Durante un encuentro con jesuitas en Colombia, el papa
Francisco afirmó que su documento Amoris
Laetitia es «la moralidad del gran santo Tomás de Aquino». Desde el 2016
varios académicos, entre ellos Michael Pakaluk, de la Universidad Católica de
América, han mostrado que santo Tomás de Aquino está mal citado y mal utilizado
en Amoris Laetitia.
sábado, 30 de septiembre de 2017
miércoles, 27 de septiembre de 2017
Marcionismo
Un comentario de una entrada anterior lleva a
reflexionar sobre la relación entre Antiguo y Nuevo Testamento. Las
introducciones al estudio de la Biblia suelen tratar el tema. El lector
interesado en profundizar tiene una amplia bibliografía a su disposición (por
ejemplo, aquí)
La unidad interna de la única Biblia, compuesta
por los dos testamentos, se supone una verdad conocida por todo católico
medianamente instruido. Unidad que se apoya en la inspiración: ambos
testamentos tienen a Dios por autor y por ende una autoridad sobrehumana. De
manera que las dos partes de la Biblia tienen relaciones mutuas de armonía
interna. Lo cual se manifiesta –entre otros signos- en el hecho que los
hagiógrafos «tejieron en gran parte de textos del Antiguo Testamento el apoyo
más firme de la Nueva Ley» (León
XIII).
Pero en la historia de la Iglesia hubo herejías
que pretendieron alterar la relación de ambos testamentos, introduciendo la
antítesis dialéctica en lo que Dios ha querido sea complementario. El caso de
Marción permite ilustrar estas tendencias y prevenirnos contra el error de
minusvalorar el Antiguo Testamento.
«Contemporáneo de Celso es el hereje cristiano Marción, que inaugura
dentro de la Iglesia los ataques al canon o catálogo de los libros inspirados.
Nacido a finales del siglo I en Sínope, provincia del Ponto, sobre la costa
meridional del mar Negro, e hijo del obispo de la ciudad, Marción fué educado
en el cristianismo. Excomulgado por su padre por haber seducido a una virgen,
abandonó la casa paterna y se hizo armador de barcos, terminando por fijar su
residencia en Roma. La interpretación personal equivocada de dos frases de
Cristo en el Evangelio de San Lucas —y tal vez el influjo del hereje Cerdón— le
condujo a establecer el doble dualismo metafísico e histórico que había de
constituir la base de su sistema: si por los frutos se conoce al árbol, este
mundo tan malo en que vivimos no puede haber sido creado por un Dios
infinitamente bueno y poderoso. Si es perjudicial poner un remiendo fuerte a
una tela pasada o echar el vino nuevo en odres viejos, no menos perjudicial
resulta querer mezclar el mensaje evangélico con la vieja y caduca Economía
Antigua.
Condenado en sesión solemne del Presbyterium
romano el año 144, Marción inicia abiertamente la propaganda de su herejía con
la publicación de sus dos obras El
instrumento y Las antítesis, que
sólo conocemos por las refutaciones de San Justino, San Ireneo, Tertuliano e
Hipólito principalmente.
Hasta ahora la Iglesia
cristiana empleaba, como instrumento jurídico que hacía fe sobre la
verdadera doctrina, la palabra de Dios
inspirada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, por más que todavía en
estos primeros siglos aparecieran algo desdibujados los contornos del canon
neotestamentario.
Los apóstoles, y después de
ellos, siguiendo la misma línea, los apologetas, habían probado la verdad del cristianismo
por el cumplimiento de las profecías contenidas en los libros del Antiguo
Testamento. Ya San Pablo se había planteado —y resuelto— el problema de la
antinomia entre la sustitución de la Economía Antigua por la Nueva y la
afirmación de Cristo de no haber venido a destruir la ley, sino a
perfeccionarla, entre la promesa racial hecha a Abrahán y la destinación
universal de la redención de Cristo.
Marción considera equivocado
el proceder de la Iglesia y de los apóstoles. Ninguna relación de parentesco
puede haber entre la Antigua y la Nueva Economía. La primera, como el mundo, es obra de un
Dios creador o, por mejor decir, organizador, especie de demiurgo
imperfecto y limitado, que no fué capaz de imponer su voluntad a la materia preexistente,
y que, a fuerza de querer ser justo, resulta
a veces cruel. Este demiurgo es el inspirador de los libros del Antiguo
Testamento. Cristo, encarnación del Dios
omnipotente y bueno, vino a revelarnos la existencia de éste y su designio
salvador.
Para justificar este doble
dualismo metafísico e histórico y esta fobia antinomista, Marción hubo de
recortar arbitrariamente el Instrumentum doctrinae de los libros inspirados, rechazando en bloque
todo el Antiguo Testamento, que tenía por autor al Demiurgo o Dios creador,
y todos aquellos escritos neotestamentarios que mantienen las estrechas relaciones
existentes entre ambos Testamentos. [...]
En Las antítesis presenta Marción los atributos diferentes —y, según
él, inconciliables— que el Antiguo y el Nuevo Testamento dan a su respectivo
Dios, y resalta, exagerándola notablemente, la distinta actitud de Pablo y
de los demás apóstoles con respecto a la Ley Vieja.
Los procedimientos de Marción
han sido copiados a lo largo de la historia por todos los mutiladores del
cuerpo sagrado de las Escrituras. Lutero, al distinguir entre libros que
contienen bien a Cristo y libros que lo contienen mal; los
protestantes liberales, al excluir de los Evangelios como interpolado todo el
contenido escatológico, y los escatologistas al hacer lo mismo con las
enseñanzas morales y constitucionales, procedían con el mismo apriorismo que
llevó al heresiarca del siglo II a rechazar —contra el sentir unánime de la
Iglesia— todo el Antiguo Testamento y parte del Nuevo. Ni siquiera le cabe a la
escuela de Tubinga la triste gloria de haber descubierto el antagonismo entre
San Pablo y los demás apóstoles, que dieciséis siglos antes había subrayado
Marción»
Tomado de:
MUÑOZ IGLESIAS, S., Doctrina Pontificia: I. Documentos Bíblicos
(Introducción), BAC, Madrid, 1955. El
texto en negrita es nuestro.
domingo, 24 de septiembre de 2017
jueves, 21 de septiembre de 2017
San Pío X y la lectura de la Biblia
Los autores citados en entradas anteriores ponen énfasis en la
lectura de la Escritura como medio de santificación para todos los fieles
cristianos. Pero no se trata sólo de contemplar, sino también de dar a otros de lo
contemplado.
En los inicios del siglo XX se destacó un movimiento apostólico de
difusión masiva de la
Biblia. Así, en 1900, se publicó en Turín un volumen titulado De la
lectura en familia del Santo Evangelio de N.S. Jesucristo. El proyecto fue
asumido por completo por la Sociedad de
San Jerónimo, obra que obtuvo la aprobación del entonces cardenal Sarto
(carta del 30-V-1902), quien luego, como papa, continuaría apoyando a
esta sociedad, cuyo principal apostolado consistía en la divulgación masiva de la Escritura.
Un testimonio de la estima de San Pío X por la lectio lo encontramos en la carta
«Qui piam» (21 de enero de 1907), en la cual felicita al cardenal
protector de la Sociedad de San Jerónimo por la ingente labor de dicha asociación, que llegó a
distribuir en aquel tiempo más de 500.000 ejemplares de los Evangelios. En la carta, el papa Sarto encomia el hábito de leer la Biblia «no sólo con frecuencia,
sino hasta diariamente»; impulsa el apostolado bíblico, al vincular la lectura de los Evangelios con el omnia
instaurare in Christo, programa de su pontificado; destaca el
valor de los Santos Evangelios como un medio que «llega incluso
hasta aquellos que [...] no tienen contacto alguno con el sacerdote»; y felicita
a la Sociedad por su contribución a «acabar con la opinión de que la Iglesia ve
con disgusto o trata de poner impedimentos a la lectura de la Sagrada Escritura
en lengua vulgar».
Reproducimos la carta de San Pío X (la tomamos del volumen de Documentos
bíblicos publicado por la
B.A.C en 1955; completo, aquí)
y resaltamos algunos pasajes.
Nos, que ya cuando administrábamos la iglesia patriarcal de
Venecia favorecimos con nuestras oraciones y mejores votos al Pío
Sodalicio de San Jerónimo, ahora —pocos años después—, desde la sede
suprema de la
Iglesia , podemos gozarnos
singularmente al ver que en tan breve tiempo ha hecho tan grandes
progresos y producido tan abundantes frutos. Porque la
Sociedad de San Jerónimo, para la
divulgación de los Evangelios, no sólo ha invadido Italia, donde
sabemos que tiene fundadas tres casas para mayor eficacia de su misión, sino
también América, llevando libros allí donde se encuentre uno que hable
italiano, en favor principalmente de los emigrantes de Italia. Los
casi 500.000 ejemplares impresos y oportunamente divulgados muestran
bien a las claras el increíble afán con que han trabajado los socios de la
Obra y cómo la
Sociedad ha sabido abarcar el
inmenso campo de su actuación.
He aquí una empresa admirable, sobre todo si se tiene en
cuenta la desproporción de los medios con el fin; empresa grata y digna de
los mejores votos si miramos el bien que la
Sociedad se propone: ofrecer a las
gentes la oportunidad y facilidad de leer y meditar el Evangelio,
especialmente en nuestros tiempos, cuando los ánimos se entregan con
más ardor que nunca a la lectura muchas veces dañina; empresa, en fin,
fructífera y saludable, no sólo en sí, puesto que se ocupa en cosa tan
divina como es describir la vida de Cristo, que es lo más eficaz para
mover a la santidad de las costumbres, pero además y sobre todo por cuanto
presta un gran servicio al magisterio de la
Iglesia , preparando los ánimos a una
mejor acogida del mensaje divino y ayudando a fijar en la memoria y a
conservar más claramente lo enseñado sobre el Evangelio en la primera catequesis
de la Iglesia. Añádase a esto —y no es el menor fruto de
estos libros, dadas las circunstancias de nuestros días—, que, con la
divulgación de su lectura, cierto eco de la divina palabra llega incluso
hasta aquellos que, sumergidos en la desesperación de la vida, en el odio o en
el error, no tienen contacto alguno con el sacerdote; inmenso
y por Nos deseado beneficio este de poder con los libros, ya que con la
palabra no es posible, curar los ánimos de los hombres y
restaurar con los ejemplos de la vida de Cristo las cosas, pública
y privadamente tan perturbadas.
Es por Nos demasiado conocida y comprobada la diligencia con
que la
Sociedad se entrega al cumplimiento
de su misión para que consideremos necesario exhortar y empujar a los
socios a una más diligente perseverancia en lo comenzado. No se olvide,
sin embargo, para dar cada día mayor incremento a la
Obra , que se trata de la empresa más
útil y apropiada a nuestro tiempo y que conviene continuar
con duplicados esfuerzos, ya que en tan breve tiempo tanto se ha
acreditado por los bienes producidos. Procurad, con el creciente
aumento de ejemplares, que siempre se divulgarán con fruto, fomentar el
común deseo de leer el Evangelio que vuestro celo ha sabido despertar;
esto servirá también para acabar con la opinión de que la
Iglesia ve con disgusto o trata
de poner impedimentos a la lectura de la
Sagrada Escritura en lengua vulgar.
Siendo como es de máximo interés no sólo conseguir este propósito de la
Sociedad por encima de otros
que pudieran atraer su actividad, sino perseguirlo sin distraer fuerza
alguna, será muy conveniente que vuestra Sociedad se percate de que la
divulgación de los Evangelios y Hechos de los Apóstoles es un campo
suficientemente amplio para vuestro trabajo.
Sigue, pues, venerable hermano nuestro, sigue promoviendo con
tu autoridad y con tu ejemplo una obra que nos es tan grata; sigan sus
socios entregándose a la empresa con la diligencia y afán con que lo han
hecho hasta el presente. Siendo nuestro deseo instaurar todas las cosas
en Cristo, nada anhelamos tanto como ver que nuestros hijos van
adquiriendo el hábito de leer no sólo con frecuencia, sino hasta
diariamente, los ejemplos de los Evangelios, en los cuales se aprende
de qué manera pueden y deben ser todas las cosas instauradas en Cristo.
En prenda de los divinos dones y testimonio de
nuestra benevolencia, impartimos de corazón en el Señor la
bendición apostólica a ti y a los asociados, así como a
todos aquellos que de una u otra forma presten su ayuda a la
Asociación. Dado en Roma, junto a
San Pedro, a 21 de enero de 1907 año cuarto de nuestro pontificado.
PÍO PP. X.
jueves, 14 de septiembre de 2017
¿La Biblia prohibida?
A raíz de algunos comentarios leídos en una entrada del blog Wanderer, nos ha parecido oportuno dedicar esta entrada a la historia de la disciplina
eclesiástica sobre la lectura de la Biblia en lengua vulgar. Si bien es cierto que la tradición recomienda la
lectura asidua de la
Escritura como medio de santificación, no es menos cierto que
en determinadas circunstancias históricas se dictaron normas de disciplina eclesiástica con
restricciones para la traducción y lectura de la Biblia en lengua vernácula.
Estas disposiciones —que no se deben confundir con el magisterio— tenían
por finalidad defender la ortodoxia y proteger a los fieles sencillos en un contexto determinado.
En la entrada anterior dimos
cuenta de la disciplina vigente a partir del Código de Derecho Canónico de 1917. Hoy intentaremos dar un panorama de las
épocas anteriores al Código, en base a una obra de referencia del siglo XIX (aquí) de
la cual reproducimos fragmentos que identificamos con uno de sus
autores, «Perujo».
1. La Iglesia no prohíbe la
lectura de la Biblia
en lengua vulgar, sino que la recomienda.
«Creyendo la Iglesia que las Escrituras contienen el
depósito de la divina revelación, aunque no completo sin las
tradiciones evangélicas y apostólicas, y siendo su misión principal la
de adoctrinar á los pueblos en esa revelación santa, no solamente no
impide que los fieles la aprendan en la misma fuente, y lean
la Biblia en su lengua, como esto sea sin peligro, sino que, como
hemos visto, usó en la liturgia las versiones en la lengua vulgar
de los respectivos pueblos que se convertían á la fé, si ya no se
hicieron esas versiones por su inspiración ó mandato. Así empleó
entre los griegos y helenistas la versión dé los LXX, entre los
latinos la antigua Vulgata ó Itálica, entre los siros la peschitó, y aún
hay alguna literatura que comenzó por la versión de la Biblia , hecha por los
hombres apostólicos que evangelizaron el país, como sucedió en
Armenia y Hungría.» (Perujo).
2.
Pero en determinadas circunstancias se ha visto en la necesidad de
prohibirla.
«Solo cuando se atentó por los sectarios á la
integridad del sagrado texto, la Iglesia prohibió la lectura de sus obras: y solo
cuando se abusó por los mismos de la ignorancia del pueblo, incapaz de
descubrir muchas veces el sentido bíblico, y de desentrañar la falsa
inteligencia que aquellos le daban, comenzó á prohibir la lectura de las versiones
en lengua vulgar para ocurrir á tan graves inconvenientes, como sucedió
por primera vez en tiempo de los albigenses. Llegó después el
protestantismo, declarando á la Biblia, libremente entendida por cada
uno, como única regla de la fe, la necesidad de que todos la leyeran,
negando la autoridad de la
Tradición y la de la Iglesia , con otra porción de puntos
doctrinales, descontando de la
Biblia los libros deuterocanónicos del Antiguo
Testamento, y tratando desfavorablemente á algunos de los del Nuevo,
dando en fin traducciones mutiladas y en que se falseaba el sentido
de los originales.» (Perujo).
3. La prohibición no ha sido absoluta.
«Claro es que la Iglesia no podía pasar por
semejantes enormidades, que eran además para las gentes indoctas un
peligro tanto mayor, cuanto más ardoroso era el fanatismo de los
sectarios; y se vio precisada á prohibir la lectura de la Biblia en lengua vulgar, no
absolutamente, como calumnian todavía los protestantes rezagados, y
los que viven del dinero de las Sociedades bíblicas, repartiendo
entre los católicos Biblias en lengua vulgar con las condiciones
dichas, y con algunos trataditos y hojas sueltas contra la fé católica,
sino que mas bien debe decirse que regularizó la lectura, para
impedir los males que de ella pueden sobrevenir, cuando no hay el necesario discernimiento,
como la experiencia lo acredita.» (Perujo).
4. La disciplina anterior al
Código de Derecho Canónico de 1917. El caso de España.
El Concilio de Trento prohibió (8
de abril de 1546) las versiones en lengua vulgar que no tuvieran aprobación
eclesiástica. Pero la
Inquisición española fue mucho más lejos: en su primer índice
impreso (Toledo, 1551) prohibió taxativamente la lectura de la Biblia en romance
castellano o en otra lengua vulgar:
«Frente a las distintas soluciones posibles para defender
la ortodoxia —nueva traducción para uso de la población fiel al catolicismo (como
en Alemania), tolerancia sólo para las traducciones hechas por hombres piadosos
y católicos (como en Italia, Francia y los Países Bajos), supresión rigurosa de
la versión anglicana (como en la
Inglaterra de María Tudor)—, España, dice Carranza, optó por
la prohibición general de todas las traducciones vulgares de la Escritura ». (Bataillon)
Las normas vigentes a finales del
siglo XIX:
«Según la
disciplina actual, á nadie se prohíbe leer la Biblia en los textos
originales ni en el latino, pues los que pueden leerla de este modo
claro es que tienen ya cierta instrucción, y aunque tal puede ser esta,
que no los preserve del peligro de tropezar, no es este tan
presumible, ni menos tan general como el que resulta del uso de las biblias
en idioma vulgar, para cuya lectura solo se requiere haber aprendido
á leer. Respecto de las versiones en vulgar, la Iglesia prohíbe
en general todas las que proceden de autor heterodoxo ó que no consta
que sea católico, todas las que van sin notas ni comentarios que eviten
los peligros de una falsa inteligencia en los pasajes que puedan causarla,
notas y comentarios que han de estar conformes con la doctrina de los
Santos Padres y expositores católicos, y en fin, quiere que toda
traducción vulgar sea vista y aprobada por la autoridad del diocesano ú
otra más alta, con el fin de asegurarse de la fidelidad de la versión
y del cumplimiento de la condición dicha acerca de las notas y
comentarios. La prohibición de las traducciones de los sectarios ó
desconocidos se justifica por sí misma, como la de aquellas que suelen
repartir las Sociedades
bíblicas, porque ordinariamente están
mutiladas, lo cual es contrariar á la doctrina católica respecto de la
canonicidad de los libros, que ellas desechan; ordinariamente también
traducen ciertos pasajes en sentido heterodoxo, y en fin, carecen de las notas necesarias, ó no son estas
conformes á la doctrina de los Padres y de la Iglesia.
Mas cuando las
versiones de la Biblia
en vulgar llenan las condiciones dichas, á nadie se prohíbe su lectura,
antes se aconseja á cuantos quieren y pueden edificarse con ella, é
instruirse más cumplidamente en las cosas de la religión. Por eso no hay
pueblo entre los católicos que no tenga una ó más versiones en
vulgar, las cuales, como carecen de importancia en materia de crítica
bíblica, y en la exegética, solo la tienen como auxiliar si están
bien hechas, no necesitamos enumerar ni calificar aquí, mencionando
únicamente, como es natural, las escritas en castellano.
Las principales
entre estas son las del Padre Scio y del Sr. Amat, ambas
tomadas de la Vulgata.» (Perujo).
En conclusión: aunque la Iglesia siempre
ha recomendado la lectura de la
Biblia , en determinada coyuntura histórica se vio en la
necesidad de poner algunas restricciones, por el temor a que sus fieles se dejasen seducir por la herejía. Se expuso así a que le reprocharan distanciarse de la palabra de Dios. Pese a lo cual consideró que estas restricciones eran necesarias para preservar la fe de los sencillos
de los peligros del momento; y tuvo que tolerar consecuencias negativas ya señaladas.
sábado, 9 de septiembre de 2017
¿Derecho a leer la Biblia?
El notable biblista Straubinger glosaba algunos cánones del Código de Derecho Canónico de 1917 relativos a la Sagrada Escritura concluyendo que todos los fieles católicos tienen el derecho a leer la Biblia. Por cierto que la lectura de la Escritura es algo mucho más rico que un derecho. Pero en los tiempos en que el autor escribió las páginas que reproducimos a continuación, le pareció necesario decirlo con énfasis para salir al cruce de errores vigentes.
9. NORMAS DEL CODIGO
CANONICO PARA LA LECTURA Y
PUBLICACION DE LA
SAGRADA ESCRITURA
Considerando las fervorosas exhortaciones de los Sumos Pontífices a leer
y meditar la Sagrada
Escritura , se plantean lógicamente algunas cuestiones
de índole práctica, sobre todo la pregunta: ¿Cuáles son las ediciones
que se ajustan a los requisitos que la Iglesia considera indispensables para
hacer fecunda la lectura de la
Biblia ?
La legislación de la
Iglesia trata en cinco cánones del Código sobre la
lectura del Libro sagrado.
Canon 1385, 1: No se
publiquen, ni siquiera por los seglares, sin previa censura eclesiástica, los
libros de la Sagrada
Escritura ni comentarios a los mismos.
Canon 1391: Las versiones de las
Sagradas Escrituras en lengua vulgar no pueden imprimirse si no son aprobadas
por la Santa Sede
o si no son publicadas bajo la vigilancia de los
Obispos y con anotaciones sacadas
principalmente de los Santos Padres de la Iglesia y de doctos y católicos escritores.
Canon 1399, 1: Están prohibidas ipso jure las ediciones del texto original y de las antiguas versiones católicas de la Sagrada Escritura ,
incluso las de la
Iglesia Orien tal, publicadas por cualesquiera no-católicos,
así como las versiones de la Sagrada Escritura en cualquier lengua, hechas o
publicadas por los mismos.
Canon 1400: El uso de los libros a
que se refiere el canon 1399,1 y de los libros publicados contra lo prescrito
en el canon 1391 está permitido solamente a los que de alguna manera se dedican
a los estudios teológicos o bíblicos, con tal que tales libros estén fiel e
integralmente editados y no se combatan en ellos, en
los prolegómenos o en las notas los dogmas de la fe católica.
Canon 2313, 2: Los autores y editores que sin la debida licencia hacen
editar los libros de la Sagrada Escritura
o notas o comentarios a la misma, incurren ipso
facto en la excomunicación no reservada.
No cuesta mucho esfuerzo comprender los saludables motivos en que se inspiran los cánones citados. Su objeto no sólo es salvaguardar el texto sagrado sino también preservar a los fieles de los abusos que
tan frecuentemente hacen de él aquellos mismos que pretenden tomarlo por la única
base de la fe.
En los primeros cánones se requiere la previa aprobación para todas las ediciones y comentarios efectuados por católicos. Ninguno puede imprimirlos sin la licencia
por parte de la Santa
Sede. Los
mismos efectos produce la aprobación episcopal con tal que la edición sea acompañada de anotaciones sacadas principalmente de los
Padres, Doctores y escritores católicos.
El tercer canon se ocupa de las ediciones hechas por no católicos, prohibiendo su lectura a los fieles y extendiendo la prohibición al texto
original así como a las versiones en lengua
vulgar.
El cuarto
canon establece una excepción en
favor de los que “de alguna manera” se dedican a los estudios teológicos o bíblicos siéndoles
concedido el uso de todas aquellas ediciones que
reproduzcan fielmente el texto, y
no impugnen los dogmas de la fe católica.
El quinto canon fija las sanciones para los
autores y editores que sin la debida
licencia publiquen los libros
sagrados.
Pasando a la aplicación de los cánones citados podemos
formular las normas siguientes:
1º. Los que quieren leer
sólo o meditar la divina palabra, para alimentar su alma, han de atenerse a
las ediciones aprobadas por la autoridad eclesiástica.
2º. Los que de alguna manera se consagran
a estudios teológicos y bíblicos, sean sacerdotes,
sean laicos, gozan del
privilegio de usar las ediciones protestantes y por ende no aprobadas, con las
precauciones indicadas, es decir, si
son fieles reproducciones del texto sagrado y se abstienen de atacar la fe
católica. Los Seminarios v. gr., pueden servirse del texto griego del Nuevo
Testamento de Nestle, ofrecidas por las sociedades protestantes. Se entiende
por sí mismo que han de dar preferencia a ediciones católicas si las hay.
Respecto de las pretendidas falsificaciones de la Biblia por los
protestantes, tópico muy usado en la polémica, hay que observar que los
protestantes no usan traducciones de la Vulgata sino exclusivamente versiones hechas de
los textos originales (el hebreo y el griego respectivamente) y sólo de los
libros protocanónicos, por lo cual resultan numerosas diferencias que veces por
los que no conocen los textos originales ni las dificultades de la traducción,
son consideradas como falsificaciones del texto sagrado.
3º. Están prohibidas —para los que no hagan estudios bíblicos— todas las
ediciones de las sociedades bíblicas protestantes, aunque ellas ofrezcan traducciones de
autores católicos. La
Sociedad Bíblica Británica y Extranjera p. ej., ofrece la versión católica de Felipe
Scio y la Sociedad Bí blica Americana hace lo mismo.
Como se ve, la Iglesia no quiere prohibir la lectura
de la Sagrada
Escritura , y menos los estudios bíblicos, concediendo
para ellos hasta el uso de Biblias protestantes. Lo que nuestra santa Madre intenta es únicamente salvaguardar
la primitiva y legítima autoridad de la Biblia sin dar lugar a interpretaciones sujetivas y heréticas. Es pues falso
decir que la Iglesia
tenga alejados a los fieles de los manantiales sobrenaturales que brotan de los
santos libros. Al contrario: Todos los católicos tienen hoy día el derecho
de leer la Sagrada
Escritura ,
con tal que se atengan a las
disposiciones que ha establecido para ellos la prudencia maternal de la Iglesia.
Pero no olvidemos que
los derechos implican deberes. Para nosotros que buscamos en la Biblia un alimento
espiritual, la lectura de las Escrituras es más que un derecho. Es un medio
y remedio. Un medio
para acercamos a Dios, un remedio contra las enfermedades del alma; porque “la Palabra de Dios es viva y
eficaz y más acerada que una espada de dos filos, tan penetrante, que llega
hasta separar el alma y el espíritu, las coyunturas y la médula, porque
discierne las intenciones y los pensamientos del corazón” (Hebr. 4, 12).
Tomado de:
Straubinger, J. La Iglesia y la Biblia. Ed. Guadalupe, Bs. As., 1944 (aquí), pp. 181 y ss.
Tomado de:
Straubinger, J. La Iglesia y la Biblia. Ed. Guadalupe, Bs. As., 1944 (aquí), pp. 181 y ss.
martes, 5 de septiembre de 2017
Hermenéutica: pequeña introducción
En las entradas anteriores se recomienda la lectura asidua de la Escritura como medio de santificación al alcance de todos los cristianos. Pero la lectio no es el único modo de aproximarse a la Escritura. También está la hermenéutica bíblica, que es parte de la Teología, una ciencia para la cual no todos están bien dispuestos. Se la define como «la disciplina que enseña las reglas que
deben seguirse para entender y explicar rectamente los Libros sagrados». Aun
siendo étimológicamente sinónimas las palabras hermenéutica y exégesis, se
reclaman entre sí como los medios y el fin. Exégesis es la misma
interpretación mediante la aplicación de las reglas establecidas en la
hermenéutica. A las reglas comunes valederas para cualquier escrito (ver aquí),
la hermenéutica añade algunas otras particulares correspondientes al carácter
divino y humano de los Libros sagrados.
Reproducimos unas páginas del Diccionario bíblico de Francisco
Spadafora que esperamos sean de utilidad para los interesados en iniciarse en hermenéutica
de la Sagrada Escritura.
sábado, 2 de septiembre de 2017
Lectio divina (y 2)
¿Cómo leer con fruto la Sagrada Escritura? Straubinger proponía unas reglas tradicionales.
REGLAS PARA LEER CON FRUTO SAGRADA ESCRITURA (según el P. SEVERIANO
DEL PÁRAMO)
1. Tomemos en
nuestras manos la Biblia
con amor, conforme escribe San Jerónimo en una de sus cartas: Ama las Santas
Escrituras y te amará la
Sabiduría (Ef. 130 PL. 22, 1124). Además, ya que según
San Pablo, toda la
Escritura , inspirada por Dios, es útil para enseñar,
convencer, corregir e instruir en la santidad (2 Tim. 3, 16-17), debemos
leerla no para satisfacer nuestra curiosidad, sino para encontrar en ella el
provecho de nuestra alma.
2.
Antes de comenzar su lectura debemos dirigimos a Dios por medio de una corta y
fervorosa oración a Jesucristo el cual es el único digno de abrirnos el
divino libro y romper los sellos que le tienen como cerrado (Apoc. 5, 5 y
9).
3.
Es necesario leer la
Escritura con grande humildad y con entera sumisión a la Iglesia , la cual es la que
recibió de Jesucristo este sagrado depósito, y la única que puede darnos la
verdadera inteligencia de una manera infalible, como enseña el Concilio de
Trento, siguiendo la tradición.
4. Jesucristo
es el grande objeto que siempre hemos de tener presente en la lectura de la Santa Biblia , si
queremos alcanzar su recto sentido, como dice San Agustín (In Ps. 96).
5.
No siempre se guarda en la
Escritura el orden de los tiempos; los Evangelistas y otros
autores sagrados anticipan o posponen a veces la narración de un suceso, o
hacen de él una recapitulación.
6.
Cuando Jesucristo, o los autores de los libros sagrados, citan algún
otro lugar de la Escritura ,
especialmente de los Profetas, sucede algunas veces que se halla la cita conforme
a la sustancia o sentido de las palabras, mas no con lo material de éstas; y a
veces se cita un solo profeta, aunque las palabras sean tomadas de varios.
7. Debe tenerse presente que Dios no nos ha dado las
Santas Escrituras para hacernos físicos o matemáticos, etc.; sino para hacernos
buenos cristianos. Por eso, algunas expresiones sobre el mundo físico
que nos rodea, como sobre el movimiento del sol, no hay que entenderlas en
riguroso sentido científico expresan con ellas las apariencias externas de las
cosas, como la significamos también nosotros al decir que el sol sale y se
pone. Esta norma no ha de aplicarse a las narraciones históricas, en las
cuales ha de creerse que el autor sagrado quiere contarnos la verdad, de no
probarse por el contexto o por la tradición, que su propósito no fue contar
historia verdadera, sino bajo su forma proponer una parábola o una alegoría, o
darnos alguna enseñanza. Atendamos siempre en esta materia a lo que la Iglesia nos diga.
8.
Finalmente, hay en el Antiguo Testamento ciertos pasajes, cuya lectura
sorprende a muchas almas cristianas: tales son, sobre todo, aquellos en que se
nos cuentan pecados gravísimos o enormes castigos que Dios enviaba
a su mismo pueblo. Para entender estos pasajes hay que advertir, en primer
lugar que la Escritura
nunca alaba las acciones pecaminosas; y si las cuenta lo hace para que
conozcamos la miseria y debilidad humanas; la misericordia de Dios, dispuesta
a perdonar los más atroces crímenes, o su justicia castigándolos; y a veces
también, como en el caso de David, para proponemos un ejemplo de penitencia.
Los terribles castigos, que Dios descargaba a veces sobre su pueblo, estaban
bien merecidos por su infidelidad y dureza verdaderamente inconcebibles.
9.
Téngase sobre todo en cuenta, que nosotros, gracias a Jesucristo, que nos
redimió, vivimos en un estado de mucha mayor perfección que aquel en que
vivieron los más santos Patriarcas y Profetas, y que sobre las costumbres y
moral del pueblo judío hubieron de influir a veces los pueblos idólatras de
que se veía rodeado; y así, páginas que ahora impresionan más o menos al pudor
cristiano no producían el mismo efecto a aquellos para quienes fueron
inmediatamente escritas. La rudeza y aspereza de costumbres de los pueblos
primitivos explica, en parte, estas escenas que contrastan con la suavidad y
dulzura de la Ley
evangélica. Su lectura puede, por lo tanto, servirnos para apreciar y agradecer
los bienes inmensos que Jesucristo trajo al mundo con su doctrina.
Tomado de:
Straubinger, J. La Iglesia y la Biblia. Ed. Guadalupe, Bs. As., 1944 (aquí), pp. 266 y ss.
Tomado de:
Straubinger, J. La Iglesia y la Biblia. Ed. Guadalupe, Bs. As., 1944 (aquí), pp. 266 y ss.
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