitario. En cambio, si se absolutiza la tolerancia, se llega al Estado permisivo y, en casos extremos, a una anarquía disgregadora. En ambos supuestos, por exceso o por defecto, se daña al bien común, cuya realización es  el primer principio del obrar político.
Franco y el Rey Faisal
Por tanto, para juzgar sobre la legitimidad de la tolerancia en un Estado confesional católico es necesario considerar el bien común en una triple dimensión:
- El bien común de la Iglesia universal: cuando la intolerancia de un país católico es motivo de que la Iglesia sufra en otras partes, entorpece las conversiones, dificulta la perseverancia o santificación de los católicos, etc., podría estar justificada la tolerancia. Habría que demostrar, sin embargo, la existencia de tales hechos, y aun en el supuesto de que se ocasionasen estas incomodidades, habría que probar que los posibles males que la tolerancia acarrea a los católicos (pérdida de la fe, posible indiferentismo, confusión religiosa, etc.), y por tanto también a la Iglesia universal, quedan compensados con los beneficios de la tolerancia.
- El bien común temporal de la comunidad internacional: en tiempos de gran intercomunicación de las sociedades entre sí, la intolerancia legal puede traer consecuencias negativas en el plano internacional, como incidentes diplomáticos, sanciones de diversa índole para el Estado católico y hasta peligros de un conflicto bélico. De manera que un bien superior, como es la paz pública internacional, podría justificar la tolerancia.
- El bien común temporal del la nación católica: si por causa de la intolerancia legal advienen males mayores a los previstos por la tolerancia, como sucedería, por ejemplo, si se hace imposible la paz pública, sin la cual la misma religión verdadera sufriría graves daños, el Estado podría tolerar a los falsos cultos por razones de bien común temporal.
En los casos concretos, la determinación de la existencia de las circunstancias que constituyen causa proporcionada de tolerancia religiosa es una decisión de prudencia gubernativa a dictar por la autoridad eclesiástica y la política. Por ambas: por la eclesiástica, porque los asuntos religiosos son de su incumbencia directa; y por la política, porque a parte de ser ella quien tiene el poder coercitivo, puede ocurrir que la cuestión religiosa tenga implicaciones políticas nacionales e internacionales. La decisión definitiva sobre este punto queda reservada, según Pío XII, al Romano Pontífice como juez de última instancia.