En el ambiente intelectual español de la década de 1950 tuvo lugar un debate provocado por Raimundo Paniker, quien desde las páginas de la revista ARBOR publicó un artículo titulado «El cristianismo no es un humanismo». El trabajo de Paniker manifestaba, según uno de sus biógrafos, la complicada personalidad del autor -por aquel entonces sacerdote del Opus Dei- que compensaba las rigideces de su carácter con actitudes provocadoras. Pero el dato no es más que una anécdota biográfica, pues como argumento no pasa de un simple ad hominem.
La justificación teológica de
Paniker se apoyaba en el pecado original y sus efectos en las capacidades
del ser humano. Algunos críticos
replicaron señalando que el autor exageraba los efectos del pecado sobre la
naturaleza humana, herida pero no destruida (cfr. Vaticano
I); que contenía una petitio principii, consistente en dar como concepto válido del humanismo sólo el concepto del humanismo no cristiano; que confundía la noción histórica con la esencial; entre otros argumentos.
Visto desde hoy, el debate no careció de contradicciones aparentes, de puros términos, por
falta de nociones comunes a los participantes.
Reproducimos un discurso de Pío XII con ocasión del Congreso internacional de los filósofos humanistas (25 de septiembre de 1949, en italiano aquí; la traducción es de Mons. Pascual Galindo) sobre el tema del «humanismo» y su relación con la fe católica. El discurso del papa muestra un sano equilibrio entre lo natural y lo sobrenatural, característico
del tomismo auténtico, y distante del «optimismo» pelagiano y del «pesimismo» (herético, en muchas de sus formas). El énfasis de algunos fragmentos es añadido nuestro. En otro documentos posterior, el mismo Pío XII haría explícita referencia al «humanismo cristiano» en estos términos: «Da tristeza
el ver, por lo tanto, cómo algunos católicos se niegan hoy a aplicar en las empresas
las admirables conquistas del humanismo cristiano, y lo sustituyen con la forma
disipada de un humanismo laicista, separado de la fe...» (14-5-1953, aquí). De las palabras del papa que reproducimos hoy, y del posterior uso de la fórmula «humanismo cristiano», no se sigue que el pontífice hiciera propias las ideas de Maritain (más datos, aquí), como más de uno ha sugerido ligeramente.
1. De todo corazón os respondemos, Señores, con un
caluroso saludo de bienvenida a vuestro delicado homenaje. En este
saludo hay algo más que una simple muestra de benevolencia y de
agradecimiento hacia vuestra actitud.
Vuestras reuniones, en efecto, han suscitado en
Nuestro espíritu un vivo interés. Si es cierto —como se ha dicho con
razón— que las ideas, buenas o malas, conducen el mundo, de ahí se
habrá de concluir la importancia de los «encuentros» entre filósofos, para
proyectar un rayo de luz sobre tantas cuestiones actuales, de las que
muchos, sobre todo los más incompetentes, hablan con seguridad y
decisión. De despreciar sería, el ello no tuviera por resultado
desorientar los espíritus y sembrar en ellos la confusión, singularmente
en esa hermosa juventud intelectual llamada a guiar mañana a la generación que
va ascendiendo.
2. «Humanismo y ciencia política» es el tema de
vuestros trabajos. El «humanismo» se halla actualmente a la orden del
día. Sin duda que es difícil el destacar y reconocer a través de
su evolución histórica una idea clara sobre su naturaleza. Sin
embargo —aunque el humanismo durante mucho tiempo haya pretendido oponerse
formalmente a la Edad Media, que le ha precedido—, no es menos cierto que
cuanto supone de verdadero, de bueno, de grande y de eterno pertenece
al universo espiritual del mayor genio de la Edad Media, Santo Tomás
de Aquino. En sus líneas generales, el concepto del hombre y del
mundo, tal como aparece en la perspectiva cristiana y católica, queda
en lo esencial idéntico a sí mismo: lo mismo en San Agustín que en
Santo Tomás de Aquino o en Dante; igual, aun ahora, en la filosofía
cristiana contemporánea. La oscuridad de algunas cuestiones
filosóficas y teológicas, que han sido esclarecidas y resueltas
gradualmente en el correr de los siglos, nada quita a la realidad
de este hecho.
Sin tener en cuenta las opiniones efímeras que han
aparecido en las diversas épocas, la Iglesia afirma el valor de lo
que es humano y conforme a la naturaleza: sin dudar, ella ha
procurado desarrollarlo y ponerlo en claro. Ella no admite que ante
Dios no sea el hombre sino corrupción y pecado. Por lo contrario,
según ella, el pecado original no ha afectado íntimamente a sus
aptitudes y a sus fuerzas, y hasta ha dejado esencialmente intactas
la luz de la Inteligencia y su libertad. El hombre, dotado de esta
naturaleza, está sin duda herido y debilitado por la pesada herencia de
una naturaleza decaída y privada de sus dones sobrenaturales y
preternaturales; necesita hacer un esfuerzo, observar la ley natural
—y esto aun con el omnipotente auxilio de la gracia de Cristo—, para vivir como
exigen el honor de Dios y su propia dignidad de hombre.
3. ¡La ley natural! Ved el fundamento sobre que
descansa la doctrina social de la iglesia. Es precisamente su
concepto cristiano del mundo el que ha inspirado y sostenido a
la iglesia en el edificar esta doctrina sobre tal fundamento. Si ella
combate por conquistar o defender su propia libertad, lo hace aun por
la verdadera libertad, por los derechos primordiales del hombre. A
sus ojos, estos derechos esenciales son tan inviolables que
ninguna razón de Estado, ningún pretexto, debería prevalecer contra
ellos. Están protegidos por una barrera infranqueable. Del lado de
acá, puede el bien común legislar a su placer. Más allá, no; no puede
tocar estos derechos, porque son lo más precioso que hay en el bien
común. ¡Cuántas catástrofes trágicas y peligros amenazadores se
evitarían, si se respetara este principio! Aun solo él podría
renovar la fisonomía social y política del mundo. Mas, ¿quién tendrá
este respeto incondicional a los derechos del hombre, sino el que
tiene conciencia de obrar bajo la mirada de un Dios personal?
4. Mucho puede la naturaleza humana sana, si se abre
a toda aportación de la fe cristiana. Puede salvar al hombre de la
argolla de la «tecnocracia» y del materialismo. Nos hemos pensado,
Señores, proponeros estos pensamientos a vuestras reflexiones. Os
deseamos que puedan orientar vuestras investigaciones y vuestra enseñanza
de filósofos en una dirección análoga. No; el destino del hombre no
está en el Geworfensein, en el dilaissement. El hombre es
criatura de Dios: vive constantemente bajo la guía y la conducción de su
paternal Providencia. Trabajemos, pues, para volver a encender en la
nueva generación la confianza en Dios, en si misma, en lo por venir, y
así hacer posible la venida de un orden de cosas más tolerable y más
feliz.
Que Dios, principio y fin de todas las cosas, alfa y omega, bendiga vuestros esfuerzos y les de una bienhechora
fecundidad.
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