¿Qué es un «Doctor» de la Iglesia?
Los tres requisitos para que
alguien pueda ser considerado Doctor de la Iglesia, según Próspero Lambertini (Benedicto
XIV antes de ser papa) son:
1) Santidad de vida. Sólo los santos canonizados reciben este título. Teólogos destacados e influyentes como Orígenes (+ 254) no son doctores.
2) Doctrina eminente. A diferencia del concepto de Padre de la Iglesia el de Doctor no siempre implica la antigüedad; pero exige ciencia extraordinaria y una aprobación especial de la
Iglesia.
3) Declaración expresa del Sumo Pontífice o de un Concilio Ecuménico. A pesar de que los concilios generales han aclamado los escritos de ciertos
doctores, ningún concilio ha conferido el título de Doctor de la Iglesia. En la
práctica, el procedimiento consistía en extender a la Iglesia universal el uso
del Oficio y Misa de un santo, en los cuales se le aplica el título de doctor.
El decreto era hecho por la Congregación de Ritos y aprobado por el Papa después
de un cuidadoso estudio de los escritos del santo.
De estas tres condiciones
enunciadas por Lambertini, en realidad solamente es decisiva la doctrina eminente, ya que resulta obvio que es un santo el
candidato al doctorado, y la declaración del Pontífice o del Concilio es el
acto formal que reconoce su cualidad doctoral sobre la base de la santidad. Así, la eminens
doctrina era y es determinante para el Doctorado.
¿Qué significa «doctrina eminente»?
Durante siglos, el doctorado
eclesial ha sido objeto de estudio de los dicasterios competentes de la
Curia Romana. La constitución Pastor
Bonus (1988) sobre la organización de la Curia, indicó el modo de proceder para
el reconocimiento oficial de un santo como «Doctor de la Iglesia universal»:
los trámites para la concesión de este título quedaban confiados a la Congregación de las Causas de los
Santos, pero después de que la Congregación
para la Doctrina de la Fe hubiera emitido su voto favorable sobre la
doctrina eminente del candidato al doctorado. Este requisito ponía de relieve
la importancia que tiene para la proclamación de un Doctor verificar la
excelencia de su doctrina.
«Entre los criterios determinantes de la doctrina eminente, en un
decreto de la Congregación de Ritos quedaron concentrados en que estuviera
de modo señalado al servicio de la Iglesia, o que refutara los errores, o
que ilustrara la Sagrada Escritura, o explicitara el depósito de la revelación,
o que ordenara las costumbres [Cfr. ASS, 6 (1870), p. 317]. Pero esta
enumeración de criterios no se proponía como única y taxativa, pues no
todos los doctores han expresado de la misma manera su sabiduría y su
servicio eclesial, ya que las circunstancias en que han vivido han sido
muy variadas y también la especialización magisterial en la que cada uno
ha brillado.
En algunas ocasiones se añadieron otras valoraciones positivas o
negativas como la ausencia de errores en la doctrina, la perfecta ortodoxia
de su pensamiento, el influjo doctrinal ejercido en la Iglesia, la
novedad de las intuiciones teológicas en plena continuidad con el depósito
de la fe y la universal aceptación o expansión de su enseñanza.»
(cfr. González Rodríguez, M. San Juan de
Ávila: de maestro a doctor. En: Anuario de Historia de la Iglesia, vol. 21 [2012],
pp. 21-35).
Es importante no exagerar el valor
de este juicio eclesiástico sobre la doctrina eminente. Porque este juicio no es:
- una decisión ex cathedra,
- ni una declaración que
asegure que no existen errores en todas y cada una de las enseñanzas del declarado Doctor.
Además, como apunta Turrado, «en
la argumentación teológica, los textos de los Doctores de la Iglesia, si no
son al mismo tiempo Padres de la Iglesia, suelen ser citados entre los de los
teólogos, si bien su consensus o
uniformidad dogmática adquiere un valor mayor cualificado en virtud de la
declaración de la Iglesia. Sin embargo, se han de tener siempre en cuenta el
estado de la teología en su tiempo y la posible evolución del dogma tanto para
interpretarlos fielmente como para juzgar con objetividad su doctrina». Y recuérdese
que en cuanto al consentimiento o sentir común de los teólogos éste ha de
ser moralmente unánime, universal y constante. Cuanto más carezca de estas
condiciones, o más en discordia se muestren con una tradición secular, no tiene
más valor que el que tengan las razones en que se funda; por muy ilustres y respetables que sean sus personas.
San Bernardo de Claraval «Doctor» de la Iglesia y el dogma de la
Inmaculada. Un
ejemplo de lo que venimos diciendo es el caso de san Bernardo. Fue proclamado
Doctor de la Iglesia en 1830. Para Mabillon es «el último de los Padres de la
Iglesia, pero no inferior a los primeros». El epíteto de «Doctor Melifluo», su
sobrenombre escolástico, fue recordado por el Papa Pío XII. Universalmente se
reconoce a San Bernardo como «Doctor Mariano». Sin embargo, este
gran devoto de la Virgen María no participó de la creencia, bastante extendida
en su época, en la Inmaculada Concepción; y se opuso a la costumbre de celebrar
su fiesta. Proclamó enérgicamente las razones de su oposición en su famosa
carta a los canónigos de Lyon. Con todo, dejó en claro que estaba emitiendo una
opinión personal, fundada, pero sometida a la definición de la Iglesia.
La Inmaculada Concepción de María fue
definida como verdad de fe el 8 de diciembre de
1854. Apenas 24 años después del doctorado de Bernardo. Pero la Iglesia
no le ha quitado el título de «Doctor» por opiniones que -en su tiempo- no
fueron heréticas pero que sí lo serían después de la definición.
Esperamos que esta entrada, y el caso
de San Bernardo, sirvan para reflexionar –empleando la analogía- toda vez que
algún sedevacantista montaraz pretenda manipular textos de San
Roberto Bellarmino, haciendo de sus opiniones relativas a la hipótesis del Papa herético una sentencia cierta (contra el sentir del propio santo, que siempre
consideró sus tesis como probables) o incluso dogmáticas, cuando la verdad es que pertenecen al campo de lo opinable en Teología.