viernes, 29 de junio de 2018

Newman: la religión de los fariseos (y2)



Ahora bien, nuestra época está tan apartada en distancia como en carácter de la del filósofo griego. Aún así, ¿quién dirá que la religión que impulsa es muy diferente de la religión de los paganos? Por supuesto, comprendo bien que pueda saber y que quiera decir muchísimas cosas ajenas y contrarias al paganismo. Estoy bien enterado de que la teología de esta época es muy diferente de lo que fue hace dos mil años. Conozco hombres que profesan muchísimo y se jactan de ser cristianos, y hablan del cristianismo como una religión del corazón. Pero si dejamos a un lado las palabras y declaraciones, y tratamos de descubrir lo que es su religión, me temo que encontraremos que la gran masa de hombres de hecho se desembarazan de toda religión que es interior, que no ponen énfasis en los actos de fe, esperanza y caridad, en la simplicidad de intención, en la pureza de las motivaciones, o en la mortificación de los pensamientos, que se limitan a dos o tres virtudes, superficialmente practicadas, que no conocen las palabras contrición, penitencia y perdón, y que piensan y arguyen que, después de todo, si un hombre cumple con su deber en el mundo, de acuerdo a su vocación, no fallará en irse al cielo, por poco o mucho que pueda hacer además en otros asuntos, y puede hacer lo que es indudablemente ilícito. De este modo, el deber de un soldado es la lealtad, la obediencia y el valor, puede dejar que otros asuntos sigan su suerte; el deber de un comerciante es la honestidad, el de un artesano la industria y el contento; de un caballero se requiere la veracidad, la cortesía y la dignidad; de un hombre público la ambición de altos principios; de una mujer las virtudes domésticas; de un ministro de la religión el decoro, la benevolencias y alguna actividad. Pero todos estas cosas son ejemplos de mera excelencia farisaica, porque no hay percepción de Dios Todopoderoso, ninguna intuición de Sus reclamos respecto a nosotros, ningún sentido de los defectos de la creatura, ninguna condena, confesión o deprecación de sí, nada de esos sentimientos profundos y sagrados que siempre han caracterizado la religión de un cristiano, y cada vez más, y no cada vez menos, a medida que él sube desde la obediencia ordinaria a la perfección de un santo.
Digo que tal es la religión del hombre natural en cualquier época y lugar: a menudo muy bella en la superficie pero sin valor a la vista de Dios, buena en cuanto anda pero sin valor ni esperanza porque no va más allá, pues está basada en la autosuficiencia y termina en autosatisfacción. Concedo que puede ser bello mirarla, como en el caso del joven gobernante a quien nuestro Señor miró y amó, pero lo despidió triste. Puede tener toda la delicadeza, la amabilidad, la ternura, el sentimiento religioso, y la bondad que se ve en muchos padres de familia, en muchas madres, en muchas hijas, a lo ancho y largo de estos reinos, en una era refinada y distinguida como esta, pero aún así la rechaza el corazón penetrante de Dios, pues tales personas caminan guiadas por su propia luz, no por la Verdadera Luz de los hombres, porque el yo es su maestro supremo, y porque dan vueltas en el pequeño círculo de sus propios pensamientos y juicios, indiferentes a conocer lo que Dios les dice, y sin temor de ser condenados por Él, sólo aprobados a sus propios ojos. Y entonces reciben la fuerza de esas terribles palabras, dichas no a un gobernante judío ni a un filósofo pagano, sino a una comunidad cristiana caída, a los cristianos farisaicos de Laodicea: “Tú dices: ‘Soy rico; me he enriquecido; nada me falta’; y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas, vestido blancos para que te cubras, y no quede al descubierto la vergüenza de tu desnudez, y un colirio para que te des en los ojos y recobres la vista. Yo a los que amo, los reprendo y corrijo. Sé, pues, ferviente y arrepiéntete” (Apoc 3, 17-19).
Sí hermanos, la ignorancia de nuestro entendimiento, nuestra ceguera espiritual, nuestro destierro de la presencia de Quien es la fuente y la regla de toda Verdad, son la causa de esta religión exigua y sin corazón de la cual los hombres están generalmente tan orgullosos. Si tuviéramos alguna intuición apropiada de las cosas como son, alguna comprensión real de Dios como es, o como somos nosotros, nunca nos atreveríamos a servirle sin temor, o gozar ante Él sin temblor. Y es la remoción de este velo que se extiende entre nuestros ojos y el cielo, es el torrente de la gracia iluminadora del Nuevo Testamento que se derrama sobre el alma, lo que hace a la religión de los cristianos tan diferente de los distintos ritos y filosofías humanas que se difunden sobre la tierra. Solamente los santos católicos confiesan el pecado, porque sólo ellos ven a Dios. Ese tremendo Espíritu Creador, del cual tanto habla la epístola de hoy, es el que introduce en la religión la verdadera devoción, el verdadero culto, y cambia a los fariseos autosatisfechos en publicanos autoabatidos de corazón desgarrado. Es la visión de Dios, revelada al ojo de la fe, lo que nos hace odiosos a nosotros mismos por el contraste que encontramos al presentarnos ante ese gran Dios a quien miramos. Es la visión de Él en su infinita gloria, santísimo, hermosísimo y perfectísimo, lo que nos hace hundir en la tierra con desprecio y aborrecimiento de nosotros mismos. Estamos contentos con nosotros mismos hasta que le contemplamos a Él.
¿Por qué es tan preciso y bien definido el código moral del mundo? ¿Por qué es tan calmo el culto de la razón? ¿Por qué era tan gozosa la religión del paganismo clásico? ¿Por qué es tan agraciado y correcto el marco de toda la sociedad civilizada? ¿Por qué, por otra parte, hay tanta emoción, tantos sentimiento conflictivo y alterno, tanto que es elevado y tanto que es abatido, en la devoción del cristianismo? Es porque el cristiano, y solamente el cristiano, tiene la revelación de Dios, porque tiene en su mente, en su corazón y en su conciencia, la idea de alguien que es Autodependiente, Eterno e Incomunicable. Sabe que Uno sólo es santo, y que sus propias creaturas son tan frágiles en comparación a Él que se acabarían y se esfumarían en Su presencia si no las sostuviera con Su poder. Sabe que existe Uno cuya grandeza y santidad no están afectadas, ni el centro de su estabilidad movido, por la presencia o la ausencia de toda la creación con sus innumerables seres y partes; Uno a quien nada puede tocar, nada puede hacer crecer o disminuir; Uno que era tan poderoso antes de hacer los mundos como desde entonces, y tan sereno y bienaventurado desde que los hizo como antes de haberlos hecho. Sabe que su propia felicidad, su propia santidad, su propia vida, y esperanza, y salvación, residen en las manos de Un solo Ser. Sabe que hay Uno a quien le debe todo, y contra quien no puede tener garantía o remedio. Todas las cosas son nada delante de Él; los seres más elevados no hacen sino adorarle más; los seres más santos son tales sólo porque tienen mayor parte en Él.
¿Qué tiene ahora para enorgullecerse cuando considera su pasado? ¿Adónde se ha ido toda esa belleza que hasta ahora pensaba tener? ¿Qué es sino un vil reptil que debiera desaparecer de las luz del día? Este fue el sentimiento de San Pedro cuando tuvo al principio aquel vislumbre de la grandeza de su Maestro, y clamó casi fuera de sí: “Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador” (Lc 5, 8). Fue el sentimiento del santo Job, aunque había servido a Dios por tantos años y había sido tan perfecto en la virtud, y le dijo al Todopoderoso que le había contestado desde la tempestad: “Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento en el polvo y la ceniza” (Job 42, 5-6). Y así fue con Isaías cuando tuvo la visión del serafín y dijo: “¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, y entre un pueblo de labios impuros habito, y he visto con mis ojos al rey, Señor de los ejércitos!” (Is 6,5). Y así fue con Daniel, cuando, incluso a la vista de un ángel enviado por Dios “estaba sin fuerzas, se demudó su rostro, desfigurado, y quedó totalmente sin fuerzas” (Dan 10, 8). Esta es la razón, hermanos, de porqué todos los hombres, cualquiera sea su grado de santidad, hijo pródigo o santo maduro, dice con el publicano “Señor, ten piedad de mí” (Lc 18, 13), de por qué las naturalezas creadas, superiores o inferiores, están todas en un nivel de visión en comparación del Creador, y todas ellas tienen un solo discurso, sea el ladrón en la cruz, Magdalena en la fiesta, o San Pablo antes de su martirio. No es que uno de ellos no pueda tener lo que otro no tiene, sino que todos y cada uno no tienen nada que no venga de Él, y no son nada ante Él, que es todo en todos.
Queridos hermanos, para nosotros, cuyas obligaciones residen en esta sede de estudios y ciencia, que nunca nos entusiasmemos por una indebida afición a alguna rama de estudios humanos, como para olvidar que nuestra verdadera sabiduría, nobleza, y vigor, consiste en el conocimiento de Dios Todopoderoso. La naturaleza y el hombre son nuestros estudios, pero Dios es más grande que todo. Es fácil perderlo en Sus obras. Es fácil llegar a estar demasiado atados a nuestra propia ocupación, a ponerla en lugar de la religión, y que sea el combustible de nuestro orgullo. Nuestros logros seculares no nos aprovecharán nada, si no están subordinados a la religión. El conocimiento del sol, la luna y las estrellas, de la tierra y sus tres reinos, de los clásicos, o de la historia, no nos llevarán al cielo. Debemos dar “Gracias a Dios” de no ser como los iletrados y torpes, pero aquellos a quienes despreciamos, si solo saben pedir la misericordia de Dios, saben lo que es mucho más a propósito para lograr el cielo, que todas nuestras letras y nuestra ciencia. Que este sea el espíritu con el cual finalizamos nuestro curso. Agradezcamos a Él por todo lo que ha hecho, y está haciendo, por nosotros, y que nada de lo que sabemos o podemos hacer nos impida adoptar, personal e individualmente, las palabras del gran Apóstol: “Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y el primero de ellos soy yo” (1 Tim 1, 15).