La idea occidental moderna, de que oriente dejó de
desarrollarse después de los grandes concilios ecuménicos de la antigüedad,
nunca se ha basado en otra cosa que en la ignorancia. Lo que es verdad, sin
embargo, es que el desarrollo propio de oriente durante la edad media no ha
debilitado en modo alguno la triple impronta bíblica, litúrgica y monástica que
en él recibió el pensamiento cristiano y el cristianismo todo en la época de
los padres de la Iglesia ,
lo mismo que en occidente. En cambio, oriente no ha conocido jamás el pesimismo
sobre la naturaleza humana y el mundo en general que es, en occidente, fruto de
la influencia africana: de Tertuliano y de ciertos aspectos del pensamiento
antipelagiano de san Agustín, en el que, por otra parte pueden descubrirse
supervivencias o resurgimientos de su primera formación alternativamente
maniquea y neoplatónica. Pero no conoció tampoco la reacción contra esta misma
tendencia que se produjo en occidente a partir del siglo XII, y que se acentuó
bruscamente con el Renacimiento y el secularismo moderno. Una distinción tan
neta como la que el pensamiento tomista ha establecido en occidente entre las
posibilidades propias de la naturaleza humana en cuanto tal, prescindiendo de
la caída y sus consecuencias, y las perspectivas que le abre la vocación
gratuita a la vida sobrenatural, no ha llegado a ser nunca tan común en oriente
como en nuestros países. Por consiguiente, la idea de una consistencia propia
de un orden humano y cósmico, subordinado al orden sobrenatural pero no
confundiéndose con éste, nunca ha arraigado allí. En oriente la visión
cristiana permanece, en general, más estrechamente o inmediatamente sacra,
teocéntrica. Un hecho típico a este respecto es que el monacato, aunque haya
ejercido casi todas las actividades que en occidente son propias de los
religiosos llamados activos o apostólicos, nunca ha permitido que estas
actividades se hicieran autónomas con respecto al ideal, principalmente
contemplativo, del monacato antiguo; por consiguiente, la vida monástica no se
ha escindido en una vida contemplativa separada completamente del mundo y una
vida «religiosa» que se absorba cada vez más en él.
Por otra parte, en oriente, la constante y recíproca
influencia de las situaciones de hecho y de los principios favoreció el
desarrollo creciente de las autonomías religiosas locales, por lo menos en el
plano nacional, mientras que en occidente fue acentuándose la centralización
eclesiástica alrededor de Roma tanto en los hechos como en teoría.
Así, el oriente se inclinaría hacia cierto desinterés frente
al mundo presente y su cristianización, y la de occidente hacia cierta
secularización de las mismas instituciones eclesiásticas: la tentación de
oriente es una anarquía eclesiástica, que encuentra su contrapartida en un
enlace que puede ser peligroso entre la fidelidad a la ortodoxia y un
nacionalismo por otra parte mucho más impregnado de cristianismo que el de
occidente (laico desde el principio, en el sentido de profano); la de
occidente, una condensación exagerada no sólo de la autoridad sino de todas las
iniciativas en las manos de una autoridad religiosa, cuya afirmación finalmente
triunfante tendrá también su contrapartida con una asimilación de su poder, al
menos en sus formas de ejercicio, a los poderes temporales.
Esto equivale a decir que el occidente y el oriente
cristianos no se oponen verdaderamente más que en sus debilidades congénitas, y
por consiguiente en una cierta estrechez de sus formas de pensamiento,
desembocando todo, finalmente por vías opuestas, en la misma carencia: o bien
un cristianismo de orientación demasiado exclusivamente sobrenatural, que en la
práctica y bajo un velo de idealismo abandona la existencia concreta a la
naturaleza irregenerada, o bien un cristianismo demasiado preocupado de
eficacia temporal inmediata, pero cuya voluntad misionera se desliza a la
secularización. O, dicho más francamente: la ilusión de un apostolado que cree
demasiado fácilmente alcanzado «el cielo sobre la tierra», o bien un apostolado
que por su excesivo realismo tendería a confundirse con la apostasía.
Estas observaciones nos han de poner en guardia
contra todas las tentativas de sistematización y justificación a posteriori de
un occidente o de un oriente cristiano artificialmente encerrados en su particularidad
exclusiva: puede decirse que en la medida en que las dos tradiciones cesan de
buscar el encuentro y la reconciliación, corren el riesgo de unirse de hecho en
una común negación de su autenticidad cristiana.
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