El período que va de la fundación
de la Iglesia
hasta los edictos de tolerancia de Constantino y el de Tesalónica de Teodosio
(siglos I-IV) también suele ser objeto de idealizaciones históricas. En general, hoy se idealiza más a la Iglesia primitiva que a la cristiandad medieval. O mejor dicho, se hace un uso bastante sesgado de esa etapa. El cristianismo
primitivo suele entenderse como un un paraíso
perdido de autenticidad evangélica, opuesto a la “era constantiniana” caracterizada por una dependencia temporal de la Iglesia con el Estado, el clericalismo, la opresión de las conciencias, el institucionalismo eclesial, etc. El
arqueologismo busca en precedentes paleocristianos puntos de apoyo para los experimentos litúrgicos más
insensatos y anti-tradicionales. Como si la Iglesia posterior no hubiera sido asistida por el Espíritu Santo en desarrollos
homogéneos.
Pero ahora nos interesa poner la atención en la dimensión
política del cristianismo primitivo partiendo de un texto de León XIII:
…Queda, por tanto, bien claro que los católicos tienen motivos justos para intervenir en la vida política
de los pueblos. No acuden ni deben acudir a la vida política para aprobar lo que actualmente puede
haber de censurable en las instituciones políticas del Estado, sino para
hacer que estas mismas instituciones se pongan, en lo posible, al servicio
sincero y verdadero del bien público, procurando infundir en todas las venas
del Estado, como savia y sangre vigorosa, la eficaz influencia de la religión
católica.
Así se procedía en los primeros
siglos de la Iglesia. Las costumbres paganas
distaban inmensamente de la moral evangélica. Sin embargo, en pleno paganismo,
los cristianos, siempre
incorruptos y consecuentes consigo mismos,
se introducían animosamente dondequiera que podían. Ejemplares en la lealtad a los emperadores y obedientes a las leyes en cuanto era lícito,
esparcían por todas partes un maravilloso resplandor de santidad, procurando al
mismo tiempo ser útiles a sus hermanos y atraer a los demás a la sabiduría de
Cristo; pero dispuestos siempre a retirarse y a morir valientemente si no
podían retener los honores, las dignidades y los cargos públicos sin faltar a
su conciencia. De este modo, las instituciones cristianas penetraron
rápidamente no sólo en las casas particulares, sino también en los campamentos,
en los tribunales y en la misma corte imperial. “Somos de ayer y ya llenamos
todo lo vuestro: las ciudades, las islas, las fortalezas, los municipios, las
asambleas, los campamentos, las tribus, las decurias, el palacio, el Senado, el
foro” [30]. Hasta tal punto que, cuando se dio libertad de profesar
públicamente el Evangelio, la fe cristiana apareció no dando vagidos como un niño
en la cuna, sino adulta y vigorosa ya en la mayoría de las ciudades.
El p. Regatillo explicaba las enseñanzas de Cristo y los Apóstoles y su incidencia en la conducta de los primeros cristianos en relación con el orden temporal:
[Cristo y el poder temporal en el
Nuevo Testamento]
32. Era de persecución de la Iglesia. Cristo
fue anunciado por los profetas como rey, muchos siglos antes de su venida al
mundo (Salmo 71, 8). Como rey le anunció el Ángel San Gabriel a la Virgen María; como
rey, cuyo reino no tendrá fin en los tiempos ni límite en el espacio. Regnabit in domo Jacob in aeternum
et regni ejus non erit finis (S. Luc. 1, 32). Como a rey le buscaron los Magos,
para ofrecerle ricos presentes de oro, incienso y mirra (S. Mat. 2, 2). Por rey
se reconoció El mismo ante el tribunal de Pilatos, momentos antes de ser
condenado a muerte: Ergo rex es tu? — Tu
dicis, quia rex sum ego (S. Juan 18, 37). Por rey le reconoció el mismo
Pilatos, mandando poner en lo más alto de la cruz este rótulo en griego, hebreo
y latín: Jesús Nazareno, rey de los judíos (S. Juan 19, 19).
Pero Cristo jamás quitó ni mermó a
los otros príncipes su potestad; antes al contrario prescribió la obediencia a
las legítimas autoridades civiles, aunque fuesen judías o gentiles: Dad al César lo que es del
César, y a Dios lo que es de Dios (S. Marc. 12, 17). Porque, como El mismo
respondió a Pilatos: Mi reino no es de este mundo (S. Juan 18, 36), no es reino
temporal, sino espiritual; no tiene por fin el bienestar terreno de sus
súbditos, sino la vida eterna: Et ego
vitam aeternam do eis (S. Juan 10, 28).
Por eso una vez que las turbas, después que obró el gran
milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, le quisieron aclamar
por rey suyo, Jesucristo declinó este honor, escapándose y escondiéndose entre
las malezas del monte (S. Juan 6, 15).
(…)
Tampoco instituyó Cristo en su
Iglesia una teocracia, como en el Antiguo Testamento la instituyó Dios entre el
pueblo judío,
donde el mismo Dios directamente gobernaba la nación, designando por modo
sobrenatural las personas de los reyes o jueces que con su autoridad ejerciesen
el supremo poder civil, e invistiendo de poderes civiles a las autoridades
religiosas. No así Jesucristo, el fundador de la Iglesia. Jesucristo
a sus Apóstoles les confió solamente el cargo de propagar la Iglesia por todo el mundo,
y les confirió todos los poderes espirituales necesarios para gobernarla. Data est mihi omnis votestas... Euntes ergo
docete omnes gentes (S. Mat. 28, 19). Eritis
mihi testes in ludaea et in Samaria et in Galilea et usque ad ultimum terrae
(Hechos de los Apóst. 1, 8). No les
confirió autoridad ninguna civil. Por eso los Apóstoles y sus sucesores no
fueron príncipes civiles.”
[Los Apóstoles y los primeros cristianos ante el poder temporal]
“33. Conducta de los Apóstoles. Con derecho exigieron que
se les reconociese su misión divina. Sin
razón les prohibieron las autoridades civiles la libre predicación y ejercicio
de la religión cristiana. Pues:
a) Ellos exhortaban a los fieles a que prestasen obediencia a los príncipes civiles, aunque
fuesen gentiles, y esto por obligación de conciencia, propter conscientiam, como se lo inculcan San Pedro a los
cristianos de Asia y San Pablo a los de Roma (Carta 1. de San Pedro 2, 13 sgts.
; de San Pablo a los Rom. 13, 1 sg.).
b) Reconocían que la
potestad civil viene de Dios. Non est
potestas nisi a Deo (Rom. 13, 1).
c) Los exhortaban a hacer
oración por todas las personas constituidas en autoridad; porque esto es
grato a los ojos de Dios. Así lo inculca San Pablo en carta pastoral a su
discípulo Timoteo, Obispo de Éfeso (I Tm. 2, 1).
d) De hecho consta por el testimonio de todos los
historiadores que los cristianos de los
tres primeros siglos eran los mejores ciudadanos, los más fieles cumplidores de
los deberes civiles. Libanio, gentil, maestro de Retórica de San Juan
Crisóstomo, admirado de la virtud de su discípulo y de los cristianos,
exclamaba: ¡Qué mujeres tienen los cristianos! Ahí está, por ejemplo, la madre
de Juan, ¡qué prudente, qué casta, qué santa! (Era Santa Antusa). Tertuliano en
el siglo III (Apología, cap. 39), cuenta la admiración que causaba entre los
gentiles del Norte de África la conducta irreprochable de los cristianos:
"Los gentiles se admiran de que entre nosotros no usamos otro tratamiento
que el de hermanos, y señalándonos con el dedo exclaman: “Mira cómo se quieren,
mira cómo están dispuestos a dar la vida los unos por los otros" (Migne,
Patrologia latina, I, col. 534).
Externamente, la Iglesia de aquellos tiempos tuvo que soportar
numerosas persecuciones. Fue una época de gloriosos mártires y confesores. Pero también
existieron los lapsi, que no resistían; los libelatici, que se conseguían un “certificado” de haber adorado al Emperador, para
eludir los castigos o el martirio; "provocadores”, que buscaban un martirio autocomplaciente. Internamente,
la Iglesia tuvo
que afrontar varias pruebas importantes: la defensa de la fe frente a herejías, de tres distintos grupos: el judeo-cristianismo, negador
de la divinidad de Jesucristo; un segundo grupo —posterior— que se caracterizó por su rigorismo moral, estimulado
por la creencia en un inminente fin de los tiempos (montanistas; donatistas); y la mayor amenaza, que fue la herejía gnóstica.
La Iglesia primitiva siguió dos líneas aparentemente contradictorias respecto de lo político: participar (los cristianos “se
introducían animosamente”; por ejemplo, desde el siglo I aristócratas romanos se convertían, y un edicto persecutorio de Valeriano los tuvo por principales destinatarios) y no contaminarse
(“aprobar lo que ... puede haber de censurable en las
instituciones políticas del Estado”). Lo hizo en sociedades paganas y perseguidoras hasta la muerte. No profesó el donatismo político; ni asumió la concepción
gnóstica o maniquea de la polis. Su respuesta a la ciudad pagana fue "sí y
no", como decía un arzobispo francés...