Por Dietrich y Alice Von Hildebrand.
El optimista no tiene ninguna motivación
objetiva para serlo: no responde ni a circunstancias favorables ni a ningún
factor extramundano que pueda alejar las amenazas. El optimismo es,
eminentemente, una especie de dinamismo interior, una fuerza propulsora que nos
mantiene en marcha, pero, al mismo tiempo, está unido a una especie de ceguera:
no deja a la persona ver el carácter objetivo de una situación, por lo que
responde con optimismo, pero es optimista por principio, y es precisamente esa
disposición interior la que le impide ver el carácter objetivo de una
situación.
El optimismo
está tan arraigado en la inmanencia que es perfectamente posible imaginar que
una persona caracterizada por un optimismo innato caiga, de repente, en el pozo
oscuro de la desesperación en el mismo momento en que su reserva de optimismo
se le acaba, sufre un parón repentino e imprevisto.
Debemos
distinguir con claridad la esperanza y los buenos deseos, porque es muy fácil
confundir estas experiencias porque parecen muy similares. Obviamente, la gente
te dirá: esperar que tu amigo se recuperará de su enfermedad es equivalente a
creer que así sucederá, porque tú lo deseas, y este deseo cobra tanta fuerza
que te lleva a la convicción interior de que será así.
Por supuesto que un acto de esperanza implica un deseo (si yo tengo la
esperanza de algo, necesariamente deseo que se realice); por supuesto que la
esperanza y los buenos deseos están caracterizados por un profundo
convencimiento de que algo sucederá, o de que una amenaza será rechazada, pero
estas semejanzas no deberían hacernos perder de vista las diferencias
esenciales que hay entre los dos tipos de experiencia.
En el caso de
los buenos deseos, su propio dinamismo me impide ver la realidad de algunos
hechos: realmente no los veo porque rehúso verlos, o imagino que algo existe porque quiero que
exista. En la esperanza, por el contrario, parece que se me concede una especial
claridad de visión respecto al dramatismo de una situación, y no me hago
ilusiones: veo con abrumadora claridad que, humanamente hablando, una situación
es desesperada y experimento toda la angustia inherente a ella; pero me apoyo en un factor extramundano y así rehúso ver la
tragedia como la última palabra. Atravieso el círculo vicioso de las
causalidades inmanentes y doy el salto hasta un espacio en el que la inmanencia
queda superada.
Ahora llegamos
a un factor decisivo: metafísicamente hablando, todo acto de esperanza está
fundado en Dios. La verdadera esencia de la esperanza es “esperar en alguien”.
Cuando sufro por la vida de una persona amada, no solo me trasciendo a mí
mismo, sino a toda la realidad terrenal hasta llegar a Dios, infinitamente
misericordioso y omnipotente. Estoy convencido de que el bienestar de la
persona amada no me concierne solo a mí, sino que Dios cuida de ella, la ama
incluso más que yo. En realidad, tales momentos yo experimento mi amor como
participación en el infinito amor de Dios. A pesar de la desesperada oscuridad
que me circunda, me resisto a quedar encerrado en ella, a considerarla como la
realidad última. Precisamente, el hecho de que yo me encuentre en una situación
desesperada, de que debo esperar contra toda esperanza, lejos de convertirlo en
algo irracional, me obliga a trascender lo racional y abandonarme en la luz
cegadora de una realidad suprarracional en la que está fundada mi esperanza.
Así pues,
debería quedar claro que todo acto de esperanza es primordialmente una
respuesta a Dios, a su bondad infinita, a su omnipotencia, al hecho de que Dios
nos ama infinitamente. Todo “esperar que” algo ocurrirá presupone un “esperar
en alguien”.
…un creyente
pone el fundamento de su esperanza en Dios, y confiado en su bondad absoluta,
“espera que” la última palabra de la existencia humana sea la alegría. El
salmista lo expresa:”Domine in te speravi; non confundar in aeternum” (Señor,
esperé en ti, no sea yo confundido para siempre).
…Nuestro
esperar está fundado en el Dios vivo… Lejos de toda ilusión, el verdadero
cristiano mantiene sus ojos fijos en la realidad última, sobrenatural, que da a
todo el universo si sentido propio.
San Pablo dice:
“Sé en quién he creído”. Nosotros podemos añadir: “Sé en quién espero”.
Esperamos en Cristo, de quién dice el prefacio de la Misa de difuntos: “En Él
brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección y así, aunque la certeza de
morir nos entristece, nos reconforta la promesa de la futura inmortalidad”
Actitudes Morales Fundamentales – Ediciones
Palabra 2003, Pags. 129 y siguientes.
Tomado de:
2 comentarios:
PEDRO HISPANO: Excelente doctrina. Pone las cosas -y a uno mismo- en su sitio. Es el olvido del papel de la virtud de la Esperanza lo que conduce a tanto infantilismo como vemos hoy.
Lástima que V.H. no vio el magisterio papal hodierno "echando luz" en el tema:
Del optimismo cristiano han hablado, en una rápida búsqueda:
1 vez Pablo VI.
11 veces Juan Pablo II.
2 veces Benedicto XVI.
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