Santo Tomás amó de manera
desinteresada la verdad y la buscó allí donde pudiera manifestarse, poniendo de
relieve al máximo su universalidad. Es por ello que el p. Rousselot apunta:
«La convicción de que la inteligencia es en nosotros la facultad de lo
divino funda la afirmación de su exclusiva y total competencia. Ella nos obliga
también a ver en su ejercicio la más alta y más amable de las acciones humanas.
Toda verdad es excelente, toda verdad es divina, Omne verum, a quocumque dicatur, a Spiritu sancto est. La verdad
debe ser buscada obstinadamente, acogida con avidez, retenida y poseída con
toda serenidad. Debemos considerar como adquirida y definitivamente
justificada toda proposición deducida de un raciocinio cierto: es el
radicalismo lógico. Debemos reposar con confianza en el sí que le dice al ser,
en el mundo real, la razón especulativa: es el objetivismo intelectual. Pero la
inteligencia “que es su acto” es la medida y el ideal de toda intelección. Toda
crítica del conocimiento encuentra, pues, su explicación última, en la teoría
de la intelección divina. Esta es la mayor medida de su simplicidad».
Ya hemos dedicado una entrada para hablar del origen divino de toda verdad,
pues las verdades creadas son participaciones de la Verdad increada, que es
su causa primera en el orden de la eficiencia y de la ejemplaridad. Un personaje que intenta comentar
en nuestra bitácora –no se publican sus comentarios, porque actúa como troll obsesivo-
ha objetado la traducción habitual del a
quocumque dicatur. El argumento es tan endeble, que no merecería más que
silencio de nuestra parte. No obstante, dado que es cierto que el adverbio quocumque se traduce literalmente por “a
donde quiera que”, “a cualquier parte que”, hay que decir que la verdad no es un cosa física que
se encuentre en un “lugar”, sino algo propio de los juicios, que son actos espirituales
de las personas. Por tanto, de acuerdo con el sentido de la frase del Aquinate,
el “lugar” de la verdad es la persona, y más precisamente la inteligencia de la
persona que formula una proposición verdadera. Por ello es más fiel al
sentido genuino del dictum tomasiano
traducir “toda verdad, dígala quien la diga, viene del Espíritu Santo” como
hacen todas las traducciones que conocemos; o bien, emplear la fórmula más arcaica de Hilario Abad de Aparicio, quien en 1880 tradujo: “todo lo verdadero,
sea quienquiera el que lo diga...”. Suponemos que el troll de marras no va acusar al traductor del siglo XIX de modernismo, o de juanpablismo, pero con personalidades desequilibradas nunca se sabe.
Ofrecemos a nuestros lectores un artículo completo del De Veritate de Santo Tomás, en el cual se encuentra la célebre sentencia Omne verum. Para leer y meditar con atención.
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