lunes, 18 de diciembre de 2017

¿El Papa es un monarca absoluto? (1)




La definición del dogma del Primado del Papa (ver aquí), pronunciada por el Concilio Vaticano I, permite caracterizar la potestad del Romano Pontífice como ordinaria, suprema, plena, inmediata, universal y libre en su ejercicio. Cada una de estas notas requiere de una rigurosa explicación. Y de modo singular el carácter de suprema. Así lo hizo el Episcopado Alemán en su declaración de 1875 (solemnemente aprobada por Pío IX) para disipar los recelos de Bismarck, según el cual por la definición del Primado el Papa se había convertido en el monarca absoluto del mundo («ein absoluter Monarch der Welt») de quien los obispos no serían más que instrumentos sin responsabilidad propia.  
En otro contexto histórico, el cardenal Ratzinger tuvo que reiterar que «el Papa no es en ningún caso un monarca absoluto, cuya voluntad tenga valor de ley. Él es la voz de la Tradición; y sólo a partir de ella se funda su autoridad» (aquí). Lo hizo en respuesta a quienes «presionaban» por la ordenación sacerdotal de mujeres. En los últimos años, la frase de Ratzinger ha sido citada varias veces, en distintos contextos, pero de modo singular para relativizar el valor de Amoris laetitia. Un ejemplo reciente, lo tenemos en este artículo del p. Highton (aquí). 
Al margen de estas circunstancias históricas el carácter de suprema podría entenderse como absoluta, término que para el DRAE significa un poder que se ejerce «sin ninguna limitación». Pero esto es falso y opuesto al dogma católico. Porque la potestad primacial tiene límites por voluntad de Cristo y su limitación pertenece a la constitución divina de la Iglesia. 
Un primer límite es ontológico. La potestad del Romano Pontífice deriva de Cristo y se ejerce en su nombre, pero no deja de ser una perfección participada y de ello se sigue una primera y fundamental limitación que impide considerarla como absoluta«Quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur» (cfr. S Th., I, 75, 5) enseña Santo Tomás. El Pontífice no es Dios, sino creatura; y su potestad no es un atributo divino. En efecto, «existe en el Papa la plenitud del poder en sentido relativo, no absoluto; sus poderes no son tan extensos como los de Jesucristo, pero son tan extensos como los por El conferidos a su Iglesia» (*).
Un segundo límite es moral. El dogma del Primado definido por el Vaticano I de ningún modo significa que el Romano Pontífice está «más allá del bien y del mal» en el ejercicio de su potestad. Por el contrario, debe regir a la Iglesia de modo virtuoso; y cuando abusa de sus poderes primaciales puede cometer pecados muy graves, de los cuales tendrá que rendir cuentas a Dios. El principio «prima sedes a nemine iudicatur» (ver aquí) se refiere a jueces humanos, no a Dios; y significa que no hay en en la tierra una instancia jurisdiccional superior al pontífice.
El teólogo Van Noort explicaba los límites del Primado, en unos párrafos que hemos traducido y reproducimos a continuación:
«Finalmente, de la doctrina esbozada arriba, no se debe llegar a la absurda conclusión que todas las cosas son lícitas para el Papa; o que puede cambiar las cosas patas arriba en la Iglesia por puro capricho. La posesión de la potestad es una cosa; el uso legítimo de esa potestad, es otra. El Supremo Pontífice ha recibido su potestad para edificar la Iglesia, no para derribarla. En el ejercicio de su potestad suprema, por ley divina, está estrictamente obligado por las normas de la justicia, la equidad y la prudencia. Estas leyes requieren que, a menos que la necesidad o la gran utilidad exijan lo contrario, el Papa deba, por ejemplo, respetar las costumbres legítimas que se viven en varios lugares, observar las leyes eclesiásticas establecidas, etc. Estas leyes, aunque no poseen una fuerza vinculante para el Papa, no obstante, normalmente tienen para él un poder directivo. También exigen que, en circunstancias normales, el Papa deje el funcionamiento completo de las diócesis a sus obispos individuales de acuerdo con el consejo dado por San Bernardo al Papa Eugenio III:
“Tú lo posees todo. Pero sería vergonzoso que todavía vivieras insatisfecho y te rebajaras a regañar hasta lo más insignificante, como si no te perteneciese. […]
Te equivocas si crees que por ser tu potestad apostólica la suprema autoridad, es también la única establecida por Dios” (De consideratione, III, c. 4, n. 15-17.
Es posible, por supuesto, como en todos los asuntos gobernados por hombres, que se produzcan abusos y que ocurran aberraciones; pero el Divino Esposo de la Iglesia, que ha prometido que el Espíritu Santo estará con la Iglesia para siempre, se asegurará de que la Iglesia misma no esté expuesta a la catástrofe por la debilidad o la imprudencia de los hombres. Un último punto queda por mencionar: el Romano Pontífice no está sujeto a nadie en la tierra y, en consecuencia, no puede ser llamado a juicio por nadie. Él está obligado a rendir cuentas de sus decisiones a nadie más que a Él, cuyo vicario visible es, Jesucristo». (Van Noort, G. Dogmathic Theology. Vol. II. The Newman Press, Maryland, 1959, pp. 283 y ss. Completo, aquí).

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(*)  Cfr. Álvarez de Santa Clara, E. La Iglesia y el Estado. Buenos Aires, 1925, Tomo II, p. 219-220.


1 comentario:

Anónimo dijo...

La paz del mundo, la paz política -como lo recordó el padre Roger-Thomas Calmel, O.P., en un notable ensayo dedicado a las apariciones marianas en Fátima- es un don de Dios y del Corazón Inmaculado de María: tal la enseñanza que debe deducirse sin dificultad de las palabras de Nuestra Señora a los tres pastorcitos de Cova de Iría. Pues aún las buenas instituciones de las que se esperaría una contribución decidida a la paz del mundo, así como sostienen a las personas en el bien, son recíprocamente sostenidas por la justicia de las personas que las conforman, y esta justicia personal depende de la gracia de Dios. La que, para derramarse, requiere a su vez de la conversión -empezando por la conversión de los cristianos sumergidos en un naturalismo que ha inficionado completamente las conciencias. Si se quiere evitar las calamidades anunciadas en las profecías conminatorias proferidas y escritas desde antiguo y que ahora encuentran el escenario más propicio a su realización merced al materialismo de Estado y al hábito universal del hedonismo urge, pues, la conversión de las almas y de la sociedad: es Cristo Rey, proclamado por las sociedades, y no la ONU, quien convierte las lanzas en arados y ahuyenta los horrores de una guerra nuclear.

Que los hombres de Iglesia ya no reconozcan esta verdad primarísima y no reclamen al mundo esta adhesión necesaria equivale a empujar a la humanidad entera al abismo. Así, al tiempo que se bate el parche de la misericordia, se renuncia patentemente a las tres principales obras de misericordia espiritual, resultando en un crimen incomparable en magnitud, por lo orbital, y una traición a la propia misión capaz de causar pavor al firmamento. Una aceleración vertiginosa de los tiempos con el sello de Caín y de Judas.

https://in-exspectatione.blogspot.com.ar/2017/12/el-cine-cuenta-la-crisis.html