Por Juan
Manuel de Prada.
La
exposición mediática del Papa es un fenómeno que puede parecernos 'normal', y
que de hecho lo es, en esta fase de la Historia; pero es un fenómeno tan
aparatoso que, inevitablemente, afecta la vida de los católicos, si no en lo
sustantivo de su fe, al menos en la forma de vivirla. Durante siglos, un católico podía morirse muy
tranquilamente sin saber siquiera quién era el Papa de Roma; o sabiéndolo solo
de forma muy brumosa, ignorando si era gordo o flaco, alto o bajo, taciturno o
dicharachero, finísimo teólogo o rustiquísimo pastor. Durante siglos, a un católico
le bastaba con saber que en Roma había un hombre que era vicario de Cristo en
la Tierra; y que ese hombre, cuya sucesión estaba asegurada, custodiaba el
depósito de la fe que él profesaba, heredada de sus antepasados. Durante
siglos, un católico vivía su fe en la oración, en la frecuentación de los
sacramentos y en la celebración comunitaria; y las únicas enseñanzas que
recibía eran las que el cura de su aldea lanzaba desde el púlpito y las que le
transmitían sus mayores, al calor del hogar. Así ocurrió desde la fundación de
la Iglesia hasta hace unos pocos siglos; y aquella fue la edad de oro de la
Cristiandad.
Antes de alcanzar esta fase mediática
de la Historia hubo otra fase intermedia, en la que la difusión de la imprenta
permitió a un católico curioso conocer los pronunciamientos de los papas en
cuestiones de fe y moral, a través de sus encíclicas; y también, si acaso, las
dificultades que el papado atravesaba, en medio del concierto político internacional. Para entonces, un católico conocía la efigie del
Papa, gracias a las estampitas; y, si era lector ávido de periódicos y
revistas, podía hacerse una idea somera de las líneas maestras de su
pontificado. Pero
una inmensa mayoría de católicos seguía ignorante de tales particulares; y
seguía viviendo su fe al modo tradicional: en comunión con sus paisanos y
atendiendo las enseñanzas del cura de su aldea, que tal vez fuera un santo o
tal vez un hombre de moral relajada y hasta disoluta; cuestión que el católico
de a pie se le antojaba más bien baladí, pues le bastaba con saber que, santo o
libertino, ese cura, mientras oficiaba la misa, era 'otro Cristo'.Era una época en que las
instituciones estaban por encima de las personas que las encarnaban.
Pero llegó esta fase mediática de la
Historia, y todo se descabaló. El Papa, de repente, se
convirtió en una figura omnipresente; y el católico de a pie empezó a conocer
intimidades peregrinas sobre el Papa: empezó a saber si el Papa padecía gota o
calvicie; empezó a saber si le gustaba el fútbol o el ajedrez; empezó a saber
si era austero o magnificente en el vestir; si calzaba zapatos de tafilete o
cordobán; si gustaba de probarse el sombrero de mariachi o el tricornio que le
obsequiaban los fieles que recibía en audiencia, o declinaba tan dudoso honor. Y se le dijo que, conociendo
tales intimidades peregrinas, el católico podría amar más acendradamente al
Papa, que de este modo se tornaría más «humano», más «cercano» y «accesible».
Afirmación por completo grotesca, pues el Papa no tiene otra misión en la
tierra que ser vicario de Cristo en la tierra; y, para aproximarse a Cristo,
para hacerlo más «humano», «cercano» y «accesible», el mismo Cristo ya nos dejó
la receta: «Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de
beber; peregrino fui y me acogisteis», etcétera. No es conociendo intimidades peregrinas del Papa
como el católico se acerca a Cristo, sino padeciendo con los 'pequeñuelos' en
los que Cristo se copia.
Cabe preguntarse si, por el contrario,
esa omnipresencia mediática del Papa no contribuye a que la fe del católico se
distraiga o enfríe. Cabe preguntarse si el seguimiento mediático del Papa no
tan solo en sus pronunciamientos sobre cuestiones que afectan a la fe y a la
moral, sino en las más diversas chorradas cotidianas no genera una suerte de
'papolatría', en todo ajena a la tradición católica y más bien limítrofe al
fenómeno fan que provocan cantantes, futbolistas o actores. Cabe preguntarse también si esa exposición
mediática tan abusiva del Papa no genera una distorsión en la transmisión de la
fe. Pues si Cristo hubiese deseado que la fe se transmitiera 'a lo grande',
habría inventado de una tacada el megáfono, la radiofonía, las antenas
repetidoras, la línea ADSL, la TDT y las redes sociales de Internet; y,
habiendo podido hacerlo, prefirió que la fe se transmitiera en el calor del
trato humano, a través de pequeñas comunidades que fueron ampliándose mediante
el testimonio personal e intransferible corazón a corazón de sus seguidores.
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3 comentarios:
Resumiendo a Prada: de la comunión espiritual con el Papa hemos pasado a la comunión tecnológica con el Papa. De la oración pro pontifice en el canon de la Misa a los actos fanáticos de la JMJ. Eso no se hace sin degenerar pivotando sobre la base metafísica que soporta este mundo moderno. Las consecuencias a todos lo niveles de la vida eclesial están visibles para los sensatos.
Este de la exposición mediática es otro de los rasgos que caracteriza el neocatolicismo del que habla Wanderer en su último post, acerca de la asistencia del Espíritu Santo al Papa. Son dos fenómenos distintos, pero concomitantes. El zombi católico interpreta cualquier gesto del Santo Padre, en clave divino-asistencial. Acercarse a la figura humana del Pontífice sería acercarse al mismo Cristo.
Hay ahí un paralelismo muy interesante y digno de estudio con el fenómeno que se da en los movimientos e institutos neoprimaverales respecto a la figura del Fundador.
La papolatria es un fruto que ellos, Bergoglio y gente como el sin doctrina, sembraron en las mentes.
La fe del católico no se enfría ni distrae porque es directamente pura espuma. Que otra cosa se puede esperar de Cincuenta años de Baba mental.
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