Publicamos un extracto de un artículo
del moralista Marcelino Zalba sobre la pena de muerte en la doctrina católica.
Nos parece una ayuda para poner en claro algunas verdades oscurecidas por una
nube de tonterías repetidas hasta el hartazgo en medios católicos. Tonterías
que son fruto de una "sensiblería personalista", que con apelaciones
indiscriminadas a la dignidad humana ha logrado imponer un criterio casi
uniforme y políticamente correcto sobre el tema. Además, las consideraciones de
Zalba permiten distanciarse del uso demagógico de la pena capital que aprovecha
la repulsa popular que producen los crímenes horrendos. Esperamos que ayude a una interpretación superadora de algunos excesos de la
era juanpablista.
6. ¿Cambio del juicio moral?
No podríamos hablar de cambio de la
"doctrina" moral. Una "doctrina" profesada
universalmente por mucho tiempo en el pueblo de Dios, aunque no tenga el
refrendo claro de la revelación o de una definición infalible de la Iglesia,
difícilmente puede sufrir un cambio. Aunque su proposición sea en sí falible,
puede suceder que su contenido sea infaliblemente verdadero por consideraciones
de otro orden, en último término por la intervención garantizada del Espíritu
de verdad en semejantes proposiciones.
Pero sí cabe hablar de cambio del juicio moral,
incluso contradictoriamente, haciéndose lícito lo que antes era ilícito. Esto
puede suceder con proposiciones doctrinales cuyo valor y verdad dependa de
determinadas circunstancias o hipótesis; de suerte que lo que resulta verdadero en fuerza del cumplimiento de
una condición, sea falso cuando no se realiza esa condición. En estos casos
no hay cambio alguno de la doctrina, de los principios doctrinales; lo que
cambia es su aplicación en los casos concretos.
Se menciona hoy frecuentemente como cambio del
"imperativo ético", permaneciendo invariable la "norma
moral", el caso del préstamo con interés. Pero, a nuestro parecer, erróneamente. No
ha cambiado la norma moral general "no robarás", pero tampoco el
imperativo ético "no harás un préstamo que, como tal, sea oneroso para el
prestatario". Este lo solicita por necesidad de su prójimo. Y el prójimo,
con su sacro deber de amar al hermano necesitado, está obligado a no explotar
su necesidad sino remediársela, a lo menos en cuanto pueda hacerlo sin
menoscabo de sus bienes. Este es precisamente el caso en el contrato del
préstamo en cuanto tal. Es extraño que, hablando tan elocuentemente del deber
de amor sacrificado hacia el prójimo, ciertos autores propongan el caso del
préstamo con interés como típico de evolución de la doctrina moral en sí misma.
Por lo demás, para evitar tal afirmación errónea, les bastaría leer la norma
canónica con base doctrinal que está expresada en el canon 1543. Lo que ha
cambiado no es el imperativo ético sobre el préstamo con interés, sino el mundo
económico en el cual, hoy, no hay prácticamente ningún préstamo que no suponga
un daño para el prestamista, al revés de lo que sucedía en otros tiempos. Por
razón de ese daño, habitualmente ahora, como circunstancialmente en el pasado,
se puede exigir un interés compensatorio, porque el amor cristiano no obliga
hasta imponer un perjuicio al prestamista en beneficio del prestatario.
Con la pena de muerte puede suceder algo
semejante. El Estado no tiene derecho absoluto para sancionar con esa pena ni
siquiera los delitos de sangre. En principio tiene que proteger la vida de
todos sus ciudadanos; y nunca puede disponer de ella cuando no se ha hecho
indigna de ser conservada por enormes crímenes que hacen del criminal,
difícilmente controlable, un ser altamente peligroso para el orden social. Esto
quiere decir que la aplicación de la pena de muerte a delincuentes es inmoral,
mientras no sea insustituíblemente necesaria para el bien común. Otras razones
que pudieran alegarse, concretamente el ejercicio de la justicia vindicativa
sancionadora de los crímenes de mayor cuantía, no serían suficientes.
La cuestión sometida a examen es, por
consiguiente, si el mantenimiento de la pena de muerte contra malhechores
insignes es "hoy" insustituiblemente necesaria para
la seguridad de los ciudadanos inocentes y para el orden público. Si lo fuera,
no se podría apoyar razonablemente la opinión pública de los ciudadanos y la
labor parlamentaria de los políticos a favor de la abrogación de la pena de
muerte, que se está imponiendo en Europa. Debería subsistir el punto de vista
tradicional: "La pena de muerte, como todas las otras penas, no es
legítima sino porque y en cuanto corresponda a la legítima defensa de la
sociedad. No está justificada como en fuerza de un derecho del Estado a
disponer de la vida de los ciudadanos, sino solamente en fuerza de un derecho a
defenderse. El derecho a la vida del ciudadano permanece en
todo caso inviolable también para el Estado como para los particulares".
Al tratar de examinarla, debiera hacerse en
primer lugar una observación que generalmente pasan por alto los autores. El
"hoy" debiera ser completado con el: "y en un
país determinado". Si se oye criticar sin fundamento
la aplicación de la moral europea (o romana) a los pueblos africanos, como si
la ética natural estuviera sustancialmente en función de las culturas
históricas, sorprende que esos mismos críticos igualen condiciones culturales y
sociales muy diversas, siendo así que, de la realidad de esas condiciones,
depende el mantener uno u otro criterio respecto de la aplicabilidad de la pena
de muerte. Lo primero que se debe tener presente, por consiguiente, en la
reflexión sobre este problema es que las situaciones pueden ser muy diversas, y
que no cabe simplificar la cuestión de ese modo. A nuestro parecer existen hoy
muchos países en vías de desarrollo, cuyas condiciones político-sociales y
culturales no son muy diferentes de las que tenía presentes la tradición
católica cuando aceptaba hipotéticamente la muerte, dando por descontado que la
hipótesis era real y verdadera.
Pero enumeremos aquí, sin perjuicio de una
respuesta posterior más explícita, las objeciones que se le hacen hoy a la pena
de muerte. Se dice, entre otras cosas, que en un Estado moderno no
es indispensable para salvaguardar el bien común; que las instituciones civiles
y sociales tienen actualmente dispositivos suficientes de defensa contra los
delitos; que la historia demuestra que la pena de muerte no es operante y
eficaz como intimidatoria y preventiva contra el multiplicarse de nuevos
delitos; que la justicia distributiva no la requiere, sino que, más bien, la
rechaza; que el juicio humano, esencialmente falible, no la puede imponer, siendo
posible el error en su juicio e irreparables las consecuencias del mismo, si se
lleva a efecto la sentencia.
Concedemos fácilmente que la sanción de pena
capital no es exigencia de la justicia humana, ni
como castigo del delincuente ni como acción preventiva de nuevos
delitos por intimidación de los malintencionados. Negamos valor al último
reparo, porque una sentencia de muerte se pronuncia generalmente en nuestra
sociedad culta y humanizada con todas las garantías de certeza moral; y ésta es
suficiente aun para decisiones trascendentales, como lo demuestra la
experiencia de cada día. Queda por considerar la otra objeción, según la cual
no es hoy necesaria, al menos en muchos países, puesto que existen otros medios
menos inhumanos suficientemente comprobados para garantizar la seguridad y el
orden que un Estado tiene que garantizar a favor de sus ciudadanos.
Puede suceder que en un país de elevada
cultura, con largo entrenamiento y experiencia de vida ciudadana ordenada y
pacífica, próspero y con buenas leyes sociales, la posibilidad de aplicar la
pena de muerte deje de tener sentido, porque la responsabilidad de los buenos
ciudadanos, en caso de ser necesaria su colaboración y apoyo a las fuerzas del
orden público, asegura suficientemente la paz y el ejercicio de los derechos
cívicos. Es, sin embargo, significativo que precisamente la nación que en un
pasado no muy lejano conoció acaso como ninguna otra esa situación —pienso en
Inglaterra— presente un proceso pendular entre abrogación y restablecimiento de
la pena de muerte, alegando los antiabolicionistas el motivo de que la
abolición aumenta la criminalidad y el sacrificio de muchas vidas inocentes por
salvar pocas personas criminales.
Será tal vez supuesto, y no real, este motivo,
porque los intereses afectivos nublan muchas veces la claridad de los
razonamientos. Pero lo mismo puede suceder a los abolicionistas, quienes sin
duda exageran al afirmar que "hoy el Estado tiene, indiscutiblemente,
otros modos y medios de organizar eficazmente la autodefensa de la
sociedad". El supuesto no está suficientemente comprobado; y el aprecio de
la realidad, a falta de estadísticas suficientes bien comprobadas, pertenece a
las autoridades responsables del bien público. ¿Por qué se discute tanto en los
parlamentos, si la cosa es clara? Desde luego no se puede generalizar, como se
hace en la observación, cual si fuera válida a escala mundial, cuando es muy
posible que dos países limítrofes se encuentren en diversa situación, a lo
menos transitoriamente.
También parece muy discutible y mal demostrada
la afirmación complementaria: que la vigencia de la pena de muerte no refrena
la criminalidad; que ésta suele ser sensiblemente igual con pena de muerte y
sin ella. Para poder convencerse de ello sobre buena base y prudentemente
habría que comparar entre sí períodos de vida político-social-económica
bastante largos, atendiendo al mismo tiempo al clima moral del país- objeto de
estudio comparativo.
Sólo entonces cabría fiarse de los
datos materiales. Y casi no es posible que la comparación se haya hecho en esas
condiciones.
Parece bastante claro que una determinada
situación de terrorismo, en países políticamente poco maduros y con gobiernos
débiles, la pena de muerte ejemplarmente aplicada evitaría el sacrificio de
muchas vidas inocentes. Y en cuanto a la afirmación general, basta pensar en
los países de régimen totalitario comunista o tiránico para ponerla en duda.
Gracias a la pena de muerte se pudo mantener la tiranía de Stalin y se mantiene
la de Amín sin demasiadas conspiraciones.
7. Respuesta a algunas objeciones más corrientes
a) Existen en la sociedad actual medios suficientes para aislar a los delincuentes, de suerte que se ha hecho ya innecesaria la pena de muerte. Respuesta: Teóricamente es claro que la sociedad actual tiene medios suficientes para aislar a los delincuentes. Pero esos medios existían también en los tiempos pasados. Por añadidura eran más eficaces, porque existían muchas menos posibilidades de evasión de las antiguas mazmorras, con cooperación del exterior o sin ella. Así, pues, la pena de muerte no es hoy menos necesaria por este capítulo. Y aún menos, si se tiene en cuenta que antiguamente no existían fáciles esperanzas de indultos por diversos motivos, presiones irresistibles por parte de la autoridad democráticamente intervenida, movimientos de opinión pública hábilmente manipulados para conmemorar con mayor regocijo popular eventos faustos de la nación con una amnistía generosa.
b) A la conciencia moderna, tan abierta y sensible a los valores del hombre, a la conciencia de su dignidad, al derecho a ese bien primario fundamental que es la vida para el hombre, le repugna la pena de muerte como procedimiento inhumano, primitivo y bárbaro, que pudo mantenerse en el pasado gracias a la condescendencia del pensamiento cristiano, al amparo de las condiciones socio-culturales del tiempo y de una filosofía discutible. Resp. Existen todavía sociólogos, hombres políticos y filósofos cristianos favorables a la doctrina tradicional sobre la pena de muerte bajo condiciones bien precisas. Según queda dicho, al criminal no se le priva del derecho a vivir, porque él mismo lo ha sacrificado con su conducta. La pena capital, aunque revuelve sentimientos humanitarios instintivos, no es en realidad inhumana y menos aún antihumana, cuando se aplica en sus debidos límites y condiciones. En realidad la dictan el respeto y la estima genuina de la vida, que reclaman la protección del inocente cuando está en peligro por la conducta impenitente del culpable. No se debe olvidar la reacción, también ella instintiva, de la gente, cuando pretende linchar o pide que se ejecute a ciertos criminales en el momento del delito.
c) En la actualidad tenemos una conciencia mucho mayor que antes de la dignidad de la persona humana, y comprendemos la sinrazón y la injusticia que supone un atentado contra su vida. Resp. Es bien dudosa, y aun manifiestamente falsa, esta afirmación, si la examinamos con mente serena y ánimo desapasionado. De la verdadera dignidad de la persona humana se ha pensado mejor, realmente, cuando se la consideraba teniendo en cuenta los criterios de fe que la hacían ver en su origen divino y en su carácter trascendente, que inspiraban tantas vocaciones al servicio humanitario y religioso del prójimo. Y lo mismo se puede decir respecto a la sinrazón e injusticia de los atentados contra la vida. Porque vida humana indudable es la del feto de seis o siete meses (queremos abstraer de posibles cuestiones sobre el momento de la animación racional), con toda la configuración de una persona, cuando se la sacrifica en un aborto provocado, para evitar a sus padres la dolorosa experiencia de tomar en sus brazos un hijo irremediablemente tarado. Vida humana es la del enfermo incurable o la del anciano decrépito, de los que se desembarazan a veces familiares y aun médicos con escándalo cada vez menor de la opinión pública. Vida humana es la de centenares de ciudadanos inocentes que perecen por culpa de una decena escasa de criminales, y vida que el Estado tiene obligación de proteger eficazmente con medios oportunos. Sobre la oportunidad de tales medios es él el juez más competente. Decir que hoy el Estado no está a la altura de su misión, que se degrada echando mano de la pena de muerte para salvaguardar el bien común es prejuzgar, sin autoridad y sin datos, arbitrariamente, situaciones que no son ni fijas ni iguales las unas con las otras. Y no hay que olvidar la distinción entre vida humana inocente y vida humana delincuente, que es fundamental en esta cuestión.
d) Siendo cierto que toda decisión humana está sujeta a error, ¿tiene el hombre derecho a creerse infalible de tal manera que pronuncie una sentencia cuyo carácter impide toda posibilidad de revisión?. Resp. Hemos de admitir la posibilidad de errores judiciales, que en el caso serán irreparables, si se ejecuta la sentencia. Ello quiere decir que jamás se podrá "aventurar" una sentencia, fundándola solamente en gravísimas sospechas; que siempre deberán obtenerse pruebas del delito sancionado con pena de muerte con verdadera certeza moral para poder pronunciar la sentencia. Pero cuando esa certeza existe, aunque no excluya absolutamente un peligro remotísimo de equivocaciones, se puede sentenciar. En mil ocasiones tomamos resoluciones prudentes que no excluyen absolutamente un peligro de la vida propia y aun de la ajena sometida a nuestras órdenes.
e) El carácter irrevocable de la pena de muerte impide ciertamente toda rehabilitación del ser humano y viene a suponer una solución fácil que evita la búsqueda de sistemas y medios racionales y eficaces de prevención. Resp. Si estuviera demostrado que existen, al menos con grande probabilidad, medios eficaces de prevención de nuevos atentados contra el orden público y la seguridad de los ciudadanos, el Estado no podría aplicar la pena de muerte hasta haber comprobado la ineficacia de aquellos medios. Repetimos que es él quien tiene que juzgar de la posibilidad de tales medios. En cuanto a imposibilitar la rehabilitación, adviértase que no es la autoridad, sino el propio delincuente, quien radicalmente se la ha imposibilitado o puesto en inminente peligro de ello. La rehabilitación para la vida social terrena se impide ciertamente con la ejecución, pero antes de inculpar al Estado por ello habría de demostrarse que tiene obligación de mantener la posibilidad en beneficio del criminal, aun a pesar del riesgo de los inocentes.
Por lo demás, si la esperanza de la rehabilitación para la sociedad terrena viene a frustrarse en la pena capital, no pocas veces esa situación dolorosa es la providencial ocasión para que se produzca una habilitación mucho más valiosa para la sociedad celestial.
f) La conducta de Jesucristo con los pecadores delincuentes (mujer adúltera, buen ladrón) así como su doctrina sobre la misericordia y el perdón están indicando que la pena de muerte está fuera de lugar, a lo menos en una sociedad cristiana. Resp. Cristo aplica la misericordia y la propone a sus discípulos para los delincuentes sinceramente arrepentidos; para los obstinados en sus delitos tiene palabras de terrible amenaza. El pecador sinceramente arrepentido que, merced a ese arrepentimiento, ha cancelado en cierto modo sus delitos y se ha rehabilitado ante Dios, encuentra acogida en el Señor. Pero si se aduce el caso del buen ladrón, no se olvide que también existe el del mal ladrón, que no obtuvo excusa ni defensa en igual ocasión. Y téngase presente que ante el juez humano la promesa de buena conducta en el futuro por parte de un criminal no sólo puede ser fingida, sino que también, aunque sea sincera, nunca ofrece garantía segura a la autoridad humana.
Nada indica en el Evangelio, como se ha dicho, que Jesús llegó a tomar partido contra la pena de muerte, prescrita por la ley de Moisés, en el caso de la adúltera.
g) Algunos criminales escapan a la condena, otros a la ejecución. ¿No es ésta una sorprendente diferencia de trato entre criminal y criminal? Semejante desigualdad ¿no ofende al sentido de la justicia? Resp. Es indudable que algunos criminales escapan a la persecución de la policía o a la sagacidad de los jueces que buscan diligentemente las pruebas de sus crímenes. Es ésta una limitación que padece la sociedad humana, y ninguno puede achacársela a culpa. La diferencia real de trato aludida no puede ser, por tanto, objeto de reproche en este caso, cuanto a la evasión de la condena. Respecto a los condenados que escapan a la ejecución, hay que admitir que una amnistía arbitraria y partidista no tendría justificación. Pero la concesión de gracia a favor de algunos, mientras se la deniega a otros, si se funda en buenos motivos, en modo alguno ofende al sentido de la justicia. Al juez que tiene poder para hacer justicia y para aplicar misericordia no se le puede acusar de falta de equidad cuando, por motivos razonables, sin faltar a sus deberes, aplica generosamente la misericordia en algunos casos en los cuales hubiera podido aplicar la justicia. Habría de probársele que no tiene autorización para ser misericordioso, aunque con la misericordia no perjudique al orden y seguridad pública.
Si se apurara esa consideración, que no es admisible la desigualdad en el castigo de los que han cometido crímenes, ¿qué habríamos de decir de la economía misteriosa de salvación que tiene lugar en la suerte de los hombres? En conclusión, Dios sólo es el dueño de la vida humana, y El solo dispone siempre directamente de toda vida de hombre inocente. La Iglesia lo ha tenido que proclamar así repetidamente en los últimos decenios frente a métodos racistas, abusos de poder, actitudes terroristas y experimentos abusivos de la ciencia en campos de prisioneros y en ciertos hospitales y laboratorios.
Pero en cuanto a la ejecución capital de peligrosos delincuentes, cuya continuación con vida compromete la seguridad pública y daña al bien común a juicio de la autoridad competente, el Estado puede ejecutarla cuando no encuentra otro medio suficiente — y éste lo considera eficaz— para reprimir los atentados criminales que perturban profundamente el orden y sacrifican vidas inocentes.
Al aplicar en esos casos la pena de muerte el Estado no dispone de un derecho del criminal a la vida, sino que le priva del bien de la vida en expiación de los delitos por los que él renunció al derecho a vivir, y para poder de esa manera cumplir su deber de mantener el orden público.
Un criterio prudente y sabio en esta materia nos parece el que acepte o rechace la aplicación de la pena de muerte hipotéticamente: si se demuestra, y en tanto y en la medida en que se demuestre, necesaria y eficaz para proteger el orden público y la seguridad de los buenos ciudadanos. Es mejor que sean ejecutados unos pocos delincuentes de cuyo posible arrepentimiento no se tiene seguridad, y que vivan en tranquilidad, sin peligro de ser asesinados, en mayor número otros ciudadanos inocentes. Precisamente la conciencia y estima creciente de la dignidad de la persona humana que no se degrada ante la sociedad es la que debe inducir al Estado a protegerla eficazmente, echando mano para ello, en cuanto sea necesario, del extremo escarmiento y prevención que es la pena de muerte aplicada a quienes se hayan hecho indignos de permanecer en la sociedad humana siendo un peligro para ella.
Tomado de:
ZALBA, M. ¿Es inmoral, hoy, la pena de muerte?,
en Rev. Mikael 19 (1979), 63-78.