viernes, 28 de marzo de 2014

Avery Dulles: catolicismo y pena capital

Ofrecemos nuestra traducción del artículo del cardenal Avery Dulles, "Catholicism & Capital Punishment." Publicado en First Things 112 (Abril de 2001),  pp. 30-35.
Entre las principales naciones del mundo occidental, los Estados Unidos es singular en mantener la pena de muerte. Después de una moratoria de cinco años, desde 1972 hasta 1977, la pena capital fue reinstaurada en los tribunales de los Estados Unidos. Las objeciones a la práctica han venido de muchos sectores, entre ellos los obispos católicos estadounidenses, que más bien se han opuesto sistemáticamente a la pena de muerte. La Conferencia Nacional de Obispos Católicos en 1980 publicó una declaración predominantemente negativa sobre la pena de muerte, aprobada por mayoría de votos de los presentes, aunque no por la necesaria mayoría de dos tercios para que sea de toda una conferencia*. El Papa Juan Pablo II en varias ocasiones expresó su oposición a esta práctica, como otros líderes católicos en Europa.
Algunos católicos, yendo más allá de los obispos y el Papa, sostienen que la pena de muerte, como el aborto y la eutanasia, es una violación del derecho a la vida y una usurpación no autorizada por parte de los seres humanos del señorío de Dios sobre la vida y la muerte. ¿Acaso la Declaración de independencia, se preguntan, no describe el derecho a la vida como “inalienable”?
Si bien las cuestiones sociológicas y jurídicas inciden inevitablemente en cualquier reflexión, aquí abordo el tema como teólogo. En este nivel la pregunta tiene que ser contestada sobre todo en cuanto a la Revelación, como viene a nosotros a través de la Escritura y la Tradición, interpretada con la guía del Magisterio eclesiástico.
En el Antiguo Testamento, la ley mosaica especifica no menos de treinta y seis delitos capitales que piden la ejecución por lapidación, quema, decapitación o estrangulamiento. Se incluyen en la lista idolatría, magia, blasfemia, violación del día de reposo, asesinato, adulterio, bestialismo, pederastia e incesto. La pena de muerte se considera especialmente adecuada como un castigo para el asesinato, ya que en su pacto con Noé Dios había establecido el principio "Quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo Él al hombre." (Génesis 9, 6). En muchos casos, Dios es retratado como quien castiga merecidamente a los culpables con la muerte, como le pasó a Coré, Datán y Abirón (Núm., 16). En otros casos personas como Daniel y Mardoqueo son agentes de Dios para dar muerte sólo a los culpables.
En el Nuevo Testamento, el derecho del Estado a condenar a muerte a los criminales parece darse por supuesto. Jesús mismo se abstiene de utilizar la violencia. Él reprende a sus discípulos que desean hacer bajar fuego del cielo para castigar a los samaritanos por su falta de hospitalidad (Lucas 9, 55). Más tarde amonesta a Pedro a colocar la espada en la vaina en lugar de resistirse al arresto (Mateo 26, 52). En ningún momento, sin embargo, niega Jesús que el Estado tenga autoridad para imponer la pena de muerte. En sus debates con los fariseos, Jesús cita con aprobación el aparentemente duro mandamiento: " El que maldiga a su padre o a su madre, sea  castigado con la muerte." (Mateo 15, 4; Marcos 7, 10, refiriéndose al  Éxodo, 17; cfr. Levítico, 20, 9). Cuando Pilato llama la atención sobre su autoridad para crucificarlo, Jesús señala que el poder de Pilato le viene de arriba - es decir, de Dios (Juan 19,11). Jesús elogia al buen ladrón en la cruz, quien ha admitido que él y su compañero ladrón están recibiendo lo que merecieron sus obras (Lucas 23, 41).
Los primeros cristianos, evidentemente, no tenían nada en contra de la pena de muerte. Aprueban el castigo divino infligido a Ananías y Safira cuando son reprendidos por Petdro por actuación fraudulenta (Hechos 5, 1-11). La Carta a los Hebreos hace un argumento del hecho de que "si alguno viola la Ley de Moisés es condenado a muerte sin compasión, por la declaración de dos o tres testigos" (10, 28). Pablo se refiere en reiteradas ocasiones a la conexión entre el pecado y la muerte. Él escribe a los romanos, con una aparente referencia a la pena de muerte, que el magistrado que lleva a cabo la autoridad "no en vano lleva espada: pues es un servidor de Dios para  hacer justicia y castigar al que obra el mal" (Romanos 13, 44). Ningún pasaje del Nuevo Testamento desaprueba la pena de muerte.
En cuanto a la tradición cristiana, podemos observar que los Padres y Doctores de la Iglesia son prácticamente unánimes en su apoyo a la pena capital, a pesar de que algunos de ellos, como San Ambrosio, exhorta a los miembros del clero de no pronunciar sentencias de muerte o servir como verdugos. Para responder a la objeción de que el primer mandamiento prohíbe el asesinato, San Agustín escribe en La ciudad de Dios:
 “A pesar de lo arriba dicho, el mismo legislador que así lo mandó expresamente señaló varias excepciones, como son, siempre que Dios expresamente mandase quitar la vida a un hombre, ya sea prescribiéndolo por medio de alguna ley o previniéndolo en términos claros, en cuyo caso no mata quien presta su ministerio obedeciendo al que manda, así como la espada es instrumento del que la usa; por consiguiente, no violan este precepto, “no matarás”, los que por orden de Dios declararon guerras o representando la potestad pública y obrando según el imperio de la justicia castigaron a los facinerosos y perversos quitándoles la vida.”
En la Edad Media, algunos canonistas enseñan que los tribunales eclesiásticos deben abstenerse de la pena de muerte y que los tribunales civiles deben imponerla sólo para los delitos graves. Pero los principales canonistas y teólogos afirman el derecho de los tribunales civiles para imponer sentencia de muerte para delitos muy graves, como el asesinato y la traición. Tomás de Aquino y Duns Escoto invocan la autoridad de la Escritura y la tradición patrística, y dan argumentos de razón.
Dando el aval de la autoridad del Magisterio a la pena de muerte, el papa Inocencio III impuso a  los discípulos de Pedro Waldo que buscaban la reconciliación con la Iglesia, el aceptar la siguiente proposición: "En relación con el poder civil afirmamos que, sin caer en pecado mortal, puede ejercitarse el derecho a la pena capital, con tal de que el castigo no se inflija por odio, sino por prudencia; no de manera incauta, sino después de madura reflexión". En la Alta Edad Media, y principios de la época moderna, la Santa Sede autorizó la Inquisición a entregar los herejes al brazo secular para su ejecución. En los Estados Pontificios se impuso la pena de muerte por diversos delitos. El Catecismo Romano, publicado en 1566, tres años después del final del Concilio de Trento, enseñó que el poder de la vida y de la muerte había sido confiada por Dios a las autoridades civiles y que el uso de este poder, lejos de una participación en el delito de homicidio, es un acto de obediencia de suma importancia al quinto mandamiento.
En los tiempos modernos doctores de la Iglesia tales como Roberto Belarmino y Alfonso María de Ligorio sostenían que ciertos criminales deben ser castigados con la muerte. Autoridades veneradas como Francisco de Vitoria, Tomás Moro, y Francisco Suárez estuvieron de acuerdo. John Henry Newman, en una carta a un amigo, sostuvo que el magistrado tenía el derecho a portar la espada, y que la Iglesia debe aprobar su uso, en el mismo sentido que Moisés, Josué y Samuel la usaron contra los crímenes abominables.
A lo largo de la primera mitad del siglo XX, el sentir de los teólogos católicos a favor de la pena capital en casos extremos se mantuvo sólido, como puede verse a partir de libros de texto aprobados y artículos de las enciclopedias del momento. El Estado de la Ciudad del Vaticano desde 1929 hasta 1969 tenía un código penal que incluía la pena de muerte para cualquier persona que pudiera intentar asesinar al Papa. El Papa Pío XII, en una importante alocución para los médicos, declaró que estaba reservado al poder público privar al condenado del beneficio de la vida en expiación de sus crímenes.
Resumiendo la sentencia de las Escrituras y la Tradición, podemos recoger algunos puntos reiterados de doctrina. Se ha concordado que el crimen merece la pena en esta vida y no sólo en la siguiente. Además, se acordó que el Estado tiene autoridad para administrar el castigo adecuado a los culpables de crímenes y que este castigo puede, en casos graves, ser una sentencia de muerte.
Sin embargo, como hemos visto, un creciente coro de voces en la comunidad católica ha planteado objeciones a la pena capital. Algunos toman la posición absolutista que, porque el derecho a la vida es sagrado e inviolable, la pena de muerte siempre es un mal. El respetado franciscano italiano Gino Concetti, escribiendo en L'Osservatore Romano en 1977, hizo la siguiente declaración de gran alcance:
A la luz de la palabra de Dios, y por lo tanto de la fe, la vida -la vida humana- es sagrada e intocable. No importa cuán atroces sean los crímenes… [el criminal] no pierde su derecho fundamental a la vida, que es primordial, inviolable e inalienable, y que por tanto no cae bajo el poder de nadie en absoluto.
Si este derecho y sus atributos son tan absolutos, es debido a la imagen que, en la creación, Dios imprimió en la misma naturaleza humana. Ninguna fuerza, ni violencia, ni pasión, puede borrarla o destruirla. En virtud de esta imagen divina, el hombre es una persona dotada de dignidad y derechos.
Para justificar esta revisión radical -uno casi podría decir reversión de la tradición católica-  el Padre Concetti y otros explican que la Iglesia, desde los tiempos bíblicos hasta nuestros días ha dejado de percibir el verdadero significado de la imagen de Dios en el hombre, lo que implica que incluso la vida terrestre de cada persona es sagrada e inviolable. En los siglos pasados, se alega, judíos y cristianos no pudieron pensar en las consecuencias de esta doctrina revelada. Estaban atrapados en una cultura bárbara de la violencia y en una teoría absolutista del poder político, ambas arraigadas desde el mundo antiguo. Pero en nuestros días, ha amanecido un nuevo reconocimiento de la dignidad y los derechos inalienables de la persona humana. Aquellos que reconocen los signos de los tiempos se moverán más allá de las doctrinas obsoletas que dicen que el Estado tiene un poder delegado por Dios para matar y que los criminales pierden sus derechos humanos fundamentales. La enseñanza sobre la pena capital debe someterse hoy un desarrollo dramático que corresponde a estos nuevos conocimientos.
Esta postura abolicionista posee una simplicidad tentadora. Pero no es realmente nueva. Se ha sostenido por los cristianos sectarios, al menos desde la Edad Media. Muchos grupos pacifistas, como los valdenses, los cuáqueros, los huteritas y los menonitas, han compartido este punto de vista. Pero, como el pacifismo en sí, esta interpretación absolutista del derecho a la vida no encontró eco en aquel momento entre los teólogos católicos, que aceptaron la pena de muerte como conforme a la Escritura, la Tradición y la ley natural.
La creciente oposición a la pena de muerte en Europa desde la Ilustración ha ido de la mano con una disminución de la fe en la vida eterna. En el siglo XIX los partidarios más consecuentes de la pena de muerte fueron las iglesias cristianas, y sus oponentes más consecuentes fueron los grupos hostiles a las iglesias. Cuando la muerte llegó a ser entendida como el mal supremo, y no como una etapa en el camino hacia la vida eterna, los filósofos utilitaristas como Jeremy Bentham encontraron fácil desechar la pena capital como una "aniquilación inútil."
Muchos gobiernos de Europa y de otros lugares han eliminado la pena de muerte en el siglo XX, a menudo en contra de las protestas de los creyentes. Si bien este cambio puede ser visto como un progreso moral, seguramente se deba, en parte, a la evaporación del sentido del pecado, la culpa y la justicia retributiva, todo lo cual es esencial para la religión bíblica y la fe católica. La abolición de la pena de muerte en los países antiguamente cristianos puede deberse más al humanismo secular que a la penetración más profunda en el Evangelio.
Argumentos basados en los avances de la conciencia ética se han utilizado para promover una serie de supuestos derechos humanos que la Iglesia católica rechaza sistemáticamente en nombre de la Escritura y la Tradición. El Magisterio apela a estas autoridades como base para rechazar el divorcio repudio, el aborto, las relaciones homosexuales y la ordenación de mujeres al sacerdocio. Si la Iglesia se siente obligada por la Escritura y la Tradición en estas otras áreas, parece incoherente que los católicos proclamen una "revolución moral" en la cuestión de la pena capital.
El magisterio católico no promueve, ni ha promovido, la abolición incondicional de la pena de muerte. No conozco ninguna declaración oficial de papas u obispos, ya sea en el pasado o en el presente, que niegue el derecho del Estado a ejecutar a delincuentes por lo menos en ciertos casos extremos. Los obispos de los Estados Unidos, en su declaración de la mayoría sobre la pena capital, reconocieron que "la enseñanza católica ha aceptado el principio de que el Estado tiene el derecho de tomar la vida de una persona culpable de un delito muy grave." El Cardenal Joseph Bernardin, en su famoso discurso sobre una "consistente ética de la vida" en Fordham en 1983, manifestó su coincidencia con la posición "clásica": que el Estado tiene el derecho de infligir la pena capital.
Aunque el cardenal Bernardin abogó por lo que llamó una "consistente ética de la vida", dejó en claro que la pena capital no debe equipararse con los delitos de aborto, la eutanasia y el suicidio. El Papa Juan Pablo II habló de toda la tradición católica cuando proclamó en Evangelium Vitae (1995) que "la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral". Pero sabiamente incluyó en esa declaración la palabra "inocente". Él nunca ha dicho que todo criminal tiene derecho a vivir, ni ha negado que el Estado tiene el derecho, en algunos casos, para ejecutar a los culpables.
Las autoridades católicas justifican el derecho del Estado de infligir la pena de muerte al considerar que el Estado no actúa por sí mismo, sino como el agente de Dios, que es el supremo señor de la vida y la muerte. Sosteniendo tal cosa, pueden apelar a la Escritura correctamente. Pablo sostiene que el gobernante es ministro de Dios en la ejecución de la ira de Dios contra el malvado (Romanos 13, 4). Pedro exhorta a los cristianos a estar sujetos a emperadores y gobernadores, que han sido enviados por Dios para castigar a los que hacen el mal (1 Pedro 2, 13). Jesús, como ya se ha señalado, al parecer reconoció que la autoridad de Pilato sobre su vida proviene de Dios (Juan 19, 11).
Pío XII, en una aclaración del argumento común, sostiene que cuando el Estado, actuando por su poder ministerial, utiliza la pena de muerte, no ejerce dominio sobre la vida humana, sino que sólo reconoce que el criminal, por una especie de suicidio moral, se ha privado del derecho a la vida. En palabras del Papa:
“Aun en el caso de que se trate de la ejecución de un condenado a muerte, el Estado no dispone del derecho del individuo a la vida. Entonces está reservado al poder público privar al condenado del «bien» de la vida, en expiación de su falta, después de que, por su crimen, él se ha desposeído de su «derecho» a la vida.”
A la luz de todo esto, me parece seguro concluir que la pena de muerte no es en sí misma una violación del derecho a la vida. El verdadero problema para los católicos es determinar las circunstancias en que esa pena debe ser aplicada. Es el caso, pienso yo, de cuándo sea necesaria para alcanzar los fines de la pena y no tenga efectos negativos desproporcionados. Digo “necesaria” porque soy de la opinión de que matar debe ser evitado si los fines de la pena pueden ser obtenidos por medios incruentos.
Los fines de las sanciones penales vienen delineados por unanimidad en la tradición católica. El castigo se tiene una variedad de fines que convenientemente se puede reducir a los cuatro siguientes: la rehabilitación [enmienda], la defensa contra el criminal [prevención especial], la disuasión [prevención general] y la retribución.
Supuesto que la pena tiene estos cuatro fines, podemos ahora preguntar si la pena de muerte es un medio apto o necesarias para alcanzarlos.
REHABILITACIÓN [enmienda]
La pena capital no reintegra al delincuente a la sociedad, sino que corta cualquier posible rehabilitación. La sentencia de muerte, sin embargo, puede y a veces mueve a la persona condenada al arrepentimiento y a la conversión. Hay una gran cantidad de literatura cristiana sobre el valor de la oración y el ministerio pastoral hacia convictos que se encuentran en el corredor de la muerte. En los casos en que el delincuente parece incapaz de ser reintegrado en la sociedad humana, la pena de muerte puede ser una manera de lograr la reconciliación del criminal con Dios.
DEFENSA CONTRA EL CRIMINAL [prevención especial]
La pena capital es, obviamente, una forma eficaz de prevenir que el malhechor cometa futuros crímenes y así protege a la sociedad de él. Si la ejecución es necesaria, es otra cuestión. Sin dudas, uno podría imaginar un caso extremo en el que el mismo hecho de que un criminal siga vivo constituya un riesgo de que podría ser puesto en libertad o escape y haga más daño. Pero, como observa Juan Pablo II en la Evangelium Vitae, las actuales condiciones del sistema penal han hecho extremadamente raro que la ejecución sea el único medio eficaz de defensa de la sociedad contra el criminal.
DISUASIÓN [prevención general]
Las ejecuciones, especialmente las que son dolorosas, humillantes, y públicas, pueden crear una sensación de terror que impida que otros sean tentados de cometer crímenes similares. Pero los Padres de la Iglesia censuraron los espectáculos de violencia, como los llevados a cabo en el Coliseo romano. La constitución pastoral del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia en el mundo desaprueba explícitamente la mutilación y la tortura como ofensiva para la dignidad humana. En nuestros días, la pena de muerte por lo general se ejecuta en privado, por medios relativamente indoloros, como las inyecciones de drogas, y en este aspecto puede ser menos eficaz como elemento disuasorio. La evidencia sociológica sobre el efecto disuasorio de la pena de muerte como se practica actualmente, es ambigua, contradictoria, y esta lejos de ser probativa.
RETRIBUCIÓN
En principio, la culpa exige castigo. Cuanto más grave la ofensa, más severo debería ser el castigo. En la Sagrada Escritura, como hemos visto, la muerte es considerada como el castigo adecuado para las transgresiones graves. Tomás de Aquino sostuvo que el pecado exige la privación de algún bien, como, en los casos graves, el bien de la vida temporal o incluso eterno. Al aceptar el castigo de la muerte, el infractor se coloca en una posición de expiar sus malas obras y escapar del castigo en la otra vida. Después de observar esto, Santo Tomás añade que incluso si el malhechor no se arrepiente, él se ve beneficiado por el efecto de impedírsele cometer más pecados. La retribución por el Estado tiene sus límites porque este, a diferencia de Dios, goza ni de omnisciencia ni de omnipotencia. Según la fe cristiana, Dios "dará a cada cual según sus obras" en el juicio final (Romanos 2, 6; cfr. Mateo 16, 27). La retribución por el Estado sólo puede ser una anticipación simbólica de la justicia perfecta de Dios.
Para que el simbolismo sea auténtico, la sociedad debe creer en la existencia de un orden trascendente de justicia, que el Estado tiene la obligación de proteger. Esto ha sido así en el pasado, pero en nuestros días, el Estado es generalmente visto como un simple instrumento de la voluntad de los gobernados. En esta perspectiva moderna, la pena de muerte no expresa el juicio divino sobre el mal objetivo, sino más bien la ira colectiva de un grupo. El fin retributivo del castigo es mal interpretado como acto de autoafirmación vengativa.
La pena de muerte, se puede concluir, tiene valores diferentes en relación con cada uno de los cuatro fines de la pena. No rehabilita al criminal, pero puede ser una ocasión para el logro de un arrepentimiento salvador. Se trata de un medio eficaz para la defensa de la sociedad contra el criminal, pero rara vez, o nunca, es un medio necesario. Que sirva para disuadir a otros de crímenes semejantes, es una cuestión disputada, difícil de resolver. Su fin retributivo se ve afectada por la falta de claridad sobre el papel del Estado. En general, pues, la pena capital tiene un valor limitado, pero su necesidad es abierta a la duda.
Hay más para decir. Escritores serios han sostenido que la pena de muerte, además de ser innecesaria, y a menudo fútil, también puede ser positivamente dañosa. Cuatro objeciones serias se mencionan comúnmente en la literatura.
Hay, en primer lugar, la posibilidad de que el condenado pueda ser inocente. John Stuart Mill, en su conocida defensa de la pena capital, considera que se trata la objeción más seria. En respuesta, él advierte que la pena de muerte no debe imponerse, excepto en los casos en que el acusado sea juzgado por un tribunal de confianza y declarado culpable más allá de toda sombra de duda.
Es bien sabido que, incluso cuando los juicios se llevan a cabo, jueces sesgados o “tribunales canguro” ** menudo pueden emitir condenas injustas. Incluso en Estados Unidos, donde se hacen esfuerzos serios para lograr sólo veredictos justos, se producen errores, aunque muchos de ellos son corregidos por los tribunales de apelación. Acusados pobres y con deficiente instrucción a menudo carecen de los medios para adquirir un abogado competente; los testigos pueden ser sobornados, o cometer errores de buena fe, acerca de los hechos del caso o sobre la identidad de las personas; las pruebas pueden ser fabricadas o suprimidas; y los jurados pueden prejuiciosos o incompetentes. Algunos convictos en el "corredor de la muerte" han sido exonerados por las pruebas de ADN recientemente disponibles. La facultad de Derecho de Columbia ha publicado recientemente un informe de gran alcance sobre el porcentaje de errores evitables en las sentencias capitales del período 1973-1995. Ya que es probable que algunas personas inocentes hayan sido ejecutadas, esta primera objeción es seria.
Otra objeción señala que la pena de muerte a menudo tiene el efecto de fomentar un apetito desordenado de venganza en lugar de dar satisfacción a un celo auténtico por la justicia. Al ceder a un espíritu perverso de venganza, o a una atracción morbosa por la crueldad, los tribunales contribuyen a la degradación de la cultura, reproduciendo las peores características del Imperio Romano en su período de decadencia.
Además, dicen los críticos, la pena capital disminuye el valor de la vida. Al dar la impresión de que los seres humanos a veces tienen el derecho de matar, fomenta una actitud despreocupada hacia males como el aborto, el suicidio y la eutanasia. Este fue un punto importante de los discursos y artículos del cardenal Bernardin, en el contexto de lo que él llama una "ética consistente de la vida." Aunque este argumento puede tener cierta validez, su fuerza no debe ser exagerada. Muchas personas que están fuertemente a favor de la vida, en temas como el aborto, apoyan la pena de muerte, insistiendo en que no hay ninguna contradicción, ya que los inocentes y los culpables no tienen los mismos derechos.
Por último, algunos sostienen que la pena de muerte es incompatible con la enseñanza de Jesús sobre el perdón. Este argumento es complejo, en el mejor de los casos, ya que los dichos de Jesús citados hacen referencia al perdón por parte de personas individuales que han sufrido injurias. De hecho, es digno de alabanza que las víctimas de delitos a perdonen a sus deudores, pero tal perdón personal no exime a los infractores de sus obligaciones en materia de justicia. Juan Pablo II señala que "la reparación del mal y del escándalo, la reparación del daño, y la satisfacción por la injuria son condiciones para el perdón."
La relación del Estado con el criminal no es la misma que la de una víctima y su asaltante. Los gobernantes y los jueces son responsables de mantener un justo orden público. Su primera obligación es hacia la justicia, pero bajo ciertas condiciones se podrá ejercer la clemencia. En una discusión cuidadosa de este asunto Pío XII llegó a la conclusión de que el Estado no debe conceder indultos excepto cuando está moralmente seguro de que los fines de la pena se han logrado. En estas condiciones, las exigencias del orden público pueden justificar una remisión parcial o total de la pena. Si se concediera el indulto a todos los presos, las cárceles de la nación se vaciarían al instante, pero la sociedad no sería bien servida.
En la práctica, por tanto, se debe mantener un delicado equilibrio entre la justicia y la misericordia. La responsabilidad primaria del Estado es velar por la justicia, a pesar de que a veces pueda atemperar la justicia con la misericordia. La Iglesia más bien representa la misericordia de Dios. Demostrando el perdón divino que viene de Jesucristo, la Iglesia es deliberadamente indulgente hacia los delincuentes, pero también tenemos que, en ocasiones, impone sanciones. El Código de Derecho Canónico contiene todo un libro dedicado al crimen y el castigo. Sería claramente inapropiado para la Iglesia, como sociedad espiritual, el ejecutar los criminales; pero el Estado es un tipo diferente de sociedad. No se puede esperar que actúe como una iglesia. En una sociedad predominantemente cristiana, sin embargo, el Estado debe alentar el inclinarse hacia la misericordia, siempre que con ello no se violen las exigencias de la justicia.
Se pregunta a veces si un juez o un verdugo pueden imponer o ejecutar la pena de muerte con amor. Me parece bastante obvio que en este tipo de cargos públicos se puede cumplir con el deber sin odio hacia el criminal, sino con amor, respeto y compasión. En cumplimiento de la ley, ellos pueden consolarse con la creencia de que la muerte no es el último mal; pueden orar y esperar que el convicto alcanzará la vida eterna en unión con Dios.
Las cuatro excepciones son, por tanto, de diferente peso. La primera de ellos, que se trata sobre los errores involuntarios de la justicia, es relativamente fuerte; la segunda y la tercera, que tratan de la venganza y de una ética consistente de la vida, tienen un poco de fuerza probativa. La cuarta objeción, que trata del perdón, es relativamente débil. Pero en conjunto, las cuatro pueden ser suficientes para inclinar la balanza en contra del uso de la pena de muerte.
El magisterio católico en los últimos años se ha hecho cada vez más manifiesto en su oposición a la práctica de la pena capital. El Papa Juan Pablo II en la Evangelium Vitae declaró que “hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal”, los casos en los que sería absolutamente necesaria la ejecución del reo "“son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes." De nuevo en San Luis, en enero de 1999, el Papa hizo un llamamiento para lograr un consenso en orden a poner fin a la pena de muerte, por considerarla "cruel e innecesaria". Los obispos de muchos países se han pronunciado en el mismo sentido.
Los obispos de los Estados Unidos, por su parte, ya habían expresado en su declaración mayoritaria de 1980 que "en las condiciones de la sociedad norteamericana contemporánea, los fines legítimos del castigo no justifican la imposición de la pena de muerte." Desde entonces han intervenido varias veces para pedir el indulto en casos particulares. Al igual que el Papa, los obispos no descartan totalmente la pena capital, pero dicen que no es justificable como se practica en los Estados Unidos hoy en día.
Para llegar a esta conclusión prudencial, el Magisterio no está cambiando la doctrina de la Iglesia. La doctrina sigue siendo la que ha sido: que el Estado, en principio, tiene el derecho de imponer la pena de muerte a personas declaradas culpables de delitos muy graves. Pero la tradición clásica sostuvo que el Estado no debe ejercer este derecho cuando los malos efectos son mayores que los buenos. Así, el principio sigue dejando abierta la cuestión de si, y cuándo, la pena de muerte debe aplicarse. El Papa y los obispos, usando de su juicio prudencial, han llegado a la conclusión de que en la sociedad contemporánea, al menos en países como el nuestro, la pena de muerte no debe ser empleada, porque, a fin de cuentas, hace más daño que bien. Personalmente apoyo esta posición.
En un breve espacio he tocado en numerosos y complejos problemas. Para indicar lo que he tratado de establecer, quisiera proponer, como un resumen final, diez tesis que resumen la doctrina de la Iglesia, tal como yo la entiendo.
El fin del castigo en los tribunales seculares es cuádruple: la rehabilitación del delincuente, la protección de la sociedad contra el criminal, la disuasión de otros criminales potenciales y la justicia retributiva.
Retribución justa, que tiene por objeto establecer el orden justo, no se debe confundir con la venganza, que es reprobable.
El castigo puede y debe administrarse con respeto y amor por la persona sancionada.
La persona que hace algo malo, puede merecer la muerte. De acuerdo a los relatos bíblicos, Dios a veces administra la pena por sí mismo y a veces ordena que otros la ejecuten.
Los individuos y grupos privados no pueden aplicar por sí mismos la muerte como pena.
El Estado tiene el derecho, en principio, de infligir la pena capital en los casos en que no exista duda sobre la gravedad del delito y la culpabilidad del acusado.
La pena de muerte no debe imponerse si los fines de la pena puede ser igual de bien o mejor alcanzados por medios incruentos, como la prisión.
La sentencia de muerte puede ser inadecuada si tiene graves efectos negativos para la sociedad, tales como errores involuntarios de la justicia, el aumento de la venganza, o la falta de respeto por el valor de la vida humana inocente.
Las personas que representan especialmente la Iglesia, como el clero y los religiosos, en vista de su vocación específica, deben abstenerse de pronunciar o ejecutar sentencias de muerte.
Los católicos, al tratar de formar su juicio sobre si la pena de muerte debe ser apoyada como política general, o en una situación dada, deben estar atentos a la dirección del Papa y los obispos. La enseñanza católica actual debe entenderse, como he tratado de explicar, en continuidad con la Escritura y la Tradición.
__________
Notas finales:
* La declaración fue aprobada por el voto de 31 sobre 145, con la abstención de 41 obispos, el más alto número de abstenciones jamás registrado. Además, un número considerable de obispos estuvieron ausentes de la reunión. Así, la declaración, no recibió la mayoría de dos tercios de todos los miembros necesaria para la aprobación de las declaraciones oficiales. Pero ningún obispo se levantó para hacer una moción de orden.
** N. de T.: constituye un juego de palabras difícilmente traducible al castellano. La expresión tribunal canguro es una frase hecha, utilizada para designar tanto las instituciones de justicia que conducen sus actuaciones mediante procesos ilegítimos, o ilegales, como aquellas sanciones que son impuestas al margen del debido proceso.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Apreciados amigos:
El artículo es malísimo; han bajado bastante el nivel, me parece, pues aunque el autor toca de refilón algunas cuestiones importantes y verdaderas, expone muy mal la cuestión y mezcla inopinadamente los órdenes del conocimiento.
Antes que un cardenal escribiendo el tema, preferiría un jurista con sólida formación filosófica. Preferentemente de origen mediterráneo o de cultura latina... (desde luego, es pura preferencia personal) que es donde se da con mayor naturalidad el orden mental.
Desde luego, cada quien publica en su "blog" lo que le place; pero ser cuidadosos en tan delicada materia es una obligación irrenunciable.
Algunos puntos "flojos":
a) Lenguaje modernista (v. gr: "estado" por Autoridad política) lo cual es confuso y diluyente de la responsabilidad personal.
b) En la enumeración de las causas de la PdeM., se las enuncia en el orden exactamente inverso a su importancia.
c) La mención a la ley Antigua siempre debe ser cuidadosa y sólo en contados casos es concluyente: "La ley antigua fue clavada en la Cruz junto con Cristo...".
d) No se hace referencia alguna a la indispensable legitimidad de los poderes públicos actuales, algo que desde la escolástica podría cuestionarse sin dificultad.
e) La notable aserción sobre la ejemplaridad de la justicia institucional norteamericana afea definitivamente toda otra argumentación.
f) En el estado actual de la creciente desnaturalización del poder político, la pena de muerte no solo resulta inoportuna, sino sumamente peligrosa.
g) La última recomendación, que los católicos deberíamos estar atentos a las directivas papales en cuestiones de "política general" no sé de dónde la saca el autor (Debe ser filolefebrista), pues no me parece que se afirme sobre una doctrina católica sólida. No obstante reconocerse que tanto la doctrina general y la jerarquia de la Iglesia han sido en el pasado un importantísimo y determinante moderador de los excesos del gobernante.
Gracias

Anónimo dijo...

PEDRO HISPANO: En la linea del excelente comentario del Anónimo de las 21,36 cito el siguiente párrafo del actículo: "Aunque el cardenal Bernardin abogó por lo que llamó una "consistente ética de la vida", dejó en claro que la pena capital no debe equipararse con los delitos de aborto, la eutanasia y el suicidio".
No sé a qué viene esta aclaración que me parece innecesaria porque cualquiera sabe que la pena de muerte, con independencia de lo que se opine de ella, no es un delito. A diferencia de los otros casos citados, aborto, eutanasia y suicidio, que sí lo serían. Claro que se trataría de una aplicación de la misma respetando todas las garantías que impone el Derecho. Lo que nada tiene que ver con crímenes de Estado -o de la autoridad pública del momento para ser exactos- como el caso Lasa y Zabala, por ejemplo.

Martin Ellingham dijo...

Cuando algunos eclesiásticos –no todos- enfocan el problema de la pena de muerte suelen proyectar sobre las penas seculares la singularidad del derecho penal de la Iglesia, lo que conduce a un error. En efecto, para la Iglesia, el fin primario de sus penas es medicinal: importa que el reo se convierta y se hace todo lo posible para lograr esta conversión con recepción de los sacramentos. Se puede decir que es un derecho penal personalista (en sentido legítimo) pues lo que importa es que la persona alcance su fin último ya que la salvación del alma es la ley suprema. En cambio, el fin primario de la pena secular es la retribución o castigo, para restaurar el orden social violado, y la prevención general y especial son fines secundarios subordinados al primario. El delincuente puede convertirse en la cárcel, llegando a ser un verdadero santo, y sin embargo ello no justifica que se lo exima de la pena de muerte, o de la prisión, porque en tal caso podría dañarse el bien de la comunidad política que pide retribución y prevención general mediante el justo castigo.
Saludos.

Genjo dijo...

A muchos católicos les parece evidente que aplicar la pena de muerte es un acto contra la vida equiparable al aborto y a la eutanasia. Sospecho que en mayor proporción entre los católicos progresistas norteamericanos.
El artículo debe entenderse escrito en y para ese contexto cultural.