domingo, 30 de abril de 2017

Cartas de un demonio a su sobrino (II)


Mi querido Orugario:
Vamos al grano. Voy a describirte el proceso psicológico típico de toda tentación: la pendiente por la que las turbiedades más sutiles acaban llevando a infidelidades palmarias.
Dividiré mi relato de ese proceso en tres capítulos, que pueden titularse con frases del libro que contiene la palabra de nuestro Enemigo y que los humanos llaman Nuevo Testamento.
Dice nuestro Enemigo que «todos buscan su propio interés, y no el de Cristo» (Fil. 2,21). ¡Pues esto mismo es lo que debemos producir en nuestros inquisidores de bolsillo!
Ante todo, es fundamental que nuestros pequeños torquemadas tengan: primero, un profundo sentimiento de la absoluta necesidad de sí mismos y de su labor persecutoria; y, segundo, la convicción de que la Iglesia vive un estado de excepción, cuya urgencia les libera de toda clase de escrúpulos sobre los procedimientos a emplear. Escrúpulos no sólo respecto de los derechos de quienes son «reos» de sus denuncias, sino también de las enseñanzas y normas de la Iglesia.
Pero debes ser muy cuidadoso en este punto. Un sentimiento directo sería advertido con facilidad. Debes recubrirlo de ropajes más nobles. Y para ello te servirá el sentimiento de responsabilidad. Que si guarda el debido equilibrio es —para los humanos— una virtud. Pero tu objetivo —nunca lo olvides— es causar una responsabilidad exagerada y deforme, que se convierta en una forma sutil de egolatría. En suma, que se persuadan de que la salud de la Iglesia depende de que existan inquisidores a mano. Y que ellos, en esta tarea, son irreemplazables.
¿Lo entiendes? Insisto: deben llegar a la convicción de la propia necesidad para nuestro Enemigo y su Iglesia. Deben perder el sentido de la gratuidad: que no reconozcan que nuestro Enemigo les hace una gracia al servirse de ellos. Que crean que el Enemigo tiene «suerte» de que ellos sean defensores de su causa.
Finalmente, has de lograr que ellos —confundiendo la «causa de Dios» con su propia gloria— hagan del celo por la ortodoxia pretexto para descargar su agresividad. Y luego, una vez liberadas esas pulsiones, has de vincular su obsesión por la «buena doctrina» con un sentimiento de superioridad grupal. Esta será una de las cumbres de perfección de tu obra tentadora: la complacencia por pertenecer a un colectivo superior: familia, institución, cofradía, nación…
Tu cariñoso tío,
Escrutopo.  

1 comentario:

Palamita dijo...

Con frecuencia los laicos nos olvidamos de nuestra tarea fundamental ordenada por Nuestro Señor, que es ser “luz del mundo”, viviendo el Sermón de la Montaña. Solo esos 3 capítulos de San Mateo son una ardua tarea, demasiado ardua, “imposible para los hombres” pero posible para Dios, quien nos da la energía para ello a través de los Sacramentos y la Oración, para vivir en Cristo y así vivir en la Trinidad.
Si no nos abocamos de lleno a obtener esa gracia, de poco sirve adoptar una pose de caballero cruzado con espada flamígera.
Y voy más allá: cuando se absolutizan las virtudes cardinales (y especialmente sus partes integrantes como la religión y la castidad), se desconectan de las teologales y con ello del Dios Trino. Así, pierden su sentido y solo cobran el sentido que la propia persona les da: trasfondo “espiritual” de la acción política, identidad del grupo social y, en el peor de los casos, desahogo sectario y violento de las pasiones más bajas.