Ofrecemos la transcripción de las páginas de un libro de
comentarios la instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre
la Atención pastoral de divorciados vueltos a casar.
PROBLEMÁTICAS
CANÓNICAS.
Por
Mons. Mario Francesco Pompedda*
Premisa
La
Carta dirigida a los Obispos de la Iglesia Católica por la Congregación
para la Doctrina de la Fe, sobre la recepción de la Comunión eucarística
por parte de los fieles divorciados vueltos a casar, de modo conciso,
aunque con una formulación precisa, hace referencia en el n. 9 a un problema que es en
sí mismo plenamente jurídico canónico, aunque también alcanza la
conciencia del individuo singular. Se trata del problema al que alguno se
ha referido, con un prejuicio evidente y que debe aún ser
probado, como «conflicto entre fuero interno y fuero externo »:
situación que, si se produjese en la vida de la Iglesia, nunca y en ningún
caso podría dejar indiferente. Conviene, por tanto, detenerse algo sobre
el problema mismo, también porque pensamos que eso contribuirá
no poco a comprender mejor la Carta misma, y todavía más su espíritu
genuinamente pastoral.
Es
oportuno leer ahora las palabras de la Carta sobre las que queremos
reflexionar: «La disciplina de la Iglesia, mientras confirma la
competencia exclusiva de los tribunales eclesiásticos en el examen de la
validez del matrimonio de los católicos, ofrece también vías nuevas para
demostrar la nulidad de la unión precedente, de modo que se pueda excluir
en lo posible cualquier divergencia entre la verdad verificable en el
proceso y la verdad objetiva conocida por la conciencia recta» (n. 9).
Vamos
a afrontar gradualmente las cuestiones que están implicadas en este
párrafo, para tener criterios de valoración justa de las afirmaciones
contenidas en la Carta y sobre todo para eliminar prejuicios infundados e
irreales. Carácter eclesial, es decir, «público» del matrimonio Todavía
hoy día existe quien sostiene que el carácter público atribuido al
matrimonio, en la Iglesia, no tendría más origen que la voluntad de
ejercitar un dominio de autoridad y, por tanto, un control sobre el mismo.
La tesis podría tener parte de verdad si no tendiese, con un
espíritu agresivamente laicista, a introducir en el ámbito de lo privado
un acto (que además es, ante todo y sobre todo, un sacramento) cuyo
interés público es innegable, incluso en los ordenamientos civiles del
Estado.
Es
verdad que el matrimonio-sacramento toca la conciencia del individuo, nace
de una elección de libre y amorosa donación entre dos seres sexualmente
diversos, y no puede ser impuesto ni impedido a nadie que sea hábil y
capaz. Por todo esto, tiene una importancia vital, fundamental y primaria
para el sujeto, es decir, para el hombre. Pero a la vez, de modo no menos
radical y fuerte, tiene valor en y para la sociedad eclesial; y ese valor
lo tiene cada matrimonio durante todo el arco de su existencia. De
ahí nace en la Iglesia la preocupación siempre más fuertemente sentida de
preparar a los novios para la boda; la comprobación pastoral, mucho antes
que jurídica, de que no hay obstáculo para la válida y lícita
celebración del matrimonio (can. 1066); la solemnidad (que no hay que
confundir con la ostentación solamente exterior de ciertos ritos) conferida al
matrimonio con la presencia activa del testigo cualificado, que es el
ordinario del lugar o el párroco, es decir, a través de la forma
canónica (can. 1108); la asistencia pastoral, explícitamente
inculcada por el Código canónico vigente, en lo que se refiere a los
que ya viven en el estado conyugal (can. 1063). Sería suficiente recordar
que el matrimonio entre bautizados es sacramento, un verdadero
sacramento (can. 105,2), para deducir, con un argumento
irrefutable, que la Iglesia tiene el deber, antes que el derecho, de
tutelar su santidad y por ello, su celebración válida y lícita. Es un
error, atribuible a la reforma protestante, afirmar que la Iglesia no
tiene el poder de establecer impedimentos al matrimonio.
Pero,
si compete a la Iglesia vigilar para que el matrimonio sea válida y
legítimamente celebrado, se sigue que también le compete examinar y
juzgar, cuando surjan dudas, si de hecho y realmente ha habido celebración
válida en un caso determinado. Es más, el Código canónico
establece que no está consentido contraer un nuevo matrimonio antes
que legítimamente y con certeza resulte ser nulo el precedente o haya sido
disuelto (can. 1085,2). Todo esto, en coherencia con el principio del
interés público, es decir, eclesial del matrimonio sacramento, lleva
a comprender, en el cuadro normativo general del derecho de la Iglesia, lo
que se afirma en la Carta, es decir, la confirmación de la competencia
exclusiva de los tribunales eclesiásticos en el examen de la validez del
matrimonio de los católicos.
¿Conflicto
entre fuero «interno» y fuero «externo»?
Es
preciso no perder de vista la finalidad de los procesos que se establecen
en los tribunales eclesiásticos en tema de validez o nulidad de
matrimonio: no van dirigidos, ni podrían serlo, a otra cosa que no sea la comprobación de
que algún motivo legítimo (defecto de forma, defecto o vicio del
consentimiento, existencia de impedimentos) ha impedido que surgiese el
vínculo conyugal. Poco importa que los dos esposos fuesen o no
conscientes, ya que se trata de la comprobación de una verdad
objetiva. Por no permitirlo el principio de contradicción,
nadie podrá afirmar que existan dos verdades objetivas opuestas, una
verificable en el proceso canónico, por tanto, en el fuero externo, y la
otra cognoscible por la recta conciencia. Por el contrario se debería
decir que, donde ese conflicto se verifique (no ciertamente por la
objetiva situación de los hechos, sino por la subjetiva valoración de
los mismos), con todo el respeto por la conciencia individual, debería
prevalecer la solución alcanzada en el fuero externo, y esto por dos tipos
de razones.
Ante
todo es preciso recordar el conocido principio jurídico, según el cual
nadie puede ser juez en causa propia; principio que debería ser válido con
mayor razón, cuando se trata de una materia, no digamos prevalente, pero
sí de indudable valor público vital y radical, como es el
matrimonio sacramento, tal y como se ha recordado ya. En
cualquier caso, si no se quiere tener en cuenta todo esto, lo que sin
embargo no parece justo, sería necesario tener presente que el matrimonio
comprende también el interés del otro, e incluso alcanza al interés de
terceros, como es la prole y, por ello, se sale de la esfera meramente
subjetiva. Pero no se puede olvidar un segundo orden de razones, es
decir, la posibilidad, casi podríamos decir la casi necesaria aparición
del error, por situaciones subjetivas que resultan evidentes por sí
mismas, en un juicio sobre el propio matrimonio. Error que es posible pero
no necesario para quien juzga desde fuera.
Si
quisiéramos, como de hecho debemos hacer, llevar todo esto al plano
práctico (que es el procesal canónico), parecería temerario atribuir, con
prejuicio, mayor posibilidad de error al juicio de personas cualificadas,
preparadas, expertas, con el examen de un colegio de jueces, en dos
grados del proceso; en vez de al juicio de una persona particular,
interesada y, por ello, condicionada, no siempre, o mejor dicho, casi
nunca preparada para traducir en términos jurídicos (es decir, de validez
objetiva) hechos, circunstancias e intenciones, cuyo significado es a
menudo ambiguo o polivalente.
¿Formalismo
jurídico o sustancial garantía de verdad?
En
un plano abstracto y teórico no parece legítimo, por tanto, hablar o
plantear la hipótesis de un conflicto entre fuero interno y fuero externo,
mientras se tenga delante la exigencia de una averiguación de la verdad
objetiva y real.
El
conflicto podría aparecer más bien en otro plano, al que la Carta se
refiere implícitamente, cuando habla de «nuevas vías para demostrar la
nulidad de la unión precedente ». Éste es un problema eminentemente
jurídico canónico (en el proceso), al que la sabiduría del
legislador eclesial ha dado en el Código vigente una solución
finamente pastoral, ya que respeta la dignidad que merece el hombre y
en línea con los principios fundamentales del derecho natural.
Antes de nada busquemos comprender
exactamente en qué consiste el problema. Se trata necesariamente
de un número muy reducido de la totalidad de los casos de nulidad, en
concreto, aquellos conectados con vicios o defectos del consentimiento. En
este caso, se trata de conocer exactamente cuál fue la voluntad de uno o
de los dos que se casaban, si esa voluntad fue limitada
voluntariamente o incluso no existió, o si el consentimiento
estaba condicionado por circunstancias externas o internas.
Ahora
bien, no hay duda de que, en abstracto y por principio, nadie mejor que
los contrayentes conoce cuál ha sido su voluntad interna, la verdadera
intención en el momento en que el consentimiento fue expresado
exteriormente en el rito nupcial. Sin embargo, hay que hacer notar,
enseguida, que esto no significa que la calificación jurídica, la
relevancia canónica, la incidencia en la validez del matrimonio, puedan
ser juzgadas mejor por los contrayentes que por cualquier otra persona: no
es lo mismo conocer (tener conciencia de) un hecho, que calificarlo jurídicamente. Lo
que lleva, por principio, tanto a limitar el campo de los posibles
conflictos, como a no confundir el hecho con su relevancia jurídica.
Pero
el problema es, sin embargo, otro. Tratándose en nuestro caso, tal y como
se ha dicho más arriba, de un proceso de comprobación sobre un hecho
controvertido, que es la nulidad de un matrimonio, es evidente que
el juez eclesiástico podrá pronunciarse sobre la materia
fundándose exclusivamente sobre hechos ciertos y probados: la
teoría de la prueba pertenece a todo ordenamiento jurídico y tampoco puede
ser extraña al derecho canónico. El Código de la Iglesia establece un
conjunto de medios de prueba, a través de los que se puede alcanzar
en los procesos la certeza moral sobre el objeto que está
en examen. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que se sale
completamente del espíritu y de la normativa del derecho canónico el
sistema de la llamada prueba legal, en el sentido de que los medios de
prueba sirven solamente para alcanzar la certeza moral, pero las pruebas
mismas son valoradas por la conciencia del juez. Con esto cae
una pretendida concepción de formalismo jurídico, sin duda extraño al
espíritu del derecho canónico.
¿Qué
pruebas pueden llevar al juez eclesiástico a pronunciarse con certeza
sobre la nulidad de un matrimonio? Para mantenernos en el ámbito
restringido de las causas que interesan aquí (y de las que se ha hablado
antes), se puede decir que las pruebas fundamentales son
generalmente las declaraciones de las partes (en este caso,
los cónyuges), los testigos y las circunstancias ciertas y
objetivas conectadas con el centro de la causa.
El
problema surge cuando en un caso particular y concreto no aparecen
testigos que puedan iluminar al juez sobre la voluntad de las partes, y
únicamente se está en presencia de afirmaciones de los cónyuges o de
uno solo de ellos.
Es
lógico pensar y afirmar que, si estas declaraciones de los cónyuges no
fuesen jurídicamente suficientes para generar la certeza moral en el juez
eclesiástico, se producirían situaciones en las cuales no se podría
alcanzar una sentencia de nulidad en el fuero externo, es decir,
judicial, teniéndose que limitar el valor de las declaraciones
mismas al fuero interno.
De todos modos, esto no sucede
así, gracias a que es necesario reconocer que el Legislador canónico,
dando prueba de profundo respeto por la persona humana,
en consonancia con el derecho natural y desnudando al
derecho procesal de todo superfluo formalismo jurídico, aun
respetando las exigencias imprescriptibles de la justicia (en este caso,
alcanzar la certeza moral y la salvaguarda de la verdad, que aquí abarca
incluso el valor de un sacramento), ha establecido normas según las
cuales (cfr. can. 1536,2 y 1679) las declaraciones de las partes pueden constituir
una prueba suficiente de nulidad, naturalmente en el caso de que esas
declaraciones sean congruentes con las circunstancias de la causa y
ofrezcan garantía de una credibilidad plena(1).
Conclusión
Si debiésemos concluir
sencillamente de lo que precede que, una vez más, el Legislador ha sabido
acertadamente conciliar el rigor y la certeza del derecho con
las exigencias de un sano respeto por la persona humana y
su dignidad, podríamos con razón afirmar que la normativa canónica se
ha desprendido de todo formalismo inútil, siendo coherente con las reglas
supremas del derecho natural. Pero esto, en este caso específico, parece
mortificar el verdadero alcance de la norma canónica, que está
penetrada, alimentada y orientada a las necesidades pastorales de los
fieles, a ese último y máximo objetivo del Derecho canónico que es la
salvación de las almas (can. 1752).
________
*
Decano de la Rota Romana cuando redactó este artículo, es actualmente Prefecto
del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica.
(1)
Cfr. sobre el complicado problema: M. F. POMPEDDA, II valore probativo delle
dichiarazioni delle parti nella nuova giurisprudenza Della Rota Romana, en
«lus Ecclesiae», voi. I, n. 2, 1993, pp. 437-468; Studi di diritto
matrimoniale canonico, Milán, 1993, pp. 493-508.
Tomado de:
Congregación
para la Doctrina de la Fe. Atención
pastoral de divorciados vueltos a casar. Colección Libros Palabra, Edición 3ª,
octubre 2006, pp. 73-80.
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