IV. Teología de la historia.
La expresión «Teología de la
historia» tiene varias acepciones. Por lo general se entiende como una
reflexión sobre el significado teológico de la historia humana a partir de las
premisas y del método teológico. La cual debe distinguirse de la «historia de
la salvación», que es el conjunto de acontecimientos que se desarrollaron en el
espacio y en el tiempo, a través de los cuales el Dios se manifiesta y conduce a
los hombres según sus designios salvíficos. La «historia de la salvación» trata
acerca de algunos acontecimientos históricos sobre los cuales Dios ha hablado
directamente: la Creación, la Alianza con Israel, la Encarnación de Cristo, su
Resurrección, etc. Se puede dividir en tres grandes tiempos históricos: el
tiempo de Israel, el tiempo de Jesucristo y el tiempo de la Iglesia. Concluirá
con la Parusía.
Entre «historia de la salvación» e
«historia profana», aunque sean distintas, existe una relación íntima, pues
Dios está encarnado e inserto en la historia. Para un cristiano, la historia
tiene un sentido. La fe cristiana excluye, en primer lugar, toda visión cíclica
del acontecer para describirlo en cambio como una sucesión de eventos,
individuales e irrepetibles, orientados hacia la consumación final. Excluye
también, toda filosofía del absurdo y toda interpretación que vea la existencia
humana abocada a la nada o a la destrucción; la última palabra no la tienen el
mal o el pecado, sino la gracia y la voluntad salvadora de Dios. Ese
convencimiento afecta no sólo a la totalidad del acontecer histórico, sino a
cada acontecimiento en concreto; la fe da al cristiano el conocimiento de que,
por muy oscura y dolorosa que sea una situación, en ella se contiene una
llamada de Dios y, por tanto, la promesa de la gracia para saber manifestar
allí la caridad, que es la esencia de la ley cristiana.
Pero la Revelación no se expresa
sobre los hechos que constituyen la trama de la «historia profana». ¿Qué enseña
la Biblia sobre la revolución rusa de 1917? ¿Qué datos hay en la Tradición
sobre la bomba de Hiroshima? ¿Acaso los Santos Padres enseñaron unánimemente sobre
el «Brexit»? La Revelación tampoco permite desentrañar de modo cierto las
razones por las que Dios ha permitido o querido determinados hechos: por qué ha
nacido el Islam, por qué quiso Dios que los reinos de Francia y de Gran Bretaña
fueran distintos, enviando para eso a Juana de Arco, etc.
Sabemos con certeza que la
«historia profana» como totalidad está gobernada por la Providencia y orientada
a la realización escatológica. Está revelado que existe un tiempo histórico y
ese tiempo no es vacío e inútil, sino que desempeña una función imprescindible
para la realización plena del plan divino de salvación. Pero no ha sido
revelado el sentido que tienen los acontecimientos singulares, ni los procesos
más generales, que constituyen la «historia profana». Es un misterio. Y todo
intento de descifrar certeramente este misterio de la historia está condenado
al fracaso, pues tal conocimiento sólo puede ser obtenido desde Dios y, por
tanto, está reservado al fin de los tiempos, al juicio final.
Hay que insistir en que la «Teología
de la historia», si bien se propone reflexionar sobre la «historia profana», en
la consideración de los hechos y procesos, se encuentra con un límite enorme, conocido
y respetado por los teólogos serios, aunque soslayado por los adeptos al
«conspiracionismo»: el misterio, lo oscuro, aquello que Dios pudo revelar pero no
quiso y que, de hecho, no manifestó. Este límite debiera poner freno a la «arrogancia»
de algunas teorías conspirativas que se camuflan de «Teología de la historia». Porque,
en efecto, el conocimiento humano del devenir histórico no es Ciencia Divina*. El
cristiano no puede conocer los designios de la providencia al detalle, con una
curiosidad exigente; es incapaz de «comprender» a Dios dominándolo -saber es dominar-
tratando vanamente de «ser como Dios» (Gén 3,5).
El cristiano, sin ceder a la «tentación
gnóstica», no niega la providencia de Dios en la historia, ni la olvida, sino
que humildemente la contempla día a día, en la adoración del Inefable. Está
bien dispuesto respecto de una sana «Teología de la historia» -que no es
Ciencia Divina, sino ciencia creada- pero es consciente del diferente valor epistémico que
tienen sus posibles afirmaciones. Pues sabe que sólo al final de los tiempos
habrá un desvelamiento completo del proyecto divino, el cual ahora es cognoscible
sólo de modo limitado.
Aristóteles estableció de modo
claro los principios fundamentales en los que se debe basar todo conocimiento
científico. El verdadero saber científico (scientia
demonstrativa) es aquel conocimiento de las cosas «necesarias» adquirido
por «demostración». No todo conocimiento silogístico es demostrativo, ya que
puede existir también un silogismo dialéctico, construido a partir de premisas
que son contingentes, y por lo tanto no concluyentes de modo necesario. Santo
Tomás asumió esta noción aristotélica de ciencia
distinguiéndola de otros conocimientos menos perfectos (ciencias en sentido moderno, según L.M. Régis, OP; cuasi-ciencias, según O. N. Derisi; ciencias imperfectas, para I. Gredt) que
no son ciencia stricto sensu.
Los tomistas (un panorama, aquí y aquí) dan cuenta del carácter análogo de la noción de
ciencia y coinciden en la siguiente conclusión: la Historia no es ciencia en sentido clásico, estricto,
aristotélico. Porque no tiene por objeto lo universal y necesario, sino lo
singular y contingente; y porque sus conclusiones, lógicamente, no alcanzan la
certeza necesaria.
Una
«Teología de la historia» que sea verdadera no puede ignorar el valor
epistémico de los datos que le suministra la ciencia histórica. Pero el
«conspiracionismo» suele suponer que los elementos historiográficos con las
cuales teje sus «explicaciones» tienen una certeza propia de lo universal y
necesario. Vale decir, se maneja con el supuesto «racionalista» de que la
Historia sería una ciencia en sentido
estricto. A lo que se debe agregar una habitual confusión entre «historia»
(=realidad) e «historiografía» (=conocimiento histórico). Con un agravante: lo
que el «conspiracionismo» denomina «Historia», no suele ser más que una
selección historiográfica sesgada, tomada de un repertorio limitado de autores,
que le sirven más para validar esquemas preconcebidos que para aproximarse a la
realidad de los hechos.
La
«Teología de la historia» -cuando es un disciplina seriamente cultivada- sabe
diferenciar entre las grandes líneas que develan la estructura de la historia,
al estilo de La ciudad de Dios de San
Agustín, de las aplicaciones particulares respecto de las cuales el
conocimiento histórico sólo permite arribar a conclusiones probables o enunciar modestas conjeturas.
«En el juicio final que concierne a todos los hombres en
cuanto son miembros del género humano y han participado de la historia común,
el sentido de la historia, de los conflictos, las guerras crueles, el progreso
y la decadencia de los pueblos y las culturas nos será revelado» (L. Elders).
En el juicio final… No antes, por
obra de «iluminados».