Dietrich von
Hildebrand, a quien el papa Pío XII llamaba «el Doctor de la Iglesia del siglo
XX» (aquí),
escribió unas páginas para diferenciar al «nacionalismo» del «patriotismo» que
nos parecen interesantes. Debemos aclarar que «nacionalismo»
no es expresión unívoca, sino que puede tener, y de hecho tiene, diferentes
significados. De modo que un «nacionalista católico» argentino como el p. Alberto
Ezcurra podría coincidir con von Hildebrand, pues su concepción del «nacionalismo» no incluye los errores que este autor señalara.
¿Qué es el nacionalismo? Se trata
de un tremendo error que existe en diversos grados: desde la
identificación de la nación con el Estado hasta la idolización de la nación, convirtiéndola
en el principal criterio de la vida en su conjunto y haciendo de ella el fin último
y el bien superior. Aquí nos limitaremos a señalar la distinción entre el nacionalismo
y el patriotismo genuino, sin abordar todas las demás formas posibles de deificación
de la nación.
El patriotismo genuino y el
nacionalismo son tan diferentes entre sí como el amor propio auténtico y
divinamente ordenado lo es del amor propio egoísta. El patriotismo genuino
y el amor genuino a la nación a la que se pertenece —dos conceptos que no son en
absoluto idénticos— son ambos moralmente positivos e incluso actitudes
imperativas, al igual que todo amor recta y divinamente ordenado. En
primer lugar, ese amor afirma el valor que reside en la comunidad nacional
en cuanto tal, considerada como un espacio espiritual con un carácter
cultural individualmente distintivo, un espacio en el que el individuo ha
sido situado (por lo general, no como resultado de ningún esfuerzo por su parte)
y que lo sostiene y alimenta como suelo espiritual.
La afirmación del valor general
que reside en la nación en cuanto tal, y que adquiere una forma vívida y
concreta en cada persona con respecto a su propia nación, incluye un sentimiento
especial de pertenencia a la nación de la que se es miembro, el amor a la “idea
divina” que representa esa nación concreta, una familiaridad y una solidaridad especiales
con ella, la gratitud hacia todo lo que de ella se recibe, el especial
conocimiento que se posee de ella y, finalmente, la misión que cada uno
recibe por su pertenencia a la misma. Todos estos elementos están
contenidos en el patriotismo genuino, así como en el amor auténtico a la
propia nación.
Esta actitud implica a su vez
reconocer a toda nación extranjera en su carácter particular como algo
justo y valioso. Naturalmente, el amor de una persona hacia su propia
nación será mayor, más intenso y de una naturaleza diferente. Pero toda persona que
se niegue a conceder a otras naciones el derecho a desarrollarse libremente, que defienda
que puede ignorar sus derechos y justos deseos, y que piense que puede pisotearlas
si eso beneficia a su país, contradice el fundamento mismo que valida su amor hacia
su propio país. Es —por decirlo claramente— incapaz de amar de verdad a su país. Su
conducta ya no es resultado del amor, sino del egoísmo colectivo o, mejor
dicho, del nacionalismo.
La principal característica del
nacionalismo es, pues, un egoísmo colectivo que prescinde del respeto y el
interés hacia las naciones extranjeras y valora los derechos de la propia
nación de acuerdo con valores diferentes de los que aplica a otras naciones. No ve
la viga en el ojo de su propio país: solo ve la paja en el ojo de los países
extranjeros. Este error fundamental lleva a no reconocer que las naciones
se necesitan unas a otras, incluso desde una perspectiva meramente
cultural; que las naciones están creadas para bien mutuo; y que enfrentar
a la propia nación contra otra y caer en el engaño de la autosuficiencia
cultural de toda nación, vacía y hace estéril el genio de la propia nación.
El nacionalismo está también
presente allí donde la nación se sitúa por encima de comunidades de un
valor superior, tales como comunidades más grandes de pueblos o como la
humanidad en su conjunto. El nacionalista alemán, por ejemplo, defiende que el bienestar
de su propio país es más importante que el “bonum
commune” de Europa e incluso el de la humanidad. También aquí es
evidente el egoísmo colectivo. Esta perversión alcanza su cima cuando la
nación se sitúa por encima de la comunidad superior a todas, es decir, la
comunidad sobrenatural de la Iglesia entendida como cuerpo místico de
Cristo. Este fenómeno se ha dado repetidamente a lo largo de la historia, desde
Federico I Barbarroja, Luis IV de Baviera y Felipe IV el Hermoso hasta nuestros días.
Otra expresión del nacionalismo es
considerar al individuo un mero recurso que explotar por la nación. En
cuanto el bien y el mal de una nación, o incluso su simple existencia, se
sitúan por encima del alma inmortal del ser humano, de su alma inmortal y de
su salvación, la auténtica jerarquía de valores queda invertida y se es víctima
de la herejía del nacionalismo. Quien considera la unidad de la nación
como el vínculo último y fundamental de la comunidad y no mantiene que la
unidad de los miembros vivos del Cuerpo Místico de Cristo constituye una
unidad más auténtica, más profunda y más viva, cae también en el error del
nacionalismo. Quien no ve en los demás antes y por encima de todo un alma
creada por Dios y para Dios, ya ha sucumbido a esa herejía; y lo mismo se
puede decir de quien ve a un alemán, a un francés o a un italiano antes que a un
ser humano con quien comparte el profundo vínculo de un gran destino común, que incluye
el nacimiento, la muerte y la condición de criatura personal, y la ordenación a
la eternidad.
Por último, quien mantiene
que el Estado y la nación están tan interrelacionados que toda nación
requiere la existencia del Estado correspondiente, y que por eso ve un disvalor
en la situación en la que o bien una única y misma nación está presente en
varios Estados, o bien varias naciones están unidas en un único Estado,
también es nacionalista. No comprende que el vínculo nacional de unidad no
es el único factor que contribuye a la formación de un Estado próspero. No
entiende que puede ser conveniente que algunas naciones, para
desarrollarse plenamente, estén presentes en varios Estados. Y es que confunde
el verdadero valor de su propia nación con una necesidad imperialista de reclamar
la atención de las demás naciones.
Esto nos lleva a un tema decisivo:
el ethos nacionalista. Ningún acto de
idolización tiene su origen en un reconocimiento auténtico del valor: de
hecho, impide necesariamente un reconocimiento del valor propio de un
bien, ya que no reconoce que ese bien es imagen de Dios. Lo mismo ocurre
con el nacionalismo. Los nacionalistas no ven nunca los verdaderos valores de
su nación, su nobleza cultural o el significado profundo de su genio
nacional. Todo lo que ven es su poder, su “gloire”, su influencia política.
El elemento decisivo que llena de orgullo el pecho del nacionalista no es lo sublime
de su cultura, sino el número de kilómetros cuadrados de su país y el tamaño de su
ejército.
El amor del nacionalista no es un
amor superior, sino inferior e impuro. En esencia, no es amor: es autoafirmación,
deseo de poder, ansia de prestigio y autoglorificación. No hay sacrificio
hecho por la nación en tiempo de guerra que pueda cambiar esta realidad. El
nacionalista es incapaz de un amor genuino, porque el amor al bien solo es
genuino en la medida en que participa del amor con que lo ama Dios.
La terrible herejía del
nacionalismo no solo destruye la unidad de Occidente, sino que corroe
individualmente a cada nación desde dentro. Se trata de una tremenda desgracia para
cualquier país, pero en el caso de Austria se trata de la negación de su mismo significado
y esencia… El sentido de la actual misión de Austria consiste en ser una clara refutación
del nacionalismo. Ni siquiera hoy día, Austria, cuya población es casi enteramente
alemana, constituye una simple rama de la nación alemana ni una mera porción
de la esfera cultural alemana; y mucho menos una simple avanzadilla de Alemania
en el Este. Austria constituye un espacio cultural en sí misma, una forma totalmente
singular del carácter alemán, tan diferente de Alemania como América de Inglaterra.
Como ya he hecho notar en estas páginas, Austria encarna el desarrollo más noble
y auténtico del espíritu alemán.
Fuente:
Von Hildebrand, D. Mi lucha contra Hitler. Rialp (Madrid), 2014.
Ps. 178 y ss.