lunes, 3 de febrero de 2014

La inoperancia de los “meaculpismos”.

En nuestra opinión muchas veces resulta necesario pedir perdón públicamente por los pecados personales y también por los denominados “pecados colectivos”. E incluimos en esta última categoría a los pecados que son fruto de las estructuras de instituciones como el Opus Dei y otros grupos semejantes. Sin embargo, todo ello no debe implicar una actitud que se puede denominar meaculpismo, emparentada con el canibalismo institucionalTranscribimos en esta entrada un artículo sobre el meaculpismo en la empresa. Las reflexiones del autor pueden extrapolarse –mutatis mutandis- a la Iglesia y a sus instituciones.

La inoperancia de los “meaculpismos”.
Por Juan José García.
Vivimos en una sociedad rica en contrastes. Uno de los que más llama la atención es que mientras algunos se empeñan en decir que no se arrepienten de nada y que si tuvieran que volver a vivir no cambiarían ninguna de sus decisiones, otros suelen adoptar una postura casi como si fueran víctimas de ellos mismos, asumen una especie de “meaculpismo” generalizado: todo lo hicieron mal. Confiesan que no supieron advertir señales que les enviaban las circunstancias, que se equivocaron a la hora de descifrar los acontecimientos, que actuaron obnubilados por algún objetivo que erróneamente consideraron como el más importante… Como si buscaran la absolución por parte de la opinión pública. Y la mayoría de las veces la consiguen. Lo que no queda tan claro es si se trata de una oportunidad para rectificar el rumbo, o de una estrategia para continuar actuando negligentemente para volver a pedir perdón al cabo de los años.
Esto también ocurre muchas veces en las empresa. Algunas veces es el gerente general quien asume una postura de víctima principal de sus propios errores ante la línea inmediata de subordinados, buscando una especie de compasión que los haga postergar sus propios intereses dañados; otras son los gerentes medios ante sus pares para eludir un juicio demasiado duro.
Se trata de algo bastante generalizado porque en el fondo no es tan costoso reconocer que nos equivocamos, que lo hicimos mal, todo mal. Lo que no deja de tener algún mérito, si fue realmente así. Pero se trata de un mérito mínimo, porque no hay nadie que pueda presumir de no haberse equivocado nunca: el error es connatural a la condición humana. Si nadie puede quedar al margen del error, tampoco yo, se podría pensar. Y además ¡lo reconozco públicamente! Sólo falta el aplauso para el héroe. ¿Por qué entonces considerar escaso el mérito? Esa generalización de los propios errores, sin puntualizar en qué consistieron ni descender al reconocimiento de cómo se podría, y se debería, haberlos evitado, es muy dañino para la salud de la empresa, concretamente para el “tono” –la sana tensión– que es conveniente que impregne el clima laboral. Los meaculpismos que no puntualizan los fallos ni determinan quiénes son los responsables suelen instalar un clima de indulto generalizado donde todos somos culpables. Lo que resulta “cómodo” en tanto que nadie asume el costo. Y entonces comienzan a aflojarse los resortes de la responsabilidad individual porque si nadie va a pagar los platos rotos ¿para qué esforzarse en lo sucesivo por evitar que se rompan? El problema es que lo que resulta muy cómodo a corto plazo acaba generando notables incomodidades no mucho más tarde.
Ese meaculpismo generalizado resulta inoperante porque es desmoralizador, aniquila la moral de victoria que implica superar muchas dificultades que la mayoría de las veces provienen de los errores de quienes se han propuesto lograr determinada meta. Esto obliga a reconocer la responsabilidad personal en esas fallas; una responsabilidad que admite una gama muy variable porque las circunstancias y el hecho de trabajar en equipo pueden atenuar mucho los descuidos. “Un error es un tesoro”, acuñaron los japoneses. Pero lo será siempre que no nos quedemos en el diagnóstico sino que busquemos una solución. Es decir, si identificamos los errores concretos para rectificarlos. En este sentido es frecuente que las mejores empresas de servicio sean aquellas en las que más errores quedan registrados. A primera vista podría parecer todo lo contrario: si hay más errores es que son peores. Pero no es así: como tienen conciencia de trabajar bien, y su intento es hacerlo cada día mejor, no tienen ningún inconveniente en dejar registradas las fallas para superarlas. En cambio las que no están dispuestas a ese empeño ocultan sus deficiencias, y por eso “aparentemente” pueden dar la impresión de que son mejores. Quizá una parte importante de la fortaleza que exige la tarea directiva sea la valentía para atreverse a actuar, porque eso equivale a decir atreverse a cometer errores. Y reforzar entonces esa actitud valiente no amparándose en la posible indulgencia general de los otros ante la propia confesión de ineptitud. Sino reconocer qué se hizo bien, qué se debió hacer mejor y se hará en adelante para evitar que se repita ese error, y qué cosas, aunque no estén decididamente mal, cabría mejorar.
Siempre es más difícil pedir perdón por haber sido impuntual a quienes están esperando (por no haber dejado de mirar el correo diez minutos antes tal como teníamos planificado, por poner un ejemplo trivial), por mínima que sea esa impuntualidad, que hacer una pequeña escena diciendo “ya me conocen, siempre me pasa lo mismo”,etc., etc.
Por el contrario qué tonificante resulta un reconocimiento sincero de los errores concretos que podamos haber cometido. ¿Qué hice mal? ¿Dónde me equivoqué? ¿Qué puedo aprender de este error para evitarlo en lo sucesivo? ¿Qué debía haber hecho, porque estaba a mi alcance, y no lo hice? ¿Fue negligencia, pereza, desconocimiento, falta de experiencia?
¿Qué debo hacer en el futuro para sacudirme esa especie de modorra que me impide enfrentarme conmigo mismo para salir de esa nebulosa en la que todos los gatos son pardos? Esto exige pensar, enfrentarse con uno mismo, en definitiva: asumir la gestión de sí mismo que es la primera tarea a la hora de dirigir. 

Fuente:

http://www.ieem.edu.uy/prensa/143_la-inoperancia-de-los-meaculpismos/

7 comentarios:

Martin Ellingham dijo...

Nobleza obliga, el autor del artículo es como una coca-cola fresca en medio de una institución desertizada.

Rigoberto Gerardo Ortiz Treviño dijo...

Al respecto, ¿cómo situamos la petición de perdón de Juan Pablo II en el 2000?

Redacción dijo...

Anónimo persistente:
No insista. Se le ve el plumero (IP). Pierde su tiempo y nos lo hace perder a nosotros borrando comentarios. Un blog no es el sitio adecuado para solucionar su "problema".

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
Redacción dijo...


Anónimo:

Publicamos aportaciones, no fatuidades.

Fatuo es el "tonto que no se sabe tonto y además quiere hacerse el listo."

Es un fatuo quien confunde la analogía del Aquinate -noción de recia ortodoxia- con el modernismo y para colmo pretende pasar por defensor de la fe. Además de fatuo es un burro.

Anónimo dijo...

Sólo les pregunto ¿qué tiene que ver el Opus en esto?

Alan Argento dijo...

La Iglesia es la única institución religiosa que ha pedido perdón y, sin embargo, eso ha sido contraproducente. Es el mundo el que debería humillarse ante la cruz de Cristo, pedir perdón por sus pecados y convertirse...