lunes, 26 de diciembre de 2016

lunes, 19 de diciembre de 2016

Cristiandad y laicidad

Hay palabras de diversos significados cuyo uso es problemático y a veces suscita confusión. Un caso paradigmático es el término laicidad. En efecto, a menudo se lo emplea en sentido opuesto a confesionalidad, para calificar la posición de un Estado respecto de la Iglesia: aconfesional, religiosamente neutro, separación Iglesia-Estado, “Iglesia libre en Estado libre”, etc. Así, se dice que España es un Estado laico, porque ninguna religión tiene carácter oficial. Si se hace de esta situación de hecho un principio por el cual Estado debe ser aconfesional, en tesis, se termina en uno de los errores de Maritain.  
Sin embargo, no es este el único significado que puede tener el término laicidad. El arzobispo M. Lefebvre (aquí) registró otro de importancia:
“2. Distinción de la Iglesia y del Estado. El Estado, que tiene por fin directo el bien común temporal, es también una sociedad perfecta, distinta de la Iglesia y soberana en su dominio. Esta distinción es lo que Pió XII llama la laicidad legítima y sana del Estado (2), que no tiene nada que ver con el laicismo, error que ha sido condenado. ¡Atención entonces de no pasar del uno al otro! León XIII expresa bien la distinción necesaria de las dos sociedades:
Por lo dicho se ve como Dios ha dividido el gobierno de todo el linaje humano entre dos potestades: la eclesiástica y la civil; ésta que cuida directamente de los intereses humanos; aquélla de los divinos. Ambas son supremas, cada una en su esfera; cada una tiene sus límites fijos en que se mueve, exactamente definidos por su naturaleza y su fin, de donde resulta un como circulo dentro del cual cada uno desarrolla su acción con plena soberanía. (3)
3. Unión entre la Iglesia y el Estado. ¡Pero distinción no significa separación! ¿Cómo los dos poderes se ignorarían, ya que recaen sobre los mismos súbditos y frecuentemente legislan sobre las mismas materias: matrimonio, familia, escuela, etc.? Seria inconcebible que se opusieran, cuando al contrario su acción conjunta es requerida para el bien de los hombres.”
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(2) Alocución a los habitantes de las Marcas del 23 de marzo de 1958.
(3) Encíclica Immortale Dei, en E. P., pág. 326, n. 11, cf. Dz. 1866
Aquí laicidad -calificada como legítima y sana- tiene un significado distinto de laicismo y de aconfesionalidad. Significa que el Estado, también cuando es confesional y católico, no deja de ser sociedad perfecta, una realidad distinta, aunque no separada de la Iglesia, una comunidad suprema en su orden, soberana, con naturaleza y fin propio no opuesto sino subordinado al fin de la Iglesia. De modo que un Estado católico es también laico, en este sentido sano y positivo, pues no se confunde con la Iglesia y posee una esfera de acción propia.
Quien esté interesado en profundizar este tema puede leer un valioso trabajo de Dr. Carlos Arnossi (completo, aquí). Reproducimos un fragmento de sus conclusiones:
“…contrariamente a lo que muchos piensan, Pío XII no opone legítima sana laicidad a Cristiandad. Por el contrario, las identifica al enseñar que la laicidad, cuando es legítima y sana es distinción mas no separación entre la Iglesia y el Estado. Y este tipo de unión se da en la comunidad política que es verdaderamente católica en cuanto tal, es decir, la Cristiandad…”.
  

jueves, 15 de diciembre de 2016

¿Confirmados en gracia y ortodoxia?



En una entrada precedente hablamos de la posibilidad de ser luteranos sin saberlo. Uno de los modos de “luteranizarnos” sería desdoblarnos e imitar a aquellos hombres decimonónicos que vivían la fe como un crede firmiter público -gesto retórico, apologético- más que como una auténtica disposición espiritual informada por la caridad e integrada en un organismo espiritual. 
No pocas veces esta tentación consiste no tanto en el crede firmiter como en combatir públicamente los errores. Podría describirse esta actitud como una opción fundamental contra el modernismo: se trata de ser un anti-modernista militante. Lo cual no es malo y, en algunos casos, va unido a un conocimiento suficiente de la buena doctrina; pero en otros, bastante frecuentes, apenas si se complementa con algunas ideas teológicas muy superficiales y mal asimiladas. Junto a esta falta de profundidad y de rigor, suele darse el hábito de lanzar anatemas sin fundamento, por logofobia
Esta actitud arranca de un olvido fundamental: mire, pues no caiga el que piensa estar en pie”, dice San Pablo (1 Cor 10,12). Y comenta Santo Tomás:
“...aquéllos, aunque favorecidos de Dios por sus beneficios, por tan mal agradecidos, y por sus muchos pecados, perecieron. "Así que, pensando en eso, quien juzga, por alguna conjetura, que esta firme, es a saber, que esta en gracia y caridad, mire, con solicita atención, no caiga, pecando, o haciendo a otros pecar. ¿Como caíste del cielo, Lucifer? (Is 14,12). Caerán a tu lado mil y diez mil a tu diestra (Ps 90, 7). Por eso dice en Efesios: "mirad como camináis, de modo que lo que andáis lo andéis con tiento y cautela".
El cristiano no está confirmado en gracia y quien hoy es justo, simultáneamente es pecador en potencia, puede caer y serlo en acto. Y esta misma observación autoriza a sostener, correlativamente, que quien es actualmente pecador, también es potencialmente justo, pues sólo la muerte cierra la posibilidad de conversión y nadie está confirmado en el mal fuera de los demonios y condenados del infierno.
Lo mismo hay que decir de la ortodoxia. El católico anti-modernista militante no por ello está confirmado en la buena doctrina en todos los temas. Puede desviarse aunque no lo haga de modo consciente. En ambientes tradicionales puede haber un manojo de heterodoxias pesimistas en diversos campos: antropología, eclesiología, moral, espiritualidad, relaciones naturaleza-gracia, sacramentos, etc. Herejías que muchas veces ignoramos, porque suponemos de modo simplista que todos los heterodoxos son "progresistas", o "liberales", como si no hubiera herejías "de derecha"...
En fin, el anti-modernismo militante -incluso cuando es conforme a la verdad, y no lanza anatemas ridículos- no es una opción fundamental que nos confirme en gracia ni tampoco una vacuna que garantice una ortodoxia integral.


sábado, 10 de diciembre de 2016

Feeney

Sobre la condena al p. Leonard Feeney, y sus alcances, se ha publicado mucho en diversos blogs (un documentado estudio del p. Brian Harrison, aquí). El tema nunca nos ha interesado de modo particular. Porque además del documento del Santo Oficio, el sentir común de los teólogos se ha manifestado pacíficamente en favor del bautismo de deseo implícito. Así, por ejemplo, P. Parente, destacado representante de la Escuela Romana: “el que bajo el influjo divino hace un acto de fe y alcanza después la santificación, adhiriéndose a Dios y a su voluntad, pertenece ya de alguna manera a la Iglesia (suele decirse: al alma de la Iglesia), y teniendo un deseo implicito del Bautismo pertenece también al cuerpo de la Iglesia in voto”.
Causa sorpresa leer a veces intentos de “ponerle puertas al campo” en lo tocante a la acción de la gracia. Se olvida la omnipotencia divina, la voluntad salvífica universal, que la gracia es un don gratuito y que Dios puede darla por cauces extra-sacramentales.
Reproducimos al pie el decreto del Santo Oficio para quien pueda estar interesado en conocerlo. Transcribimos la nota introductoria de la fuente para precisar mejor el contexto:
Condenación del P. Feeney, de Boston
En el año 1949 se desarrolló una violenta polémica en que, contra el parecer común de los teólogos católicos, el P. Feeney y un pequeño grupo de adeptos suyos defendió que nadie podía salvarse si no pertenecía de hecho a la Iglesia católica. Con ello quedaban excluidos de la salvación muchos protestantes de buena fe y aún muchos paganos que pueden recibir el bautismo de deseo y salvarse por un acto de caridad perfecta. Para dar lugar a la defensa de los inculpados de error, el Santo Oficio ha tardado hasta hoy en dar su sentencia definitiva, y lo hace con el decreto condenatorio siguiente. A continuación añadimos dos breves exhortaciones con que el Arzobispo de Boston ha acompañado la promulgación del edicto en su órgano oficial.
Feeney condena by Martin Ellingham on Scribd

martes, 6 de diciembre de 2016

El progreso ultramontano

Ultra montes, ultramontanos, los que están más allá de las montañas. El ultramontano no está en la Edad Media, no es más que un concepto geográfico, un modo, por lo demás alemán y francés, para definir todo lo que es italiano. Sólo después de la reforma protestante, si no desde la época de los disturbios anti-curialistas de Felipe el Hermoso y Luis de Baviera, adquirió un significado esencialmente político, que interceptaba polémicamente la formación de la moderna soberanía estatal, ya que ultramontano, y finalmente “ultramontanista”, se convirtió en el enemigo público que obedecía a Roma más que a la iglesia nacional y a su cabeza. El sentido político de ultramontanismo entró en el vocabulario católico, especialmente en Austria, cuando católico romano se convirtió en opositor del jurisdiccionalismo siglo XVIII. El “ultramontanista” volvería a aparecer durante el Concilio Vaticano I como antagonista de todo el mundo moderno.
Es notable e inesperado el retorno de este tipo de intelectual en las páginas de El desarrollo orgánico de la liturgia del benedictino Alcuino Reid, un estudio importante y muy profundo sobre la historia del “Movimiento litúrgico”, que durante un lustro intentó afrontar de diversas maneras el problema de la "actuosa participatio" de los fieles en la liturgia, hasta consignar los últimos frutos de un largo recorrido por los reformadores post-conciliares. Editado en los EE.UU., con un prefacio laudatorio del cardenal Joseph Ratzinger, el volumen ha sido recientemente publicado en italiano por la editorial Cantagalli (Lo sviluppo organico della liturgia, Siena 2013, pp. 432).
Reid, siguiendo de cerca la idea de Newman de un "desarrollo doctrinal", aunque dominado por el desarrollo político e histórico, pone el principio firme de una evolución litúrgica orgánica: la "tradición litúrgica objetiva"; y así supera los autores y las fases del “Movimiento litúrgico”. Interesante y fecunda, incluso para un juicio sobre la actualidad, es la individuación precisa y, en varias ocasiones, reiterada, de los dos enemigos principales de la tradición litúrgica: el “arqueologismo” y la “pastoralidad” -los mismos principios que Ratzinger define en el prólogo, con una expresión que es más que una condena, los "unholy twins". De acuerdo con el esquema ya elaborado por el liturgista y jesuita Joseph Jungmann, los dos "unholy twins" son perfectamente idénticos, porque, si aquello que es primitivo es necesariamente sencillo, lo que es sencillo se ajusta mejor a las necesidades del hombre moderno y es eminentemente pastoral.
“Arqueologismo” y “pastoralidad” necesitan, a su vez, de dos actores, la ciencia litúrgica que identifica con certeza y método incuestionables lo que es antiguo, y la autoridad del Papa que, en nombre de la antigüedad y de la “pastoralidad”, realiza la reforma. Reid, que en varias ocasiones ha resaltado el peligro de convertir la “tradición litúrgica objetiva” en una antigüedad producto del método científico, se ocupa también del problema de la autoridad. De acuerdo con la regla católica de la evolución homogénea, la autoridad, incluso la del Papa, no debería ser más que una instancia declaratoria, incluso en un sentido evolutivo (de lo implícito a lo explícito), del contenido objetivo de la Tradición, aquí de una Tradición litúrgica indisolublemente ligada a la Tradición dogmática (lex orandi lex credendi). En estas circunstancias, a la luz de los desarrollos posteriores, incluso funestos, se manifiesta la ausencia de vínculos con la Tradición en la Encíclica Mediator Dei de Pío XII, o sea, la posibilidad de que se pueda considerar tradicional cualquier reforma litúrgica, solamente por el hecho de ser aprobada por un Pontífice. Es en este punto que emerge la presencia en la Iglesia de los años cincuenta y sesenta de una corriente que se aprovecha con cierta facilidad de la laguna de la Mediator Dei y que Reid define, de manera muy acertada, como "ultramontanista".
Si se quisiese trazar la genealogía ideológica interna, y no sólo política, del “ultramontanismo” más sobresaliente, deberíamos recurrir a los celosos jesuitas de Salamanca, magistralmente evocados por Owen Chadwick en un capítulo del imperdible From Bossuet to Newman (University Press, Cambridge, 1957), los cuales pretendieron extraer conclusiones dogmáticas ciertas, a partir de premisas inciertas, cuando estás últimas fuesen tan sólo confirmadas por la autoridad. Es evidente que de esta manera se sustituye la inmutabilidad de la Tradición por la intención de la autoridad. Después de unos pocos siglos, esta lectura “soberanista” de la infalibilidad, que se entremezclaba con las categorías positivistas de Derecho Público de los años 60 del siglo XIX, sería derrotada en el Vaticano I -junto con las corrientes opuestas, anti-infallibilistas, capitaneadas por Dölinger- y reasumiría la esencia misma del ultramontanismo decimonónico, de acuerdo con su concepto clásico. Tal lectura quizá podría justificarse históricamente -no en el plano doctrinal- como último remedio ante el movimiento revolucionario, socialista y liberal, surgido desde 1848. No es de extrañar que entre los ultramontanos hubiera hombres como Donoso Cortés, el cardenal Manning, el padre Guillermo Faber, el abate Migne, cuyo servicio a la Iglesia Católica y a la mayor gloria de Dios no puede ser discutido en absoluto.
El “ultramontanismo” hodierno, descrito por Reid en su etapa germinal, ya no pretende más hacer frente a la revolución mundial con la fuerza irreducible y ocasionalista de una decisión soberana que frena la revolución social sólo desde el momento en que no se entrega a ella. La idea neo-ultramontanista para consolidar en un sistema unitario de reforma a los “unholy twins” –hoy, evidentemente, más de dos– es la voluntad del obispo de Roma, mientras que las mismas formas de la infalibilidad parecen diluirse en la incertidumbre positivista de la unidad de mando, siguiendo a la revolución mundial desde el momento en el cual la “pastoralidad” (uno de los “unholy twins”) se ha convertido coherentemente en norma fundamental de los actos de la Iglesia. Un primer resultado nefasto es la destrucción formal (a fuerza de decretos) del culto al cual asiste cada católico. Así, el nuevo ultramontanismo se hace tanto más radicalmente partidario de la autoridad del Papa, cuanto más se incrementa su poder, transformándose en él, y erosionando los cimientos de la Tradición; cuanto más abandona "el recinto de Pedro", y del papado, para exponer así su debilidad. Se podría decir que el nuevo ultramontano defiende sobre todo el poder del Papa, aunque al precio de su autoridad.
Se asiste así a una obediencia que de racional se hace ocasionalista, para convertirse, en última instancia, en irracional: “Los tiempos han cambiado, ¡lo dijo el Papa!”. El hecho de que los antiguos enemigos de la soberanía papal son hoy en día los ultramontanos más consistentes, no es de extrañar, ya que el punto de inflexión pastoral del Vaticano II vincula el ministerio de Pedro (no es su esencia íntima, por supuesto) a la locomotora de la historia hegeliana, la economía y el progreso humano. Menos obvia aparece la posición de los conservadores de hoy, cuyo papel en Italia es notoriamente representado por Massimo Introvigne, don Piero Cantoni, p. Giovanni Cavalcoli, Andrea Tornielli y el gran coro de “Comunión y liberación”. Como los antiguos jesuitas de Salamanca, todos estos señores han perdido desde hace mucho tiempo la reverencia y el sentido de la verdad católica de las premisas, contentándose con la voluntad suprema. Ya no hay argumento, Santo Tomás ha muerto, y ha muerto el silogismo.
Tomado y traducido de:

lunes, 5 de diciembre de 2016

Juan Carlos Ossandón Valdés


Juan Carlos Ossandón Valdés es Profesor de Filosofía (P.U.Católica de Chile, 1963); Licenciado en Filosofía y Letras (U. Complutense. Madrid. 1965), Doctor en Filosofía y Letras (U. Complutense. Madrid, 1966). Actividad docente: Puerto Rico: Catholic University of Puerto Rico. Ponce (1967-1972). Chile: P. U. Católica de Chile, U. Santa María, U. Metropolitana de Ciencias de la Educación, U. Gabriela Mistral. Actualmente ejerce la docencia en la P. U. Católica de Valparaíso y en la U. Adolfo Ibáñez de Viña de Mar. Publicaciones: Autor de varios libros y numerosos artículos publicados por revistas especializadas nacionales y extranjeras. Ha dictado charlas a través de todo el territorio nacional y en el extranjero.
En estas bitácoras se reproducen diversos trabajos del profesor chileno:
http://naturaboni.blogspot.com

sábado, 3 de diciembre de 2016

Blog no apto para todo público


El lndex librorum prohibitorum era una lista oficial de los libros cuya lectura se prohibía a los católicos sin el permiso de la autoridad competente bajo amenaza de una sanción canónica. Fue abolido en 1966, por diversas razones, una de las cuales -tal vez la más actual en la era de Internet y los libros digitales - es la imposibilidad de hecho de mantenerlo actualizado.
A partir de la abolición del Index algunos pensaron que un cristiano puede  leer cualquier cosa. Esto es un error.
“En unos pocos decenios parece haber cambiado bastante en Occidente la sensibilidad hacia la ortodoxia y hacia lo que la hiere. Un texto de Arturo de Iorio, publicado en 1951, puede ilustrarnos la afirmación anterior. Dice así: «Los fieles deben abstenerse de leer no sólo los libros proscritos por ley o decreto, sino todo escrito que les exponga al peligro de perder la fe y de depravar las costumbres. Es ésta una obligación moral, impuesta por la ley natural, que no admite exención ni dispensa. La gravedad de esta obligación es proporcional al peligro a que se expone el alma. Ahora bien, como los simples fieles raramente estarán en situación de apreciar el peligro en que se van a encontrar, es natural que la Iglesia, con oportunos avisos y prohibiciones, les mantenga alejados de las lecturas malas» (Indice dei libri prohibiti, en Enciclopedia Cattolica, Città del Vaticano 1951). Un texto como éste, que hace medio siglo era lo normal, ahora resulta apenas imaginable. Sin embargo, dice la verdad.” (Iraburu).
Ante esta situación, S. Josemaría Escrivá de Balaguer tomó la decisión de establecer un Index para uso interno del Opus Dei denominado Guía bibliográfica. La institución continúa actualizando esta guía cuyo contenido puede consultarse aquí. Es una medida prudencial, opinable, que no discutimos ahora. La guía contiene diferentes notas o censuras que expresan la valoración moral de distintas obras, que reproducimos a continuación:
¿Qué significan las valoraciones morales en las obras de pensamiento?
En el caso de obras de Pensamiento (P), agrupamos los títulos según el nivel de conocimientos que a nuestro juicio son necesarios para valorar las implicaciones de sus afirmaciones respecto al Evangelio.
P-A1 o P-A2: los libros presentan las cuestiones doctrinales atendiendo a la enseñanza común de la Iglesia, tal como se expone, por ejemplo, en el Catecismo de la Iglesia Católica, y evitando temas complejos o aún particularmente sujetos al debate teológico. Según den por supuesto o no un mínimo de formación cristiana previa, los subdividimos en:
P-A1: Público general.
P-A2: Lectores con cultura general o formación cristiana básica.
P-B1 o P-B2: en estas categorías incluimos libros que quizá precisen una formación cultural amplia (P-B1), o incluso universitaria en los argumentos tratados (P-B2), de cara a poder hacerse cargo de cómo se relacionan con la fe. Ocasionalmente, en estos libros (P-B2, sobre todo) se pueden dar por seguras posiciones muy difundidas contrarias a la fe, aunque son fáciles de reconocer por un lector con cierta formación cristiana que haya estudiado el tema (p.ej., tesis evolucionistas de corte materialista en manuales de filosofía o de historia).
P-B1: Requiere conocimientos generales de la materia.
P-B2: Lectores con formación cristiana y cultura específica sobre el tema.
P-C1, P-C2 o P-C3: las implicaciones de los temas tratados, o el conocimiento de las razones que invalidan algunas tesis expuestas en el libro, requieren siempre una profunda formación en el área de que se trate, ya sea universitaria (P-C1), o especializada (por ejemplo, un doctorado: P-C2): de ahí que, en estos casos, hayamos preferido que las explicaciones hagan hincapié en los contenidos objetivos del libro, más que en el posible público lector. La valoración P-C3 se reserva para libros que se dirigen a contradecir o negar algunos aspectos de la fe o de las enseñanzas del magisterio católico.
P-C1: Presenta algunos errores doctrinales de cierta entidad.
P-C2: Aunque la obra no se presenta como explícitamente contraria a la fe, el planteamiento general o sus tesis centrales son ambiguos o se oponen a las enseñanzas de la Iglesia.
P-C3: La obra es incompatible con la doctrina católica.
¿Qué tiene que ver esto con nuestra bitácora? Se nos ha reprochado publicar contenidos que no serían convenientes para las “masas de católicos”. Lo que significa, usando las categorías del índice opusino, que divulgamos contenidos que no pertenecen a la categoría P-A1/P-A2, contenidos que no serían aptos para un público general, ni tampoco para lectores con formación cristiana básica. Y esto es verdad respecto de muchas de nuestras entradas (p. ej., sobre la falibilidad de las canonizaciones), razón por la cual colocamos una cita de Castellani como aviso para navegantes desprevenidos. 
Si el fin principal de nuestra bitácora fuera llegar a esa “inmensa parroquia” de formación cristiana básica, no publicaríamos nada porque ya existen numerosas páginas “generalistas” aptas para todo público y no vale la pena repetir lo que otros explican mejor. 
Nuestro blog se dirige principalmente a lectores con conocimientos generales de teología o con formación cristiana y cultura específica sobre ciertos temas. Procura exponer la verdad católica con mayor profundidad, mostrando matices o aspectos olvidados, desconocidos, silenciados. 
Objetivamente no hay nada reprochable en hacerlo. Porque nada obliga a exponer la doctrina católica sin más profundidad que la de un catecismo elemental. Y si alguno se escandaliza, esto se debe no al contenido de las publicaciones, sino a la deficiente formación del escandalizado, que en todo caso debiera ser más prudente en sus lecturas a pesar de la abolición del Index. Tal vez puedan darse casos de lo que en el argot teológico se denomina escándalo farisaico. Pero, como enseñan los doctores, este tipo de escándalo es despreciable.