Decía Ignacio Anzoátegui que el
católico –laico o sacerdote- no tiene que poner cara de «drogadicto de la
virtud». Pero algunos olvidan que la eutrapelia es una virtud, que se ubica en
un justo medio entre el espíritu de relajación lúdica y el exceso en la
seriedad. Sin eutrapelia, falta equilibro y madurez en el cristiano.
El exceso en la seriedad, típico del jansenismo, no sólo tiene una dimensión moral, sino que es preludio o expresión
de mala salud psíquica. Cuando uno es incapaz de toda
relajación lúdica, no es temerario predecir que en algún momento sufrirá un quiebre psicológico o moral.
Aristóteles llama agroikía a la diversión viciosa por
defecto (que algunos creen es «gravedad»). El agroico, que el Filósofo llama también duro o rústico, es aquél
para quien toda diversión es inútil, o sospechosa de pecado, y no se permite bromear bajo ningún
concepto, ni tolera que los demás lo hagan en su presencia. Santo Tomás los llama «agrii»,
es decir, «amargos». La palabra «rusticidad», que en castellano remite a la
persona sencilla, poco sofisticada, pero no necesariamente viciosa, no hace
justicia a la noción de agroicismo; será más exacto hablar de «dureza» o
«amargura».
Una idea implícita -no pocas veces-
en los agroicos es cierto maniqueísmo que pone bajo sospecha de mal a la
materia. Pero lo malo no es la materia, sino el desorden que introduce el
pecado en el uso de los bienes materiales. El vino, que es materia, es cosa buena. Y su uso -ordenado- incluso llega a ser objeto de una sana virtud, la eutrapelia.
Los agroicos tienden a menospreciar
la materia en aras de la espiritualidad, la trascendencia y la gravedad. Como si no fuese
posible llegar a lo espiritual por lo material, alcanzar a Dios por la materia,
a ese Dios que precisamente se ha hecho hombre, se ha hecho materia. No sin
razón, San Juan Damasceno, comentando un texto de San Basilio, decía que si
queríamos unirnos a Dios sólo con la mente, entonces era menester renunciar a
todas las cosas materiales, las luces, el incienso, las oraciones vocales, los
sacramentos mismos, que se confeccionan a partir de la materia, sea ésta pan,
vino u óleo. Todas esas cosas constan de materia. Decía San Juan Damasceno por que
la Encarnación Dios
«se dignó habitar en la materia y obrar nuestra salvación a través de la
materia». Y es autor de un texto que constituye una suerte de himno jubiloso a la
materia:
«Vilipendias
la materia y la declaras vil; los maniqueos hicieron lo mismo. Pero la Sagrada Escritura
la proclama buena porque dice: "Dios vio lo que había hecho y todo eso era
muy bueno" (Gen 1, 31). Por tanto la materia también es obra de Dios, y yo
la proclamo buena; pero tú, si la declaras mala, debes confesar, o que no viene
de Dios, o que Dios es el autor del mal. Pues bien, escucha lo que dice la Santa Escritura de
la materia que tú miras como despreciable: "Moisés habló a toda la
asamblea de los hijos de Israel y dijo: He aquí lo que el Eterno ha ordenado:
Tomad de lo que os pertenece una ofrenda para el Eterno. Todo hombre cuyo
corazón esté bien dispuesto aportará una ofrenda al Eterno: de oro, de plata y
de bronce; telas teñidas de azul; madera de acacia; aceite para el candelabro;
aromas para el óleo de unción y para el incienso aromático; piedras de ónice y
otras piedras para el adorno del efod y el pectoral. Cuantos de entre vosotros
sean hábiles, venid y realizad todo lo que el Eterno ha ordenado: el
tabernáculo" (Ex 25, 1 ss.). He aquí, pues, que la materia es honrada, por
despreciable que sea para vosotros. No adoro la materia, pero adoro al autor
de la materia, que por mí se hizo materia, habitó en la materia, y realizó mi
salvación por la materia. Porque "el Verbo se hizo carne y habitó
entre nosotros" (Jn 1, 14). Nadie ignora que la carne es materia y que ha sido
creada. Yo venero, pues, y reverencio la materia mediante la cual se ha
realizado mi salvación. La venero, no como Dios, sino como llena de eficacia y
de gracia divina. ¿No es acaso materia aquel afortunadísimo y fecundísimo leño
de la Cruz ? ¿No
es acaso materia el monte venerando y santo, el lugar del Calvario? ¿No es
acaso materia, piedra madre y vital, monumento santo, la fuente de nuestra
resurrección? ¿Acaso no son materia la tinta y las hojas del libro de los
Evangelios? ¿No es acaso materia aquella mesa que nos da el pan de vida? ¿Acaso
no son materia el oro y la plata con que se hacen las cruces, las patenas
sagradas y los cálices? ¿No es acaso materia, de lejos más excelente que todo
lo dicho hasta aquí, no es materia el cuerpo y la sangre de mi Dios? Quita el
culto y la adoración de todas estas cosas, o acepta, según la tradición de la Iglesia , que las imágenes
consagradas con el nombre de Dios y de sus amigos, y por tanto divinas,
fecundas por la gracia del Espíritu, sean veneradas» (De imaginibus oratio I, PG 9 II, 14: 1300. Traducción de Alfredo Sáenz,
tomada de su libro El Icono esplendor de
lo sagrado, Bs. As. (2004), pp. 96-97)-