No será superfluo, por
tanto, recapitular la doctrina de la Iglesia y las opiniones teológicas en
esta materia. En este capítulo examinaremos el estado de la cuestión antes
de la Alocución a las Comadronas de Pío XII, el 29 de octubre de
1951. El capítulo siguiente examinará y comentará la doctrina de Pío XII
sobre la continencia periódica según la expuso en dicha alocución. Un
tercer capítulo tratará de la continencia periódica hoy día y tocará
someramente algunas de las principales consecuencias pastorales de esta
doctrina.
Nuestro intento es, por tanto, poner los fundamentos para
una práctica pastoral que haga justicia a la santidad y significado del
matrimonio, a la doctrina moral de la Iglesia y al derecho de los fieles
a saber la diferencia entre esta doctrina y las opiniones —la nuestra
incluida, por supuesto— meramente privadas de los teólogos.
(…)
El siglo XIX y los primeros años del XX.
La disputa moderna
sobre la moralidad de la continencia periódica empezó alrededor de un
centenar de años antes de la Alocución a las Comadronas en 1951.
Aunque, sin duda, se pensó previamente sobre el asunto (y los médicos habían
sospechado mucho antes que existía un período estéril), podemos tomar como
punto conveniente de partida del desarrollo moderno de la doctrina de la
continencia periódica una respuesta de la Sagrada Penitenciaría dada en
1853 al Obispo de Amiens. El Obispo había preguntado si los matrimonios
que restringían su unión conyugal a los días del mes que juzgaban
estériles debían ser amonestados, por lo menos, si tenían razones
legítimas para abstenerse del acto matrimonial. La Sagrada Penitenciaría
respondió que dichos matrimonios no debían ser molestados con tal de que
no hicieran nada para impedir la concepción (4).
En 1867 el Cardenal
Thomas Gousset expresó su opinión de que el acto matrimonial efectuado (a
sabiendas) durante un período estéril no era algo malo en sí mismo (5).
En 1873, con la publicación de la obra de Le Compte sobre las
consecuencias teológicas de las nuevas teorías fisiológicas sobre la
ovulación, tuvo lugar una discusión más completa del problema;
discusión que trató de muchos de los puntos esenciales que iban a ocupar
las mentes de los moralistas de nuestros propios tiempos (6).
Le Compte estaba de acuerdo esencialmente con Gousset,
y evidentemente la mayoría de los que expresaban sus opiniones en estos años
estaban en la misma línea. Sin embargo había voces disonantes; las de aquellos
que dirigían su atención más a la elección sistemática de los períodos
estériles, y la consideraban como pecaminosa por ser una exclusión positiva del
fin primario del matrimonio(7). Debido a estas opiniones contrarias Le Compte
envió una serie de preguntas a la Sagrada Penitenciaría referentes a la
práctica de la continencia periódica:
1. ¿Podían los
matrimonios sin ningún pecado mortal o venial seguir este método?
2. ¿Podía un confesor
aconsejar este modo de actuar a una mujer que no aprueba el onanismo de su
marido pero que es incapaz de corregirlo; o a cualquiera de los esposos
deseosos de evitar un número crecido de hijos?
3. ¿Se debería evitar
el peligro de disminuir la descendencia, o debería considerarse este peligro
secundariamente en relación con las ventajas que se derivarían de evitar el
pecado y conseguir la paz de las conciencias?
En 1880 la Sagrada
Penitenciaría dio una contestación parcial a estas preguntas en una respuesta
privada evitando en la misma respuesta cualquier juicio explícito sobre la
moralidad de la práctica. La respuesta era la siguiente: "los esposos que usan del matrimonio en la forma mencionada antes no deben
ser molestados, y un confesor puede insinuar con cautela esta opinión en
litigio a los esposos que han intentado apartar sin éxito del crimen detestable del
onanismo" (8).
En 1890 se publicó la
7ª edición latina de la obra de Capellmann sobre medicina pastoral, y en 1901
la de Eschbach, Disputationes Physiologico-Theologicae (9). Estos dos
autores eran muy respetados y citados a menudo por los escritores de los
manuales de moral por su información médica y fisiológica. Los dos reconocieron
la existencia de un periodo estéril, pero desgraciadamente se ha descubierto
que el período del mes que señalaban como estéril era el mismo período
precisamente en el que se daba la concepción muy probablemente en muchas mujeres.
Durante 40 años, de 1890 a
1930, los manuales de moral indicaron la mitad del ciclo menstrual como el
tiempo en el que la concepción era menos probable. Debe haber habido muchas
desilusiones entre las personas a las que el confesor "insinuaba con
cautela" el uso de este período, y no es extraño que hasta los
descubrimientos de Knaus (1929) y Ogino (1930) el público tuviera poca
confianza en la eficacia de la continencia periódica.
Esto pudo explicar también por qué hubo una controversia teológica relativamente escasa
sobre la práctica en las primeras tres décadas del siglo xx. Muchos
manuales trataron del asunto. De hecho entre los manualistas había una
gran unanimidad en la conclusión práctica de que la práctica sistemática
de la continencia periódica con la intención precisa de evitar la
concepción era objetivamente lícita, con tal de que los cónyuges tuvieran
razones legítimas para esta práctica. Pero como no era un método
prácticamente eficaz ni se usaba ampliamente, no había un interés
suficiente que motivara estudios más profundos.
De la "Casti connubii" (1930) hasta la Alocución a las
Comadronas (1951)
Después de la
publicación de la Casti connubii al final de 1930, con su
referencia permisiva al uso de los períodos estériles, el problema de la
continencia periódica volvió de nuevo a tratarse en serio por los teólogos.
Hacia el mismo tiempo
comenzaron a conocerse los descubrimientos de Ogino y Knaus, y se hizo evidente
que había una base científica para afirmar la existencia de los períodos
estériles. La obra ele Ogino y Knaus (que llegaron por separado a las
mismas conclusiones sustancialmente) se divulgó en nuestro país con los
escritos del doctor Le J. Latz. Su libro The Rhythm of
Sterility and Fertility in Women, se publicó primero en 1932. Circuló por el público y dio una
amplia divulgación al término "ritmo" para describir la continencia
periódica(10).
Viene bien citar el
pasaje siguiente de la encíclica Casti connubii:
Sabe muy bien la santa
Iglesia que no raras veces uno de los cónyuges, más que cometer el pecado, lo
soporta, al permitir, por una causa muy grave, el trastorno del recto orden que
aquél rechaza, y que carece, por lo tanto, de culpa, siempre que tenga en
cuenta la ley de la caridad y no se descuide en disuadir y apartar del pecado al
otro cónyuge. Ni se puede decir que obren contra el orden de la naturaleza los
esposos que hacen uso de su derecho siguiendo la recta razón natural, aunque
por ciertas causas naturales, ya de tiempo, ya de otros defectos, no se siga de
ello el nacimiento de un nuevo viviente. Hay, pues, tanto en el mismo
matrimonio como en el uso del derecho matrimonial, fines secundarios
-verbigracia, el auxilio mutuo, el fomento del amor recíproco y la sedación de
la concupiscencia-, cuya consecución en manera alguna está vedada a los
esposos, siempre que quede a salvo la naturaleza intrínseca del acto y, por
ende, su subordinación al fin primario.
El hecho de que el uso
lícito del período estéril era ya entonces algo común entre los teólogos,
el hecho de que se empleara la frase "por causas naturales... de
tiempo" mas bien que las razones "de edad" o alguna
expresión semejante, y el hecho de que el contexto inmediato de la misma
encíclica se refiriera a las dificultades de los matrimonios tentados de
onanismo, todas estas consideraciones, convencieron a la gran mayoría de
los teólogos de que Pío XI se estaba refiriendo aquí al uso permitido de
los períodos estériles como medio de evitar la concepción.
Pío XII, podemos
mencionarlo aquí, confirmó explícitamente esta opinión en 1958, disipando
así cualquier duda que hubiera podido existir sobre este punto(12).
Pero aunque el pasaje
citado de la Casti connubii ratifica la posición de que el uso del
período estéril no va contra la naturaleza, no dice nada explícitamente
sobre un uso sistemático para evitar la concepción, o sobre las
circunstancias y condiciones bajo las que se puede permitir este evitar
sistemático de la concepción.
Durante las dos
décadas entre 1931 y 1951 aparecieron una gran cantidad de publicaciones
sobre este asunto en todos los escritos católicos, teológicos y de
divulgación. Se discutieron muchos puntos y se expresaron muchos
desacuerdos. El resultado fue que muchos laicos, para no hablar de los
clérigos, quedaron desorientados. Algunos perdieron de vista que,
escondido bajo esta diversidad de opiniones, existía siempre un acuerdo
general sobre ciertas conclusiones morales, importantes y prácticas,
referentes al uso de la continencia periódica. Los moralistas estaban de
acuerdo en la afirmación de que era lícito el uso de la continencia
periódica sistemáticamente, es decir, con la intención directa de evitar
la concepción durante un período largo de tiempo: 1) con tal de que los
dos cónyuges lo quieran así (esto significa que los dos están de acuerdo y
que ninguno de ellos fuerza al otro a seguir la práctica); 2) con tal de
que las dos partes puedan hacerlo (esto significa que la práctica no
implica un riesgo injustificable de pecado, por ejemplo el pecado
solitario, u otro pecado contra la castidad, etc., y que no expone al
matrimonio a otros peligros injustificables); 3) con tal de que exista una
razón legítima para evitar la concepción.
Los teólogos estaban
de acuerdo además en que la violación de cualquiera de las dos primeras
condiciones era per se pecado mortal. Se disputaba sobre la
gravedad de la tercera condición. Una pequeña minoría defendía que el
practicar la continencia periódica, por lo menos durante mucho tiempo, sin
una razón legítima, era pecado mortal. Pero no había ninguna base que
permitiera al confesor imponer esta opinión al penitente, teniendo en
cuenta que la opinión opuesta, de ser solamente pecado venial, era
obviamente probable y sostenida por mayor número de teólogos.
Consecuentemente, para la práctica del confesonario, había un acuerdo
general en este punto: que la tercera condición no se podía imponer al
penitente sub gravi. Las desviaciones de esta norma que pueden
haber ocurrido, difícilmente se pueden encasillar dentro de los principios
teológicos sanos admitidos universalmente, sobre el uso propio del
probabilismo.
Todo lo que hemos
leído nos indica que había muy pocos teólogos moralistas que, durante los
100 años completos, i. e. el período íntegro en los tiempos modernos en el
que se ha tratado de esta materia, negaran la probabilidad práctica (por decir
lo ínfimo) de la doctrina de que la continencia periódica era lícita
bajo estas tres condiciones. Más aún, esta fue la doctrina común práctica antes
de la Alocución a las Comadronas, y así quedó después de ese importante
documento. Parece que vale la pena llamar la atención sobre este continuo
acuerdo de los teólogos sobre estos puntos prácticos fundamentales, porque
de otra forma se pudiera tener la impresión de que, hasta que habló el
Papa en 1951 todo el asunto estaba en litigio, y que no había ninguna
unanimidad en la práctica sobre la dirección que debía darse a los fieles
en el confesonario.
Por otra parte, entre
1931 y 1951, se discutieron muchos puntos sin llegar a un acuerdo,
especialmente en un plano especulativo, y los moralistas no pudieron dar
una respuesta definitiva a muchos problemas. Por ejemplo: ¿Tiene cada
matrimonio en particular una obligación afirmativa de procrear? ¿Por
qué se requiere una causa legítima excusante? ¿Es pecado mortal o
venial el practicar el ritmo sin causa excusante? Y las cuestiones
afines: ¿Qué grado de gravedad debe tener la causa excusante? ¿Qué
virtud se quebranta al practicar el ritmo sin razones legítimas?
Finalmente, existía la controversia en un nivel prudencial, sobre el divulgar
la continencia periódica como un método legítimo de limitación
familiar.
En cuanto a la
obligación de procrear, la gran mayoría de los teólogos antes de 1951 no
enseñaban ninguna obligación explícita y afirmativa de que cada matrimonio
tuviera hijos. Fuera de la obligación de la unión conyugal, que se deben
uno a otro en virtud del contrato matrimonial (1 Cor. 5, 7), y de la que
normalmente se siguen los hijos, no se consideraba de ordinario que
tuvieran una obligación especial adicional de conservar o propagar la
raza. Esta opinión parecía estar completamente de acuerdo con el pasaje de
la Casti connubii que acabamos de citar.
En este pasaje Pío XI
parecía decir que los matrimonios que usan del acto conyugal para los
fines secundarios y que salvaguardan la integridad física del acto no
necesitan una ulterior justificación de su conducta. No afirmaba ningún
deber de procrear. Y en otra sección de la encíclica evitó estudiosamente
una afirmación de esta clase, cuando dijo: "en verdad, hubiera
provisto Dios, sapientísimo, a los hijos, más aún, a todo el género humano, si
además no hubiese encomendado el derecho y la obligación de educar a quienes
dio el derecho y la potestad de engendrar". El deber de educar estaba
claramente enunciado: el deber de procrear quedó sin mencionar.
Otros documentos de la
Iglesia incluidos en el período que estamos examinando permanecen
silenciosos en lo que se refiere a una obligación afirmativa de cada
matrimonio en particular de procrear. Ni León XIII (el 10 de febrero de 1880),
sobre el que la Casti connubii se apoya sólidamente, ni la decisión
de la Rota (coram Wynen el 22 de enero de 1944), ni el decreto del Santo
Oficio (1 de abril de 1944) sobre la subordinación de los fines del
matrimonio, hacen ninguna mención de tal obligación, si bien todos estos
documentos tienen la intención de establecer como fin primario del
matrimonio la procreación y educación de los hijos (13).
No nos sorprende que
el P. Francis Hürth, S. J., entonces profesor de teología moral en el
escolasticado jesuíta de Valkenburg, Holanda, en un artículo publicado
dentro del primer año después de la edición de la encíclica, expresara la
opinión de que no podía haber ninguna objeción moral ratione sui para
la práctica habitual de la continencia periódica porque los actos sexuales
tenidos durante los períodos estériles son actos naturales, y porque la
abstinencia en los tiempos fecundos no viola ninguna obligación, pues ni
el mismo estado matrimonial ni el uso del matrimonio impone a los matrimonios
en concreto el deber de salvaguardar la raza (14).
Esta fue también la
opinión del P. Arthur Vermeersch, S. J., entonces profesor de teología
moral en la Universidad Pontificia Gregoriana de Roma. De hecho, el P.
Vermeersch expresó su sorpresa de que entre los anglicanos bien
intencionados hubiera varias personalidades que opinaran que la vocación a
la vida matrimonial impone a los cónyuges el deber de dar hijos a su país
y a la Iglesia si es que pueden (15).
Tal vez una razón para
esta acérrima defensa de la opinión de que el deber de conservar la raza
no cae sobre los individuos en singular, sea la posición histórica de la
Iglesia de que la práctica de la continencia perfecta, incluso en el
matrimonio, si se hace por un motivo sobrenatural y con mutuo
consentimiento, no es solamente lícita, sino digna de alabanza.
No obstante, en un
nivel especulativo había voces disonantes de la opinión más corriente y
probablemente estas voces van aumentando. Un escritor reciente, un año o
dos antes de la Alocución a las Comadronas, expuso como suya la
opinión de que "la misma naturaleza del estado matrimonial exige que
los casados hagan todo lo que razonablemente puedan para tener una
familia"(16). Y sugería que "esta opinión necesita que se
examine más por los teólogos". Otros hablaban semejantemente. Pero
por lo que podemos juzgar de las publicaciones, la mayoría de los teólogos
antes de 1951 enseñaba que no había per se ninguna obligación
afirmativa en los matrimonios individuales de procrear. Consecuentemente
en un nivel práctico era impropio imponer esta obligación a los fieles.
(…)
Esto nos lleva a una
ulterior controversia sobre la gravedad del pecado de practicar el ritmo
sin causa suficiente y la cuestión conexa de la gravedad de la causa
necesaria para justificarlo. La opinión de la minoría, representada por
Goeyvaerts y también por Griese, Salms y pocos más, sostenía ser pecado
mortal (por una razón o por otra) el practicar el ritmo sin una razón
justificante, por lo menos durante mucho tiempo(19). Consecuentemente,
exigían razones realmente serias para justificarlo. Los que sostenían ser
a lo más pecado venial, naturalmente exigían causas justificantes menos
fuertes. Pero había una amplia variedad de opiniones sobre qué causas eran lo
suficientemente serias para justificar la práctica, y esto conducía a una
gran confusión en las mentes de los confesores, médicos, y los mismos
laicos casados.
Otro problema era más
teórico. ¿Qué especie moral de pecado se comete, qué virtud se viola, cuando el
ritmo se practica injustificada mente? Las respuestas dadas a este problema
variaban, por supuesto, según los presupuestos teológicos de los diversos
autores.
(…)
Finalmente, ha habido
mucho desacuerdo sobre la prudencia de publicar el método de Ogino-Knaus.
Hubo sin duda abusos que hicieron parecer a algunos eclesiásticos y
médicos como "aconsejadores de la infecundidad" usando la
expresión de Vermeersch. Entonces la diferencia moral entre el control de
natalidad natural y la anticoncepción no era fácilmente asimilada por las
masas, y había siempre el peligro de que si no funcionaba bien el control
de natalidad natural, no se viera ninguna razón por la que no se pudiera
recurrir a la anticoncepción.
Estos eran los problemas que estaban siendo tratados todavía
cuando Pío XII pronunció la memorable Alocución a las Comadronas el
29 de octubre de 1951. En el capítulo siguiente trataremos estos
problemas a la luz de la doctrina del Papa en esa alocución*.
Tomado de:
FORD, J.; KELLY, G. PROBLEMAS DE TEOLOGIA MORAL CONTEMPORANEA. Vol.
II. Santander, 1962. Ps 334-347, passim.
* N. de R.: el autor dedica varias páginas de ese capítulo a la obligación de procrear (afirmativa, que no obliga semper et pro semper, como las negativas. Hemos escaneado dos capítulos completos del libro que pueden leerse aquí).