Christopher A. Ferrara (The Remnant Newspaper, 11-VI-2012)
En su histórico motu proprio Summorum Pontificum del 7 de julio de
2007, el Papa Benedicto declaró con toda su autoridad lo que los
tradicionalistas sabíamos desde siempre: que la edición típica del Misal romano
promulgado en 1962, que representa la liturgia romana inmemorial, “nunca fue
abrogada” por Pablo VI (“numquam
abrogatam”). En la carta que acompañaba el documento y que estaba dirigida
al episcopado mundial, el Papa Benedicto se esforzaba por llamar “la atención
sobre el hecho de que este Misal nunca fue jurídicamente abrogado y que,
consecuentemente, en principio, siempre estuvo permitido”.
Siempre permitido. Y, sin embargo, cuarenta
años después de la primera celebración pública de la Misa nueva del Papa Pablo
el 24 de octubre de 1967 —una época bíblica de sufrimiento—, la Iglesia sufría
bajo la falsa carga de que la Misa tradicional había sido abrogada, u
“obrogada” (eliminada por sustitución) como aún sigue diciendo el establishment
neocatólico en su horrible revisión de propaganda ya desacreditada. En cuanto a
esta propaganda, nunca debemos olvidar que los apologistas neocatólicos de la
revolución postconciliar insistieron durante décadas que la celebración de la
Misa tridentina estaba “prohibida excepto donde la ley canónica la permita
específicamente” (Likoudis y Whitehead, The
Pope, the Council, and the Mass). El rito de la Misa recibido y aprobado
por la Iglesia, la misma sustancia de la Fe viva de nuestros padres, estaba
prohibido, según nos decían. Hasta que el Papa Benedicto expuso su mentira.
Dado que Pablo VI nunca abrogó realmente la
Misa tradicional —un acto que hubiese sido “bastante ajeno al espíritu de la
Iglesia”, según afirmó el ex cardenal Ratzinger—, ¿dónde se originó este
monstruoso fraude? La respuesta yace en la burocratización de la Curia Romana y
de toda la Iglesia durante la ola de “reformas” que siguieron al Concilio
Vaticano II. Como observó Michael Davies en su recordado estudio sobre la
revolución litúrgica, “la Iglesia conciliar puede bien llamarse la Iglesia
legislativa… se ha convertido en una burocracia por el bien de la burocracia y
así ha renunciado a cualquier pretensión de evangelizar a las masas
descristianizadas de los países occidentales a favor de la producción de una interminable
corriente de legislación para regular un número cada vez menor de fieles” (Pope Paul’s New Mass).
Notemos bien la paradoja identificada por
Davies: más y más legislación para menos y menos fieles. En las últimas cinco
décadas, la Iglesia ha sufrido la descomposición del elemento humano del bien
común eclesial de una manera que sólo encuentra paralelo en la caída de Roma,
con una proliferación de leyes que acompaña la pérdida de su integridad
societaria. El cardenal Ratzinger llamó a esto un “proceso continuo de
decadencia” (L’Osservatore Romano,
9-XI-84). Como dijo Chesterton al observar un proceso similar a éste: “Cuando
se rompen las grandes leyes, no sobreviene la libertad, ni siquiera llega la
anarquía. Aparecen las pequeñas leyes.” Los “reformadores” postconciliares
rompieron algunas leyes muy grandes por cierto, en primer lugar la ley del
desarrollo orgánico de la liturgia de la Iglesia, produciendo así lo que el ex
cardenal Ratzginer caracterizó como “una ruptura en la historia de la liturgia,
cuyas consecuencias sólo podían ser trágicas” (Milestones). Luego siguió una interminable corriente de pequeñas
leyes con las que la Iglesia legisladora ha arruinado sistemáticamente el rito
romano.
La destrucción del rito romano fue íntegramente
una operación burocrática que el Papa Pablo VI permitió antes de finalmente
sacarse de encima al infame Bugnini tras que aparecieran sospechas fundadas de
su afiliación masónica y lo enviara a Irán en 1976. Pero el Papa desafortunado
actuó demasiado tarde para deshacer el daño incalculable hecho por Bugnini
durante el proceso de lo que él mismo llamó “la mayor conquista de la Iglesia
Católica” dos años antes (Davies, “How the liturgy fell apart”, AD2000 vol. 2, no. 5, June 1989).
Como demostró Davies, sólo hay “dos actos
papales entre la plétora de más de 200 actos de legislación litúrgica”. Estos
dos actos papales son el motu proprio Sacram
Liturgiam (del 25 de enero de 1964), que abrió las compuertas a las
traducciones vernáculas optativas del entonces nuevo Misal que los obispos
rápidamente convirtieron de facto en viejo Misal. De hecho, cada partícula del
Novus Ordo vernáculo, incluyendo la abolición de facto de la liturgia latina,
es obra de Bugnini, sus burócratas colaboradores y sus sucesores hasta hoy, trabajando
duro en las nuevas congregaciones, comisiones pontificias, conferencias
episcopales nacionales y comisiones litúrgicas locales, creadas todas durante
las “reformas” postconciliares. Un estudio cuidadoso del asunto revela que ni
una de estas innovaciones litúrgicas fue impuesta a la Iglesia por un acto
afirmativo del Papa que obligara a los fieles a aceptarla. Toda la revolución
litúrgica —desde las traducciones vernáculas hasta las “monaguillas”— se dio
como resultado de novedades opcionales aprobadas por jerarcas y burócratas en
distintas oficinas de la Iglesia legislativa.
La debacle de las “monaguillas” es un claro
ejemplo de las consecuencias del surgimiento de esta Iglesia legislativa. El
permiso de “monaguillas” vino por la vía de un consejo de la novedosa
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos en 1994.
Esta congregación resultaba de la unificación de la Congregación para el Culto
Divino, creada por Pablo VI en 1969, con la preexistente Congregación de la
Disciplina de los Sacramentos. (Fue decisión del Papa Pablo poner a Bugnini a
cargo de esta congregación que lideró la vandalización de la liturgia de la
Iglesia.) Al aprobar las “monaguillas”, esta congregación pasó el bulto al
Pontificio Consejo de Interpretación de Textos Legislativos, creado por Juan
Pablo II en 1988 para reemplazar al Pontificio Consejo de Interpretación de los
Decretos del Concilio Vaticano II, a su vez creado por Pablo VI en 1967.
De acuerdo con este pontificio consejo, el
nuevo canon 230 del Código de Derecho Canónico de 1983 permitía la aparición de
las “monaguillas”, de acuerdo con la subsección 2, que dice: “Todos los laicos
pueden también realizar las funciones de comentador o cantor, u otras
funciones, de acuerdo con la normativa legal.” (Cf. Carta circular a los
presidentes de las Conferencias Episcopales del Pontificio Consejo de
Interpretación de los Textos Legislativos, Prot. n. 2482/93, del 15 de marzo de
1994.) Notemos que la autorización de las “monaguillas”, lo que daba por tierra
con dos mil años de práctica litúrgica tradicional, estaba supuestamente
escondida en una provisión del Código de Derecho Canónico aparentemente
redactada como si se tratara de un estatuto civil con lenguaje legal
ampliamente permisivo pero sin antecedentes en la tradición eclesiástica. Aquí
vemos el peligro envuelto en la promulgación de “códigos” de legislación
eclesiástica como si se tratara de estatutos civiles —un peligro que Brian
McCall ha estudiados en las páginas de The
Remnant—. Como demostración precisamente del peligro positivista de los
códigos canónicos, sujetos a modificaciones y revisiones legislativas, un
artículo del New York Times que se
emocionaba por el advenimiento de las “monaguillas”, citaba a un sacerdote y
canonista de Manhattan que afirmaba que “el Código de Derecho Canónico cambia
bajo la presión de quienes están a la vanguardia… La práctica puede no estar de
acuerdo con las regulaciones, pero las regulaciones intentan alcanzar a lo que
ya es costumbre.” (15 de abril de 1994). Esto quiere decir que, la Iglesia
legislativa, como cualquier legislatura civil, modificará sus leyes tratando de
estar a la altura de las novedades.
De acuerdo con el consejo de 1994 de la
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, “el Papa
Juan Pablo II confirmó la decisión [del Pontificio Consejo para la
Interpretación de los Textos Legislativos] y ordenó su promulgación”. Sin
embargo, no existe evidencia escrita ni detalles sobre esta “orden”, ni
siquiera la fecha en que fue supuestamente dada. Más aún, la “orden” papal que
aprueba a las “monaguillas” contradice la orden papal que se refleja en Inaestimabile Donum, una instrucción de
1980 por la que dicha Congregación decía que “las mujeres no pueden actuar como
servidoras del altar” y que dicha “instrucción fue aprobada el 17 de abril de
1980 por el Santo Padre, Juan Pablo II, que la confirmó con su propia autoridad
y ordenó que fuese publicada y observada por todos los destinatarios”. Nunca se
explicó por qué el Papa habría revertido una orden anteriormente impartida por
él. Evidentemente, se pensó que era suficiente registrar simplemente que la
Iglesia legislativa había cambiado una legislación anterior, y que el Papa daba
su apoyo a dicho cambio.
Así, son las órdenes de la Iglesia legislativa
y no del Papa, las que han producido la “autodemolición” lamentada tardíamente
por Pablo VI y Juan Pablo II, pero nunca frenada por ellos. Sólo Benedicto XVI
ha intentado contrarrestar algo de lo que la Iglesia legislativa produjo en los
dos anteriores pontificados. Ha liberado la Misa latina de su falsa prohibición
efectuada por la Iglesia legislativa. Y, finalmente, ha ordenado la corrección
de numerosos errores escandalosos en las traducciones vernáculas del Novus
Ordo, producidas por la Iglesia legislativa a través de la burocracia vaticana,
la Comisión Internacional de Liturgia, las conferencias episcopales y otros
órganos, embargando a los fieles durante décadas. Estos errores incluyen la
modificación de las mismas palabras de Nuestro Señor en la primera Misa, cuando
declaró que los frutos del Santo Sacrificio son ofrecidos “por muchos” —esto
es, por los elegidos para la salvación, como declaró el Concilio de Trento— y
no “por todos”, como nos hizo creer la Iglesia legislativa.
Pero parece que el Papa Benedicto siente que es
poco lo que puede hacer por sí mismo contra los operadores de la Iglesia
legislativa, tanto dentro como fuera de la Curia, incluyendo a los obispos que
rechazan todo tipo de intromisión en sus prerrogativas legislativas amparados
bajo el “nuevo modelo” de colegialidad. He aquí que la Misa tradicional sigue
empaquetada al vacío como si se tratase de ántrax, a pesar de que el Papa
expresó con claridad que todo sacerdote de la Iglesia Occidental tiene derecho
a recurrir al Misal de 1962 sin necesidad de permiso episcopal. Y las
jerarquías nacionales de Italia y Alemania han rehusado corregir sus
defectuosas traducciones vernáculas de la Misa nueva.
La carta del Papa al presidente de la Conferencia Episcopal Alemana, el
arzobispo Robert Zollitsch, con respecto al tema del pro multis, es un ejemplo
paradigmático de la impotencia papal frente a la Iglesia legislativa. El Papa
dice a Zollitsch que “la Santa Sede ha decidido que, en la nueva traducción del
Misal, la expresión «pro multis» deba ser traducida tal y como es, y no al
mismo tiempo ya interpretada”. El Papa presenta como una mera “decisión” —una
decisión de la Iglesia legislativa— lo que debería ser un regreso a la correcta
traducción de las palabras de Nuestro Señor en la primera Misa, rectificando un
error que ni siquiera se encuentra en las versiones protestantes de la Biblia.
El Papa expresa también su preocupación sobre “se
corre el riesgo de que… algunos sectores del ámbito lingüístico alemán deseen
mantener la traducción «por todos», aún cuando la Conferencia Episcopal Alemana
acordase escribir «por muchos», tal como ha sido indicado por la Santa Sede”.
No existe la menor sugerencia de que el Papa implique su autoridad para ordenar
la corrección del error, como es requerido por fidelidad al Evangelio y como su
propia obligación como Vicario de Cristo. Por el contrario, esto parece materia
de negociación y acuerdo entre dos oficinas de la Iglesia legislativa: la Santa
Sede por un lado y la Conferencia Episcopal Alemana por el otro. En ningún lugar
de la carta el Papa expresa su voluntad como Romano Pontífice, sino que se
refiere a lo que la Iglesia legislativa decidió y negoció.
La profundidad de la actual crisis eclesial se
ve reflejada por el siguiente comentario del Papa al defender la “decisión” de
traducir las palabras de Nuestro Señor en forma correcta: “Si bien esta
decisión, como espero, es absolutamente comprensible a la luz de la correlación
fundamental entre traducción e interpretación, soy consciente sin embargo de
que representa un reto enorme para todos aquellos que tienen el cometido de
exponer la Palabra de Dios en la Iglesia. En efecto, para quienes participan
habitualmente en la Santa Misa, esto parece casi inevitablemente como una
ruptura precisamente en el corazón de lo sagrado. Ellos se dirán: Pero Cristo,
¿no ha muerto por todos? ¿Ha modificado la Iglesia su doctrina? ¿Puede y está
autorizada para hacerlo? ¿Se está produciendo aquí una reacción que quiere
destruir la herencia del Concilio?”
Notemos cómo el Papa, escribiendo en tono casi
apologético, implícitamente acepta la premisa de que la “herencia” del Concilio
Vaticano II es de alguna manera un cambio respecto a la teología “tridentina”
bimilenaria de la Misa como sacrificio que aprovecha sólo a los elegidos, y no
a todos, para la salvación —que es por lo cual Nuestro Señor dijo “por muchos”
y no “por todos”—. Y quita el aliento ver al Papa seriamente preguntarse si un
regreso a la traducción fiel de las palabras de Nuestro Señor no reflejan la
influencia de “fuerzas reaccionarias” que buscan “destruir la herencia del
Concilio” —fuerzas que buscarían cambiar lo que la Iglesia legislativa ha
enunciado como actualizaciones de su enseñanza para seguir desde cerca el
aggiornamento conciliar tan importante—. El Papa parece atenerse a la idea de
que el Concilio es exactamente lo opuesto de lo que dijo como cardenal Ratzinger
cuando rechazó que el Concilio fuese caracterizado como “el fin de la
Tradición, un nuevo comienzo desde cero” (Discurso a los Obispos Chilenos de
1988).
Pero es más desalentadora la siguiente pregunta
retórica del Papa: “Pero surge inmediatamente la pregunta: Si Jesús ha muerto
por todos, ¿por qué en las palabras de la Ultima Cena él dijo «por muchos»? Y,
¿por qué nosotros ahora nos atenemos a estas palabras de la institución de
Jesús?”
¿Por qué nos quedamos con las palabras de
Jesús? La Iglesia “se queda” con ellas, por supuesto, porque son Sus palabras y
ella tiene el mandato divino de no modificarlas. El Papa sigue diciendo que la
Iglesia emplea la frase “por muchos” por “por respeto a la palabra de Jesús,
por permanecer fiel a él incluso en las palabras. El respeto reverencial por la
palabra misma de Jesús es la razón de la fórmula de la Plegaria Eucarística”.
Pero con seguridad esto no es cuestión de simple “deferencia” o “respeto” hacia
Jesús. La Iglesia tiene una obligación sagrada de obedecer a Dios al proclamar
su Evangelio sin alteraciones. “Deferencia” y “respeto” connotan discreción
para no ser condescendiente ni estar en falta. Es justamente esta discreción
que la Iglesia legislativa ha reclamado como propia y por la que —ironía de
ironías— Benedicto ahora busca por cortesía la aceptación de la “decisión” de
la Santa Sede de regresar a lo que Nuestro Señor realmente dijo versus lo que
la Iglesia legislativa hubiese preferido que Él hubiese dicho.
El Papa continúa con una observación cuya ironía
no puede ser más exquisita; y que uno se pregunta cómo esta ironía pudo haber
pasado inadvertida por el Papa: “Por la experiencia de los últimos 50 años,
todos sabemos cuán profundamente impactan en el ánimo de las personas los
cambios de formas y textos litúrgicos; lo mucho que puede inquietar una
modificación del texto en un punto tan importante. Por este motivo, en el
momento en que, en virtud de la distinción entre traducción e interpretación,
se optó por la traducción «por muchos», se decidió al mismo tiempo que esta
traducción fuera precedida en cada área lingüística de una esmerada catequesis,
por medio de la cual los obispos deberían hacer comprender concretamente a sus sacerdotes
y, a través de ellos, a todos los fieles por qué se hace. Hacer preceder la
catequesis es la condición esencial para la entrada en vigor de la nueva
traducción.”
¿Pero dónde estuvo esta preocupación por los
efectos de los cambios litúrgicos en las almas de los fieles durante los
pontificados de Pablo VI y Juan Pablo II, cuando todo el rito romano fue
dramáticamente alterado con resultados patentemente desastrosos sin el menor
atisbo de “una catequesis cuidadosa… para preparar el camino”? Y notemos aquí
de nuevo que el Papa reduce la obligación de transmitir fielmente las palabras
del mismo Dios en la primera Misa a una mera “decisión para optar por la
traducción ‘muchos’” —otra reverencia hacia las prerrogativas de la Iglesia
legislativa frente a la Iglesia de la Sagrada Tradición—.
Concluiré notando otra arista del problema de
la Iglesia legislativa. Un elemento clave en la burocratización de la Curia
Romana durante el pontificado de Pablo VI fue la elevación de la Secretaría de
Estado vaticana al status de quasi primer ministro de la Iglesia —esto es,
primer ministro de la Iglesia legislativa, ya que el cargo de Secretario de
Estado no forma parte de la constitución divina de la Iglesia fundada por
Nuestro Señor en cabeza de Pedro—.
En 1967-68, bajo la autoridad de la
constitución apostólica Regimini
Ecclesiae Universae, la Curia fue reestructurada en forma dramática,
restructuración diseñada e implementada por el cardenal Jean-Marie Villot,
secretario de Estado vaticano, también sospechoso de masón. El objetivo era
eliminar, tanto cuanto fuese posible, lo que ahora se llama viejo “modelo
monárquico” de la Iglesia a favor de un nuevo “modelo” de colegialidad. Antes
del Concilio, la Curia estaba sí estructurada sobre un molde monárquico. El
Papa era el Prefecto del Santo Oficio, al cual se subordinaban los demás
dicasterios vaticanos, mientras que el cardenal a cargo de los asuntos diarios
del Santo Oficio era el Pro Prefecto, que reportaba directamente al Papa y sólo
a él. El Papa, como Vicario de Cristo en la tierra, estaba así en el tope de
una cadena de mando sobre la que imponía su autoridad directamente o a través
del Santo Oficio.
Bajo la “reforma” pergeñada y llevada a cargo
por Villot, sin embargo, el Santo Oficio fue rebautizado como Congregación para
la Doctrina de la Fe —siendo que el nombre “Santo Oficio” estaba demasiado
pasado de moda con respecto a la “nueva orientación” de la Iglesia tras el
Concilio—. El cardenal secretario de Estado fue puesto por sobre todos los
dicasterios vaticanos, incluyendo esta congregación. Peor aún, el Papa ya no
fue el Prefecto del Santo Oficio, puesto que la nueva congregación tendría un
Prefecto Cardenal que, desde el punto de vista de la organización, estaría
subordinado al Secretario de Estado. En breve, Pablo VI “incrementó los poderes
del Secretario [de Estado], poniéndolo por sobre todos los departamentos de la
Curia Romana”, como dice Wikipedia.
Desde el Concilio, el Secretario de Estado se
ha convertido en una suerte de vicario del Vicario de Cristo, lo que resultó en
una separación funcional de la nueva Iglesia legislativa apartándola del
control directo del Papa. Este desarrollo desfavorable se vio exacerbado por la
constitución apostólica de Juan Pablo II Pastor
Bonus, que declaraba que “la Secretaría de Estado ayuda de cerca al Sumo
Pontífice en el ejercicio de su misión suprema”. En la Sección Primera, al
Secretario de Estado se le da un enorme poder, incluyendo autoridad para:
-
elaborar
y expedir las Constituciones Apostólicas, las Cartas Decretales, las Cartas
Apostólicas, las Cartas y otros documentos que el Sumo Pontífice le confía;
-
preparar
todos los documentos referentes a los nombramientos que en la Curia Romana y en
los otros organismos dependientes de 1a Santa Sede ha de hacer o aprobar el
Sumo Pontífice;
-
ocuparse
de la publicación de las actas y documentos públicos de la Santa Sede en el
boletín titulado Acta Apostolicae Sedis;
-
publicar,
a través de la oficina especial dependiente de ella, llamada Sala de Prensa,
las informaciones oficiales referentes a los documentos del Sumo Pontífice y a
la actividad de la Santa Sede;
-
vigilar…
el periódico llamado L'Osservatore Romano, la Radio Vaticano y el Centro
Televisivo Vaticano;
-
recoger,
ordenar y publicar los datos, elaborados según las normas estadísticas, que se
refieren a la vida de la Iglesia universal en todo el orbe.
De ese modo, el Secretario de Estado, como
Primer Ministro de la Iglesia legislativo, ha sido investido con el control
total sobre la legislación y la información que emana del Vaticano, incluyendo
los actos propios del Papas. “¡Sí, Primer Ministro!” es el nuevo orden de cosas
en la Iglesia postconciliar. De hecho, como John Vennari ha notado, cada
episodio de esta hilarante serie cómica británica se asemeja notablemente al
estado actual de la Iglesia, en donde la política tiene preferencia por sobre
la realidad. Incluso hemos visto al Secretario de Estado tomar el control de la
publicación del Tercer Secreto de Fátima, arrogándose —en un ulterior
desarrollo surrealista— la autoridad de “interpretar” la visión del “obispo
vestido de blanco” como una mera descripción de eventos del siglo XX que
culminarían con el fallido intento de asesinato de Juan Pablo II en 1981. En el
folleto vaticano oficial que acompañaba la publicación del 26 de junio de 2000
de la visión, el ex cardenal Ratzinger hace referencia repetidas veces a la
“interpretación” de la visión que hizo el ex Secretario de Estado, el cardenal
Angelo Sodano:
-
“interpretación,
cuyas líneas esenciales se pueden encontrar en la comunicación que el Cardenal
Sodano pronunció”;
-
“El
Cardenal Sodano dice al respecto: «... no se describen en sentido fotográfico
los detalles de los acontecimientos futuros, sino que sintetizan y condensan
sobre un mismo fondo, hechos que se extienden en el tiempo según una sucesión y
con una duración no precisadas»”;
-
“la
interpretación que el Cardenal Sodano ha dado en su texto del 13 de mayo, había
sido presentada anteriormente a Sor Lucia en persona”;
-
“Ante
todo, debemos afirmar con el Cardenal Sodano: «...los acontecimientos a los que
se refiere la tercera parte del ‘secreto’ de Fátima, parecen pertenecer ya al
pasado».”
¿Debemos afirmar con el cardenal Sodano? ¿Qué
autoridad tiene el cardenal Sodano sobre el Mensaje de Fátima? Ninguna más que
la que la Iglesia legislativa pretenda darle, que en realidad no es ninguna
autoridad, dado que la Iglesia legislativa no es la Iglesia fundada por Nuestro
Señor, sino un conjunto de feudos burocráticos que de ninguna manera participan
de los carismas de indefectibilidad e infalibilidad de la Iglesia en materia de
fe y moral.
Sin embargo, Sodano fue investido absurdamente
con el status de oráculo de Fátima—y esto al mismo tiempo que estaba
facilitando el encubrimiento del Padre Maciel, como lo vino haciendo durante
todos los ’90—. (Ver el reporte “Alegatos contra el cardenal Sodano”, Catholic World Report, del 4 de mayo de
2001.) Para la Iglesia legislativa y su Primer Ministro, el evento de Fátima es
un problema de relaciones públicas que debe ser administrado, no una profecía y
advertencia celestial para la Iglesia y la humanidad. Y el sucesor de Sodano,
el cardenal Bertone, continúa la línea del partido de la Secretaría de Estado
acerca de Fátima sin ponerla en duda: que el Mensaje de Fátima en general y el
Tercer Secreto en particular “pertenecen al pasado”. Nuestra Señora de Fátima,
nos asegura la Secretaría de Estado, no tiene nada que decirnos acerca del
desastre eclesial de la última mitad de siglo.
El predominio de la Secretaría de Estado sobre
los asuntos de la Iglesia legislativa ha sido revelado para todo el mundo en el
escándalo al que hoy estamos asistiendo cuando sale a la luz el contenido de la
correspondencia privada del Papa filtrada por el mayordomo pontificio, Paolo
Gabriele. Entre los asuntos filtrados existe una carta muy reveladora al
cardenal Bertone de parte del cardenal Leo Raymond Burke, que es jefe de la
Signatura Apostólica (el mayor tribunal de la Iglesia) y también es miembro de
la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.
En un artículo del 3 de junio de 2012, el
diario italiano La Repubblica citó
frases de la carta de Burke, en las cuales protesta (enero de 2012) por la
aprobación que hizo el Pontificio Consejo de los Laicos —otro de los órganos
proliferantes de la Iglesia legislativa— de “aquellas celebraciones contenidas
en el Directorio Catequético del Camino Neocatecumental que no parecen por su
naturaleza estar ya regulados por los libros litúrgicos de la Iglesia”. Lo que
esta ambigua aprobación precisamente cubre ha sido objeto de controversia desde
entonces —el típico resultado de los típicos pronunciamientos postconciliares
de los departamentos vaticanos—. Apoyándose en esta ambigüedad, los dos
fundadores de “el Camino” —ese famoso par de excéntricos neocatólicos, “Kiko”
Argüello y Carmen Hernández— andan diciendo que lo aprobado ha sido la misma
liturgia neocatecumental.
Un hecho muy sugestivo es que la Congregación
para el Culto Divino, que es el dicasterio que tiene jurisdicción sobre la
liturgia, no fue parte de esta “aprobación”. De ahí que la carta del cardenal
Burke al secretario de Estado Bertone objeta una invitación que Burke recibió
en su oficina, invitándolo a una ceremonia en “ocasión de la aprobación de la
liturgia del Camino Neocatecumental”. Escribió Burke: “No puedo, como Cardenal
y miembro de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos, no expresar a Su Eminencia la extrañeza que la invitación me ha
causado. No recuerdo haber oído de una consulta acerca de la aprobación de una
liturgia propia de este movimiento eclesial. He recibido en los últimos días,
de varias personas, incluso de un estimado Obispo estadounidense, expresiones
de preocupación acerca de una tal aprobación papal, de la cual ya se había
sabido. Esta noticia era para mí un simple rumor o especulación. Ahora he
descubierto que tenían razón.” Como dice La
Repubblica, esta carta finaliza con una declaración del cardenal Burke de
que “como fiel conocedor de la enseñanza del Santo Padre sobre la reforma
litúrgica, que es fundamental para la nueva evangelización, creo que la
aprobación de tales innovaciones litúrgicas, incluso después de la corrección
de las mismas por parte del Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y
la Disciplina de los Sacramentos, no parece coherente con el magisterio
litúrgico del Papa.”
En una revelación posterior, John Allen, del National Catholic Register, informa que
el Papa leyó y luego adjuntó una nota manuscrita a la carta de Burke, pidiendo
“Regresar al Card. Bertone, invitando al Card. Burke para que transfiera estas
observaciones muy justas a la Congregación del Culto Divino.” Aún así estas
“muy justas” observaciones del cardenal Burke respecto a la enseñanza litúrgica
del Papa no impiden que se siguen anunciando la “aprobación vaticana” de la
extraña liturgia del Camino Neocatecumenal, que incluye bailar alrdedor del
altar, consagrar hostias del tamaño y consistencia de una pizza que se quiebra
dejando numerosas partículas en el suelo, la predicación por parte de laicos
bajo la forma de “moniciones”, pararse durante la Plegaria Eucarística
acompañada con música de guitarra y la recepción de la Santa Comunión desde los
bancos.
¿Cómo es posible que el Vicario de Cristo se
vea limitado a sugerir que las “muy justas observaciones” del cardenal Burke
respecto a los abusos la “liturgia” neocatecumenal sean transmitidas a la Congregación
para el Culto Divino? ¿Por qué es que el mismo Papa no interviene directamente
para frenar las atrocidades litúrgicas de “el Camino” de Kiko y Camen? Es más,
¿por qué el Papa simplemente no gobierna la Iglesia en forma directa,
restaurando el buen orden, conforme al Poder de las Llaves de Pedro que son
suyas, sólo suyas?
La respuesta fue revelada por un incidente del
que fui bien informado durante un reciente retiro ignaciano en la casa de
retiros de la Sociedad de San Pío X en Ridgefield (Connecticut). Durante una
audiencia con el Papa, el obispo Fellay se encontró con el Papa a solas por un
momento. Su Excelencia aprovechó la oportunidad para recordar al Papa de que él
es el Vicario de Cristo, que posee la autoridad para tomar medidas inmediatas
que pongan fin a la crisis de la Iglesia en todos los frentes. El Papa
respondió: “Mi autoridad llega hasta la puerta”.
Parece hoy que el Vicario de Cristo está
cautivo de la democratización de la Iglesia de acuerdo con el modelo de
“colegialidad” que buscar reemplazar la monarquía que en realidad es el papado
establecido por Cristo Rey. Parece que el Papa se ve a sí mismo como un
engranaje, aunque sea el engranaje más grande e importante, de una vasta
maquinaria de relojería que es la Iglesia legislativa, cuyas “decisiones” , en
línea con los mecanismo colegiados y democráticos del nuevo modelo, necesitan
ser consensuadas para poder ponerse en operación. Sin considerarse un monarca,
con las prerrogativas y la autoridad perentoria de un monarca, el Papa de la
Iglesia legislativa se siente restringido a confiar en su capacidad de persuasión
y a apelar al debido proceso con la esperanza de que se haga lo que él desea.
“Lo han destronado”, fue la famosa observación
del arzobispo Lefebvre acerca de la festividad de Cristo Rey. Y, del mismo
modo, han destronado a Su Vicario. Un Vicario de Cristo sin corona se encuentra
en el turbulento centro del caos reinante en la Iglesia. Sólo cuando la corona
papal sea restaurada volverá con ella el buen orden de la Iglesia. Recemos,
entonces, porque el Papa tenga el coraje de volver a usar la corona que el
mismo Cristo le dio para que use.
Traducción al español de InfoCaótica.