Siempre será difícil encontrar un nombre adecuado al
carácter sui generis de la forma de gobierno de la Iglesia.
Así lo reconocía el afamado cardenal Billot: «Ignoro si alguna vez se le
haya encontrado o se le pueda encontrar un nombre adecuado. Es ésta en realidad
una monarquía sui generis, a la cual no sin razón se le puede
aplicar aquello de que no se ha visto antes de ella otra semejante ni
se verá después» (cfr. TRACTATUS DE ECCLESIA CHRISTI. Tomo I, p.
524 aquí).
El 2 de octubre de 1945 el papa Pío XII dirigió un discurso a
la Rota Romana conocido como Dacché piacque. Con una claridad
notable, tan distinta del actual magisterio «con olor a oveja», trató temas de
eclesiología y derecho público eclesiástico: las diferencias entre el
ordenamiento jurídico civil y el canónico, a la luz de las diferencias de
naturaleza que median entre la Iglesia y el Estado. Y bajo esta luz, retomó la comparación
entre ambas sociedades, para salir al cruce de asimilaciones equivocadas.
En el contexto político europeo de 1945, no era prioritario marcar
diferencias con las «monarquías absolutas» -como lo fue para el Episcopado
Alemán con Pío
IX- sino
concentrar la atención en otras posibles comparaciones. Es por esto que el
discurso a la Rota buscaba esclarecer las diferencias que hay entre la forma de
gobierno de la Iglesia, por una parte, y algunas formas políticas vigentes en
ese momento, por otra. De modo que en la primera mitad del XX era más necesario
precisar que la Iglesia, no es:
— un «totalitarismo», que somete a uniformidad mecánica la
diversidad de sus miembros, bajo un poder de extensión indebida;
— un «autoritarismo», que establece relaciones de dominación
puramente mecánicas que llegan hasta el punto de «ahogar y remover los derechos
esenciales reconocidos a cada una de las personas físicas y morales en la
Iglesia» [n. 13];
— una «democracia moderna», en la cual el sujeto originario
del poder es el pueblo.
A continuación reproducimos el discurso completo, cuya lectura
meditada recomendamos vivamente. Lo tomamos de la obra DOCTRINA
PONTIFICIA V. DOCUMENTOS JURÍDICOS, (ed. preparada por José Luis
Gutiérrez García), Madrid, BAC, 1960, pp. 203-213. El texto original en
italiano, se encuentra aquí.
[1] Desde que quiso el Señor, juez soberano de todas
las justicias humanas, constituirnos representante y vicario suyo
en este mundo, hoy por primera vez —después de haber escuchado la
amplia y docta relación anual de la actividad de este Sagrado Tribunal,
que nos ha hecho vuestro dignísimo Decano— podemos expresaros, queridos
hijos, nuestra gratitud y exponeros nuestro pensamiento, sin que el fragor
de las armas cubra nuestra voz con sus siniestros estruendos. ¿Nos atreveremos
a decir que es la paz? Todavía no, por desgracia. ¡Quiera. Dios que
sea, al menos, su aurora! Una vez terminada la violencia de
los combates, suena la hora de la justicia, cuya obra consiste
en restaurar con sus juicios el orden trastornado o perturbado. Formidable dignidad
y poder el del juez, que por encima de todas las pasiones y prejuicios,
debe reflejar la misma justicia de Dios, ya se trate de dirimir las
controversias, ya de reprimir los delitos
[2] Porque éste es, en realidad, el objeto de todo juicio,
la misión de todo poder judicial, eclesiástico o civil. Una
rápida: ojeada superficial a las leyes y a la práctica judiciales
podría hacer creer que el ordenamiento procesal eclesiástico y el
civil, presentan diferencias meramente secundarias, algo así como las
que se notan en la administración de la justicia en dos Estados civiles de
la misma familia jurídica. También parecen coincidir en el mismo fin
inmediato: actuación o tutela del derecho establecido por la ley, pero en
el caso particular debatido o lesionado, por medio de la sentencia
judicial, es decir, mediante un juicio pronunciado por la autoridad
competente de acuerdo con la ley. Se encuentran, igualmente, en ambos
los varios grados de las instancias judiciales; el
procedimiento muestra en ambos casi los mismos elementos principales:
demanda de iniciación de la causa, citaciones, examen de los
testigos, comunicación de los documentos, interrogatorio de
las partes, conclusión del proceso, sentencia, derecho de apelación.
[3] A pesar de lo cual, esta amplia semejanza externa e interna no
debe hacer olvidar las profundas diferencias que existen: 1.°, en el origen y
en la naturaleza; 2.º, en el objeto; 3.°, en el fin. Nos limitaremos hoy a
hablar del primero de estos tres puntos, dejando para años futuros, si Dios
quiere, la exposición de los otros dos.
[I. Pretendidas analogías entre el poder civil y el poder
eclesiástico]
[4] La potestad judicial es una parte esencial y una
función necesaria del poder de las dos sociedades perfectas, la
eclesiástica y la civil. Por esto la cuestión del origen de la
potestad judicial se identifica con la del origen del poder.
[5] Pero por esto precisamente, además de las semejanzas ya
indicadas, se ha creído encontrar otras más profundas.
[6] Es cosa singular ver cómo algunos seguidores de
las diversas concepciones modernas acerca del poder civil han
invocado, para confirmar y para sostener sus opiniones, las
presuntas, analogías con la potestad eclesiástica Esto vale lo mismo
tratándose del llamado «totalitarismo» y «autoritarismo» que
tratándose de su polo opuesto, la democracia moderna. Pero,
en realidad, aquellas más profundas semejanzas no existen en
ninguno de los tres casos, como un breve examen lo
demostrará fácilmente.
[7] Es innegable que una de las exigencias vitales de
toda comunidad humana, y, por lo tanto, también de la Iglesia y
del Estado, consiste en asegurar duraderamente la unidad en la
diversidad de sus miembros.
[El totalitarismo de Estado]
[8] Ahora bien, el «totalitarismo» es siempre incapaz de
satisfacer esta exigencia, porque da al poder civil una extensión indebida,
determina y fija en el contenido y en la forma todos los campos de actividad, y
de este modo oprime toda legítima vida propia —personal, local y profesional—
en una unidad o colectividad mecánica, bajo la impronta de la nación, de la
raza o de la clase.
[9] En nuestro radiomensaje de Navidad de 1942 Nos
hemos señalado ya particularmente las tristes consecuencias
acarreadas al poder judicial por aquella concepción y por
aquella práctica, que suprime la igualdad de todos ante la ley y deja
las decisiones judiciales a merced de un mudable instinto colectivo.
[10] Por otra parte, ¿quién podrá pensar que estas
interpretaciones erróneas, violadoras del derecho, hayan podido
determinar el origen o influir en la acción de los tribunales
eclesiásticos? Esto no ha sucedido ni sucederá nunca, porque
es contrario a la misma naturaleza de la potestad social de la
Iglesia, como veremos en seguida.
[El autoritarismo de Estado]
[11] Pero a aquella exigencia fundamental está muy
lejos también de satisfacer la otra concepción del poder civil,
que puede ser designada con el nombre de «autoritarismo»,
porque excluye a los ciudadanos de toda participación eficaz o
influjo en la formación de la voluntad social. Divide, por tanto, a la
nación en dos categorías, la de los dominadores y la de los
dominados, cuyas recíprocas relaciones vienen a ser puramente
mecánicas, bajo el imperio de la fuerza, o tienen un
fundamento meramente biológico.
[12] Ahora bien, ¿quién no ve que de esta manera
queda profundamente trastornada la verdadera naturaleza del
poder estatal? Este, en efecto, por sí mismo y mediante el ejercicio
de sus funciones, debe tender a que el Estado sea una
verdadera comunidad, íntimamente unida en el fin último, que es el
bien común. Pero en aquel sistema el concepto de bien común se hace
tan deleznable y se revela tan claramente como un engañoso manto del
interés unilateral del dominador, que un desenfrenado «dinamismo»
legislativo excluye toda seguridad jurídica, y, por lo mismo, suprime un
elemento fundamental de todo verdadero orden judicial.
[13] Nunca un dinamismo tan falso podrá ahogar y remover los
derechos esenciales reconocidos a cada una de las personas físicas y
morales en la Iglesia. La naturaleza del poder eclesiástico no tiene nada
común con este «autoritarismo», al cual, por consiguiente, no se le puede
reconocer punto alguno de referencia con la constitución jerárquica de la
Iglesia.
[La democracia moderna]
[14] Queda por examinar la forma democrática del poder civil, en
la que algunos querrían hallar mayor semejanza con el poder eclesiástico. Sin
duda, donde está vigente una verdadera democracia teórica y práctica, está
colmada aquella exigencia vital de toda sana comunidad, a la que nos hemos
referido. Pero esto tiene lugar o puede tener lugar en igualdad de
circunstancias, también en las otras legítimas formas de gobierno.
[15] Ciertamente, la Edad Media cristiana,
particularmente informada por el espíritu de la Iglesia, con su riqueza de
florecientes comunidades democráticas demostró cómo la fe
cristiana sabe crear una verdadera y propia democracia, e
incluso cómo esa fe es la única base duradera de ésta. Porque una
democracia sin la unión de los espíritus, al menos en los
principios fundamentales de la vida, sobre todo en lo que se refiere
a los derechos de Dios y a la dignidad de la persona humana,
al respeto a la honesta actividad y libertad personales, también
en los asuntos políticos, una democracia semejante seria defectuosa e
insegura. Así pues, cuando el pueblo se aleja de la fe cristiana y no la
pone resueltamente como principio de la vida civil, entonces también la
democracia fácilmente se altera y se deforma y con el transcurso del
tiempo se ve sujeta a caer en el «totalitarismo» o en el «autoritarismo» de un
solo partido.
[16] Si, por otra parte, se tiene en cuenta la tesis preferida de
la democracia —tesis que insignes pensadores cristianos han defendido en todo
tiempo— es decir, que el sujeto originario del poder civil derivado de Dios es
el pueblo (y no la «masa»), resulta cada vez mas clara la distinción entre la
Iglesia y el Estado, aun siendo este democrático.
[II. ORIGEN DEL PODER EN LA IGLESIA Y EN EL ESTADO]
[17] Esencialmente diversa del poder civil es, en realidad, la potestad
eclesiástica y, por consiguiente, también el poder judicial en la Iglesia.
[Contraste evidente]
[18] El origen de la Iglesia, en oposición con el origen
del Estado, no es de derecho natural. El más amplio y
cuidadoso análisis de la persona humana no ofrece elemento alguno
para concluir que la Iglesia, al igual que la sociedad civil, habría
tenido que nacer y desarrollarse naturalmente. La Iglesia deriva de
un acto positivo de Dios, más allá y por encima de la índole social del hombre,
por más que esté en perfecta armonía con ésta; porque la potestad
eclesiástica y, por tanto, también el correspondiente poder judicial, ha
nacido de la voluntad y del acto, con los que Cristo ha fundado su
Iglesia. Esto no quita, sin embargo, que una vez constituida la Iglesia,
como sociedad perfecta, por obra del Redentor, brotasen del fondo de su
naturaleza no pocos elementos de semejanza con la estructura de la
sociedad civil.
[19] Sin embargo, hay un punto en el que esta diferencia
fundamental se manifiesta con particular evidencia. La fundación de la Iglesia
como sociedad se ha realizado de manera contraria al origen del Estado, no de
abajo arriba, sino de arriba abajo; esto es; Cristo, que en su Iglesia ha
realizado el reino de Dios sobre la tierra, por El anunciado y destinado para
todos los hombres de todos los tiempos, no ha confiado a la comunidad de los
fieles la misión de maestro, de sacerdote y de pastor recibida del Padre para
la salvación del género humano, sino que la ha transmitido y comunicado a un
colegio de apóstoles o enviados, escogidos por El mismo, para que con su
predicación, con su ministerio sacerdotal y con la potestad social de su oficio
hicieran entrar en la Iglesia a la muchedumbre de los fieles para
santificarlos, iluminarlos y conducirlos a la plena madurez de los seguidores
de Cristo.
[20] Examinad les palabras con las que Él les ha comunicado sus
poderes: el poder de ofrecer el sacrificio en memoria suya (1), poder de
perdonar los pecados (2), prometa y colación de de la potestad suprema de las
llaves a Pedro y a sus sucesores personalmente (3) comunicación del poder de
atar y desatar, a ledos los apóstoles (5). Meditad, las palabras con que
Cristo, antes de su ascensión, transmitió a estos mismos apóstoles la misión
universal, que ha Él había recibido del Padre.
¿Hay, acaso, en todo esto algo que pueda dar lugar a dudas o
equívocos? Toda la historia de la Iglesia, desde su comienzo hasta
nuestros días, no cesa de hacerse eco de aquellas palabras y de dar el mismo
testimonio con una claridad y exactitud que ninguna sutileza puede turbar
o empañar. Ahora bien: todas estas palabras, lodos estos testimonios,
proclaman al unísono que en la potestad eclesiástica la esencia, el punto
central, según la expresa voluntad de Jesucristo, y consiguientemente por
derecho divino, es la misión confiada por Él a los ministros de la obra de la
salvación en la comunidad do los fieles y en todo el género humano.
[21] El canon 109 del Código de derecho canónico ha dado luz
claara y relieve escultórico a este admirable edificio: «Los que son
incorporados a la jerarquía eclesiástica no son escogidos por el
consentimiento o designación del pueblo o del poder secular, sino que son
constituidos en los grados de la potestad de orden con la ordenación sagrada;
en el sumo pontificado, por el propio derecho divino, una vez cumplida la
condición de la elección legítima y de su aceptación; en los demás grados
de jurisdicción, mediante la misión canónica.»
[22] «No por el consentimiento o designación del pueblo o del
poder secular»: El pueblo fiel o el poder secular pueden haber participado con
frecuencia, en el curso de los siglos, en la designación de aquellos a quienes
debían ser conferidos los cargos eclesiásticos, para los cuales, por otra
parte, incluso para el Sumo Pontificado, pueden ser elegidos tanto los
descendientes de noble clase como el hijo de la más humilde familia
obrera. Sin embargo, en realidad, los miembros de la jerarquía
eclesiástica han recibido y reciben siempre su autoridad de lo alto y
no deben responder del ejercicio de su mandato más que, o inmediatamente ante
Dios, a quien solamente está sujeto el Romano Pontífice, o bien, en los otros
grados, ante sus superiores jerárquicos, pero no tienen que dar cuenta
alguna ni al pueblo ni al poder civil, dejando a salvo, naturalmente, la
facultad de todo fiel de presentar en la debida forma sus súplicas y
recursos a la autoridad eclesiástica competente, o también
directamente a la suprema potestad de la Iglesia, especialmente
cuando el suplicante o el recurrente está movido por motivos
que tocan a su personal responsabilidad para la salud espiritual,
propia o ajena.
[Dos conclusiones]
[23] De cuanto hemos expuesto se derivan principalmente dos
conclusiones:
1.a En la Iglesia, al revés que en el Estado, el sujeto primordial
del poder, el juez supremo, la última instancia de apelación, nunca es la
comunidad de los fieles. No existe, por tanto, ni puede existir en la Iglesia,
tal como ha sido fundada por Cristo, un tribunal popular o una potestad
judicial derivada del pueblo.
[24] 2.a La cuestión de la extensión y alcance de la
potestad eclesiástica se presenta también de un modo
completamente diferente del que presenta referida al Estado. Para
la Iglesia tiene valor, en primer lugar, la voluntad expresa de Cristo, quien
pudo darle, según su sabiduría y bondad, medios y poderes mayores o
menores, salvo siempre el mínimo exigido necesariamente por su naturaleza
y su fin. La potestad de la Iglesia abarca a todo el hombre, su interior y
su exterior en orden a la consecución del fin sobrenatural, porque el
hombre está completamente sometido a la ley de Cristo, de la que la
Iglesia ha sido constituida por su divino Fundador depositaria y
ejecutora, tanto en el foro externo como en el foro interno o de conciencia.
Potestad, por tanto, plena y perfecta, aunque ajena a aquel
«totalitarismo» que no admite ni reconoce la honesta apelación a los
claros e imprescriptibles dictámenes de la propia conciencia y violenta
las leyes de la vida individual y social escritas en los corazones de los
hombres. Porque la Iglesia tiende con su poder no a esclavizar a la
persona humana, sino a asegurar su libertad y perfección, redimiéndola de
las debilidades, de los errores y de los extravíos del espíritu y del
corazón, los cuales, tarde o temprano, acaban siempre en la deshonra y en la
esclavitud.
[25] El carácter sagrado que a la jurisdicción
eclesiástica corresponde por su origen divino y por su pertenencia a la
potestad jerárquica, debe inspiraros, amados hijos, una
altísima estima de vuestro oficio y espolearos a cumplir sus austeros
deberes con fe viva, con rectitud inalterable y con celo
siempre vigilante. Pero detrás del velo de esta austeridad, ¡qué
resplandor se revela a los ojos de quien sabe ver en el poder judicial la majestad
de la justicia, que en toda su acción tiende a mostrar a la Iglesia, la
Esposa de Cristo, santa e inmaculada ante su divino Esposo y ante los
hombres!
[26] En este día en que se abre vuestro nuevo año
jurídico, Nos invocamos sobre vosotros, amados hijos, los favores y
ayudas del Padre de las luces, de Cristo, a quien El ha confiado todo
juicio, del Espíritu de inteligencia, de consejo y de fortaleza, de la
Virgen María, espejo de justicia, mientras con efusión de corazón
impartimos a todos vosotros aquí presentes, vuestras familias y a todos
vuestros seres queridos nuestra paterna bendición apostólica.