jueves, 31 de marzo de 2016

¿Un «partido católico»?

J. Vázquez de Mella
Diputado a las Cortes 1893-1916
Un partido confesionalmente católico es aquel cuyos miembros y plataforma están en todo de acuerdo con la doctrina social de la Iglesia. Hay ejemplos históricos con diversidad de resultados imposibles de reseñar ahora. 
Toda reflexión sobre la conveniencia de un partido católico supone algo que ya hemos dicho pero que -a juzgar por algunos comentarios anteriores- no explicamos bien o no termina de entenderse.
Si el acto de votar bajo régimen de sufragio universal es intrínsecamente malo, no puede existir un partido católico que sea moralmente legítimo dentro de tal sistema político.Porque no se puede hacer el mal para que venga el bien (Rom. 3, 8). En este caso, no se puede pedir un medio malo en sí mismo, como sería votar bajo sufragio universal, para lograr el bien derivado del triunfo electoral del partido católico.
- Pero si se diera el caso de un partido 100% católico, compuesto exclusivamente por santos…
- No se puede, el medio es malo en sí mismo; no importa la plataforma, ni la santidad de los candidatos, ni las intenciones, ni los resultados.
- ¿Y si los candidatos fueran Jesucristo, la Virgen, San José, San Fernando, García Moreno?
- No se puede. El medio es objetivamente malo. Nunca lo pedirían.
A esta conclusión se llega con un razonamiento simple:
A)  El acto de votar bajo régimen de sufragio universal es intrínsecamente malo.
B) Un partido político es una asociación de personas que, al presentar candidatos, pide a los ciudadanos el acto de votar.
C) Un partido político es una asociación de personas que pide a los ciudadanos un acto intrínsecamente malo.
En estas circunstancias el partido confesional sería una asociación ilícita por su objeto. Su principal cometido sería instigar a los conciudadanos a realizar actos malos en sí mismos (v. 550.5. 1ª aquí). Vale decir que se pediría al prójimo hacer el mal moral como medio necesario para llegar al poder. Y esto -una vez más- no puede hacerse nunca.

lunes, 28 de marzo de 2016

Carta de un lector

La táctica de victimizarse para convertirse luego en victimario es muchas veces exitosa. 
En el mundo real existe la revisión por pares que los autores sensatos agradecen. En algunos ambientes, tal vez no se haga una lectura crítica por obsecuencia, temor reverencial, tempe-ramento, admiración, conmilitancia o amistad personal. Son motivaciones comprensibles. Pero no menos comprensible es la posición de quienes no abdican de su juicio crítico, porque piensan que es una deriva sectaria colocar a un escritor en el lugar de gurú incuestionable o de Duce que siempre tiene razón.
Publicamos hoy esta carta de un lector. Sin  abrir los comentarios, porque sobre este tema ya se ha dicho lo necesario y bastante más. Es momento de pasar página
Como algunos lectores están interesados en estos temas, trataremos de decir algo en entradas posteriores, pero de manera abstracta y sin personalizar.  

"Neoconismo caponnettiano"
Este neologismo compuesto da cuenta de un fenómeno que se ha manifestado con particular énfasis en estos últimos tiempos, con posterioridad a la difusión del anticipo en versión digital del libro del Dr. Héctor Hernández (H.H.) y la respuesta en forma de carta del Dr. Antonio Caponnetto (A.C.).
Hay una mentalidad que parece coincidir -es más, hasta identificarse- y es la de los más acérrimos seguidores, defensores y justificadores de A.C. y la de los miembros de los grupos neoconservadores ("neocones"). Una nota fundamental de estos grupos es colocar a la autoridad por sobre la verdad (como certeramente sentencia y resume un amigo) y una consecuencia natural es la generación sistemática de "círculos cuadrados", que van surgiendo al intentar dar una justificación a lo no justificable racionalmente.
En un caso, la autoridad cuyos pronunciamientos son siempre y en todo momento infalibles es -fundamentalmente, y en resumidas cuentas- el Papa, obispos y algunos otros como el superior, el director espiritual, etc. En el otro, el lugar del infalible, la "boca de la verdad" es ocupado por A.C.
No es admisible el error en sus pronunciamientos, sea una sentencia heterodoxa propiamente dicha o bien un error menor. No. Hay infalibilidad absoluta y los críticos parten de un sofisma, un engaño, una interpretación maliciosa. Aún los cuestionamientos respetuosos de los textos son vistos como actos de irreverencia y mala fe. Sin importar que los pronunciamientos sean confrontados con otros textos y se prueben errores e incoherencias. Las rebuscadas hermenéuticas estarán a la orden del día para justificar lo que sea, con tal de que no se cuestione la autoridad.
El pecado es disentir, el pecado es objetar. Quien lo hace, se aparta de la "comunión" del grupo, se convierte en cismático o filo-cismático.
En definitiva, para el neoconismo, sea eclesial o en su muy actual vertiente caponnettiana, la autoridad fabrica y expresa la verdad, olvidándose que es su deber servirla.


lunes, 21 de marzo de 2016

Sobre una carta de Antonio Caponnetto


En una bitácora (aquí) se ha publicado una carta del Dr. Antonio Caponnetto. El título y su contenido plantean una dicotomía: dos señores. No se puede servir a dos señores. Obviamente Caponnetto se ubica a sí mismo entre los seguidores del Señor. Los que no comparten su posición, mencionados o aludidos por su carta, sirven al Otro. 
Tiene toda la razón del mundo. Se puede servir a Cristo, el Señor, en su Iglesia; o se puede servir al señor Caponnetto, en sus elucubraciones. Puestos a optar, no tenemos dudas. ¿Nos perdonará por hacer la primera opción? Si supiera cuánto nos importa contar con su aprobación…
Respecto de la carta publicada, nos interesa ahora hacer dos precisiones:
1. San Ezequiel Moreno.
Del texto que hemos citado de San Ezequiel Moreno se siguen dos cuestiones: 1) el hecho: existió una carta pastoral del obispo –que tal vez no fuera la única- en la cual enseña que los buenos católicos deben luchar en el campo electoral; 2) su interpretación: lo razonable es pensar que el santo no vio en tal deber ninguna inmoralidad intrínseca, pues lo malo en sí nunca puede ser objeto de un deber. Lo cual está en armonía con el magisterio pontificio, que en ese tiempo distinguía ya nítidamente doctrina, legislación y régimen político; y que diferenciaba entre el sufragio universal (v. p. 464) como origen del poder político (doctrina errónea y reprobada por la Iglesia) y el sufragio universal como modo de designación de los gobernantes (institución criticable por muchas razones, pero que la Iglesia nunca condenó).
¿Existió el documento? Si se lo niega, hay que probarlo. Pero en las 1231 palabras que Caponnetto dedica a este punto, no afirma ni prueba nada contra la existencia del documento del obispo de Pasto.
Además, la “interpretación” que hace Caponnetto luce inverosímil por poco razonable. Lo que se debe presumir –salvo prueba en contrario- es que el santo conocía y aceptaba el magisterio pontificio (ya que era un obispo, no un logorreico infra-científico) y que lo aplicaba a las particulares circunstancias de su jurisdicción. Que no era tan ignorante de la ciencia moral como para llegar al absurdo de sostener que se debe luchar electoralmente si la conducta es mala en sí misma. Y que terminada la guerra de los mil días, esa “lucha” electoral no podía consistir en incendiar urnas, robarse boletas o hacer fraude electoral (todas conductas inmorales, que no consta que el santo aconsejara) sino la participación a través de partidos políticos dentro de las circunstancias de aquel tiempo.
Las elucubraciones que de todo esto exceden, no se siguen de nuestra entrada y corren por cuenta de quien las hace.
2. Pío XII.
La interpretación que hace Caponnetto del texto del papa Pacelli (completo, aquí) resulta muy llamativa por decir lo menos. El pontífice se ocupó del tema varias veces, siempre de manera clara, aunque no fuera exhaustivo en todas sus intervenciones.
Lo primero que enseña Pío XII es que hay un deber-derecho de votar (deber y derecho son correlativos; si debo hacer algo, tengo derecho a hacer lo debido). Y lo dice en Italia, en 1946, ante un público mayoritariamente femenino. Antes, cuando era cardenal, había encuadrado el deber-derecho de votar en la caridad social y la justicia legal. Como lo enseñaban pacíficamente los teólogos.
Pío XII califica al deber electoral de sagrado. Lo cual Caponnetto parece no comprender. Raro, porque el mismo Pío XII explica en ese documento el fundamento de su carácter sacro: obliga ante Dios; y obliga en conciencia. Nada nuevo, simplemente un eco del texto paulino (Rom 13, 1-7) que enseña que el poder que dimana de Dios y que quien resiste al poder, a Dios resiste, porque el gobernante es ministro de Dios. 
Pero la interpretación que hace del texto del papa Pacelli parece partir de una identificación equivocada entre sagrado y absoluto. Un deber moral puede ser sagrado y no absoluto. El deber de cumplir el precepto dominical es sagrado y no absoluto, pues como todos los deberes morales positivos admite causas excusantes (v. aquí, n. 420.3).
Llama la atención que Caponnetto no aplique aquí la tradicional distinción entre normas morales negativas o prohibitivas (absolutas, sin excepción, como el precepto que veda mentir) y afirmativas o preceptivas (no absolutas, que tienen excepciones, como el precepto de votar). Y decimos esto porque el autor ha citado el manual de Royo Marín en uno de sus libros y el dominico explicaba la doctrina tomista en términos muy claros (v. n. 113.1): “Las leyes afirmativas o preceptivas obligan siempre, pero no en cada momento (v.gr., la ley que manda dar culto a Dios). En cambio, las negativas o prohibitivas obligan siempre y en todo momento (v.gr., la ley de no robar: en ningún momento se puede prescindir de ella)”.
Además, se debe decir que no hay en el texto de Pío XII condiciones de conciencia excesivas para votar por algo católicamente potable. En efecto, en el análisis de la moralidad del voto –y de cualquier acto humano- lo primero es considerar el objeto, que determina su moralidad intrínseca. Y el votar es por su objeto un acto de suyo bueno, pues con este acto se cumple un deber de caridad social y de justicia legal. Pero el análisis de la moralidad del sufragio no se agota en la consideración intrínseca de su objeto. Hay que analizar en un segundo momento, posterior, la intención y el resto de las circunstancias. Y aquí Pío XII agrega la exigencia de votar bien, i.e. por los mejores candidatos. Ninguna novedad, sino doctrina moral tradicional, que se encuentra en Santo Tomás cuando trata acerca de la elección de una persona para un oficio público. Lo que no dice Pío XII en ese documento de 1946 es qué hacer cuando no es posible votar a un candidato digno, porque todos los candidatos son más o menos indignos. Pero la respuesta estaba muy clara en el magisterio previo (v.gr., San Pío X) y en el sentir común de los teólogos (principio de doble efecto). Pío XII volvió a ocuparse del tema en 1948, también para el caso de Italia, aplicando principios de validez universal.

domingo, 20 de marzo de 2016

La preversión democrática

I. Cuestión de derecho.

Se puede partir de una tesis teológico-moral planteada a modo de cuestión disputada: si elegir o ser elegido bajo un régimen de sufragio universal es un acto intrínsecamente malo.
Decir que un acto es intrínsecamente malo, entre católicos, tiene una fuerza y unas consecuencias que no todo el mundo entiende de manera inmediata. Los actos intrínsecamente malos no pueden hacerse nunca. No hay excepciones en el tiempo ni en el espacio. La prohibición es absoluta. No se admiten excepciones que confirmen la regla, pues las excepciones destruyen la regla, que es absoluta.
Aunque se busque,
-        -  el bien de la Iglesia universal (p.ej. evitando una persecución);
-   - el bien común de la patria (p.ej. impidiendo una invasión extranjera);
-   - el bien de la comunidad internacional (p. ej. ahorrando al mundo una guerra termonuclear);
no se puede hacer. Por más que baje un ángel del cielo y diga lo contrario, no se puede hacer. Nunca.
Un caso-ejemplo. En la China de hoy el régimen político es de “partido único” (el comunista, con modalidades) y una legislación anticristiana. En ese contexto, se presentan dos candidatos, ambos comunistas, para un cargo público: Lin, partidario de tolerar a los católicos y a su culto, por parecerles una minoría insignificante a la cual desprecia; Lan, favorable a una prohibición absoluta del catolicismo, el encierro de los fieles en campos de concentración y su posterior exterminio. Ninguno de los dos candidatos sostiene los “principios no negociables”, porque son ateos y comunistas. La única diferencia es que Lin es tolerante con la Iglesia y Lan perseguidor.
¿Qué debe hacer un católico en esas circunstancias? Si votar bajo tal sistema de sufragio universal e igualitario es intrínsecamente malo, un católico fiel no puede votar. La única opción legítima que tiene es la abstención electoral. No votar, antes que pecar votando. Y si viene la persecución, padecerla hasta el martirio.
Si la tesis es teológico-moral, hay que ver si encuentra apoyo en lugares teológicos. Y la respuesta es negativa. En efecto, esta tesis se opone a:
1. El magisterio pontificio unánime y continuo desde mediados del siglo XIX hasta el presente.
2. El magisterio moralmente unánime del cuerpo de los obispos.
3. El parecer unánime de los teólogos moralistas.
4. El sentir de los fieles -algunos santos canonizados- guiados e instruidos por el magisterio jerárquico.
La cuestión entra de lleno en el objeto primario del magisterio de la Iglesia: moral, costumbres.
II. Cuestión de hecho.
Es tradicional distinguir entre la “cuestión de derecho” (doctrinal, abstracta o más circunstanciada), que consiste en determinar si el votar o ser elegido en régimen de sufragio universal es intrínsecamente inmoral; de la “cuestión de hecho”, que es establecer si la afirmación de la intrínseca inmoralidad de tales actos está contenida en la obra de algún autor y en qué sentido.
Sobre la “cuestión de hecho” se plantea el caso del Dr. Antonio Caponnetto. Si este autor sostiene en alguna de sus obras que votar o ser votado bajo sistema de sufragio universal es intrínsecamente malo. El Dr. Héctor Hernández ha publicado un artículo en el cual responde afirmativamente (puede leerse aquí; y una ampliación, en borrador, aquí). Caponnetto anuncia la publicación de un próximo libro de réplica a Hernández, que vendría a ser complemento a uno anterior destinado a contestar un inédito del iusfilósofo.
Sobre la “cuestión de hecho”, mientras no tengamos ocasión de leer de modo completo y meditado los libros de Caponnetto, no podemos publicar en nuestra bitácora una opinión fundada. Tenemos, sí, algunas conjeturas, sujetas a revisión, como las tienen muchos que se han asomado a este debate sin profundizar.
III. A los amigos nacionalistas.
Algunos amigos -muy queridos- forman parte del nacionalismo católico argentino. Y sabemos también que algunos lectores de nuestra bitácora pertenecen de algún modo a ese movimiento.
Esperamos sepan comprender que nuestra posición es "independiente". Y que, por esto, no nos importe demasiado si tal o cual autor nacionalista se desvía, o no, de los cánones de ortodoxia del paradigma al cual pertenece.
Seguir o apartarse del magisterio de un autor nacionalista no nos parece relevante. En cuestiones morales, como católicos, procuramos ser fieles a la Tradición, seguimos al magisterio de la Iglesia y complementariamente al sentir de los teólogos.
“Un buen número de vosotras goza ya de los derechos políticos, el derecho al voto. A estos derechos corresponden otros tantos deberes; al derecho del voto, el deber de votar (…) Pensadlo bien: este deber es sagrado para vosotras; os obliga en conciencia; os obliga ante Dios…” (Pío XII, 12-V-1946).

lunes, 14 de marzo de 2016

Algo sobre la participación política

El autor de estas páginas explica brevemente los fundamentos filosóficos del deber-derecho natural a la participación política. También propone -entre otras cosas- modificar el sistema de representación vigente en orden a dar expresión a los distintos cuerpos intermedios que componen la sociedad, lo cual es más realista que el sistema partidocrático vigente. Pero dado que en esta entrada no podemos reproducir el artículo completo, nos limitamos a poner de relieve la bondad de la natural politicidad humana como fundamento del deber-derecho natural a participar en la comunidad, sin perjuicio de ulteriores determinaciones del derecho positivo.
1. La consideración primaria de la participación política debe, necesariamente, ser filosófica, pues nuestro intento está en penetrar en los hechos hasta alcanzar la esencia misma de la participación comunitaria en el poder, descubriendo los primeros principios y las causas últimas que la fundan y dan sentido. Del análisis empírico de las comunidades humanas surge, como hecho social constante y reiterado, la intervención del hombre en las tareas comunitarias, su participación en el manejo y administración de los negocios preferentemente comunes a todos. De las formas más variadas el hombre se ha interesado en lo común de la convivencia, haciéndose presente en la vida pública y posibilitando con ello una concreta organización jurídico-política.
Sin embargo, no podemos quedarnos en el simple hecho de la participación; más allá de la observación empírica tenemos que razonar que esa tendencia del hombre a participar en el poder se inscribe cardinalmente en su naturaleza y que es ésta la que los impele a ocuparse del bien totalizante e integral del cuerpo político. De ahí que podamos afirmar —apoyados en el estudio sociológico del comportamiento humano y en la ética de la politicidad natural de la persona— que la participación misma entraña un derecho, un derecho que es natural en tanto y en cuanto se halla inscrito en la propia naturaleza humana. Es esta condición primaria y esencial del hombre la que requiere de la autoridad y del Estado y la que hace menester la intervención activa de los miembros de la comunidad en la formación y modelación del régimen político. El más hondo fundamento de la participación política en la gestión del bien común está, pues, en la politicidad natural de la persona que lo inclina a lo público y a lo comunitario como al ámbito más elevado de su perfección. Consiguientemente, la participación cívica es concebible como un derecho natural que, como tal, se inscribe en un orden superior y perfectivo: el orden natural humano (19).
2. Mas, como resaltara la enseñanza escolástica, todo derecho natural está vinculado en última instancia a un orden objetivo y obligatorio que impone deberes de la misma índole, es decir, naturales, y cuyo cumplimiento es imperioso para el hombre. En nuestro caso, el deber natural que genera el correlativo derecho natural a participar en la vida política no es otro que el de colaborar en la realización del bien común, en tanto con esa colaboración se logra la plenitud y perfección personal y societaria. En un rol de prioridades, el orden engendra deberes a la vez que instrumenta derechos para poder cumplirlos (20).
Esta perspectiva ético-filosófica nos revela la participación política desde una triple naturaleza: como derecho natural dimanado de un orden natural e instituido como medio para cumplir con el preceptivo moral (natural) de nuestra propia perfección.
3. La sola visión de la participación cívica en el poder como un derecho meramente legal no alcanza para conceptualizar en toda su plenitud esta potestad, puesto que hacer depender la participación como derecho de la voluntad del legislador ocasional implica tanto como arraigarla en el cambiante querer humano. Y si hacemos hincapié en la naturaleza ética de este derecho es, precisamente, para resguardarlo de omisiones legislativas ya que, siendo esencialmente natural, la participación política precede al Estado y al legislador y éste no puede sino receptarla en el orden jurídico objetivo. Es que la participación política, como tiene dicho Enrique Herrera, no es algo agregado al sistema político, "una especie de «concesión graciosamente otorgada», sino que constituye una de las bases mismas de expresión de la persona humana. La participación aparece así para las personas y grupos no sólo como un derecho, sino también como una exigencia y una obligación" (21).

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(19) Desde esta perspectiva ver: MARTÍNEZ VÁZQUEZ, BENIGNO, ob. cit., pp. 20 y ss.
(20) Tomás D. CASARES ha enseñado que: "Si la dignidad está en juego cuando se trata de resguardar los derechos primordiales, es porque de esos derechos depende en cierto modo la integridad de la condición humana". Y agrega: "Y como el deber moral no es otra cosa que la obligación de mantener y exaltar la integridad de lo humano en nosotros, viviendo —como ya lo enseriaba ARISTÓTELES— por lo más elevado de nosotros mismos —que es el espíritu— el fundamento del derecho, lo mismo que aquella delimitación de su alcance ( ... ), se halla en el deber. Tengo derecho porque debo. ( .. .) El deber funda los derechos requeridos para su propio resguardo". Y concluye: "El derecho está, pues, fundado en el deber, y al propio tiempo como sitiado por éste". (La justicia y el derecho, 3a ed., Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1974, pp. 124/125. Igualmente, ver, por todos: MARITAIN, JACQUES, El hombre y el estado, 3a ed., trad. por M. Gurrea, Buenos Aires, Kraft, 1956, pp. 102/116).
(21) HERRERA, ENRIQUE, ob. cit., p. 9. Comparar con HARO, RICARDO, Algunas reflexiones sobre la participación y la democracia, comunicación que el autor preparara y presentara en el "Primer Encuentro Argentino de Derecho Político", para profesores de la materia (ver EL DERECHO, 81-843/848). La opinión de HARO no nos parece lo suficientemente precisa cuando describe el fundamento de la participación política, pues afirma que ésta tiene dos dimensiones: como "derecho" que se reclama o se reivindica y como "deber", generalmente incumplido (pp. 844/845). La vaguedad de las expresiones nos exime de mayores comentarios.

Tomado de:

Segovia, J.F. LA PARTICIPACION POLITICA COMUNITARIA. ESENCIA Y NATURALEZA. En rev: Prudentia Iuris, Nº N 6 (1982). pp. 75 y ss.

sábado, 5 de marzo de 2016

La aversión gnóstica hacia lo político




Trascribimos unos fragmentos sobre la aversión de los gnósticos hacia la natural socio-politicidad del ser humano, que es propiedad de la naturaleza creada por Dios. Agregamos títulos entre corchetes tomados del índice del libro. El subrayado nos pertenece. Un viejo error que a veces se olvida o se reedita con modulaciones diferentes.
[Error de Judas o Simón de Galilea]
1577. Sería más fatigosa que larga la exposición de los errores sostenidos en las diferentes épocas acerca del origen y naturaleza del poder político; y sin fuerzas para esta tarea, no renunciamos a enunciar y refutar los más principales entre ellos. Defendió Judas o Simón de Galilea no ser deber del pueblo reconocer otro soberano que Dios y ser el hombre por su propia dignidad independiente de todo hombre. Esta opinión estaba muy extendida entre los judíos si hemos de creer a Josefo Flavio (1). Los judíos, observan San Jerónimo y San Agustín (2) tomaron pretexto de este error para calumniar a Jesús también galileo con el intento de presentar a los romanos sospechosa de sedición su doctrina. Este y no otro fue el propósito de quienes le interrogaron sobre la licitud de pagar el tributo al César. Judas habla indudablemente del poder civil en general y es probable haber sido su propósito al expresarse en esa forma, exceptuar solamente a los judíos por razón de la forma particular de su gobierno —esencialmente teocrático— de la obediencia a un príncipe pagano y del pago del tributo o censo.
[El poder humano como obra del principio malo en sentir de los gnósticos: su impugnación por los Apóstoles]
1578. Los gnósticos profesaron una doctrina semejante a la de Simón de Galilea. De su desprecio al poder humano y de su calificación de obra del principio malo o del diablo, atribuida a la magistratura civil, dedujeron espontáneamente la siguiente consecuencia: luego los cristianos en virtud de la libertad traída al mundo por Jesucristo y por él predicada entre los hombres estaban desligados del deber de obediencia a los poderes seculares infieles. San Pedro refutó con gran energía este error escribiendo : «Reservando para los tormentos el día del juicio mayormente a aquellos que para satisfacer sus inmundos deseos, siguen la concupiscencia de la carne y desprecian las potestades, osados pagados de sí mismas que blasfemando no temen sembrar la herejía(3).» San Pablo impugna el mismo error cuando dice: «Toda persona está sujeta a las potestades superiores porque no hay potestad que no provenga de Dios y Dios es el que ha establecido las que hay en el mundo (4).» San Judas impugna el mismo error en sus epístolas canónicas (5).
[Doctrina de los Santos Padres sobre este punto]
1579. Los Santos Padres y los escritores eclesiásticos de los primeros tiempos del cristianismo, insisten en la doctrina de los Apóstoles, rechazan y combaten todas las blasfemias de los gnósticos y reducen a polvo las acusaciones lanzadas contra la religión católica por los gentiles con el objeto de fomentar el odio de los poderes seculares contra la Iglesia. Pueden leerse en confirmación de cuanto decimos las valientes y hermosas apologías en defensa de la religión católica escritas por Atenágoras, San Justino, Clemente de Alejandría, Tertuliano y principalmente las obras de San Ireneo (6). 
__________
(1) IOSEPHUS FLAVIUS. De bello iudaico, cap. II. — Antiquil. iudaic, lib. XVIII, cap. I, II.— Act. V, 37.
(2) SANCTUS HYERONIMUS. Comment. in epist. ad Titum.—SANCTUS AUGUSTINUS. Enarratio, in psalmum 118.
(3) II Petri. II, 10.
(4) Rom. XIII, 1.
(5) Iud. V, 8.
(6) SANCTUS IRENAEUS. Adversus haeraes, lib. V, cap. XIV, col. 1186, edit. Migne.

Fuente:

Álvarez de Santa Clara, E. La Iglesia y el Estado. Buenos Aires (1925), tomo II, pp. 339-340.

jueves, 3 de marzo de 2016

Idealizaciones históricas (y II)


El período que va de la fundación de la Iglesia hasta los edictos de tolerancia de Constantino y el de Tesalónica de Teodosio (siglos I-IV) también suele ser objeto de idealizaciones históricas. En general, hoy se idealiza más a la Iglesia primitiva que a la cristiandad medieval. O mejor dicho, se hace un uso bastante sesgado de esa etapa. El cristianismo primitivo suele entenderse como un un paraíso perdido de autenticidad evangélica, opuesto a la  “era constantiniana” caracterizada por una dependencia temporal de la Iglesia con el Estado, el clericalismo, la opresión de las conciencias, el institucionalismo eclesial, etc. El arqueologismo busca en precedentes paleocristianos puntos de apoyo para los experimentos litúrgicos más insensatos y anti-tradicionales. Como si la Iglesia posterior no hubiera sido asistida por el Espíritu Santo en desarrollos homogéneos. 
Pero ahora nos interesa poner la atención en la dimensión política del cristianismo primitivo partiendo de un texto de León XIII:
…Queda, por tanto, bien claro que los católicos tienen motivos justos para intervenir en la vida política de los pueblos. No acuden ni deben acudir a la vida política para aprobar lo que actualmente puede haber de censurable en las instituciones políticas del Estado, sino para hacer que estas mismas instituciones se pongan, en lo posible, al servicio sincero y verdadero del bien público, procurando infundir en todas las venas del Estado, como savia y sangre vigorosa, la eficaz influencia de la religión católica.
Así se procedía en los primeros siglos de la Iglesia. Las costumbres paganas distaban inmensamente de la moral evangélica. Sin embargo, en pleno paganismo, los cristianos, siempre incorruptos y consecuentes consigo mismos, se introducían animosamente dondequiera que podían. Ejemplares en la lealtad a los emperadores y obedientes a las leyes en cuanto era lícito, esparcían por todas partes un maravilloso resplandor de santidad, procurando al mismo tiempo ser útiles a sus hermanos y atraer a los demás a la sabiduría de Cristo; pero dispuestos siempre a retirarse y a morir valientemente si no podían retener los honores, las dignidades y los cargos públicos sin faltar a su conciencia. De este modo, las instituciones cristianas penetraron rápidamente no sólo en las casas particulares, sino también en los campamentos, en los tribunales y en la misma corte imperial. “Somos de ayer y ya llenamos todo lo vuestro: las ciudades, las islas, las fortalezas, los municipios, las asambleas, los campamentos, las tribus, las decurias, el palacio, el Senado, el foro” [30]. Hasta tal punto que, cuando se dio libertad de profesar públicamente el Evangelio, la fe cristiana apareció no dando vagidos como un niño en la cuna, sino adulta y vigorosa ya en la mayoría de las ciudades.
El p. Regatillo explicaba las enseñanzas de Cristo y los Apóstoles y su incidencia en la conducta de los primeros cristianos en relación con el orden temporal:
[Cristo y el poder temporal en el Nuevo Testamento]
32. Era de persecución de la Iglesia. Cristo fue anunciado por los profetas como rey, muchos siglos antes de su venida al mundo (Salmo 71, 8). Como rey le anunció el Ángel San Gabriel a la Virgen María; como rey, cuyo reino no tendrá fin en los tiempos ni límite en el espacio. Regnabit in domo Jacob in aeternum et regni ejus non erit finis (S. Luc. 1, 32). Como a rey le buscaron los Magos, para ofrecerle ricos presentes de oro, incienso y mirra (S. Mat. 2, 2). Por rey se reconoció El mismo ante el tribunal de Pilatos, momentos antes de ser condenado a muerte: Ergo rex es tu? — Tu dicis, quia rex sum ego (S. Juan 18, 37). Por rey le reconoció el mismo Pilatos, mandando poner en lo más alto de la cruz este rótulo en griego, hebreo y latín: Jesús Nazareno, rey de los judíos (S. Juan 19, 19).
Pero Cristo jamás quitó ni mermó a los otros príncipes su potestad; antes al contrario prescribió la obediencia a las legítimas autoridades civiles, aunque fuesen judías o gentiles: Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios (S. Marc. 12, 17). Porque, como El mismo respondió a Pilatos: Mi reino no es de este mundo (S. Juan 18, 36), no es reino temporal, sino espiritual; no tiene por fin el bienestar terreno de sus súbditos, sino la vida eterna: Et ego vitam aeternam do eis (S. Juan 10, 28).
Por eso una vez que las turbas, después que obró el gran milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, le quisieron aclamar por rey suyo, Jesucristo declinó este honor, escapándose y escondiéndose entre las malezas del monte (S. Juan 6, 15).
(…)
Tampoco instituyó Cristo en su Iglesia una teocracia, como en el Antiguo Testamento la instituyó Dios entre el pueblo judío, donde el mismo Dios directamente gobernaba la nación, designando por modo sobrenatural las personas de los reyes o jueces que con su autoridad ejerciesen el supremo poder civil, e invistiendo de poderes civiles a las autoridades religiosas. No así Jesucristo, el fundador de la Iglesia. Jesucristo a sus Apóstoles les confió solamente el cargo de propagar la Iglesia por todo el mundo, y les confirió todos los poderes espirituales necesarios para gobernarla. Data est mihi omnis votestas... Euntes ergo docete omnes gentes (S. Mat. 28, 19). Eritis mihi testes in ludaea et in Samaria et in Galilea et usque ad ultimum terrae (Hechos de los Apóst. 1, 8). No les confirió autoridad ninguna civil. Por eso los Apóstoles y sus sucesores no fueron príncipes civiles.”
[Los Apóstoles y los primeros cristianos ante el poder temporal]
“33. Conducta de los Apóstoles. Con derecho exigieron que se les reconociese su misión divina. Sin razón les prohibieron las autoridades civiles la libre predicación y ejercicio de la religión cristiana. Pues:
a) Ellos exhortaban a los fieles a que prestasen obediencia a los príncipes civiles, aunque fuesen gentiles, y esto por obligación de conciencia, propter conscientiam, como se lo inculcan San Pedro a los cristianos de Asia y San Pablo a los de Roma (Carta 1. de San Pedro 2, 13 sgts. ; de San Pablo a los Rom. 13, 1 sg.).
b) Reconocían que la potestad civil viene de Dios. Non est potestas nisi a Deo (Rom. 13, 1).
c) Los exhortaban a hacer oración por todas las personas constituidas en autoridad; porque esto es grato a los ojos de Dios. Así lo inculca San Pablo en carta pastoral a su discípulo Timoteo, Obispo de Éfeso (I Tm. 2, 1).
d) De hecho consta por el testimonio de todos los historiadores que los cristianos de los tres primeros siglos eran los mejores ciudadanos, los más fieles cumplidores de los deberes civiles. Libanio, gentil, maestro de Retórica de San Juan Crisóstomo, admirado de la virtud de su discípulo y de los cristianos, exclamaba: ¡Qué mujeres tienen los cristianos! Ahí está, por ejemplo, la madre de Juan, ¡qué prudente, qué casta, qué santa! (Era Santa Antusa). Tertuliano en el siglo III (Apología, cap. 39), cuenta la admiración que causaba entre los gentiles del Norte de África la conducta irreprochable de los cristianos: "Los gentiles se admiran de que entre nosotros no usamos otro tratamiento que el de hermanos, y señalándonos con el dedo exclaman: “Mira cómo se quieren, mira cómo están dispuestos a dar la vida los unos por los otros" (Migne, Patrologia latina, I, col. 534).
Externamente, la Iglesia de aquellos tiempos tuvo que soportar numerosas persecuciones. Fue una época de gloriosos mártires y confesores. Pero también existieron los lapsi, que no resistían; los libelatici, que se conseguían un “certificado” de haber adorado al Emperador, para eludir los castigos o el martirio; "provocadores”, que buscaban un martirio autocomplaciente. Internamente, la Iglesia tuvo que afrontar varias pruebas importantes: la defensa de la fe frente a herejías, de tres distintos grupos: el judeo-cristianismo, negador de la divinidad de Jesucristo;  un segundo grupo —posterior— que se caracterizó por su rigorismo moral, estimulado por la creencia en un inminente fin de los tiempos (montanistas; donatistas); y la mayor amenaza, que fue la herejía gnóstica.
La Iglesia primitiva siguió dos líneas aparentemente contradictorias respecto de lo político: participar (los cristianos “se introducían animosamente”; por ejemplo, desde el siglo I aristócratas romanos se convertían, y un edicto persecutorio de Valeriano los tuvo por principales destinatarios) y no contaminarse (“aprobar lo que ... puede haber de censurable en las instituciones políticas del Estado”). Lo hizo en sociedades paganas y perseguidoras hasta la muerte. No profesó el donatismo político; ni asumió la concepción gnóstica o maniquea de la polis. Su respuesta a la ciudad pagana fue "sí y no", como decía un arzobispo francés...

martes, 1 de marzo de 2016

Idealizaciones históricas (I)



No se debe identificar sin más Cristiandad con Edad Media. La Cristiandad es una vocación de la Iglesia y de los políticos cristianos de ordenar según Dios las realidades temporales. No siempre se podrá realizar en la historia, pero los cristianos que actúan en el orden temporal no deben renunciar a un ideal permanente.
Durante las persecuciones de los primeros siglos, los cristianos sabían perfectamente que estaban lejos de vivir en un régimen de Cristiandad y que ese régimen era por aquel entonces irrealizable en lo inmediato. La Edad Media comprende  diez siglos de historia europea en los cuales la Cristiandad tuvo una realización concreta. Pero ello no significa que todos y cada uno de los hechos políticos de aquel tiempo fueran elementos de Cristiandad, casi hasta el punto de afirmar (con un exceso de simplismo): si medieval, cristiano. Porque en aquellos tiempos se cometieron muchos pecados (aunque había mayor conciencia de pecado, lo cual facilita la rectificación) y porque las relaciones entre la potestad política y la eclesiástica no fueron armónicas en todo momento. Hubo problemas de intromisión de una potestad en el ámbito de la otra, aunque se puede compartir el balance positivo del p. LLORCA “la íntima unión entre la Iglesia y el Estado y la protección que éste ejerce sobre aquella, ha traído algunos daños o inconvenientes, a las veces bastante considerables; pero que son muchísimo mayores los bienes y ventajas que han traído a la Iglesia y a la civilización cristiana”.
Hay un texto muy conocido de LEÓN XIII:
“Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios y quedará vigente en innumerables monumentos históricos que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer”.
Palabras de las cuales no se sigue, sin embargo, que identificara Cristiandad con Edad Media. En un discurso a los cardenales (1892), señalaba LEÓN XIII que la Cristiandad se logrará “no mediante el restablecimiento de las instituciones de la Edad Media” sino con una “fe robusta, reforzada en la conciencia de los pueblos”. Lo cual es coherente con sus enseñanzas doctrinales y directrices prácticas ante el fenómeno político del “derecho nuevo”.
En la misma línea se expresaría décadas después PÍO XII:
“21. (…) si la Iglesia y el Estado conocieron horas y años de lucha, hubo también, desde Constantino el Grande hasta la época contemporánea, e incluso hasta nuestros días, períodos tranquilos, a menudo prolongados, durante los cuales colaboraron, dentro de una plena comprensión, en la educación de las mismas personas. La Iglesia no disimula que en principio considera esta colaboración como normal y que mira como ideal la unidad del pueblo en la verdadera religión y la unanimidad de acción entre ella y el Estado. Pero sabe también que desde cierto tiempo los acontecimientos evolucionan más bien en otro sentido…”.
“26. La Iglesia católica no se identifica con ninguna cultura; su esencia se lo prohíbe…”
En estos temas hay que cuidarse un poco de las idealizaciones románticas. Los hechos históricos tienen su importancia, pero no constituyen -por sí mismos- doctrina católica, ni norma última de acción.