Ofrecemos nuestra
traducción del artículo del cardenal Avery Dulles, "Catholicism & Capital Punishment." Publicado en First Things 112 (Abril de 2001), pp. 30-35.
Entre las principales naciones del
mundo occidental, los Estados Unidos es singular en mantener la pena de muerte.
Después de una moratoria de cinco años, desde 1972 hasta 1977, la pena capital
fue reinstaurada en los tribunales de los Estados Unidos. Las objeciones a la
práctica han venido de muchos sectores, entre ellos los obispos católicos
estadounidenses, que más bien se han opuesto sistemáticamente a la pena de
muerte. La Conferencia Nacional de Obispos Católicos en 1980 publicó una
declaración predominantemente negativa sobre la pena de muerte, aprobada por
mayoría de votos de los presentes, aunque no por la necesaria mayoría de dos
tercios para que sea de toda una conferencia*. El Papa Juan Pablo II en varias
ocasiones expresó su oposición a esta práctica, como otros líderes católicos en
Europa.
Algunos católicos, yendo más allá
de los obispos y el Papa, sostienen que la pena de muerte, como el aborto y la
eutanasia, es una violación del derecho a la vida y una usurpación no
autorizada por parte de los seres humanos del señorío de Dios sobre la vida y
la muerte. ¿Acaso la Declaración de independencia,
se preguntan, no describe el derecho a la vida como “inalienable”?
Si bien las cuestiones sociológicas
y jurídicas inciden inevitablemente en cualquier reflexión, aquí abordo el tema
como teólogo. En este nivel la pregunta tiene que ser contestada sobre todo en
cuanto a la Revelación, como viene a nosotros a través de la Escritura y la Tradición,
interpretada con la guía del Magisterio eclesiástico.
En el Antiguo Testamento, la ley
mosaica especifica no menos de treinta y seis delitos capitales que piden la
ejecución por lapidación, quema, decapitación o estrangulamiento. Se incluyen en
la lista idolatría, magia, blasfemia, violación del día de reposo, asesinato,
adulterio, bestialismo, pederastia e incesto. La pena de muerte se considera
especialmente adecuada como un castigo para el asesinato, ya que en su pacto
con Noé Dios había establecido el principio "Quien vertiere sangre de
hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo Él
al hombre." (Génesis 9, 6). En muchos casos, Dios es retratado como quien castiga
merecidamente a los culpables con la muerte, como le pasó a Coré, Datán y Abirón
(Núm., 16). En otros casos personas como Daniel y Mardoqueo son agentes de Dios
para dar muerte sólo a los culpables.
En el Nuevo Testamento, el derecho
del Estado a condenar a muerte a los criminales parece darse por supuesto.
Jesús mismo se abstiene de utilizar la violencia. Él reprende a sus discípulos
que desean hacer bajar fuego del cielo para castigar a los samaritanos por su
falta de hospitalidad (Lucas 9, 55). Más tarde amonesta a Pedro a colocar la
espada en la vaina en lugar de resistirse al arresto (Mateo 26, 52). En ningún
momento, sin embargo, niega Jesús que el Estado tenga autoridad para imponer la
pena de muerte. En sus debates con los fariseos, Jesús cita con aprobación el aparentemente
duro mandamiento: " El que maldiga a su padre o a su madre, sea castigado con la muerte." (Mateo 15, 4;
Marcos 7, 10, refiriéndose al Éxodo, 17;
cfr. Levítico, 20, 9). Cuando Pilato llama la atención sobre su autoridad para
crucificarlo, Jesús señala que el poder de Pilato le viene de arriba - es
decir, de Dios (Juan 19,11). Jesús elogia al buen ladrón en la cruz, quien ha
admitido que él y su compañero ladrón están recibiendo lo que merecieron sus
obras (Lucas 23, 41).
Los primeros cristianos,
evidentemente, no tenían nada en contra de la pena de muerte. Aprueban el
castigo divino infligido a Ananías y Safira cuando son reprendidos por Petdro
por actuación fraudulenta (Hechos 5, 1-11). La Carta a los Hebreos hace un
argumento del hecho de que "si
alguno viola la Ley de Moisés es condenado a muerte sin compasión, por la
declaración de dos o tres testigos" (10, 28). Pablo se refiere en reiteradas
ocasiones a la conexión entre el pecado y la muerte. Él escribe a los romanos,
con una aparente referencia a la pena de muerte, que el magistrado que lleva a
cabo la autoridad "no en vano lleva
espada: pues es un servidor de Dios para
hacer justicia y castigar al que obra el mal" (Romanos 13, 44).
Ningún pasaje del Nuevo Testamento desaprueba la pena de muerte.
En cuanto a la tradición
cristiana, podemos observar que los Padres y Doctores de la Iglesia son
prácticamente unánimes en su apoyo a la pena capital, a pesar de que algunos de
ellos, como San Ambrosio, exhorta a los miembros del clero de no pronunciar
sentencias de muerte o servir como verdugos. Para responder a la objeción de
que el primer mandamiento prohíbe el asesinato, San Agustín escribe en La ciudad de Dios:
“A pesar de lo arriba dicho, el mismo legislador
que así lo mandó expresamente señaló varias excepciones, como son, siempre que
Dios expresamente mandase quitar la vida a un hombre, ya sea prescribiéndolo
por medio de alguna ley o previniéndolo en términos claros, en cuyo caso no
mata quien presta su ministerio obedeciendo al que manda, así como la espada es
instrumento del que la usa; por consiguiente, no violan este precepto, “no
matarás”, los que por orden de Dios declararon guerras o representando la
potestad pública y obrando según el imperio de la justicia castigaron a los
facinerosos y perversos quitándoles la vida.”
En la Edad Media, algunos
canonistas enseñan que los tribunales eclesiásticos deben abstenerse de la pena
de muerte y que los tribunales civiles deben imponerla sólo para los delitos
graves. Pero los principales canonistas y teólogos afirman el derecho de los
tribunales civiles para imponer sentencia de muerte para delitos muy graves,
como el asesinato y la traición. Tomás de Aquino y Duns Escoto invocan la
autoridad de la Escritura y la tradición patrística, y dan argumentos de razón.
Dando el aval de la autoridad del
Magisterio a la pena de muerte, el papa Inocencio III impuso a los discípulos de Pedro Waldo que buscaban la
reconciliación con la Iglesia, el aceptar la siguiente proposición: "En
relación con el poder civil afirmamos que, sin caer en pecado mortal, puede
ejercitarse el derecho a la pena capital, con tal de que el castigo no se
inflija por odio, sino por prudencia; no de manera incauta, sino después de
madura reflexión". En la Alta Edad Media, y principios de la época
moderna, la Santa Sede autorizó la Inquisición a entregar los herejes al brazo
secular para su ejecución. En los Estados Pontificios se impuso la pena de
muerte por diversos delitos. El Catecismo Romano, publicado en 1566, tres años
después del final del Concilio de Trento, enseñó que el poder de la vida y de
la muerte había sido confiada por Dios a las autoridades civiles y que el uso
de este poder, lejos de una participación en el delito de homicidio, es un acto
de obediencia de suma importancia al quinto mandamiento.
En los tiempos modernos doctores
de la Iglesia tales como Roberto Belarmino y Alfonso María de Ligorio sostenían
que ciertos criminales deben ser castigados con la muerte. Autoridades veneradas
como Francisco de Vitoria, Tomás Moro, y Francisco Suárez estuvieron de
acuerdo. John Henry Newman, en una carta a un amigo, sostuvo que el magistrado
tenía el derecho a portar la espada, y que la Iglesia debe aprobar su uso, en
el mismo sentido que Moisés, Josué y Samuel la usaron contra los crímenes
abominables.
A lo largo de la primera mitad del
siglo XX, el sentir de los teólogos católicos a favor de la pena capital en
casos extremos se mantuvo sólido, como puede verse a partir de libros de texto
aprobados y artículos de las enciclopedias del momento. El Estado de la Ciudad
del Vaticano desde 1929 hasta 1969 tenía un código penal que incluía la pena de
muerte para cualquier persona que pudiera intentar asesinar al Papa. El Papa
Pío XII, en una importante alocución para los médicos, declaró que estaba
reservado al poder público privar al condenado del beneficio de la vida en
expiación de sus crímenes.
Resumiendo la sentencia de las
Escrituras y la Tradición, podemos recoger algunos puntos reiterados de doctrina.
Se ha concordado que el crimen merece la pena en esta vida y no sólo en la
siguiente. Además, se acordó que el Estado tiene autoridad para administrar el
castigo adecuado a los culpables de crímenes y que este castigo puede, en casos
graves, ser una sentencia de muerte.
Sin embargo, como hemos visto, un
creciente coro de voces en la comunidad católica ha planteado objeciones a la
pena capital. Algunos toman la posición absolutista que, porque el derecho a la
vida es sagrado e inviolable, la pena de muerte siempre es un mal. El respetado
franciscano italiano Gino Concetti, escribiendo en L'Osservatore Romano en
1977, hizo la siguiente declaración de gran alcance:
A la luz de la palabra de Dios, y
por lo tanto de la fe, la vida -la vida humana- es sagrada e intocable. No
importa cuán atroces sean los crímenes… [el criminal] no pierde su derecho
fundamental a la vida, que es primordial, inviolable e inalienable, y que por
tanto no cae bajo el poder de nadie en absoluto.
Si este derecho y sus atributos
son tan absolutos, es debido a la imagen que, en la creación, Dios imprimió en
la misma naturaleza humana. Ninguna fuerza, ni violencia, ni pasión, puede
borrarla o destruirla. En virtud de esta imagen divina, el hombre es una
persona dotada de dignidad y derechos.
Para justificar esta revisión
radical -uno casi podría decir reversión de la tradición católica- el Padre Concetti y otros explican que la
Iglesia, desde los tiempos bíblicos hasta nuestros días ha dejado de percibir
el verdadero significado de la imagen de Dios en el hombre, lo que implica que
incluso la vida terrestre de cada persona es sagrada e inviolable. En los
siglos pasados, se alega, judíos y cristianos no pudieron pensar en las
consecuencias de esta doctrina revelada. Estaban atrapados en una cultura
bárbara de la violencia y en una teoría absolutista del poder político, ambas
arraigadas desde el mundo antiguo. Pero en nuestros días, ha amanecido un nuevo
reconocimiento de la dignidad y los derechos inalienables de la persona humana.
Aquellos que reconocen los signos de los tiempos se moverán más allá de las
doctrinas obsoletas que dicen que el Estado tiene un poder delegado por Dios
para matar y que los criminales pierden sus derechos humanos fundamentales. La
enseñanza sobre la pena capital debe someterse hoy un desarrollo dramático que
corresponde a estos nuevos conocimientos.
Esta postura abolicionista posee una
simplicidad tentadora. Pero no es realmente nueva. Se ha sostenido por los
cristianos sectarios, al menos desde la Edad Media. Muchos grupos pacifistas,
como los valdenses, los cuáqueros, los huteritas y los menonitas, han
compartido este punto de vista. Pero, como el pacifismo en sí, esta
interpretación absolutista del derecho a la vida no encontró eco en aquel momento
entre los teólogos católicos, que aceptaron la pena de muerte como conforme a
la Escritura, la Tradición y la ley natural.
La creciente oposición a la pena
de muerte en Europa desde la Ilustración ha ido de la mano con una disminución
de la fe en la vida eterna. En el siglo XIX los partidarios más consecuentes de
la pena de muerte fueron las iglesias cristianas, y sus oponentes más consecuentes
fueron los grupos hostiles a las iglesias. Cuando la muerte llegó a ser
entendida como el mal supremo, y no como una etapa en el camino hacia la vida
eterna, los filósofos utilitaristas como Jeremy Bentham encontraron fácil desechar
la pena capital como una "aniquilación inútil."
Muchos gobiernos de Europa y de otros
lugares han eliminado la pena de muerte en el siglo XX, a menudo en contra de
las protestas de los creyentes. Si bien este cambio puede ser visto como un progreso
moral, seguramente se deba, en parte, a la evaporación del sentido del pecado,
la culpa y la justicia retributiva, todo lo cual es esencial para la religión
bíblica y la fe católica. La abolición de la pena de muerte en los países
antiguamente cristianos puede deberse más al humanismo secular que a la
penetración más profunda en el Evangelio.
Argumentos basados en los avances
de la conciencia ética se han utilizado para promover una serie de supuestos
derechos humanos que la Iglesia católica rechaza sistemáticamente en nombre de
la Escritura y la Tradición. El Magisterio apela a estas autoridades como base
para rechazar el divorcio repudio, el aborto, las relaciones homosexuales y la
ordenación de mujeres al sacerdocio. Si la Iglesia se siente obligada por la
Escritura y la Tradición en estas otras áreas, parece incoherente que los
católicos proclamen una "revolución moral" en la cuestión de la pena
capital.
El magisterio católico no promueve,
ni ha promovido, la abolición incondicional de la pena de muerte. No conozco
ninguna declaración oficial de papas u obispos, ya sea en el pasado o en el
presente, que niegue el derecho del Estado a ejecutar a delincuentes por lo
menos en ciertos casos extremos. Los obispos de los Estados Unidos, en su
declaración de la mayoría sobre la pena capital, reconocieron que "la
enseñanza católica ha aceptado el principio de que el Estado tiene el derecho
de tomar la vida de una persona culpable de un delito muy grave." El Cardenal
Joseph Bernardin, en su famoso discurso sobre una "consistente ética de la
vida" en Fordham en 1983, manifestó su coincidencia con la posición
"clásica": que el Estado tiene el derecho de infligir la pena
capital.
Aunque el cardenal Bernardin abogó
por lo que llamó una "consistente ética de la vida", dejó en claro
que la pena capital no debe equipararse con los delitos de aborto, la eutanasia
y el suicidio. El Papa Juan Pablo II habló de toda la tradición católica cuando
proclamó en Evangelium Vitae (1995) que "la eliminación directa y
voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral". Pero
sabiamente incluyó en esa declaración la palabra "inocente". Él nunca
ha dicho que todo criminal tiene derecho a vivir, ni ha negado que el Estado
tiene el derecho, en algunos casos, para ejecutar a los culpables.
Las autoridades católicas
justifican el derecho del Estado de infligir la pena de muerte al considerar
que el Estado no actúa por sí mismo, sino como el agente de Dios, que es el
supremo señor de la vida y la muerte. Sosteniendo tal cosa, pueden apelar a la
Escritura correctamente. Pablo sostiene que el gobernante es ministro de Dios
en la ejecución de la ira de Dios contra el malvado (Romanos 13, 4). Pedro
exhorta a los cristianos a estar sujetos a emperadores y gobernadores, que han
sido enviados por Dios para castigar a los que hacen el mal (1 Pedro 2, 13).
Jesús, como ya se ha señalado, al parecer reconoció que la autoridad de Pilato
sobre su vida proviene de Dios (Juan 19, 11).
Pío XII, en una aclaración del
argumento común, sostiene que cuando el Estado, actuando por su poder
ministerial, utiliza la pena de muerte, no ejerce dominio sobre la vida humana,
sino que sólo reconoce que el criminal, por una especie de suicidio moral, se
ha privado del derecho a la vida. En palabras del Papa:
“Aun en el caso de que se trate de
la ejecución de un condenado a muerte, el Estado no dispone del derecho del
individuo a la vida. Entonces está reservado al poder público privar al
condenado del «bien» de la vida, en expiación de su falta, después de que, por
su crimen, él se ha desposeído de su «derecho» a la vida.”
A la luz de todo esto, me parece
seguro concluir que la pena de muerte no es en sí misma una violación del
derecho a la vida. El verdadero problema para los católicos es determinar las
circunstancias en que esa pena debe ser aplicada. Es el caso, pienso yo, de cuándo
sea necesaria para alcanzar los fines de la pena y no tenga efectos negativos desproporcionados.
Digo “necesaria” porque soy de la opinión de que matar debe ser evitado si los
fines de la pena pueden ser obtenidos por medios incruentos.
Los fines de las sanciones penales
vienen delineados por unanimidad en la tradición católica. El castigo se tiene una
variedad de fines que convenientemente se puede reducir a los cuatro siguientes:
la rehabilitación [enmienda], la defensa contra el criminal [prevención
especial], la disuasión [prevención general] y la retribución.
Supuesto que la pena tiene estos
cuatro fines, podemos ahora preguntar si la pena de muerte es un medio apto o
necesarias para alcanzarlos.
REHABILITACIÓN [enmienda]
La pena capital no reintegra al
delincuente a la sociedad, sino que corta cualquier posible rehabilitación. La
sentencia de muerte, sin embargo, puede y a veces mueve a la persona condenada
al arrepentimiento y a la conversión. Hay una gran cantidad de literatura
cristiana sobre el valor de la oración y el ministerio pastoral hacia convictos
que se encuentran en el corredor de la muerte. En los casos en que el
delincuente parece incapaz de ser reintegrado en la sociedad humana, la pena de
muerte puede ser una manera de lograr la reconciliación del criminal con Dios.
DEFENSA CONTRA EL CRIMINAL [prevención
especial]
La pena capital es, obviamente,
una forma eficaz de prevenir que el malhechor cometa futuros crímenes y así protege a la sociedad de él. Si la ejecución es necesaria, es otra cuestión. Sin dudas,
uno podría imaginar un caso extremo en el que el mismo hecho de que un criminal siga vivo constituya un riesgo de que podría ser puesto en libertad o escape y
haga más daño. Pero, como observa Juan Pablo II en la Evangelium Vitae, las actuales condiciones del sistema penal han
hecho extremadamente raro que la ejecución sea el único medio eficaz de defensa
de la sociedad contra el criminal.
DISUASIÓN [prevención general]
Las ejecuciones, especialmente las
que son dolorosas, humillantes, y públicas, pueden crear una sensación de
terror que impida que otros sean tentados de cometer crímenes similares. Pero
los Padres de la Iglesia censuraron los espectáculos de violencia, como los llevados
a cabo en el Coliseo romano. La constitución pastoral del Concilio Vaticano II
sobre la Iglesia en el mundo desaprueba explícitamente la mutilación y la
tortura como ofensiva para la dignidad humana. En nuestros días, la pena de muerte
por lo general se ejecuta en privado, por medios relativamente indoloros, como
las inyecciones de drogas, y en este aspecto puede ser menos eficaz como
elemento disuasorio. La evidencia sociológica sobre el efecto disuasorio de la
pena de muerte como se practica actualmente, es ambigua, contradictoria, y esta
lejos de ser probativa.
RETRIBUCIÓN
En principio, la culpa exige
castigo. Cuanto más grave la ofensa, más severo debería ser el castigo. En la
Sagrada Escritura, como hemos visto, la muerte es considerada como el castigo
adecuado para las transgresiones graves. Tomás de Aquino sostuvo que el pecado
exige la privación de algún bien, como, en los casos graves, el bien de la vida
temporal o incluso eterno. Al aceptar el castigo de la muerte, el infractor se
coloca en una posición de expiar sus malas obras y escapar del castigo en la
otra vida. Después de observar esto, Santo Tomás añade que incluso si el
malhechor no se arrepiente, él se ve beneficiado por el efecto de impedírsele
cometer más pecados. La retribución por el Estado tiene sus límites porque este,
a diferencia de Dios, goza ni de omnisciencia ni de omnipotencia. Según la fe
cristiana, Dios "dará a cada cual
según sus obras" en el juicio final (Romanos 2, 6; cfr. Mateo 16, 27).
La retribución por el Estado sólo puede ser una anticipación simbólica de la justicia
perfecta de Dios.
Para que el simbolismo sea auténtico,
la sociedad debe creer en la existencia de un orden trascendente de justicia,
que el Estado tiene la obligación de proteger. Esto ha sido así en el pasado,
pero en nuestros días, el Estado es generalmente visto como un simple
instrumento de la voluntad de los gobernados. En esta perspectiva moderna, la
pena de muerte no expresa el juicio divino sobre el mal objetivo, sino más bien
la ira colectiva de un grupo. El fin retributivo del castigo es mal
interpretado como acto de autoafirmación vengativa.
La pena de muerte, se puede
concluir, tiene valores diferentes en relación con cada uno de los cuatro fines
de la pena. No rehabilita al criminal, pero puede ser una ocasión para el logro
de un arrepentimiento salvador. Se trata de un medio eficaz para la defensa de
la sociedad contra el criminal, pero rara vez, o nunca, es un medio necesario.
Que sirva para disuadir a otros de crímenes semejantes, es una cuestión
disputada, difícil de resolver. Su fin retributivo se ve afectada por la falta
de claridad sobre el papel del Estado. En general, pues, la pena capital tiene
un valor limitado, pero su necesidad es abierta a la duda.
Hay más para decir. Escritores serios
han sostenido que la pena de muerte, además de ser innecesaria, y a menudo
fútil, también puede ser positivamente dañosa. Cuatro objeciones serias se
mencionan comúnmente en la literatura.
Hay, en primer lugar, la
posibilidad de que el condenado pueda ser inocente. John Stuart Mill, en su
conocida defensa de la pena capital, considera que se trata la objeción más
seria. En respuesta, él advierte que la pena de muerte no debe imponerse,
excepto en los casos en que el acusado sea juzgado por un tribunal de confianza
y declarado culpable más allá de toda sombra de duda.
Es bien sabido que, incluso cuando
los juicios se llevan a cabo, jueces sesgados o “tribunales canguro” ** menudo
pueden emitir condenas injustas. Incluso en Estados Unidos, donde se hacen
esfuerzos serios para lograr sólo veredictos justos, se producen errores,
aunque muchos de ellos son corregidos por los tribunales de apelación. Acusados
pobres y con deficiente instrucción a menudo carecen de los medios para
adquirir un abogado competente; los testigos pueden ser sobornados, o cometer
errores de buena fe, acerca de los hechos del caso o sobre la identidad de las
personas; las pruebas pueden ser fabricadas o suprimidas; y los jurados pueden prejuiciosos
o incompetentes. Algunos convictos en el "corredor de la muerte" han
sido exonerados por las pruebas de ADN recientemente disponibles. La facultad
de Derecho de Columbia ha publicado recientemente un informe de gran alcance sobre
el porcentaje de errores evitables en las sentencias capitales del período 1973-1995.
Ya que es probable que algunas personas inocentes hayan sido ejecutadas, esta
primera objeción es seria.
Otra objeción señala que la pena
de muerte a menudo tiene el efecto de fomentar un apetito desordenado de
venganza en lugar de dar satisfacción a un celo auténtico por la justicia. Al
ceder a un espíritu perverso de venganza, o a una atracción morbosa por la
crueldad, los tribunales contribuyen a la degradación de la cultura, reproduciendo
las peores características del Imperio Romano en su período de decadencia.
Además, dicen los críticos, la
pena capital disminuye el valor de la vida. Al dar la impresión de que los
seres humanos a veces tienen el derecho de matar, fomenta una actitud despreocupada
hacia males como el aborto, el suicidio y la eutanasia. Este fue un punto
importante de los discursos y artículos del cardenal Bernardin, en el contexto
de lo que él llama una "ética consistente de la vida." Aunque este
argumento puede tener cierta validez, su fuerza no debe ser exagerada. Muchas
personas que están fuertemente a favor de la vida, en temas como el aborto,
apoyan la pena de muerte, insistiendo en que no hay ninguna contradicción, ya
que los inocentes y los culpables no tienen los mismos derechos.
Por último, algunos sostienen que
la pena de muerte es incompatible con la enseñanza de Jesús sobre el perdón.
Este argumento es complejo, en el mejor de los casos, ya que los dichos de
Jesús citados hacen referencia al perdón por parte de personas individuales que
han sufrido injurias. De hecho, es digno de alabanza que las víctimas de
delitos a perdonen a sus deudores, pero tal perdón personal no exime a los
infractores de sus obligaciones en materia de justicia. Juan Pablo II señala
que "la reparación del mal y del escándalo, la reparación del daño, y la
satisfacción por la injuria son condiciones para el perdón."
La relación del Estado con el
criminal no es la misma que la de una víctima y su asaltante. Los gobernantes y
los jueces son responsables de mantener un justo orden público. Su primera
obligación es hacia la justicia, pero bajo ciertas condiciones se podrá ejercer
la clemencia. En una discusión cuidadosa de este asunto Pío XII llegó a la
conclusión de que el Estado no debe conceder indultos excepto cuando está
moralmente seguro de que los fines de la pena se han logrado. En estas
condiciones, las exigencias del orden público pueden justificar una remisión
parcial o total de la pena. Si se concediera el indulto a todos los presos, las
cárceles de la nación se vaciarían al instante, pero la sociedad no sería bien
servida.
En la práctica, por tanto, se debe
mantener un delicado equilibrio entre la justicia y la misericordia. La
responsabilidad primaria del Estado es velar por la justicia, a pesar de que a
veces pueda atemperar la justicia con la misericordia. La Iglesia más bien
representa la misericordia de Dios. Demostrando el perdón divino que viene de
Jesucristo, la Iglesia es deliberadamente indulgente hacia los delincuentes,
pero también tenemos que, en ocasiones, impone sanciones. El Código de Derecho
Canónico contiene todo un libro dedicado al crimen y el castigo. Sería
claramente inapropiado para la Iglesia, como sociedad espiritual, el ejecutar
los criminales; pero el Estado es un tipo diferente de sociedad. No se puede
esperar que actúe como una iglesia. En una sociedad predominantemente
cristiana, sin embargo, el Estado debe alentar el inclinarse hacia la
misericordia, siempre que con ello no se violen las exigencias de la justicia.
Se pregunta a veces si un juez o un
verdugo pueden imponer o ejecutar la pena de muerte con amor. Me parece
bastante obvio que en este tipo de cargos públicos se puede cumplir con el deber
sin odio hacia el criminal, sino con amor, respeto y compasión. En cumplimiento
de la ley, ellos pueden consolarse con la creencia de que la muerte no es el último
mal; pueden orar y esperar que el convicto alcanzará la vida eterna en unión con
Dios.
Las cuatro excepciones son, por
tanto, de diferente peso. La primera de ellos, que se trata sobre los errores involuntarios
de la justicia, es relativamente fuerte; la segunda y la tercera, que tratan de
la venganza y de una ética consistente de la vida, tienen un poco de fuerza probativa.
La cuarta objeción, que trata del perdón, es relativamente débil. Pero en
conjunto, las cuatro pueden ser suficientes para inclinar la balanza en contra
del uso de la pena de muerte.
El magisterio católico en los
últimos años se ha hecho cada vez más manifiesto en su oposición a la práctica
de la pena capital. El Papa Juan Pablo II en la Evangelium Vitae declaró que “hoy, sin embargo, gracias a la
organización cada vez más adecuada de la institución penal”, los casos en los
que sería absolutamente necesaria la ejecución del reo "“son ya muy raros,
por no decir prácticamente inexistentes." De nuevo en San Luis, en enero
de 1999, el Papa hizo un llamamiento para lograr un consenso en orden a poner
fin a la pena de muerte, por considerarla "cruel e innecesaria". Los
obispos de muchos países se han pronunciado en el mismo sentido.
Los obispos de los Estados Unidos,
por su parte, ya habían expresado en su declaración mayoritaria de 1980 que
"en las condiciones de la sociedad norteamericana contemporánea, los fines
legítimos del castigo no justifican la imposición de la pena de muerte."
Desde entonces han intervenido varias veces para pedir el indulto en casos
particulares. Al igual que el Papa, los obispos no descartan totalmente la pena
capital, pero dicen que no es justificable como se practica en los Estados
Unidos hoy en día.
Para llegar a esta conclusión
prudencial, el Magisterio no está cambiando la doctrina de la Iglesia. La
doctrina sigue siendo la que ha sido: que el Estado, en principio, tiene el
derecho de imponer la pena de muerte a personas declaradas culpables de delitos
muy graves. Pero la tradición clásica sostuvo que el Estado no debe ejercer
este derecho cuando los malos efectos son mayores que los buenos. Así, el
principio sigue dejando abierta la cuestión de si, y cuándo, la pena de muerte
debe aplicarse. El Papa y los obispos, usando de su juicio prudencial, han
llegado a la conclusión de que en la sociedad contemporánea, al menos en países
como el nuestro, la pena de muerte no debe ser empleada, porque, a fin de
cuentas, hace más daño que bien. Personalmente apoyo esta posición.
En un breve espacio he tocado en
numerosos y complejos problemas. Para indicar lo que he tratado de establecer,
quisiera proponer, como un resumen final, diez tesis que resumen la doctrina de
la Iglesia, tal como yo la entiendo.
El fin del castigo en los
tribunales seculares es cuádruple: la rehabilitación del delincuente, la
protección de la sociedad contra el criminal, la disuasión de otros criminales
potenciales y la justicia retributiva.
Retribución justa, que tiene por
objeto establecer el orden justo, no se debe confundir con la venganza, que es
reprobable.
El castigo puede y debe administrarse
con respeto y amor por la persona sancionada.
La persona que hace algo malo,
puede merecer la muerte. De acuerdo a los relatos bíblicos, Dios a veces
administra la pena por sí mismo y a veces ordena que otros la ejecuten.
Los individuos y grupos privados
no pueden aplicar por sí mismos la muerte como pena.
El Estado tiene el derecho, en
principio, de infligir la pena capital en los casos en que no exista duda sobre
la gravedad del delito y la culpabilidad del acusado.
La pena de muerte no debe imponerse
si los fines de la pena puede ser igual de bien o mejor alcanzados por medios
incruentos, como la prisión.
La sentencia de muerte puede ser
inadecuada si tiene graves efectos negativos para la sociedad, tales como errores
involuntarios de la justicia, el aumento de la venganza, o la falta de respeto
por el valor de la vida humana inocente.
Las personas que representan
especialmente la Iglesia, como el clero y los religiosos, en vista de su
vocación específica, deben abstenerse de pronunciar o ejecutar sentencias de
muerte.
Los católicos, al tratar de formar
su juicio sobre si la pena de muerte debe ser apoyada como política general, o
en una situación dada, deben estar atentos a la dirección del Papa y los
obispos. La enseñanza católica actual debe entenderse, como he tratado de explicar,
en continuidad con la Escritura y la Tradición.
__________
Notas finales:
* La declaración fue aprobada por el
voto de 31 sobre 145, con la abstención de 41 obispos, el más alto número de
abstenciones jamás registrado. Además, un número considerable de obispos
estuvieron ausentes de la reunión. Así, la
declaración, no recibió la mayoría de dos tercios de todos los miembros
necesaria para la aprobación de las declaraciones oficiales. Pero ningún obispo
se levantó para hacer una moción de orden.
** N. de T.: constituye un juego
de palabras difícilmente traducible al castellano. La expresión tribunal
canguro es una frase hecha, utilizada para designar tanto las instituciones de
justicia que conducen sus actuaciones mediante procesos ilegítimos, o ilegales,
como aquellas sanciones que son impuestas al margen del debido proceso.