En las últimas semanas hemos podido apreciar diversas lecturas e interpretaciones hechas al hilo de la última instrucción Universae Ecclesiae, referente como es sabido, a la aplicación del motu proprio “Summorum Pontificum” que regula el uso de los libros litúrgicos anteriores a la reforma de 1970. Son comentarios hechos al pie de la letra del texto, que tratan de echar luz sobre su relación con otros textos semejantes, así como una interpretación de la valoración que del rito tradicional debe hacerse en la Iglesia según la mente del Romano Pontífice. Como no podía ser menos, también en nuestro blog se ha procedido a comentar el documento, desarrollado con una precisión jurídica y teológica muy notable, y merecedora de ser citada en cuantos lugares se han preciado de revisar tal documento. Sin embargo, el que escribe esto concibe que sería preciso –ya a unas semanas de su promulgación- precisar algunas sombras que son consecuencia de las luces que emanan de la instrucción, y que han sido glosadas en el comentario que se ha hecho a tal efecto. Ahora se trata de describir la otra parte del retrato, sin la pretensión de que esta lectura sea todo el retrato, y que necesariamente ha de cotejarse con el comentario al que aludimos. Destacar los contrastes no implica poner de manifiesto una oposición, pues como dice San Agustín en la Ciudad de Dios, “Contrarium oppositione saeculi pulchritudo componitur”, la belleza del mundo se compone del contraste entre los contrarios.
Más que una glosa, aquí procuraremos sacar a la luz, los quicios en los que pivota la valoración del documento al rito tradicional, los motivos que suscita la instrucción misma, los principios prácticos, y las dificultades que veo que brotan de algunas expresiones del documento.
1. El documento se inicia con una descripción histórica que muestra cómo la organización de la liturgia que compete a la Sede Apostólica obedece a la necesidad de la expresión de la misma fe, asentada en el principio según la cual la ley de la fe ha de establecer la ley de la oración. Asimismo, se mencionan los documentos que han permitido la celebración del rito tradicional tras las reforma de 1970, con una expresión enfática en el punto número seis, a modo de sumario, que pretende mostrar el espíritu de la instrucción y que ha provocado muy diversos elogios en los comentarios que han aparecido: “Por su uso venerable y antiguo, la forma extraordinaria debe ser conservada con el honor debido”. Sin embargo, no olvidemos que esta es una afirmación tiene un alcance meramente desiderativo, y que puede empañar otras que son mucho más expresivas de las causas de los diversos documentos citados sobre la liturgia tradicional. En efecto, el motivo aducido como causa de la conservación de la litrugia tradicional, no es el carácter “venerable y antiguo” del rito de San Pio V, sino lo expresado en un párrafo anterior, cuyo olvido en los diversos comentarios me desconcierta. Quizás el olvido sea motivado por la euforia del reconocimiento de que el rito tradicional deba ser “conservado”. La expresión es ésta: “Muchos fieles, formados en el espíritu de las formas litúrgicas anteriores al Concilio Vaticano II, han expresado el vivo deseo de conservar la tradición antigua. Por este motivo…”. No deja de llamar la atención que sea precisamente éste el único fragmento de la instrucción que hace relación a las causas de la regulación actual de la liturgia tradicional. El motivo está desarrollado en dos ejes: a) La formación en ciertas formas litúrgicas; b) que son anteriores al Concilio Vaticano II. Obsérvese que no se hace referencia a la posible estima por parte de generaciones posteriores a la reforma litúrgica, y que aquí la referencia no es propiamente la reforma litúrgica, sino el Concilio Vaticano II. Tal estima por lo tanto, estaría de más en generaciones formadas en la liturgia posterior al Concilio Vaticano II. Evidentemente, la mente del legislador no se puede reducir a ésta aserción y más bien la expresaría en el punto 7: “No hay ninguna contradicción entre una y otra edición del ‘Missale Romanum’. En la historia de la Liturgia hay crecimiento y progreso pero ninguna ruptura. Lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande y no puede ser de improviso totalmente prohibido o incluso perjudicial” . Precisamente, el Sumo Pontífice ha puesto reservas a la concepción de un determinado “evolucionismo histórico-litúrgico”, al considerar los modos ordinarios y extraordinario como dos formas de un mismo rito, poner de relieve ciertas prácticas (misa ad orientem, comunión de rodillas, etc) que pertenecen de suyo al rito romano, y mostrando como no hay ruptura sino una armoniosa continuidad. Una continuidad que parece oscurecerse por el párrafo de la instrucción que citamos. Un párrafo que no se ve contradicho por valorar el carácter “antiguo y venerable” de la liturgia tradicional, algo que, por otra parte, nunca se ha puesto en duda. Lo que se ha puesto en duda es si lo que valía para generaciones pasadas pueda valer para las presentes, hasta tal punto, que quienes impugnan esto último no dejan de reconocer el altísimo valor que el rito tradicional ha tenido en la Iglesia, pero enmarcado en una época marcada por una teología, pastoral y sensibilidad determinadas, cuyo vigor cesa en los tiempos modernos. Del mismo modo que un automóvil antiguo que debe ser conservado, por su valor histórico, y que en alguna ocasión pueda ser utilizado para rememorar tiempos pretéritos, pero que carecería de sentirlo el emplearlo como modo ordinario de transporte, congrua congruis. En cualquier caso, esa conservación a la que se refiere el documento carecerá de sentido si le faltase la eficacia a los principios prácticos de aplicación a los que el documento propiamente se refiere. Sería un mero ornato desiderativo.
2. La parte decisiva del documento se detiene en las facultades y derechos del obispo diocesano, el coetus fidelium y el sacerdos idoneus. De la lectura de esta parte, una primera conclusión es ésta: la iniciativa para la conservación de la liturgia tradicional no sería tarea propia del obispo (que se limita a garantizar un derecho, indicando la remisión a la comisión Ecclesia Dei en caso de conflicto) ni del sacerdote (cuyo adjetivo “idoneus” ya indica que su mención es simplemente para indicar las circunstancias en que un sacerdote está capacitado para celebrar el rito) sino de los fieles. En ningún caso, la iniciativa para celebrar el rito tradicional puede partir del párroco, el cual en efecto sólo tiene capacidad para celebrar la misa tradicional de modo “privado” si bien con el concurso de los fieles. Esto es algo que también ha pasado desapercibido para algunos comentarios “eufóricos” de la instrucción. Lo que esto implica es que en una parroquia donde no existe un grupo estable para la celebración de la Misa tradicional, el párroco carece de autoridad para iniciar una celebración pública con el objetivo de formar un grupo estable. La consecuencia es que estas celebraciones se van a ceñir a los lugares donde ya existía un grupo estable o a los lugares donde existen congregaciones “ecclesia Dei”. Incurriendo en una contradicción notable: si hay personas formadas en la liturgia anterior al Vaticano II, tras cuarenta años de ser instruidos en las nuevas formas litúrgicas, ¿a cuento de qué ahora van a solicitar una celebración por el usus antiquior si el párroco no puede promoverla, ni siquiera tiene facultad de suscitarla o sugerirla? Algunos consideran que es irrelevante, pues por poder, puede hacerlo exactamente igual. Sí y no. Porque finalmente la responsabilidad sobre dicha celebración no recaerá sobre el legítimo responsable de la parroquia, que es el párroco, sino sobre los fieles. Algo que puede resultar muy problemático, pues deja sin control pastoral el pretendido “coetus fidelium” en el que finalmente puede haber de todo. Y sobre todo, hay una dejación de responsabilidades pastorales, convirtiendo la función santificadora de la Iglesia –en donde se inscribe el deseo de “conservación” del rito tradicional- en una apetencia subjetiva –y por lo tanto prescindible- de un grupo de fieles. Está clara una cosa, por lo tanto, que la conservación del usus antiquior, más que un don que el Papa oferta a toda la Iglesia –que parecía ser el espíritu del Summorum Pontificum- el documento lo que da es cobertura jurídica a los grupos y congregaciones “ecclesia Dei”, indicando a los obispos y párrocos que no les afectará en lo más mínimo, siempre y cuando carezcan de un grupo estable, hipótesis improbable, habida cuenta de que o bien asistirán a las celebraciones de grupos ecclesia Dei o bien a los grupos existentes desde la promulgación de Summorum Pontificum, blindándose de este modo las parroquias a la introducción del usus antiquior, con lo que esa posible renovación de la vida litúrgica de los cristianos no implicados en determinados grupos cae en saco roto.
3. Por lo anterior, no resulta demasiado sorprendente lo que se indica en el número 31 de la instrucción “Sólo en los institutos de vida consagrada y en las sociedades de vida apostólica que dependen de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei y en aquellos donde se mantiene el uso de los libros litúrgicos de la forma extraordinaria se permite el uso del Pontificale Romanum de 1962 para conferir las órdenes menores y mayores.” No hace falta ser demasiado malévolo para ver como ha sido una sorpresa el inusitado interés de jóvenes seminaristas y una serie de obispos por el rito tradicional. Alguno, como el caso de Dominique Rey, en Toulon, acometió una propuesta pastoral birritualista, llegando a ordenar sacerdotes diocesanos por la forma extraordinaria, y encomendándoles apostolados de tipo tradicional, para aquellos que así lo deseasen. Otra prueba más del blindaje de la Misa tradicional fuera de lo que sean congregaciones Ecclesia Dei. Estas congregaciones, debido a su particular situación, no han visto sino bondades en el documento, dado que les afecta casi exclusivamente a ellos. Un documento con el que se ha acotado todavía más el usus antiquior en la Iglesia. Todo esto debiera llevarnos a una seria reflexión. La función de santificar es un munus de la Iglesia, esencial a su propia substancia, derivado del mismo mandato de Cristo, y las ordenación sobre la liturgia son competencia del obispo para cada diócesis en base a las directrices emanadas de la Santa Sede. Sin embargo, aquí nos encontramos con un “afán de conservación” del rito tradicional, pero cuya iniciativa se encuentra en manos de los seglares. Curioso modo de conservación del rito tradicional, habida cuenta de que los seglares, por su propia naturaleza no tienen como cometido la extensión y propagación de ritos multiseculares, máxime cuando es la misma Santa Sede la que enfatiza la necesidad de la conservación. ¿No sería más normal –pocas cosas son normales en nuestra Iglesia- que se determinase que los obispos imperasen una misa usus antiquior al menos en las principales ciudades de su diócesis, amén de las posibles peticiones que pudiesen suceder? Es que en la Iglesia es así como siempre han funcionado las cosas. El problema que yo detecto es que este documento va orientado a solventar las fricciones de los “grupos” tradicionales con otros posibles grupos eclesiales, obispos y párrocos, en una situación ya característica de la Iglesia, en la que parece que la autoridad jerárquica tiene una misión fundamentalmente arbitral de los distintos grupos eclesiales, asegurando derechos que preserven su seguridad jurídica. Y este documento se inscribiría en esa corriente, siendo la liturgia tradicional como una especie de “carisma” entre otros grupos, poseedor de una legislación particular al respecto. La Iglesia como un caleidoscopio heterogéneo de grupos dispares en que la disparidad jurídica expresa la opacidad de esos grupos entre sí, como los radios de una bicicleta.
P.D. Un párrafo a meditar es el 19: “Los fieles que piden la celebración en la forma extraordinaria no deben sostener o pertenecer de ninguna manera a grupos que se manifiesten contrarios a la validez o legitimidad de la Santa Misa o de los sacramentos celebrados en la forma ordinaria o al Romano Pontífice como Pastor Supremo de la Iglesia universal”. Diría bastantes cosas sobre este punto, en concreto sobre el concepto de “legitimidad”. Apunto que la indicación me parece una obviedad, pero ya que se trae a colación en el documento me voy a permitir una reflexión. Evidentemente, lo que vale para lo menos (grupos concretos que asisten a la liturgia tradicional), debiera valer para lo más (misas en parroquias y catedrales, por la forma ordinaria). ¿Se podría aplicar este criterio a las misas celebradas por la forma ordinaria? Me explico. ¿Podríamos aplicar el mismo criterio e impedir la celebración de misas a los fieles que nieguen la validez de determinados sacramentos o la autoridad del Romano Pontífice? Porque en las misas celebradas por el modo ordinario, si se hiciese una encuesta, veríamos un altísimo porcentaje de fieles que no creen en el sacramento de la penitencia y por consiguiente en el pecado mortal; tampoco en el infierno, y más allá de disquisiciones teóricas, muestran una completa indiferencia –cuando no oposición- a la doctrina del magisterio pontificio sobre cuestiones de fe y de moral. En un porcentaje menor, se aceptan prácticas contrarias al magisterio de la Iglesia, como el aborto en ciertos casos, la anticoncepción, o algunos dogmas básicos, como la Resurrección de la carne, la pena de sentido en el purgatorio, o la necesidad del Bautismo para la salvación. ¿Aplicamos el mismo criterio? Si así fuese, el clero quedaría muy desocupado. Esa sospecha permanente de disidencia sobre los fieles tradis, debiera ser un poco más ecuánime y debiera fijarse en el propio gallinero.