domingo, 30 de marzo de 2014

El Espíritu Santo no es un titiritero

Desmitificar tópicos sobre el Papa, por lo general vigentes en el catolicismo neoconservador tiene un coste. Nunca falta la reacción de alguien, más o menos dolido, que viene a recordarle al desmitificador algunos puntos de doctrina católica sobre los que pareciera dudar o no tener en consideración. Cuando uno lee a estos vengadores anónimos del neoconservadurismo se pregunta qué ideas sobre la Iglesia y el Papa están implícitas en sus comentarios. Intentaremos analizar algunas.
1.- El pontificado no es un sacramento. No se debe pensar en el pontificado como si fuera el bautismo de un adulto que produce un cambio ontológico radical en quien lo recibe, perdonando el pecado original y los pecados personales. El pontificado no es como un segundo bautismo; y si fuera posible hacer esta analogía, habría que recordar que el bautismo de adultos no suprime las malas inclinaciones provenientes de la vida pasada del converso. Ningún cardenal es perdonado de sus pecados ni rectificado en sus malas inclinaciones por llegar a ser Papa: conserva intactos su temperamento y su carácter; no se altera por ello el conjunto de virtudes intelectuales y morales, y los vicios que se le oponen, que conforman su segunda naturaleza.
En cuanto al sacramento del orden sagrado el Papa no recibe un cuarto grado del orden, que no existe; no es más que un obispo; y por este título el Papa es igual al resto de los obispos del mundo.
Igual a los obispos en cuanto al orden, la superioridad del Papa está en la potestad de jurisdicción. El Papa no recibe un nuevo sacramento sino un oficio singular: el primado. Es un obispo diocesano –obispo de Roma- con los poderes primaciales. Tampoco se trata de un oficio no episcopal, sino del primado de un obispo (con potestad suprema, plena, inmediata y universal) sobre toda la Iglesia; por ello recibe el nombre de obispo universal u obispo de toda la Iglesia.
2.- El Espíritu Santo asiste al Papa. Una verdad que no se puede negar ni poner en duda. Y sin embargo, cabría decir: “¡Oh, Asistencia!, ¡cuántas tonterías se dicen en tu nombre!
Para no errar desde el principio, se debe entender que el Espíritu Santo asiste a la Iglesia en múltiples formas y no de manera unívoca. En primer lugar, el Paráclito garantiza una Iglesia indefectible hasta la Parusía, lo que pone límites al potencial daño que pudieran causarle los malos papas, pero no imposibilita períodos de decadencia eclesial como la crisis arriana o el actual desastre postconciliar. También, bajo determinadas condiciones estrictas, el Espíritu Santo presta al Papa una asistencia infalible que obsta a que se equivoque en algunos de sus actos: es el carisma ministerial de la infalibilidad, un singular privilegio del sucesor de Pedro. Por ello pudo decir el cardenal Guidi, durante las sesiones del Vaticano I: “no se debe decir que el Papa es infalible, porque no lo es. Lo que hay que decir es que determinados actos del Papa son infalibles”.
Pero hay una importante cantidad de actos pontificios que cuentan sólo con una asistencia falible, en la que es posible encontrar errores, insuficiencias, olvidos, tensiones, momentos críticos... La mentalidad ultramontana nubla la inteligencia para captar de modo realista esta falibilidad pontificia y produce mistificaciones piadosas que Castellani llamaba fetichismo africano. Cuando los papas se equivocan, o pecan, no lo hacen porque el Paráclito les niegue su asistencia, sino porque libremente deciden no corresponder a su acción. Tenemos el ejemplo de los dos ladrones del Evangelio, Dimas y Gestas para la tradición, ambos asistidos por Cristo en el momento final de sus vidas. Uno, el buen ladrón, se dejó asistir; el otro, rechazó la ayuda del Señor. Asimismo, el Espíritu Santo nunca dejó de asistir al Papa Juan XXII y sin embargo se equivocó en un punto de doctrina. Parafraseando a Newman, ¿acaso el Paráclito omitió su asistencia divina a san Pedro en Antioquía, cuando san Pablo se le resistió, a San Víctor cuando excluyó de su comunión a las Iglesias de Asia, a Liberio cuando excomulgó a Atanasio, a Gregorio XIII cuando hizo acuñar una medalla en honor de la matanza de la noche de San Bartolomé, a Paulo IV en su conducta con Isabel (de Inglaterra), a Sixto V cuando bendijo la Armada, o Urbano VIII cuando persiguió a Galileo? Los ejemplos de Newman son discutibles en su dimensión histórica, pero lo cierto es que cuando los papas se equivocan, o pecan, lo hacen a pesar, y en contra, de la asistencia del Espíritu Santo.
3.- El Espíritu Santo respeta la naturaleza de las causas segundas. Dios gobierna el mundo con su Providencia. A los hombres concede Dios incluso el poder participar libremente en su providencia confiándoles la responsabilidad de "someter la tierra y dominarla" (Gn. 1, 26-28). Dios da así a los hombres el ser causas inteligentes y libres para completar la obra de la Creación. Se trata de un caso particular del llamado "concurso divino": en las obras de las criaturas concurren la acción propia de la causa segunda (la criatura) y la acción de la causa Primera (Dios). Incluso cuando el Papa define ex cathedra, sin posibilidad de errar, es condición esencial que sea perfectamente libre en su acción, lo que está implicado necesariamente en las condiciones requeridas por el Vaticano I.
En las acciones humanas, el hombre "concurre" como causa inteligente y libre. Dios sabe perfectamente que el hombre es una causa segunda y no cambia la naturaleza humana. La asistencia del Paráclito no hace del Papa un ente carente de libertad, como los animales que obran por instinto, o los entes inanimados que actúan por el determinismo de las leyes físicas. La causalidad divina en la asistencia del Espíritu Santo nunca procede de modo mecánico. Se debe entender que una cosa es que Dios garantice abundantes gracias de estado al Romano Pontífice y otra muy distinta es que mute su naturaleza humana privándola de su libertad: “…fácilmente se comprende que el hombre sea libre bajo la influencia de la gracia… Su libertad se realiza incluso oponiéndose al movimiento que procede de Dios. Pero tampoco la gracia eficaz le empuja como que fuera un trozo de madera o una piedra. En la gracia actual Dios causa la acción del hombre no con causalidad mecánica, sino de forma que el hombre siga siendo libre. Dios llama al hombre y el hombre debe responder libremente, sea consintiendo, sea negándose. Dios se apodera del espíritu humano de forma que sea él mismo quien obra y actúa. Es dogma de fe que el hombre sigue siendo libre bajo la influencia de la gracia actual” (Schmaus).
En conclusión, la asistencia del Paráclito no es causalidad mecánica que haga del Espíritu Santo una suerte de titiritero divino, ni implica correspondencia automática a las gracias de estado de parte del Papa convertido en una marioneta. Si no se entiende esto, se termina en una concepción docetista de la Iglesia –por la cual su parte humana no es real- y en una visión mecanicista de la acción del Paráclito. Todo ello es algo muy alejado de la realidad y puede producir enormes perplejidades.


viernes, 28 de marzo de 2014

Avery Dulles: catolicismo y pena capital

Ofrecemos nuestra traducción del artículo del cardenal Avery Dulles, "Catholicism & Capital Punishment." Publicado en First Things 112 (Abril de 2001),  pp. 30-35.
Entre las principales naciones del mundo occidental, los Estados Unidos es singular en mantener la pena de muerte. Después de una moratoria de cinco años, desde 1972 hasta 1977, la pena capital fue reinstaurada en los tribunales de los Estados Unidos. Las objeciones a la práctica han venido de muchos sectores, entre ellos los obispos católicos estadounidenses, que más bien se han opuesto sistemáticamente a la pena de muerte. La Conferencia Nacional de Obispos Católicos en 1980 publicó una declaración predominantemente negativa sobre la pena de muerte, aprobada por mayoría de votos de los presentes, aunque no por la necesaria mayoría de dos tercios para que sea de toda una conferencia*. El Papa Juan Pablo II en varias ocasiones expresó su oposición a esta práctica, como otros líderes católicos en Europa.
Algunos católicos, yendo más allá de los obispos y el Papa, sostienen que la pena de muerte, como el aborto y la eutanasia, es una violación del derecho a la vida y una usurpación no autorizada por parte de los seres humanos del señorío de Dios sobre la vida y la muerte. ¿Acaso la Declaración de independencia, se preguntan, no describe el derecho a la vida como “inalienable”?
Si bien las cuestiones sociológicas y jurídicas inciden inevitablemente en cualquier reflexión, aquí abordo el tema como teólogo. En este nivel la pregunta tiene que ser contestada sobre todo en cuanto a la Revelación, como viene a nosotros a través de la Escritura y la Tradición, interpretada con la guía del Magisterio eclesiástico.
En el Antiguo Testamento, la ley mosaica especifica no menos de treinta y seis delitos capitales que piden la ejecución por lapidación, quema, decapitación o estrangulamiento. Se incluyen en la lista idolatría, magia, blasfemia, violación del día de reposo, asesinato, adulterio, bestialismo, pederastia e incesto. La pena de muerte se considera especialmente adecuada como un castigo para el asesinato, ya que en su pacto con Noé Dios había establecido el principio "Quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo Él al hombre." (Génesis 9, 6). En muchos casos, Dios es retratado como quien castiga merecidamente a los culpables con la muerte, como le pasó a Coré, Datán y Abirón (Núm., 16). En otros casos personas como Daniel y Mardoqueo son agentes de Dios para dar muerte sólo a los culpables.
En el Nuevo Testamento, el derecho del Estado a condenar a muerte a los criminales parece darse por supuesto. Jesús mismo se abstiene de utilizar la violencia. Él reprende a sus discípulos que desean hacer bajar fuego del cielo para castigar a los samaritanos por su falta de hospitalidad (Lucas 9, 55). Más tarde amonesta a Pedro a colocar la espada en la vaina en lugar de resistirse al arresto (Mateo 26, 52). En ningún momento, sin embargo, niega Jesús que el Estado tenga autoridad para imponer la pena de muerte. En sus debates con los fariseos, Jesús cita con aprobación el aparentemente duro mandamiento: " El que maldiga a su padre o a su madre, sea  castigado con la muerte." (Mateo 15, 4; Marcos 7, 10, refiriéndose al  Éxodo, 17; cfr. Levítico, 20, 9). Cuando Pilato llama la atención sobre su autoridad para crucificarlo, Jesús señala que el poder de Pilato le viene de arriba - es decir, de Dios (Juan 19,11). Jesús elogia al buen ladrón en la cruz, quien ha admitido que él y su compañero ladrón están recibiendo lo que merecieron sus obras (Lucas 23, 41).
Los primeros cristianos, evidentemente, no tenían nada en contra de la pena de muerte. Aprueban el castigo divino infligido a Ananías y Safira cuando son reprendidos por Petdro por actuación fraudulenta (Hechos 5, 1-11). La Carta a los Hebreos hace un argumento del hecho de que "si alguno viola la Ley de Moisés es condenado a muerte sin compasión, por la declaración de dos o tres testigos" (10, 28). Pablo se refiere en reiteradas ocasiones a la conexión entre el pecado y la muerte. Él escribe a los romanos, con una aparente referencia a la pena de muerte, que el magistrado que lleva a cabo la autoridad "no en vano lleva espada: pues es un servidor de Dios para  hacer justicia y castigar al que obra el mal" (Romanos 13, 44). Ningún pasaje del Nuevo Testamento desaprueba la pena de muerte.
En cuanto a la tradición cristiana, podemos observar que los Padres y Doctores de la Iglesia son prácticamente unánimes en su apoyo a la pena capital, a pesar de que algunos de ellos, como San Ambrosio, exhorta a los miembros del clero de no pronunciar sentencias de muerte o servir como verdugos. Para responder a la objeción de que el primer mandamiento prohíbe el asesinato, San Agustín escribe en La ciudad de Dios:
 “A pesar de lo arriba dicho, el mismo legislador que así lo mandó expresamente señaló varias excepciones, como son, siempre que Dios expresamente mandase quitar la vida a un hombre, ya sea prescribiéndolo por medio de alguna ley o previniéndolo en términos claros, en cuyo caso no mata quien presta su ministerio obedeciendo al que manda, así como la espada es instrumento del que la usa; por consiguiente, no violan este precepto, “no matarás”, los que por orden de Dios declararon guerras o representando la potestad pública y obrando según el imperio de la justicia castigaron a los facinerosos y perversos quitándoles la vida.”
En la Edad Media, algunos canonistas enseñan que los tribunales eclesiásticos deben abstenerse de la pena de muerte y que los tribunales civiles deben imponerla sólo para los delitos graves. Pero los principales canonistas y teólogos afirman el derecho de los tribunales civiles para imponer sentencia de muerte para delitos muy graves, como el asesinato y la traición. Tomás de Aquino y Duns Escoto invocan la autoridad de la Escritura y la tradición patrística, y dan argumentos de razón.
Dando el aval de la autoridad del Magisterio a la pena de muerte, el papa Inocencio III impuso a  los discípulos de Pedro Waldo que buscaban la reconciliación con la Iglesia, el aceptar la siguiente proposición: "En relación con el poder civil afirmamos que, sin caer en pecado mortal, puede ejercitarse el derecho a la pena capital, con tal de que el castigo no se inflija por odio, sino por prudencia; no de manera incauta, sino después de madura reflexión". En la Alta Edad Media, y principios de la época moderna, la Santa Sede autorizó la Inquisición a entregar los herejes al brazo secular para su ejecución. En los Estados Pontificios se impuso la pena de muerte por diversos delitos. El Catecismo Romano, publicado en 1566, tres años después del final del Concilio de Trento, enseñó que el poder de la vida y de la muerte había sido confiada por Dios a las autoridades civiles y que el uso de este poder, lejos de una participación en el delito de homicidio, es un acto de obediencia de suma importancia al quinto mandamiento.
En los tiempos modernos doctores de la Iglesia tales como Roberto Belarmino y Alfonso María de Ligorio sostenían que ciertos criminales deben ser castigados con la muerte. Autoridades veneradas como Francisco de Vitoria, Tomás Moro, y Francisco Suárez estuvieron de acuerdo. John Henry Newman, en una carta a un amigo, sostuvo que el magistrado tenía el derecho a portar la espada, y que la Iglesia debe aprobar su uso, en el mismo sentido que Moisés, Josué y Samuel la usaron contra los crímenes abominables.
A lo largo de la primera mitad del siglo XX, el sentir de los teólogos católicos a favor de la pena capital en casos extremos se mantuvo sólido, como puede verse a partir de libros de texto aprobados y artículos de las enciclopedias del momento. El Estado de la Ciudad del Vaticano desde 1929 hasta 1969 tenía un código penal que incluía la pena de muerte para cualquier persona que pudiera intentar asesinar al Papa. El Papa Pío XII, en una importante alocución para los médicos, declaró que estaba reservado al poder público privar al condenado del beneficio de la vida en expiación de sus crímenes.
Resumiendo la sentencia de las Escrituras y la Tradición, podemos recoger algunos puntos reiterados de doctrina. Se ha concordado que el crimen merece la pena en esta vida y no sólo en la siguiente. Además, se acordó que el Estado tiene autoridad para administrar el castigo adecuado a los culpables de crímenes y que este castigo puede, en casos graves, ser una sentencia de muerte.
Sin embargo, como hemos visto, un creciente coro de voces en la comunidad católica ha planteado objeciones a la pena capital. Algunos toman la posición absolutista que, porque el derecho a la vida es sagrado e inviolable, la pena de muerte siempre es un mal. El respetado franciscano italiano Gino Concetti, escribiendo en L'Osservatore Romano en 1977, hizo la siguiente declaración de gran alcance:
A la luz de la palabra de Dios, y por lo tanto de la fe, la vida -la vida humana- es sagrada e intocable. No importa cuán atroces sean los crímenes… [el criminal] no pierde su derecho fundamental a la vida, que es primordial, inviolable e inalienable, y que por tanto no cae bajo el poder de nadie en absoluto.
Si este derecho y sus atributos son tan absolutos, es debido a la imagen que, en la creación, Dios imprimió en la misma naturaleza humana. Ninguna fuerza, ni violencia, ni pasión, puede borrarla o destruirla. En virtud de esta imagen divina, el hombre es una persona dotada de dignidad y derechos.
Para justificar esta revisión radical -uno casi podría decir reversión de la tradición católica-  el Padre Concetti y otros explican que la Iglesia, desde los tiempos bíblicos hasta nuestros días ha dejado de percibir el verdadero significado de la imagen de Dios en el hombre, lo que implica que incluso la vida terrestre de cada persona es sagrada e inviolable. En los siglos pasados, se alega, judíos y cristianos no pudieron pensar en las consecuencias de esta doctrina revelada. Estaban atrapados en una cultura bárbara de la violencia y en una teoría absolutista del poder político, ambas arraigadas desde el mundo antiguo. Pero en nuestros días, ha amanecido un nuevo reconocimiento de la dignidad y los derechos inalienables de la persona humana. Aquellos que reconocen los signos de los tiempos se moverán más allá de las doctrinas obsoletas que dicen que el Estado tiene un poder delegado por Dios para matar y que los criminales pierden sus derechos humanos fundamentales. La enseñanza sobre la pena capital debe someterse hoy un desarrollo dramático que corresponde a estos nuevos conocimientos.
Esta postura abolicionista posee una simplicidad tentadora. Pero no es realmente nueva. Se ha sostenido por los cristianos sectarios, al menos desde la Edad Media. Muchos grupos pacifistas, como los valdenses, los cuáqueros, los huteritas y los menonitas, han compartido este punto de vista. Pero, como el pacifismo en sí, esta interpretación absolutista del derecho a la vida no encontró eco en aquel momento entre los teólogos católicos, que aceptaron la pena de muerte como conforme a la Escritura, la Tradición y la ley natural.
La creciente oposición a la pena de muerte en Europa desde la Ilustración ha ido de la mano con una disminución de la fe en la vida eterna. En el siglo XIX los partidarios más consecuentes de la pena de muerte fueron las iglesias cristianas, y sus oponentes más consecuentes fueron los grupos hostiles a las iglesias. Cuando la muerte llegó a ser entendida como el mal supremo, y no como una etapa en el camino hacia la vida eterna, los filósofos utilitaristas como Jeremy Bentham encontraron fácil desechar la pena capital como una "aniquilación inútil."
Muchos gobiernos de Europa y de otros lugares han eliminado la pena de muerte en el siglo XX, a menudo en contra de las protestas de los creyentes. Si bien este cambio puede ser visto como un progreso moral, seguramente se deba, en parte, a la evaporación del sentido del pecado, la culpa y la justicia retributiva, todo lo cual es esencial para la religión bíblica y la fe católica. La abolición de la pena de muerte en los países antiguamente cristianos puede deberse más al humanismo secular que a la penetración más profunda en el Evangelio.
Argumentos basados en los avances de la conciencia ética se han utilizado para promover una serie de supuestos derechos humanos que la Iglesia católica rechaza sistemáticamente en nombre de la Escritura y la Tradición. El Magisterio apela a estas autoridades como base para rechazar el divorcio repudio, el aborto, las relaciones homosexuales y la ordenación de mujeres al sacerdocio. Si la Iglesia se siente obligada por la Escritura y la Tradición en estas otras áreas, parece incoherente que los católicos proclamen una "revolución moral" en la cuestión de la pena capital.
El magisterio católico no promueve, ni ha promovido, la abolición incondicional de la pena de muerte. No conozco ninguna declaración oficial de papas u obispos, ya sea en el pasado o en el presente, que niegue el derecho del Estado a ejecutar a delincuentes por lo menos en ciertos casos extremos. Los obispos de los Estados Unidos, en su declaración de la mayoría sobre la pena capital, reconocieron que "la enseñanza católica ha aceptado el principio de que el Estado tiene el derecho de tomar la vida de una persona culpable de un delito muy grave." El Cardenal Joseph Bernardin, en su famoso discurso sobre una "consistente ética de la vida" en Fordham en 1983, manifestó su coincidencia con la posición "clásica": que el Estado tiene el derecho de infligir la pena capital.
Aunque el cardenal Bernardin abogó por lo que llamó una "consistente ética de la vida", dejó en claro que la pena capital no debe equipararse con los delitos de aborto, la eutanasia y el suicidio. El Papa Juan Pablo II habló de toda la tradición católica cuando proclamó en Evangelium Vitae (1995) que "la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral". Pero sabiamente incluyó en esa declaración la palabra "inocente". Él nunca ha dicho que todo criminal tiene derecho a vivir, ni ha negado que el Estado tiene el derecho, en algunos casos, para ejecutar a los culpables.
Las autoridades católicas justifican el derecho del Estado de infligir la pena de muerte al considerar que el Estado no actúa por sí mismo, sino como el agente de Dios, que es el supremo señor de la vida y la muerte. Sosteniendo tal cosa, pueden apelar a la Escritura correctamente. Pablo sostiene que el gobernante es ministro de Dios en la ejecución de la ira de Dios contra el malvado (Romanos 13, 4). Pedro exhorta a los cristianos a estar sujetos a emperadores y gobernadores, que han sido enviados por Dios para castigar a los que hacen el mal (1 Pedro 2, 13). Jesús, como ya se ha señalado, al parecer reconoció que la autoridad de Pilato sobre su vida proviene de Dios (Juan 19, 11).
Pío XII, en una aclaración del argumento común, sostiene que cuando el Estado, actuando por su poder ministerial, utiliza la pena de muerte, no ejerce dominio sobre la vida humana, sino que sólo reconoce que el criminal, por una especie de suicidio moral, se ha privado del derecho a la vida. En palabras del Papa:
“Aun en el caso de que se trate de la ejecución de un condenado a muerte, el Estado no dispone del derecho del individuo a la vida. Entonces está reservado al poder público privar al condenado del «bien» de la vida, en expiación de su falta, después de que, por su crimen, él se ha desposeído de su «derecho» a la vida.”
A la luz de todo esto, me parece seguro concluir que la pena de muerte no es en sí misma una violación del derecho a la vida. El verdadero problema para los católicos es determinar las circunstancias en que esa pena debe ser aplicada. Es el caso, pienso yo, de cuándo sea necesaria para alcanzar los fines de la pena y no tenga efectos negativos desproporcionados. Digo “necesaria” porque soy de la opinión de que matar debe ser evitado si los fines de la pena pueden ser obtenidos por medios incruentos.
Los fines de las sanciones penales vienen delineados por unanimidad en la tradición católica. El castigo se tiene una variedad de fines que convenientemente se puede reducir a los cuatro siguientes: la rehabilitación [enmienda], la defensa contra el criminal [prevención especial], la disuasión [prevención general] y la retribución.
Supuesto que la pena tiene estos cuatro fines, podemos ahora preguntar si la pena de muerte es un medio apto o necesarias para alcanzarlos.
REHABILITACIÓN [enmienda]
La pena capital no reintegra al delincuente a la sociedad, sino que corta cualquier posible rehabilitación. La sentencia de muerte, sin embargo, puede y a veces mueve a la persona condenada al arrepentimiento y a la conversión. Hay una gran cantidad de literatura cristiana sobre el valor de la oración y el ministerio pastoral hacia convictos que se encuentran en el corredor de la muerte. En los casos en que el delincuente parece incapaz de ser reintegrado en la sociedad humana, la pena de muerte puede ser una manera de lograr la reconciliación del criminal con Dios.
DEFENSA CONTRA EL CRIMINAL [prevención especial]
La pena capital es, obviamente, una forma eficaz de prevenir que el malhechor cometa futuros crímenes y así protege a la sociedad de él. Si la ejecución es necesaria, es otra cuestión. Sin dudas, uno podría imaginar un caso extremo en el que el mismo hecho de que un criminal siga vivo constituya un riesgo de que podría ser puesto en libertad o escape y haga más daño. Pero, como observa Juan Pablo II en la Evangelium Vitae, las actuales condiciones del sistema penal han hecho extremadamente raro que la ejecución sea el único medio eficaz de defensa de la sociedad contra el criminal.
DISUASIÓN [prevención general]
Las ejecuciones, especialmente las que son dolorosas, humillantes, y públicas, pueden crear una sensación de terror que impida que otros sean tentados de cometer crímenes similares. Pero los Padres de la Iglesia censuraron los espectáculos de violencia, como los llevados a cabo en el Coliseo romano. La constitución pastoral del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia en el mundo desaprueba explícitamente la mutilación y la tortura como ofensiva para la dignidad humana. En nuestros días, la pena de muerte por lo general se ejecuta en privado, por medios relativamente indoloros, como las inyecciones de drogas, y en este aspecto puede ser menos eficaz como elemento disuasorio. La evidencia sociológica sobre el efecto disuasorio de la pena de muerte como se practica actualmente, es ambigua, contradictoria, y esta lejos de ser probativa.
RETRIBUCIÓN
En principio, la culpa exige castigo. Cuanto más grave la ofensa, más severo debería ser el castigo. En la Sagrada Escritura, como hemos visto, la muerte es considerada como el castigo adecuado para las transgresiones graves. Tomás de Aquino sostuvo que el pecado exige la privación de algún bien, como, en los casos graves, el bien de la vida temporal o incluso eterno. Al aceptar el castigo de la muerte, el infractor se coloca en una posición de expiar sus malas obras y escapar del castigo en la otra vida. Después de observar esto, Santo Tomás añade que incluso si el malhechor no se arrepiente, él se ve beneficiado por el efecto de impedírsele cometer más pecados. La retribución por el Estado tiene sus límites porque este, a diferencia de Dios, goza ni de omnisciencia ni de omnipotencia. Según la fe cristiana, Dios "dará a cada cual según sus obras" en el juicio final (Romanos 2, 6; cfr. Mateo 16, 27). La retribución por el Estado sólo puede ser una anticipación simbólica de la justicia perfecta de Dios.
Para que el simbolismo sea auténtico, la sociedad debe creer en la existencia de un orden trascendente de justicia, que el Estado tiene la obligación de proteger. Esto ha sido así en el pasado, pero en nuestros días, el Estado es generalmente visto como un simple instrumento de la voluntad de los gobernados. En esta perspectiva moderna, la pena de muerte no expresa el juicio divino sobre el mal objetivo, sino más bien la ira colectiva de un grupo. El fin retributivo del castigo es mal interpretado como acto de autoafirmación vengativa.
La pena de muerte, se puede concluir, tiene valores diferentes en relación con cada uno de los cuatro fines de la pena. No rehabilita al criminal, pero puede ser una ocasión para el logro de un arrepentimiento salvador. Se trata de un medio eficaz para la defensa de la sociedad contra el criminal, pero rara vez, o nunca, es un medio necesario. Que sirva para disuadir a otros de crímenes semejantes, es una cuestión disputada, difícil de resolver. Su fin retributivo se ve afectada por la falta de claridad sobre el papel del Estado. En general, pues, la pena capital tiene un valor limitado, pero su necesidad es abierta a la duda.
Hay más para decir. Escritores serios han sostenido que la pena de muerte, además de ser innecesaria, y a menudo fútil, también puede ser positivamente dañosa. Cuatro objeciones serias se mencionan comúnmente en la literatura.
Hay, en primer lugar, la posibilidad de que el condenado pueda ser inocente. John Stuart Mill, en su conocida defensa de la pena capital, considera que se trata la objeción más seria. En respuesta, él advierte que la pena de muerte no debe imponerse, excepto en los casos en que el acusado sea juzgado por un tribunal de confianza y declarado culpable más allá de toda sombra de duda.
Es bien sabido que, incluso cuando los juicios se llevan a cabo, jueces sesgados o “tribunales canguro” ** menudo pueden emitir condenas injustas. Incluso en Estados Unidos, donde se hacen esfuerzos serios para lograr sólo veredictos justos, se producen errores, aunque muchos de ellos son corregidos por los tribunales de apelación. Acusados pobres y con deficiente instrucción a menudo carecen de los medios para adquirir un abogado competente; los testigos pueden ser sobornados, o cometer errores de buena fe, acerca de los hechos del caso o sobre la identidad de las personas; las pruebas pueden ser fabricadas o suprimidas; y los jurados pueden prejuiciosos o incompetentes. Algunos convictos en el "corredor de la muerte" han sido exonerados por las pruebas de ADN recientemente disponibles. La facultad de Derecho de Columbia ha publicado recientemente un informe de gran alcance sobre el porcentaje de errores evitables en las sentencias capitales del período 1973-1995. Ya que es probable que algunas personas inocentes hayan sido ejecutadas, esta primera objeción es seria.
Otra objeción señala que la pena de muerte a menudo tiene el efecto de fomentar un apetito desordenado de venganza en lugar de dar satisfacción a un celo auténtico por la justicia. Al ceder a un espíritu perverso de venganza, o a una atracción morbosa por la crueldad, los tribunales contribuyen a la degradación de la cultura, reproduciendo las peores características del Imperio Romano en su período de decadencia.
Además, dicen los críticos, la pena capital disminuye el valor de la vida. Al dar la impresión de que los seres humanos a veces tienen el derecho de matar, fomenta una actitud despreocupada hacia males como el aborto, el suicidio y la eutanasia. Este fue un punto importante de los discursos y artículos del cardenal Bernardin, en el contexto de lo que él llama una "ética consistente de la vida." Aunque este argumento puede tener cierta validez, su fuerza no debe ser exagerada. Muchas personas que están fuertemente a favor de la vida, en temas como el aborto, apoyan la pena de muerte, insistiendo en que no hay ninguna contradicción, ya que los inocentes y los culpables no tienen los mismos derechos.
Por último, algunos sostienen que la pena de muerte es incompatible con la enseñanza de Jesús sobre el perdón. Este argumento es complejo, en el mejor de los casos, ya que los dichos de Jesús citados hacen referencia al perdón por parte de personas individuales que han sufrido injurias. De hecho, es digno de alabanza que las víctimas de delitos a perdonen a sus deudores, pero tal perdón personal no exime a los infractores de sus obligaciones en materia de justicia. Juan Pablo II señala que "la reparación del mal y del escándalo, la reparación del daño, y la satisfacción por la injuria son condiciones para el perdón."
La relación del Estado con el criminal no es la misma que la de una víctima y su asaltante. Los gobernantes y los jueces son responsables de mantener un justo orden público. Su primera obligación es hacia la justicia, pero bajo ciertas condiciones se podrá ejercer la clemencia. En una discusión cuidadosa de este asunto Pío XII llegó a la conclusión de que el Estado no debe conceder indultos excepto cuando está moralmente seguro de que los fines de la pena se han logrado. En estas condiciones, las exigencias del orden público pueden justificar una remisión parcial o total de la pena. Si se concediera el indulto a todos los presos, las cárceles de la nación se vaciarían al instante, pero la sociedad no sería bien servida.
En la práctica, por tanto, se debe mantener un delicado equilibrio entre la justicia y la misericordia. La responsabilidad primaria del Estado es velar por la justicia, a pesar de que a veces pueda atemperar la justicia con la misericordia. La Iglesia más bien representa la misericordia de Dios. Demostrando el perdón divino que viene de Jesucristo, la Iglesia es deliberadamente indulgente hacia los delincuentes, pero también tenemos que, en ocasiones, impone sanciones. El Código de Derecho Canónico contiene todo un libro dedicado al crimen y el castigo. Sería claramente inapropiado para la Iglesia, como sociedad espiritual, el ejecutar los criminales; pero el Estado es un tipo diferente de sociedad. No se puede esperar que actúe como una iglesia. En una sociedad predominantemente cristiana, sin embargo, el Estado debe alentar el inclinarse hacia la misericordia, siempre que con ello no se violen las exigencias de la justicia.
Se pregunta a veces si un juez o un verdugo pueden imponer o ejecutar la pena de muerte con amor. Me parece bastante obvio que en este tipo de cargos públicos se puede cumplir con el deber sin odio hacia el criminal, sino con amor, respeto y compasión. En cumplimiento de la ley, ellos pueden consolarse con la creencia de que la muerte no es el último mal; pueden orar y esperar que el convicto alcanzará la vida eterna en unión con Dios.
Las cuatro excepciones son, por tanto, de diferente peso. La primera de ellos, que se trata sobre los errores involuntarios de la justicia, es relativamente fuerte; la segunda y la tercera, que tratan de la venganza y de una ética consistente de la vida, tienen un poco de fuerza probativa. La cuarta objeción, que trata del perdón, es relativamente débil. Pero en conjunto, las cuatro pueden ser suficientes para inclinar la balanza en contra del uso de la pena de muerte.
El magisterio católico en los últimos años se ha hecho cada vez más manifiesto en su oposición a la práctica de la pena capital. El Papa Juan Pablo II en la Evangelium Vitae declaró que “hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal”, los casos en los que sería absolutamente necesaria la ejecución del reo "“son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes." De nuevo en San Luis, en enero de 1999, el Papa hizo un llamamiento para lograr un consenso en orden a poner fin a la pena de muerte, por considerarla "cruel e innecesaria". Los obispos de muchos países se han pronunciado en el mismo sentido.
Los obispos de los Estados Unidos, por su parte, ya habían expresado en su declaración mayoritaria de 1980 que "en las condiciones de la sociedad norteamericana contemporánea, los fines legítimos del castigo no justifican la imposición de la pena de muerte." Desde entonces han intervenido varias veces para pedir el indulto en casos particulares. Al igual que el Papa, los obispos no descartan totalmente la pena capital, pero dicen que no es justificable como se practica en los Estados Unidos hoy en día.
Para llegar a esta conclusión prudencial, el Magisterio no está cambiando la doctrina de la Iglesia. La doctrina sigue siendo la que ha sido: que el Estado, en principio, tiene el derecho de imponer la pena de muerte a personas declaradas culpables de delitos muy graves. Pero la tradición clásica sostuvo que el Estado no debe ejercer este derecho cuando los malos efectos son mayores que los buenos. Así, el principio sigue dejando abierta la cuestión de si, y cuándo, la pena de muerte debe aplicarse. El Papa y los obispos, usando de su juicio prudencial, han llegado a la conclusión de que en la sociedad contemporánea, al menos en países como el nuestro, la pena de muerte no debe ser empleada, porque, a fin de cuentas, hace más daño que bien. Personalmente apoyo esta posición.
En un breve espacio he tocado en numerosos y complejos problemas. Para indicar lo que he tratado de establecer, quisiera proponer, como un resumen final, diez tesis que resumen la doctrina de la Iglesia, tal como yo la entiendo.
El fin del castigo en los tribunales seculares es cuádruple: la rehabilitación del delincuente, la protección de la sociedad contra el criminal, la disuasión de otros criminales potenciales y la justicia retributiva.
Retribución justa, que tiene por objeto establecer el orden justo, no se debe confundir con la venganza, que es reprobable.
El castigo puede y debe administrarse con respeto y amor por la persona sancionada.
La persona que hace algo malo, puede merecer la muerte. De acuerdo a los relatos bíblicos, Dios a veces administra la pena por sí mismo y a veces ordena que otros la ejecuten.
Los individuos y grupos privados no pueden aplicar por sí mismos la muerte como pena.
El Estado tiene el derecho, en principio, de infligir la pena capital en los casos en que no exista duda sobre la gravedad del delito y la culpabilidad del acusado.
La pena de muerte no debe imponerse si los fines de la pena puede ser igual de bien o mejor alcanzados por medios incruentos, como la prisión.
La sentencia de muerte puede ser inadecuada si tiene graves efectos negativos para la sociedad, tales como errores involuntarios de la justicia, el aumento de la venganza, o la falta de respeto por el valor de la vida humana inocente.
Las personas que representan especialmente la Iglesia, como el clero y los religiosos, en vista de su vocación específica, deben abstenerse de pronunciar o ejecutar sentencias de muerte.
Los católicos, al tratar de formar su juicio sobre si la pena de muerte debe ser apoyada como política general, o en una situación dada, deben estar atentos a la dirección del Papa y los obispos. La enseñanza católica actual debe entenderse, como he tratado de explicar, en continuidad con la Escritura y la Tradición.
__________
Notas finales:
* La declaración fue aprobada por el voto de 31 sobre 145, con la abstención de 41 obispos, el más alto número de abstenciones jamás registrado. Además, un número considerable de obispos estuvieron ausentes de la reunión. Así, la declaración, no recibió la mayoría de dos tercios de todos los miembros necesaria para la aprobación de las declaraciones oficiales. Pero ningún obispo se levantó para hacer una moción de orden.
** N. de T.: constituye un juego de palabras difícilmente traducible al castellano. La expresión tribunal canguro es una frase hecha, utilizada para designar tanto las instituciones de justicia que conducen sus actuaciones mediante procesos ilegítimos, o ilegales, como aquellas sanciones que son impuestas al margen del debido proceso.

miércoles, 26 de marzo de 2014

La moto y la catedral

Para los que tienen Hambre y sed de Belleza nada mejor que escuchar al padre César y los pecadores, que compuso un nuevo tema por encargo del Papa Francisco, dedicado a Gustavo Vera, titular de la ONG La Alameda.

Dice el p. César que “cuando estaba en Buenos Aires [Bergoglio] era mi obispo y con él tenía una relación muy estrecha. Me pidió otras canciones porque valora cómo describo lo social".



LA MOTO Y LA CATEDRAL

Una moto llega a la Catedral
Llama a su puerta la invita a pasar

No se persigna, no hay que aparentar
Pero estaciona cerca del altar

Palabras de fuego vienen y van
Los oídos del alma trabajan sin parar

Nueva y vieja historia de amistad
La de la moto y la catedral

Son mutuas las ganas de transitar
Un mismo camino para liberar

A tantas víctimas de la explotación
Y de la indiferencia de nuestro corazón

La moto en la puerta de la Catedral 
La moto cerca del altar
La moto en el alma de la Catedral
La moto y la Catedral

Hambre y sed de Belleza



Hambre y sed de Belleza 
Conferencia del Dr. Jorge Norberto Ferro
Foro Internacional Fe y Ciencia año 2003 - "La Barca y las tempestades":
Universidad Autónoma de Guadalajara, Guadalajara, Jalisco, MÉXICO.

Para ver la conferencia pinche aquí.

domingo, 23 de marzo de 2014

Castellani sobre Lucio Gera

De acuerdo con Gustavo Irrazábal, abogado y doctor en Teología, el pensamiento de Bergoglio coincide con el de Lucio Gera, integrante del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, no el de principios de los años 70, sino el de Puebla, en 1979. Los escritos de Gera y sus compañeros de militancia preocuparon al menos a dos obispos, que recurrieron a Leonardo Castellani para que emitiera un veredicto. A juzgar por el escrito que hoy reproducimos, pareciera que Castellani no dio mucha importancia al tema. La crítica a Gera es breve, áspera y por momentos sarcástica. No obstante, distingue dentro del movimiento tercermundista dos sectores: uno, abiertamente modernista; otro, confuso y politiquero. En este segundo sector se ubica Gera, el inspirador de Bergoglio. Quienes esperaban de parte de Castellani algo del estilo de los panfletos anticomunistas que en los 70 emitía la T.F.P. -en los que todo se reducía al peligro del comunismo, y los nacionalistas católicos eran  "socialistas" por defender la función social de la propiedad- se habrán sentido defraudados por un escrito “descafeinado”. En cambio, quienes sabían que la preocupación central de Castellani era el fariseísmo en relación con la Parusía, entenderán una valoración crítica que no deja de reconocer buenas intenciones, algunas verdades parciales y una preocupación por los menesterosos.

Tercero mundo.
Por Leonardo Castellani

Ciertamente no es por mi gusto que leí ese pa­quete que me mandaron de literatura terciomúndica, y menos escribir sobre ella; pero quien manda, manda y no hay nada que hacerle. Antes a los que preguntaban "¿qué es eso del Tercer Mundo?", yo les respondía: "Yo no sé porque soy del cuarto"; pero ahora alguien que puede hacerlo me recordó que Geoffroy des Fontains dijo que peca mortalmente el doctor en teología que consultado por un pobrete no responde; porque para eso le paga la Sorbona si es catedrático; o le dan limosnas si es religioso. 
Primero hay que distinguir —porque quien mu­cho distingue no hace potingue— entre el movi­miento o partido del Tercer Mundo atacados de viruela boba, que andan diciendo que no hay ángeles ni demonios, muchísimo menos que no es pecado lo que antes llamaban pecado porque son desahogos naturales de la naturaleza, que no es obligación oír misa los domingos y que hay que leer mucho los Evangelios pero sabiendo que la mayor parte son "midrash"... Cosas así. 
Esos me dicen han existido siempre pero calladitos y ahora se ha abierto no se sabe qué portillo y han salido revoloteando. Estos han perdido la fe, si alguna vez la tuvieron, ¿y por eso me voy a afligir yo? Si me encuentro con un mahometano o un judío, ¿me aflijo yo por ventura? Dejémoslos pasar como la fiera —Corriente del gran Betis...— Pero es que éstos llevan sotana y engañan a la gente... No es verdad: ni llevan sotana ni engañan sino al que quiere. 
El Tercer Mundo es algo más difícil: es un mo­vimiento como ellos se llaman, o partido político como ellos no quieren los llamen, aunque usan los procedimientos de los antiguos partidos, como ser asambleas, elecciones, comités y proclamas. Son 400 sacerdotes, según dice el libreto Sacerdotes para el Tercer Mundo, firmado por los Pbros. Bresri y Concatti, de 160 páginas, sin pie de imprenta y con una prelusión de Mons. Antonio Devoto, obispo. Son 31 documentos, o sea proclamas precedidas de una breve crónica y seguidos de una "Reflexión Teológica" a cargo del Pbro. Lucio Gera. Todas son respuestas, exhortaciones y admoniciones a los obispos, sobre todo al actual gobernante de la Arquidiócesis; y al inactual general Onganía, pues con Levingston todavía no han empezado. 
Su len­guaje es el de los políticos, mezclado con el de los pastores protestantes; y han hecho ya más procla­mas que Balbín. La autoridad invocada son los Evangelios; la bandera enarbolada es la liberación de los pobres; la meta es la reforma de la Iglesia o si acaso la fundación de otra nueva; la Carta Magna es Medellín. 
Si esto no es política, que venga Dios y lo diga; no otra cosa dicen y hacen los socialistas. Lástima que la doctrina de ellos sea mala; pero así y todo, prefiero antes que a Lucio Gera a Leónidas Barletta, que al menos sabe escribir. Una de esas pro­clamas dice netamente que lo que ellos quieren es un socialismo auténtico. Se atribuyen al menos os­curamente el don de profecía, evocan la futura re­volución y citan al voleo a San Basilio, Medellín, Paulo VI y diversas conferencias episcopales. 
Para no ser mero panfletario, aquí habría que detenerse a alabar las buenas intenciones, las algunas verdades enunciadas, la preferencia evan­gélica por los menesterosos, y el amor a Córdoba, a Tucumán, la América Latina y Reconquista, mi pueblo natal. Pero el triste caso es que no dispongo aquí del espacio (29 páginas) de que dispone Lu­cio Gera en la revista Víspera, uruguaya, y Cris­tianismo y Revolución, Nº 25, de Buenos Aires, pa­ra su caudaloso “Apuntes para una interpretación de la Iglesia Argentina”. 
Este es el más letrado y entitulado de los escritores de ambas caudalosas revistas que son una sola. Para entrar en el fiero y fosco follaje de estos Apun­tes, ahí sí que no alcanzan ni el espacio ni el tiem­po ni las ganas. Suerte que la cosa se puede arreglar con una palabra: "No sabe lo que se pesca". El núcleo íntimo de la disertación es la decadencia de la Iglesia. Ahora bien, él no puede saber si la Iglesia está en decadencia; segundo, si lo es­tuviera, él no sabría ni la causa ni el remedio; y tercero, la Iglesia no está en decadencia. Él está en decadencia y es una lástima, siendo un muchacho muy bien dotado. 
Si usted lo lee con atención, verá que en el fondo no dice nada, de modo que el artículo oriental-argentino viene a ser un vacío mal envuelto; envuelto en un lenguaje confuso, abstruso y pedantesco, que parece mal alemán mal traducido. "En razón de este ele­mento nuclear vital, interno de la Iglesia, la, co­munidad creyente se torna portadora de una es­tructura institucional y sujeto de acontecimientos. Cuando el núcleo místico de la fe (Iglesia-Misterio) se manifiesta en su sacramentalidad, la expe­riencia interior... se torna epifanía... la vivencia contemplativa se dobla en acción creativa de la historia..." dice por ejemplo en la parte V, capí­tulo 10, Marco teórico de las contradicciones. Esto sí que no puede destruir la Iglesia Constantiniana, pero puede destruir si acaso la lengua de Cervantes. Para saber si esta realidad inmensa que es la Iglesia está o no en "decadencia", éste tendría que ser Francisco de Sales y Francisco Javier en uno. Haber gobernado una diócesis 50 años, haber recorrido el mundo y tanteado por todos lados. Pe­ro los dos Franciscos se limitaron a convertir a cuantos protestantes o idólatras toparon dentro del círculo de su acción; y todos los abusos y "contra­dicciones" que topaban, dejárselas a Dios que po­día más que ellos. 
Pero todas las revistas judaicas de la Argentina dicen que la Iglesia Católica está en decadencia. Es verdad. Podrían nombrarlo a Lucio Cera Direc­tor-Fundador Honorario de Primera Plana y Pano­rama. Una cosa es predicar y otra cosa es dar trigo. Estos predican bien; pero; ¿dan trigo? Nunca lo he visto. Al contrario, conozco dos de ellos que en vez, de distribuir trigo, atrojan. Segundo, la trabajosa definición de esa decadencia se sitúa en lo administrativo, Organizativo y na­da vivo, sino meramente en lo mecánico, en la mecánica accidental de la Iglesia externa. La cau­sa no puede estar allí: la causa tiene que ser moral. Es como si Jesucristo hubiese predicado que el Sa­nedrín debía constar de 53 miembros en vez de 40, la elección de Sumo Sacerdote hacerse más de­mocrática y el sacrificio matutino volverse vesper­tino cambiando todo el ritual de hebreo a arameo; y además echar cuanto antes a los romanos. Jesucristo gritó contra la ambición y la soberbia religiosa que hoy llamamos fariseísmo. Si hay ma­les hoy en la Iglesia, de allí han venido siempre. 
Y lo más curioso es que no hay decadencia. Co­nocemos un firme frente de curas de 30 a 50 años que sin hacer la menor alharaca siguen cumplien­do día tras día y año tras año esa cantidad de co­sitas prosaicas, fastidiosas, fútiles en apariencia que constituyen el deber del párroco; el cual eleva a Dios sus manos cada día implorando auxilios para su múltiple oficio, que comprende desde basurero a médico; unificado todo por una sencilla, invisible cosa que es creer en Dios y creer a Dios. Estos buenos párrocos son el Cuarto Mundo que ha de venir, no por obra de los curas politicantes sino por obra del Creador del único Mundo cono­cido. Porque todo este barullo de tercer mundo, curas progresistas y democracia cristiana es pura política, mezclar religión y política o querer usar la religión para arramblar votos. 
¿Y todo este bochinche acabará? Ciertamente acabará. ¿Y cuándo? Eso sí que no lo sabe ni Cera ni yo, ni Monseñor Aramburu ni los ángeles del cielo. 
Fuente:
http://cruzamante.blogspot.com.ar/2009/03/tercero-mundo.html

viernes, 21 de marzo de 2014

Cicuta para Sócrates en la Siglo XXI

Cicuta para Sócrates en la Siglo XXI
Por Carlos D. Lasa.
El día 20 de marzo del presente año, en el diario La Voz del Interior, en una entrevista titulada “El alumno no tiene por qué sufrir en el proceso de aprendizaje”, la flamante Rectora de la Universidad Siglo XXI, María Belén Mendé, afirmó “Si un profesor cree, en pleno siglo 21, que el modelo socrático está vigente, estamos liquidados”.
Tamaña afirmación sería impensable en un mundo en el cual reinase el espíritu académico. Pero como la academia ha cedido su lugar a la empresa, ya no sorprende que un adiestramiento de personal idóneo para el mundo de los negocios quiera hacerse pasar por educación. Y todo en nombre del progreso. Analicemos brevemente la afirmación de la innovadora rectora.
El modelo socrático, nos dice nuestra rectora, está totalmente perimido, y si alguno estuviese tentado de ponerlo en práctica, la educación estaría liquidada. Pero, ¿en qué consiste el modelo socrático?, ¿qué ha legado Sócrates a la civilización occidental?
Esta pregunta no puede responderse sino a través de la mediación de las interpretaciones que han ofrecido autores como Jenofonte, Platón y Aristóteles. Estas fuentes nos dan a conocer como propiamente socrático el arte del definir. Toda definición de contenidos singulares (universidad, casa, mesa, economía, etc.) supone la capacidad inherente al espíritu humano de definir y, en consecuencia, de capturar lo universal.
Todo discurso humano descansa, precisamente, sobre lo universal. Sin esta capacidad de la mente humana de producir lo universal no sería posible asumir entidad alguna (derecho, hombre, educación, etc.) y, por lo tanto, todo discurso no tendría cabida. Sin esta capacidad de la mente humana de asumir mentalmente una entidad, no aparecería problema alguno (que es como decir, no aparecería pregunta o cuestión alguna). Y si no surgen las preguntas, tampoco sobrevienen, obviamente, las respuestas. Y como las preguntas y las respuestas son la urdimbre del acto de pensar, tampoco este último tendría cabida. Recordemos cuando Platón en el Teeteto, siguiendo a su maestro Sócrates, definió al pensar como el diálogo del alma consigo misma que consiste en preguntar y en responder.
Sócrates ha mostrado a Occidente la naturaleza del pensar y, con ello, ha puesto al hombre en condición de un verdadero progreso, el cual sólo es progreso en la verdad: verdad de sí mismo, de las cosas y de su sentido último. Y la verdad no es otra cosa que la respuesta que responde a la pregunta formulada de modo correcto. Sin este acto de pensar no habría conocimiento de sí mismo y, en consecuencia, la educación, como cultivo del mismo educando, no podría llevarse a cabo. Sin el espíritu socrático, las escuelas y las universidades podrán ser, ciertamente, un ámbito para adiestrar personal idóneo para el mundo de los negocios, pero de ninguna maneraacademias. El espíritu fenicio ha reemplazado al espíritu griego, los negocios al ocio, la acción a la teoría.
Siempre he sostenido que el método de la educación es el mismísimo pensar, y que cada clase de un verdadero maestro es una invitación a pensar. Es una invitación al alma de cada discípulo a formularse interrogantes y a buscar las respuestas adecuadas a los mismos. Considero que este acto docente es amoroso por cuanto está ofreciendo la llave, a cada discípulo, para iniciar un camino ininterrumpido de preguntas y de respuestas; camino, éste, plenamente humano por ser el acto más propio del hombre. El pensar, en cuanto acto del espíritu humano capaz de alcanzar la verdad, pone a todo hombre en condición de verdadero progreso el cual es, siempre, progreso en la verdad.
Sin pensar no hay posibilidad de ser diverso entre los iguales. El pensar perfora todo encapsulamiento a que se lo quiera someter al hombre. En este preciso momento estoy haciendo eso: me estoy quitando el corsé de homo oeconomicus que la Sra. Rectora quiere ponerme. Gracias, Sócrates, por tu método que me permite “liquidar” a todo discurso que no me deja ser hombre en plenitud.
El afán de la Sra. Rectora de la Universidad Siglo XXI de “liquidar” a Sócrates la ha conducido, inadvertidamente, a masacrar a la misma educación.
Fuente:

miércoles, 19 de marzo de 2014

Comunión de los divorciados: el caso-límite



La expresión «unión matrimonial irregular» eclesiásticamente indica la convivencia estable de un varón y de una mujer a semejanza del matrimonio, instaurada con un ánimo más próximo al matrimonio que a la fornicación o al concubinato, y que la Iglesia Católica no considera como matrimonio válido. Sus características fundamentales son: a) se trata de una unión heterosexual, con cierta estabilidad, en la que hay una intención o ánimo marital, o al menos no una simple intención fornicaria; b) por ello mismo, se puede presumir que puede existir un verdadero consentimiento matrimonial entre las personas que deciden dicha unión. Un consentimiento que puede ser naturalmente válido, pero que es jurídicamente ineficaz para constituir un matrimonio canónico, bien por defecto de la forma canónica correspondiente, bien por existir además un impedimento matrimonial. Es una situación de vida semejante al matrimonio, pero privada de la apariencia canónica de tal, a diferencia del matrimonio putativo. A su vez, las «uniones matrimoniales irregulares»,  pueden reducirse a tres tipos, canónicamente hablando: 1) las parejas no casadas; 2) los católicos unidos con solo matrimonio civil; y 3) los divorciados casados civilmente de nuevo. En las dos primeras situaciones no existen grandes dificultades para que los fieles regularicen su situación en la Iglesia, bien celebrando el matrimonio canónico, bien convalidando su actual situación. No sucede así con la tercera de las situaciones descritas. En este caso no existe sólo el óbice de un defecto de forma canónica, lo cual es subsanable por la Iglesia, sino también el impedimento de vínculo o ligamen de un matrimonio anterior, del que la Iglesia Católica no puede dispensar.
La cuestión del acceso a la Sagrada Comunión de los fieles católicos en «unión matrimonial irregular» fue resuelta por Juan Pablo II en Familiaris consortio (n. 84) y clarificada por documentos posteriores. En nuestra modesta opinión, no hay razones que justifiquen un cambio como el propuesto por Kasper contrariando lo ya establecido.
Sin embargo, una cosa es estar de acuerdo con la solución eclesial a un problema y otra con los argumentos apologéticos que a veces se emplean para defender una solución. Así, por ejemplo, según la opinión de algunos canonistas, con el Código dé Derecho Canónico de 1983 serían prácticamente inexistentes los casos en que la invalidez de un matrimonio no pueda ser demostrada por vía jurídica. Desafortunadamente, este deseo, no se corresponde siempre con la realidad. El proceso canónico, como toda obra humana, no puede garantizar que nunca exista la discrepancia entre el fuero externo y el interno. La actual situación de la administración de la justicia eclesiástica es tal que, por diversos motivos, presenta serias deficiencias organizativas en muchos lugares de la Iglesia, de manera que no siempre se puede garantizar que el fiel cristiano sea atendido razonablemente en su demanda de nulidad matrimonial. El argumento apologético peca de etnocentrismo: puede ser válido para Italia o España, por ejemplo; pero perder peso en Asia, África o Iberoamérica.
Para delimitar bien la cuestión, no se presenta como verdadero caso-límite merecedor de un tratamiento detallado el supuesto de los fieles que viven en «unión matrimonial irregular» -divorciados y vueltos a casar- cuyo matrimonio precedente era válido. Por motivos intrínsecos es imposible que estos fieles reciban la Eucaristía, a menos que cambien de vida y abandonen su situación de concubinato adulterino, mediante la separación o la continencia perfecta.
Intentaremos explicar ahora el caso-límite de «unión matrimonial irregular» con nulidad sub-reconocida denominado caso «de buena fe». Los casos-límite, a veces «lacrimógenos», suelen emplearse como instrumento de manipulación por quienes desean usarlos para trastocar la doctrina. No obstante, también pueden darse en la realidad, por lo que su conocimiento ayuda a no tener dureza de corazón hacia personas que se encuentran en situaciones difíciles. En efecto, es posible que en determinadas circunstancias una persona no pueda acudir a un tribunal eclesiástico y solicitar la declaración de nulidad de su matrimonio. Por ejemplo, un cristiano muy pobre, que vive en una zona aislada de un país africano, o bajo un sistema político como el de Corea del Norte, que apenas recibe la visita anual de un sacerdote misionero, etc., puede verse  moralmente imposibilitado de presentar su caso ante un tribunal por mucho tiempo.
Para perfilar mejor el caso límite denominado «de buena fe», vamos a describirlo más concretamente con las siguientes notas:
[1] en la realidad el matrimonio canónico es nulo; [2] el sujeto está subjetivamente convencido de esa nulidad, de buena fe, con una conciencia recta, que además está conforme con la verdad objetiva; [3] sabe que tiene obligación tramitar la nulidad de su matrimonio y la cumple, pero fracasa en obtener una sentencia por falta de pruebas; aunque hay datos objetivos para dudar positivamente de la validez del matrimonio canónico, no sabe cuándo estará en condiciones de conseguir nuevas pruebas para demostrar la nulidad; [4] por lo que el fiel decide unirse por matrimonio civil con otra persona capaz para el matrimonio canónico, con clara intención de matrimonio sacramental; [5] el matrimonio civil que ha contraído no es una manifestación de rechazo a la doctrina y disciplina de la Iglesia sobre el matrimonio, sino una reafirmación de la seriedad del consentimiento prestado a la nueva unión y del deseo de contraer matrimonio en forma canónica en cuanto sea posible; [6] bajo el consentimiento manifestado en el matrimonio civil existe un consentimiento matrimonial de la pareja; un consentimiento que es naturalmente válido, pero jurídicamente ineficaz para constituir un matrimonio canónico; por tanto, ese matrimonio no produce efectos jurídicos positivos en el plano canónico; [7] pero ese consentimiento, si se demostrara la nulidad del primer matrimonio, podría ser sanado en su raíz.
En este caso de «unión matrimonial irregular» de buena fe la Iglesia no presume que haya pecado de público concubinato siempre grave en el fuero interno. Pero la Iglesia puede prohibir que reciba la Comunión sacramental -sin imputarle culpa subjetiva, ni menospreciarlo moralmente- hasta tanto regularice su situación matrimonial¿Por qué no admite a estos fieles a la recepción de la Eucaristía? La respuesta negativa tiene un triple fundamento:
a) Relación del Matrimonio con la Eucaristía. El estado de vida en el que se encuentran -la apariencia en el fuero externo- los fieles divorciados es objetivamente contradictorio con la Eucaristía, que actualiza la unión de Cristo y la Iglesia. Matrimonio y Eucaristía son dos sacramentos que se significan recíprocamente y que constituyen la Iglesia; quien se encuentra en situación matrimonial irregular no puede comulgar porque existe una razón jurídica de vital importancia para la Iglesia. La razón de la prohibición no radica en el orden moral: no es la situación de pecado grave -en la que supuestamente persistiría el divorciado vuelto a casar otra vez- la que justificaría el que no pueda admitírsele a la Eucaristía. Si así fuera, se podría entender la obstinación con la que se solicita el que se admita a la comunión a aquellos fieles que se sienten con la conciencia limpia de pecado, precisamente porque -en el fuero interno- su nueva unión matrimonial sería sustancialmente válida. Dichos fieles no están excomulgados y tampoco se encuentran necesariamente en pecado grave: pero la razón por la que están excluidos de la Eucaristía no radica en razones del fuero interno, sino en graves y objetivas condiciones externas que afectan a la relación íntima existente entre los sacramentos del matrimonio y de la Eucaristía. En este orden externo, el juicio recto de la conciencia no tiene ningún valor cuando se opone al legítimo juicio pronunciado por las autoridades eclesiales. Aquí, por tanto, no puede aplicarse la epiqueia.
b) Bien espiritual del fiel. Aunque estamos analizando casos en los que se da por supuesta una nulidad del matrimonio canónico que no ha podido demostrarse en juicio, conviene insistir en que, si bien la Iglesia no juzga sobre el fuero interno, en el ámbito externo el legislador prohíbe determinadas conductas por el peligro que implican para el bien espiritual de los fieles. Al hacerlo, emite un juicio público que puede ser opuesto al juicio de conciencia que el fiel ha formado por sí sólo o con el consejo de un experto. La conciencia es norma moral de los actos, pero no es norma autorizada para la determinación de lo jurídico, de lo objetivo con trascendencia social. Cuando se trata de la participación de los fieles en los sacramentos, y en concreto en la comunión eucarística, no está sólo en juego la conciencia moral sino la valoración de una situación objetiva. Algunos autores señalan que en tales casos de juicios opuestos no se debe hablar de dos certezas morales, diciendo que una es de fuero externo y otra de fuero interno. Lo que ocurre es que el fuero externo da una certeza moral objetiva; la otra situación del fuero interno, una valoración que pretenda imponer un juicio privado, supone guiarse por unos criterios subjetivos, de tal manera que en esa situación no se podría hablar de verdadera certeza sino de opinión. En la vida de la Iglesia, en las relaciones entre fieles y ministros con relación a los sacramentos, no se pueden imponer las opiniones sobre las certezas.
La prohibición externa de recibir sacramentos tiende a custodiar el bien espiritual del fiel. Pone de manifiesto el peligro que implica una situación matrimonial irregular de deslizarse por una pendiente moral en la que -por efecto de una autodeclaración la nulidad del primer matrimonio- se añada al posible adulterio el hábito de comulgante sacrílego, ya que el juicio de la conciencia puede cambiar con el paso del tiempo, y el pecado material volverse formal. Aunque no se pronuncie un juicio sobre el fuero interno, ni se afirme que el fiel que ha formado una nueva unión no reconocida por el derecho canónico se encuentra necesariamente en pecado mortal, la norma tiene una función pedagógica y preventiva de un posible daño espiritual grave que el fiel podría auto-infligirse.
c) El bien común eclesial. Si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio. Son estas razones de bien común las mismas que justifican la prohibición de acceder a un nuevo matrimonio canónico –a falta de reconocimiento de la nulidad del vínculo precedente- mientras no se cumplan ciertos requisitos de legalidad y certeza. En el fondo se está planteando —y resolviendo— la cuestión de la eficacia objetiva de la «veritas rei», en relación con el elemento formal del ordenamiento canónico y el elemento subjetivo de la certeza. La «veritas rei» se erige siempre, en definitiva, como último —y, en realidad, único— fundamento de la nulidad o validez de un matrimonio. Y ello porque ni la fuerza positiva del Derecho puede variarla—hacer que no sea aquello que es, o que sea lo que no es—, ni el conocimiento erróneo o la voluntad de las partes alcanza tampoco a hacerla diferente. La certeza subjetiva acerca de la nulidad del matrimonio no basta para acceder de nuevo a ulteriores nupcias, ni tampoco a la Eucaristía: se requiere la certeza que resulta de los procedimientos establecidos por el mismo ordenamiento. En efecto,
- se defiende así la presunción de validez —o de permanencia— del vínculo;
- se previenen posibles males derivados de actuaciones precipitadas;
- se evita la perplejidad y el escándalo que podría surgir de permitirse una situación de hecho distinta de la situación de Derecho;
- se impide aun la apariencia de divorcio vincular o de bigamia;
- y se pone freno a una posible actitud individualista que antepusiese el juicio propio al del sistema jurídico: actitud que vendría a condicionar, además, el desarrollo del legítimo proceso que pudiera tener lugar para el esclarecimiento de los hechos.
Por otro lado, la formalidad del Derecho no es una cuestión meramente formalista, sino que está encaminada a la protección de bienes sociales importantes, entre ellos el de la seguridad jurídica. Por eso se exige, tratándose de una realidad tan importante de la persona y de la sociedad como el matrimonio, no sólo que exista la nulidad, o que alguien esté convencido de buena fe de esta realidad, sino también que conste ese hecho de modo legítimo. El modo cierto de que conste, por tanto, la nulidad del vínculo matrimonial consiste precisamente en que conste conforme a Derecho.
Los casos-límite merecen atención especial y un trato caritativo de parte de todos. Hasta tanto no regularicen su situación matrimonial la Iglesia recomienda a estos fieles que no pueden recibir la Eucaristía la práctica de la comunión espiritual:

«Quien se encontrara en la imposibilidad de comulgar sacramentalmente procure al menos hacer una comunión espiritual, que consiste en un acto de fe en la presencia de Jesús en la Eucaristía, de dolor de los pecados cometidos, sentimiento por no poder recibir la santa comunión y un vivo deseo de unirse con Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía» (Roberti-Palazzini).