Un amigo de nuestra bitácora nos ha enviado un segundo artículo sobre la relación entre jansenismo y progresismo que publicamos completo a continuación. Un trabajo tan recomendable como el anterior.
Jansenismo y progresismo.
Por
Abelardo Pithod.
La facilidad con que ha pasado el
cristianismo contemporáneo ‑en una generación‑ del jansenismo al progresismo,
bastaría para hacer sospechosa la aparente contradicción entre uno y otro.
Quien tenga costumbre de observar los delicados procesos
del desarrollo vital, en todos sus órdenes (biológico, psicológico y social),
se sentirá inclinado a sospechar de todo cambio que rompa la inexorable
serenidad y continuidad características del auténtico crecimiento. La
naturaleza no gusta proceder por saltos. Las rupturas espectaculares y los
cortes no caracterizan, precisamente a los procesos sanos. Las revoluciones no
son el procedimiento de la vida. Tampoco, por supuesto, el inmovilismo y la
esclerosis, el endurecimiento formalista y la complicación asfixiante le
pertenecen. Lo verdaderamente vital es lo único que logra perpetuidad a través
del constante cambio. Siempre igual y siempre nuevo. El único cambio de la vida
es la perpetua renovación de sí misma. Siempre lo nueva surgiendo de lo eterno;
remedo temporal de la infinita variedad sin cambio del mismo Dios. La
revolución, al contrario, es el triunfo de lo nuevo sobre lo permanente. Pero
lo nuevo que no surge de lo eterno es vacío y huero; como la cáscara de la
nada. Los cortes, las antítesis y discontinuidades se parecen más a los
procesos de la corrupción y la muerte que a los de la vida.
El
progresismo es solamente la corrupción del jansenismo y no su cura. Como la
fiebre extrema no es el auténtico contrario del frío de la muerte sino su anticipo. Es muy importante no dejarnos engañar por ese
genio de la mentalidad moderna que es Hegel. Su pensamiento se nos filtra por
todas partes. La dialéctica de la contradicción con la que tan tentados estamos
siempre de pensar la realidad, es la caricatura de esa realidad, corno el
diablo es la mona de Dios. Si el demonio tuviera una metafísica sería
evolucionista dialéctico. Esta metafísica no niega solamente el principio de
identidad, sino una menos famosa, pero nada superflua distinción lógica de los
clásicos: lo contrario no es lo mismo que lo contradictorio. Entre lo simplemente contrario puede haber
perfectamente la continuidad del error. En tales casos pasar de un extremo
al otro es dar vueltas en el sinfín del error y no precisamente salir de él. Lo
común es que este pasaje de un contrario al otro sea una vuelta de rosca que
nos hunda más hondamente porque es de la humana condición que el que no
progresa, regresa. Tal, creemos, el paso actual del jansenismo al progresismo.
Pero hay otro
síntoma, éste psicológico, más que lógico, de la continuidad entre ambos. Y es
el resentimiento. Los que verdaderamente parecen haber superado los errores del
cristianismo jansenista de nuestra niñez, no están resentidos y los
progresistas frecuentemente parecen estarlo; su ánimo es un poco el de los
"iracundos". Asoma un gran enojo tras su actitud y sus
desplantes: a menudo salta por motivos desproporcionados. Vedlos, si no,
dejarse arrebatar por unas furias iconoclastas que, la verdad, no son para
tanto; o empeñarse sañudamente en ahuyentar a los pobres beatos, como
despectivamente llaman a los que aún "viven un cristianismo mítico"
(sic). Tienen el tipo de enojo del que ha sido sorprendido en su buena fe. Por
eso son insolentes: no les cabe ninguna duda de que el que no se indigna con
ellos es en el mejor de los casos un débil, y probablemente mental. En muchos
casos es comprensible; cuesta que hayan burlado nuestra credulidad y es lo que
ellos perciben que se les ha hecho con ese cristianismo bastardeado y enclenque
del que se sienten víctimas. Cuesta perdonar que hayan alejado definitivamente
de la santidad a unos, de la fe a otros, o sencillamente de la felicidad a
tantos con esa mistificación que fue el jansenismo, o, como veremos, con aque1
cristianismo que podríamos llamar genéricamente "burgués".
Sí, el rigor
moralista ha producido una ola de resentimientos. Cuando el mundo era invadido
por el vitalismo y el desenfreno materialista, la Iglesia permanecía aún en
su helado retiro jansenista. El contraste se hace violento.
Pero el
resentimiento progresista abarca mucho más que el jansenismo. Esto debieran
tenerlo muy en cuenta quienes se sienten "comprendidos" por su
antijansenismo.
Psicológicamente
la virulencia del actual modernismo progresista se debe a que está movido,
fundamentalmente, por dos pasiones poderosas: además del resentimiento, el
miedo. Es otra de sus motivaciones. Un gran miedo de quedar rezagados en la
marcha de la Historia (esa historia que escriben con mayúsculas, como
para darle sustantividad, aunque. así la conviertan en un nombre abstracto). Y
también hay un poco de vergüenza; la vergüenza que produce el puritanismo en
una época desenfadada y mundana. En el Renacimiento se dio igualmente, creemos,
después de la época de sobrenaturalismo y religión del terror en la Baja Edad Media, una
reacción, resentida de tipo vitalista. Fue la motivación del humanismo
neopaganizante. No sólo es Bocaccio o Rabelais, que están más en la línea de un
cierto sensualismo medieval, sino Erasmo y el erasmismo. (Es Lutero también,
aunque con otro signo). El moralismo no puede menos que provocar estas
reacciones. En nuestro tiempo lo prueban Nietzche, el psicoanálisis y aún las
filosofías existenciales.
El progresismo
como reacción antijansenista
El
progresismo es una reacción no una superación. No nos engañe este carácter
reactivo al juzgarlo, pues lo encontraremos, por reaccionario, inconsecuente a
veces consigo mismo. Lo
repetimos, el progresismo no se agota en el antijansenismo, pero se ha
alimentado psicológicamente de él en los últimos tiempos. Fue su caldo de
cultivo aunque hoy haya crecido, como un cáncer, hasta extremos que la simple
posición antijansenista no hubiera soñado. Aquí nos interesará el progresismo
particularmente en esa vinculación con el jansenismo.
Dijimos que, en su arremetida contra él el
progresismo es capaz de mostrarse incluso inconsecuente consigo mismo. Así por
recelo del pasado inmediato suele adoptar formas de cierto arcaísmo religioso, pese a que él mismo se define esencialmente
como un "futurismo". Le sucede algo similar que al modernismo en el
arte. También porque el jansenismo es una cierta complicación legal y formal,
un cierto barroquismo de la conciencia moral y religiosa, el progresismo
arremete contra las riquezas acumuladas por la tradición. Las lógicas y justas
complejidades de una tradición milenaria lo perturban. Levantando la bandera de
la sencillez evangélica desvaloriza lo acumulado por un crecimiento orgánico de
la Iglesia
desde Cristo. Sin embargo no trepida en presentarse a sí mismo, al mismo
tiempo, como "el fruto de una madurez de los tiempos", como la
alborada de los tiempos futuros.
Resulta risueño señalar, de paso, que también
Jansenio en su momento, siguiendo a Lutero, se presentó reclamando una
simplificación de la vida religiosa, en una especie de gran salto atrás hacia
las primeras épocas. Jansenio se negaba a pasar de su amado Agustín. Sorprende
a cada paso que estos enemigos, jansenismo y progresismo, se parezcan en tantas
cosas, cada uno en su estilo, es cierto, al protestantismo. Pero este. es otro
tema.
Hechas estas precisiones de matiz podemos, a riesgo
incluso de ciertas simplificaciones, lograr una mejor inteligencia de este
profundo estado de conmoción espiritual que agita a la Iglesia, cuya forma
prístina es el progresismo cristiano, mediante la contraposición de su
fisonomía con el Jansenismo. El fue su reactivo. Lo que sigue será más un
retrato, tarea de artista, hecho a contrastes, que una exposición sistemática,
y valdrá, por tanto, más por la viveza que alcancen sus pinceladas que por el
logro estructural de su desarrollo.
El jansenismo
es, en uno de sus aspectos medulares, un cierto olvido del primado del amor
sobre la ley. La tónica afectiva del progresismo será una violenta reacción
libertaria contra el endurecimiento de la ley. Por cierto que el progresismo es
un desorden romántico. Se exalta en
un cierto informalismo místico. Quiere levantar vuelo rompiendo cadenas. No le
gusta aquello de que ni una jota de la ley haya venido a derogarse. La espiritualidad
jansenista, fruto al fin de una época racionalista, desconfía de los arrebatos
místicos. Prefiere la seguridad de una rígida ascética. El progresismo vuelve
por los fueros de la mística y se sacude, singularmente las ataduras ascéticas.
Pero no se crea que su impulso místico lo aleja del
mundo. Y no lo aleja tal vez precisamente por no ser ascético. No, el
alejamiento del mundo es jansenista. Frente a su desencarnación el progresismo
se lanza con decisión al mundo. Reclama un cristianismo del aquende, un
cristianismo que no se resigna a que el reino de los cielos no sea de este
mundo. Quien sacó hasta el fin las consecuencias de esta actitud fue Teilhard.
La esperanza cristiana tiende a ser definitivamente traspuesta al horizonte de
esta tierra y de estos tiempos. A la
Iglesia se le exigirá entonces vehemente y urgentemente una
reconciliación con el mundo. Con el mundo tal cual es y tal cual es hoy. Con
eso que hasta aquí los autores cristianos llamaban, peyorativamente por cierto,
"el mundo moderno".
La realización mundanal del reino se hará a través
del progreso de la Humanidad
como un todo. El cristianismo no será ya algo primordialmente individual, un
negocio entre el alma y Dios, cuanto una cuestión de interés eminentemente
social e histórico. El jansenismo llevó al extremo, con olvido, de la vertiente
social del hombre, el individualismo religioso. La salvación es un negocio
privado. El progresismo reclama agriamente a la espiritualidad cristiana de los
últimos siglos esta posición y al individualismo opondrá el comunitarismo. Este no es sólo religioso
o litúrgico, por cierto. Está vinculado a una determinada mentalidad política.
En realidad el comunitarismo progresista proviene de la raíz antropológica de
su cosmovisión. En lo propiamente religioso, la primera consecuencia es el
desmedro de la interioridad. Esto es evidente en ciertas formas de la nueva
liturgia. Con ello se colabora, sabiéndolo o no, pero con gusto, a la
masificación. El mito de la comunidad, es sabido ha llevado a ver en ella la
condición misma de la presencia eucarística, doctrina condenada recientemente
por Pablo VI.
Espiritualidad
y acción
Vinculada a
estas tendencias socializantes del progresismo se halla su inclinación al activismo. Verdad es que la
espiritualidad jansenista es “activa”. Contra ella reaccionó el quietismo. Pero
el carácter activo de la espiritualidad jansenista se reduce a lo interior. El
individualismo jansenista limita esta actividad al trabajo interior. El
desconfía del "abandono" al estilo teresiano, ya lo hemos visto. A
nada de esto nos referimos cuando ahora decimos que el progresismo es
activista. El activismo progresista está volcado al exterior. No es subjetivo,
y por eso decíamos que se vincula a sus tendencias socializantes. El
progresismo vuelca la actividad hacia afuera. Al activismo interior del
jansenismo opone el abandono, la distensión. Pero se lanza a las obras
exteriores. Muchos de los problemas actuales con el llamado clero joven
provienen de aquí. El moralismo secaba el espíritu de oración, la interioridad
amorosa con Dios, alimento de toda actividad apostólica fecunda. Pero el
progresismo sencillamente cree poder reemplazarla por la acción, por la acción
social y política. Se llega de nuevo al mismo resultado por motivaciones
opuestas, porque en el fondo, hay algo en común tras las aparentes
contradicciones. Si fueran auténticos opuestos no cabrían estos pasajes y
transferencias.
El activismo progresista es también una reacción
contra el olvido en que el jansenismo tenía a la omisión. Este olvido de la
omisión era la faz pasiva del jansenismo, a la que aquél sale a combatir con
las obras exteriores.
En el terreno
delas proyecciones sociales, si el jansenismo es fundamentalmente un
cristianismo burgués, el progresismo dirige sus preferencias al proletariado.
El progresismo ha señalado el olvido burgués, y jansenista, del espíritu de
pobreza y sin embargo su proletarismo socialista no es sino una forma de odio a
ese espíritu. Como suele suceder, se entremezclan en él oscuramente la
compasión por los que no tienen con el resentimiento por los que tienen.
El
progresismo odia las virtudes burguesas. La seguridad, el ahorro, las
"buenas formas", la respetabilidad. Entre ellas incluye a la
"prudencia". A la innegable mezquindad de la prudencia burguesa se
opone la generosidad y la "entrega", dejando de lado inadvertida la Prudencia virtud
cardinal. Del cristianismo de cofradía se salta al agitador social, del
católico bienpensante al compañero de ruta, de la acción católica sacristana y
beata a la revolución, del clericalismo e la insolencia; en fin, de las
"buenas manera," y del cristianismo de reglamento al romanticismo.
El progresismo ha atacado, asimismo, la actitud negativa y
defensiva del espíritu jansenista, que se achaca en general a la Iglesia de la Contrarreforma. El
progresista, en cambia se dispone agresivamente a decir sí siempre y a todo.
Todo será diálogo. De la
Inquisición, pues, a la apertura. De la apologética al
complejo de culpa. Es la
Iglesia la que debe ahora hacerse perdonar. Pero, claro, de
comenzar a pedir perdón por sus fallas históricas de gobierno, presuntas o
efectivas, a hacerse disculpar por los dogmas hay un camino más corto y cuesta
abajo de lo que muchos optimistas hubieran deseado. Así pronto de la crítica a
Pío XII se pasa a la
Contrarreforma y de allí, por qué no, a la crítica de la
"Iglesia constantiniana", con lo que dos terceras partes de la vida
histórica de la Iglesia
se hacen, primero, sospechosas, para ser pronto puestas entre paréntesis. Y con
ellas todo lo que somos como cultura y pueblo cristianos. Pero como en la
actual coyuntura histórica es ese mismo ser el que se juega, el progresismo
cobra pronto el rostro de la traición
Jansenismo y
progresismo frente a la mística
En el plano
de la vida espiritual señalaremos dos caracteres reactivos del progresismo
particularmente importantes. A la moral puritana, formalista y esclava de la
norma abstracta, el modernismo opone a impulsos de las filosofías de la
existencia, la famosa. "moral en situación", condenada por Pío XII
junto con otras proposiciones progresistas, particularmente en la olvidada Humani generis. La filosofía existencial suministró al
progresismo cristiano algunos argumentos de buen impacto contra el racionalismo
moralista del mundo puritano-burgués.
Por otra parte, en el ámbito propiamente religioso
se levanta la bandera de un misticismo más libre contra el ascetismo sin
mística del mundo moderno El progresista imagina poder volar así, liberado de
ejercicios ascéticos, en alas de un amor místico pura generosidad y olvido de
sí mismo. El rígido cultivo de las virtudes el desbroce inacabable de los
defectos, todo el aparato anexo de los exámenes de conciencia. la confesión
meticulosa y frecuente, se le hacen insoportables. No es fácil establecer con
claridad las relaciones que mantienen ascética y mística en estos dos mundos
del cristianismo jansenista y en el historicista o progresista. Es fácil
perderse en aparentes contradicciones. Para evitarlo el observador no debe
olvidar ciertas claves. En primer lugar recordemos que el mundo moderno es
naturalista, con la burguesía, al nivel humano y social; pero que junto a ese
naturalismo coexiste, al nivel espiritual, con el jansenismo, una actitud
sobrenaturalista. Entendamos esta aparente contradicción. El mundo moderno,
tanto el burgués como el jansenista, escinde la realidad en dos ámbitos
estancos. Ambos ven la realidad dividida, optando el burgués por el aquende y
el jansenista por el más allá. Religión y vida no se intercomunican. El negocio
del alma lo ven ambos como de índole absolutamente privada y al margen de la
vida terrestre. Mundos estancos, sin encarnación. Es obvio que, siendo así, en
la perspectiva burguesa no quepa la actitud mística. Lo que puede resultar un
poco más arduo de entender es que difícilmente quepa también en la posición
jansenista pese a su señalado sobrenaturalismo. Es así, no obstante, porque el
moralismo jansenista, al centrar la vida religiosa en la ascética tiende a
desvalorizar la mística. La primacía de la moral mediatiza la religión.
Kierkegaard lo vio claramente: la instancia ética está más acá de la instancia
religiosa. Burguesía y jansenismo coinciden en desvalorizar la mística. Y la
coincidencia proviene del común origen racionalista de ambas mentalidades.
La
raíz racionalista
De nuevo los
extremos se tocan, unidos en el error. No hay, pues, verdadera contradicción.
Si al nivel natural se es racionalista, se niega lo sobrenatural; si al nivel
sobrenatural se es racionalista, se niega el misterio. Son dos formas de desvalorización vital por un
pecado de razón. Desvalorización de alguna de las dos vidas de este ser anfibio
que somos. El racionalismo es la poda, por arriba y por abajo, de las raíces
dobles del hombre, planta celeste y terrena. El racionalismo llega las dos fuentes
de nuestra vida, o de las tres si se quiere, porque son tres los órdenes
ontológicos que confluyen en nosotros: el de la naturaleza dual en sí, espíritu
y cuerpo; y el de !a sobrenaturaleza, como injertados que estamos en la vida
divina.
La desvitalización jansenista se produce por un
desfazamiento de los órdenes natural v sobrenatural, en perjuicio de ambos a la
larga, pero inicialmente del primero en presunto provecho del segundo. La reacción progresista gusta presentarse,
por eso, a menudo, con ropaje vitalista. Pero es una falsa algarada, como los
carnavales sin alegría de nuestras grandes ciudades. La enfermedad persiste,
aunque haya entrado en otro ciclo evolutivo, así como suelen sucederse los
períodos de excitación y abatimiento. La excitación vital del progresismo no
sirve más que para engañar al enfermo respecto de su verdadero estado.
La desvitalización jansenista se presentaba con la
debilidad y el egoísmo de la depresión. El jansenismo, que es un egoísmo
teológico de la propia salvación, constituye un movimiento de invaginación del
ser. El progresismo quiere quemar las últimas energías con una explosión de
activismo obteniendo así una falsa sensación de fuerza. El jansenista es el
tipo de enfermo preocupado de sí. La motivación psicológica profunda de la
teología jansenista, como lo fue de la luterana, es la preocupación centrada en
el yo. Teología de la propia salvación en la que Dios cumple un papel casi
instrumental. Dios se aleja como un punto impersonal de referencia. Sólo se
distinguirá del Dios burgués (impersonal y abstracto también) en que ese punto
carecerá ya de referencia.
Todo esto trae, o es traído, por el individualismo
egocéntrico moderno. La consecuencia obvia será la primacía de la praxis como
actitud radical frente a la vida. El progresismo, que es todavía un fenómeno
tributario de la modernidad, reaccionará mal contra el individualismo y
persistirá en el pragmatismo. Frente al primero exalta un comunitarismo que
recuerda a menudo más a la aglomeración masiva que a la unión interior de la
comunicación personal. En otra parte intentamos mostrar siguiendo a Thibon y De
Corte, que esta despersonalización así como los otros fenómenos señalados,
tienen su raíz en una cierta pérdida de la tónica vital, propia del hombre
racionalista moderno. Los vitalismos contemporáneos –el progresismo en tanto lo
es– no han superado sino sólo reaccionando contra ciertos efectos de este
proceso cuyo fin no vislumbramos.
Que el
progresismo no ha superado estos estados lo muestra, además de su esencial
adhesión a la civilización moderna con la que quiere reconciliar a la Iglesia, a la permanencia
del pragmatismo, es decir de la primacía de la praxis sobre lo especulativo.
Fenómeno modernista, el progresismo no podía escapar al activismo. Su confianza
en la eficacia de las obras exteriores, en la planificación de las técnicas
apostólicas lo confirman, si hubiera necesidad de más pruebas que las que están
ante la vista de todos los que quieren ver.
¿Cuántos de los sacerdotes que han abandonado
últimamente su estado no alegan como disculpa justamente eso: la búsqueda de
una situación que haga más “eficaz” su acción apostólica?
Es verdad que en la espiritualidad que el
progresismo llama “tradicional” y que en realidad es moderna, había un cierto
egoísmo fundamental en la actitud. Es el individualismo. Hoy se los sacude
airadamente pero no vaya a ser que se aventen con él cosas tales como la simple
y sagrada interioridad. Es uno de los peligros de la nueva liturgia.
El retraimiento “prudente” del jansenista espanta al
progresismo. Rechaza y con buena parte de razón aunque a veces con muy malas
razones, ese aburguesamiento del espíritu. Él ama el activismo de la entrega.
Cierto regusto por las poses audaces, un escozor por todo lo reglado y la
instintiva confusión del orden con lo limitado y lo mezquino. Es esa mezcla de
generosidad e insensatez presuntuosa de ciertos movimientos jóvenes que agitan
a la Iglesia. Los
hallaréis en las nuevas fronteras del apostolado social, en la apertura
intelectual al mundo, incluso en esos violados remansos de la liturgia.
Paradójicamente y como en lo de nueva frontera el católico estará siempre
retrasado, estos inconformistas pronto tal vez descubran que se están poniendo
demasiado a tono con algo que deja de ser el último grito. Pronto descubrirán que
sus aficiones izquierdistas no los hacen nada originales. No pasará mucho
tiempo probablemente en que lo “último” vuelvan a ser las posiciones
reaccionarias y de derecha. ¿Qué harán entonces?
Conclusión
Es hora de terminar ya con nuestro parangón. Para
concluir repetiremos un pensamiento de Marcel de Corte que sintetiza y explica
el paralelismo de claroscuros entre jansenismo y progresismo. Son, al fin, dos
momentos de un mismo movimiento histórico. No hay antítesis y por eso no habrá
síntesis posible como superación de ambos errores. La solución está en atacar
lo que al unísono a ambos produce y alimenta: el espíritu moderno, el
racionalismo.
De Corte sostenía en su “Ensayo sobre el fin de
nuestra civilización” que “la forma primitiva del cristianismo burgués es
indudablemente el jansenismo”. Para él, todo el movimiento del espíritu
moderno, en el que se subsumen jansenismo y burguesía, proviene de una ruptura
existencial de las relaciones entre espíritu y vida; una desencarnación del
hombre engendrada por el racionalismo. Éste es al mismo tiempo enemigo de la
vida natural y de la sobrenatural, porque es una infidelidad del hombre a su
esencia. Pero como el cristianismo se define como una relación “sui generis”
entre la naturaleza humana y lo sobrenatural, cualquier alteración al nivel de
la naturaleza repercutirá en la estructura de esa relación. El proceso moderno
de resquebrajamiento de la unidad de la naturaleza humana, espíritu y vida,
alterará el primer término de la relación cristiana entre naturaleza y
sobrenatural. El cristiano moderno –afectado como hombre por aquella
alteración– reaccionará primero, dice De Corte, con una desvalorización de su
cristianismo correspondiente a la desvalorización de su ser. Tendremos así la
forma burguesa del cristianismo contemporáneo. Pero también puede ocurrir que
el cristiano se persuada que la transformación sufrida por él no es algo
negativo, sino una nueva etapa de la historia del espíritu humano, y entonces
surgirá la forma progresista o historicista del actual cristianismo.
A riesgo de deslizarnos a la anécdota, recordemos no obstante, cómo cuando ya
aparecían las "bikinis" en las playas de todo el mundo, todavía las
señoritas de Acción Católica (brazo largo de la Iglesia en ese mundo),
tenían terminantemente prohibido andar sin medias en el verano y llevar las
mangas a no recuerdo si dos, tres o cuatro centímetros por encima del codo. Y
no aludimos a principios de siglo. A mediados más bien, al menos en nuestro
país. "Nos hacían terrible hasta el uso de los más discretos cosméticos.
Nos estaba prácticamente vedado el goce del agua y del sol en vacaciones.
Nuestras oportunidades de frecuentar al otro sexo se pasaron en ese
enclaustramiento. ¡Muchas les debernos en buena parte nuestras desesperanzadas
solterías!", me decía con un aire de broma que no podía disimular el
resentimiento una de ellas. Parecidos resentimientos los hemos hallado en
sacerdotes y religiosos. Y no se deben sólo a un aflojamiento de las
costumbres, que también lo hay, por cierto. Entre ex-seminaristas y ex-novicios
son particularmente notorios. Lo grave es que ha venido el progresismo a
lanzarlos a una lucha en la que se entremezclan factores emocionales y
subjetivos, como los señalados, con planteamientos ideológicos que no tienen por
qué ser los de ellos, una lucha que no es la de ellos, a no ser porque esos
planteamientos reconocen también una motivación de resentimiento, como son
ciertas reivindicaciones sociales de lucha de clases típicas del progresismo.
La dialéctica ha sabido capitalizar tales resentimientos. En su indignación,
que fácilmente se convierte en odio, se mezclan muchas cosas. Se comienza a
veces arremetiendo contra el uso de ciertos hábitos eclesiásticos y se termina
dudando de venerables costumbres ascéticas, como el celibato. Muchos de los que
se dejan arrastrar por estas tesis no saben la ideología que el progresismo
esconde tras ellas. Les parece muy agradable que un P. Evely, y tomo un ejemplo
al azar, proponga renunciar a toda forma de mortificación y sacrificio
"que no resulte en provecho de otro". Ni más ni menos que el
renunciamiento que no esté destinado a satisfacer necesidades, no tiene
sentido. Así, de un plumazo, es destruido el sentido sacrificial que siempre
tuvieron desde Abel, las prácticas ascéticas (distintas y tan necesarias como
la limosna, material o espiritual, con la que Evely viene a confundirlas). Lo
que no se dice es que se lo hace porque la antigua concepción de la Divinidad y de nuestras
relaciones con Ella, ha sido reemplazada por el inmanentismo mundanal del
Teilhardismo.