Un lector de nuestra bitácora nos envía un artículo del historiador chileno Mario Góngora que reproducimos a continuación.
SOBRE LA DESCOMPOSICIÓN DE LA CONCIENCIA HISTÓRICA
DEL CATOLICISMO*
Dentro del proceso mayor de autodemolición de la Iglesia visible-la
invisible es imperecedera, según la fe- el aspecto que más impresiona al gran
público es la atracción por el marxismo de buena parte de los católicos. Lo
había presentido ya Bernanos en 1926: “Una nueva invasión modernista comienza y
ya vemos sus furrieles. Cien años de concesiones, de equívocos, han permitido
que la anarquía se entable profundamente en el clero….creo que nuestros hijos
verán el grueso de las tropas de la
Iglesia del lado de las fuerzas de la muerte. Yo seré
fusilado por sacerdotes bolcheviques que tendrán en el bolsillo el “contrato
social” y en el pecho la cruz”. Mas, al
fondo de esa atracción –por cierto de extrema gravedad espiritual, pero quizá
sólo resultado final- debe de estar en marcha un enorme proceso de
descomposición. Han hablado de él pensadores eclesiásticos como Lubac, Urs von
Balthasar, Maritain, Daniélou. Nosotros queremos detenernos en estas líneas en
la sucinta consideración de un fenómeno ya vasto de suyo, a saber, el
desvanecimiento progresivo del nexo histórico que constituye esencialmente la
“conciencia católica”. Pues el catolicismo no es un representante entre otros
del género “cristianismo”, sino que es una cualidad espiritual muy determinada
que ha tenido por siglos la
Iglesia : a saber, una plenitud en el espacio del mundo, pero
sobre todo en el tiempo de la historia, de suerte que se los anexa
íntegramente. Es una cualidad que posee, naturalmente, la Iglesia griega, pero no
siempre los Protestantismos. Esa cualidad es posible que se esté ahora
perdiendo. Ya es curioso que el nombre de “católico” vaya cayendo tan
notoriamente en desuso en los últimos años. Quisiéramos considerar algunos
aspectos de tal proceso.
HISTORICISMO EN MAL SENTIDO
Peter Wurst
soñaba en 1929 sobre lo que podría ser una reconquista del mundo moderno
por la Iglesia :
“De cierto, nosotros los católicos necesitaríamos en primer lugar de un pequeño
círculo intelectual, estrictamente católico, religioso y espiritualmente
cerrado, como fuente de una nueva formación substancial, una especie de Círculo de George católico, en que el punto
central no fuese George, sino Cristo. A partir de este círculo, orando,
deberíamos llegar a configurar algo nuevo (que sería en el fondo más antiguo
que nuestros antepasados), en medio de este mundo desesperado. Ante lo cual los
demás hombres retrocederían con veneración, y luego serían arrastrados por
ello. Pasaría largo tiempo antes de que viésemos los frutos, pero los frutos
vendrían algún día”. Algo así también pensaría Maritain cuando en su
“Antimoderne” escribía que para él “antimoderno” equivalía a “ultramoderno”.
Pero la
historia del masivo aggiornamento eclesiástico desencadenado desde la década de
1960 ha
mostrado una faz harto diferente.
Destaquemos desde luego en él un rasgo saliente, a saber, el tipo más
corriente de historicismo. Se afirma que todo acontecimiento, forma, movimiento
de orden espiritual es “explicable” por tendencias mayores o “influencias”, por
el cuadro dominante de la respectiva época. Lo individual más profundo y
auténtico queda así, por cierto, eliminado; y junto a él la herencia espiritual
y la tradición histórica. Pues las grandes tendencias dominantes, sujetas a la
ley de caducidad temporal, incorporadas a desarrollos ascendentes, a
disgregaciones o a meros cambios, arrastrarían consigo, según este tipo de
historicismo, a todo valor espiritual producido bajo su signo. Lo que se ha creído por todos, siempre y en
todas partes: en ello consiste la tradición eclesiástica , según la definición
célebre de Vicente de Lerins. Aplicada tal fórmula a la tradición
histórico-universal, mutatis mutandis, eso
implica que ella está obrando perennemente, siglos o milenios después de
su origen; como actúan por ejemplo la
Biblia , Platón, Aristóteles, que son según Goethe los ejemplares más altos de tradiciones
históricas. El relativismo, introducido en el pensamiento eclesiástico sobre
todo a partir del modernismo de fines del siglo pasado y comienzos de éste,
significa la negación de la perennidad de la tradición y de la veracidad de los
relatos bíblicos, a los cuales se aplica el método histórico-crítico en sus
formas más disecadoras y positivistas. Tales tendencias son las hoy día
triunfantes.
Pero en tanto que el relativismo historicista de la
historiografía profana era un esfuerzo probo y neutral, su uso por la
intelligentsia católica postconciliar (usando este adjetivo en su sentido
enfático, ideológico) está impregnado de un verdadero odio o de cierta
desdeñosa condescendencia frente a todo el pasado de la Iglesia , particularmente
ante ciertas épocas, movimientos, actitudes o estilos. Píensese por ejemplo en
cómo se habla o como se escribe en revistas como “Concilium”, (tan
representativa como mediocre) del “Constantinismo”, de la Cristiandad , de la
teocracia medieval, de la Roma
del Barroco, del siglo XIX eclesiástico, del tema del “ desprecio del mundo”,
etc. La relativización no esconde el ansia por renegar de todo vínculo interior
con ese pasado; el resentimiento se despliega en proporciones insospechadas
desde fuera.
Se han señalado en la historiografía eclesiástica
dos grandes orientaciones teóricas. La concepción de la Tradición- la primera
de ellas-, según la cual la idea originaria se ha transmitido con detrimento a
lo largo de las generaciones, manteniéndose sustancialmente la misma “lectura”
a través de los tiempos. Del otro lado, la concepción de una Decadencia, de una
inflexión descendente, de una pérdida de fidelidad, producida desde cierto
instante. Este suele situarse, ya al fin de la Iglesia Primitiva ,
ya con la recepción de la
Filosofía helenística, ya durante el reinado de Constantino,
ya en fin con la Teocracia
del siglo XI. Esta segunda visión ha sido siempre la propia de las sectas
reformadas o espiritualistas; aquélla, de la ortodoxia.
La actitud ideológica característica de los
católicos “post-conciliares” frente a la historia eclesiástica tendería, pues,
al modelo de la Secta ,
no al Catolicismo como idea. No parece haberse producido tal actitud global de
resentimiento en anteriores reformas intraeclesiásticas. En la de Cluny o en la
de Trento, se sabe de condenaciones a “abusos” particulares que se querían
extirpar, pero no de un viraje radical ante el pasado; nunca se dijo entonces,
como ahora se ha escrito, que aunque sigamos repitiendo los mismos textos que
leyeron nuestros antepasados, los pensamientos que vinculamos a ellos son
sustancialmente diferentes. En el preciso momento de las declaraciones
ecuménicas y del acercamiento a otras confesiones, hay un ecumenismo que se
rehúsa: el de la identidad con el propio pasado de la Iglesia Católica.
La repristinación de la Iglesia Primitiva ,
que se aduce tantas veces para repudiar los eslabones intermedios, queda sin
embargo subordinado a su vez a una actitud
“modernizadora” que la falsea y deforma. Un aspecto del relativismo
historicista, la dependencia del momento presente en la recepción de todo bien
espiritual proveniente del pasado, ha sido inequívocamente aceptado por los más
radicales. G. Browman ha escrito en 1969 en “Concilium” que “nuestra tarea es
más bien interpretar nuestra propia época de manera creyente, y después leer e
interpretar la Escritura
a partir de esa interpretación contemporánea de la vida”. Imposible afirmar mas
inequívocamente el primado de la “actualidad” sobre las escrituras, que la Ortodoxia define como
revelación de lo “totalmente otro”, lo irreductiblemente sobrenatural a pesar
de los vocablos humanos.
Quizás no todos sean conscientes de este fatal
resultado del aggiornamento, pero la misma tendencia está implícita en tantas traducciones
modernizadoras de textos bíblicos que se leen durante la Misa (así, en la versión
española, el famoso término paulino de “carne”, religiosamente tan capital,
pasa a ser el “egoísmo”, trivialmente moralizador). De esta suerte, el
argumento de que se repudia la tradición para regresar al origen, queda a su
vez viciado, porque el origen se reinterpreta o traduce según los gustos del
instante presente. El círculo recorrido en vano prueba hasta donde es erróneo
el principio relativista y positivista histórico para la comprensión viva y
fiel de cualquier movimiento espiritual.
Maurice Blondel en Histoire et
Dogme demostró, contra Loisy, buena parte de las insuficiencias del
historicismo en historia eclesiástica, cuando esta es concebida como disciplina
religiosa, pero todavía no se divisaba, en 1901, el peligro de la modernización
conscientemente deformadora de los mismos textos bíblicos.
La pérdida de la vinculación católica al pasado
coincide con el debilitamiento de la Romanidad de la Iglesia. El poder
papal ha cedido frente al episcopal que a su vez, casi fatalmente, tiende a
subordinarse a influencias nacionales (como ocurre tanto en las iglesias
grecoorientales) o a ideologías transnacionales. La reforma
cluniacense-gregoriana se hizo justamente para rescatar a las autoridades
eclesiásticas de potencias extracanónicas; y hoy día se recorrerá muy
probablemente el camino inverso, el de sujetar a la Iglesia a poderes laicos.
La pérdida del latín como lengua ritual conspira al mismo fin de fortalecimiento
de las Iglesias nacionales.
Roma era el vínculo de Occidente con la Antigüedad greco-romana
y mediterránea en general; a través de ella el “ Extremo Occidente” que es
Europa se mantiene todavía vinculado a las más viejas ideas y culturas asiáticas.
El servicio precioso del Romanismo medieval fue preservar esta tradición
rectora. Luego, las conquistas ibéricas, las colonizaciones francesas, las
misiones, prolongaron en los tiempos modernos esta perpetuación ideal del
Imperio Romano. La imagen cósmico antigua y medieval había sido quebrantada por
la Ciencia Natural
del siglo XVII: pero la
Iglesia Romana , con tenacidad (bien que entonces sin nueva
creación) rehusó durante siglos sancionar la nueva ciencia y sus consecuencias
nihilistas para el hombre, como diría Nietzsche. A un universo sacral de la
poética divina –ha escrito Alphonse Dupront- descubierto a la contemplación y a
la sumisión del hombre, sucede un mundo heroico y profano de la conquista del
objeto, necesariamente compartimentado, carente de correspondencias místicas: la Iglesia se replegó
entonces sobre lo esencial, el depósito de la fe, la liturgia conservadora de
las unidades fundamentales. Todavía el siglo XIX está ilustrado por los grandes
conversos que descubren ese tesoro tras
de las apariencias lamentables, de que tanto se burla el católico de hoy,
alegremente sometido al relativismo histórico. Modelo grecorromano, Catolicismo
cultural y eclesiástico, universalismo, parecen desvanecerse frente a un
inorgánico internacionalismo hoy en boga.
DISTORSIÓN DE LA ESCATOLOGÍA
Se conoce bien el proceso el proceso histórico por
el cual las primeras esperanzas escatológicas de a Parousía y del Reino
empalidecieron progresivamente, no sin crisis y violentas erupciones. Hacia los
siglos XIII y XIV se constituyó una situación en que la Iglesia jerárquica y
sacramental “es ya” el Reino, simbólica y jurídicamente; su perfección real se
daría para cada hombre en el Más Allá, en la Iglesia Triunfante ;
el juicio final no era sino la sanción solemne del encuentro ya consumado para
cada alma. La efervescencia de una escatología realizada en el futuro histórico
terrestre sólo se mantiene en el mundo subterráneo de las sectas o de los
pensadores solitarios de tipo Joaquinista o Milenarista.
Todo pareció cambiar en los años recién pasados, al
multiplicarse los textos litúrgicos referentes a la segunda venida. Pero casi
enseguida, también, se produjeron las falsificaciones que empañaron los efectos
espirituales de este redescubrimiento y abrieron nuevos peligros.
En primer lugar, la nueva conciencia escatológica
se torna gregaria, hostil al alma individual. “Privatización”, “intimismo”, han
pasado a ser algunos de los slogans insultantes de moda en la literatura
eclesiástica. Ya en el siglo pasado se veía venir el derrumbe del hombre
interior: lo sentía así Jacobo Burckhardt, ante el avance de las realidades
masivas: democracia cesarismo, dimensiones colosales, afán de lucro,
socialismo. Pero que ese derrumbe fuese
también aceptado en el interior de la Iglesia , no era tan fácil de prever. El evangelio
habla incesantemente de la oración individual y se enseña el valor supremo de
cada alma ante Dios, capaz de contrapesar-paradójicamente- a todas las otras:
no existe en el orden evangélico la ley de la mayoría. Por otra parte, el dogma
de la Comunión
de los Santos afirma a la vez el papel esencial de cada alma, y la existencia
de vasos comunicantes, de misteriosos equilibrios dentro de la iglesia. Ni un
alma es medio para otra, ni para el total, como tampoco el todo es un medio
para los individuos: sino que se da a la vez una soledad y una solidaridad
indescriptibles, a pesar de las distancias del espacio y del tiempo.
Hay una ubicuidad de cada uno en el juego global de
la historia, un simbolismo propio de cada hombre, sobre el cual han escrito
cosas admirables Leon Bloy y Pierre
Emmanuel.
Pues bien, el actual sentimiento escatológico de
los católicos postconciliares, aunque implique tal vez un paso positivo en
alguna dirección, yerra al repudiar o silenciar la individualidad. Ello se
denota en la franca aversión a la oración individual, a la mística y al culto
de los santos. Sin embargo, los santos son figuras del orden venidero, del
“siglo futuro” dentro de las circunstancias del mundo histórico, son
anticipaciones. Un genuino “humanismo cristiano” tendría que admirarlos, como
hombres modelos, y cuidar de su gloria; pero ése repele al gregarismo
dominante, que aborrece la gran personalidad. Los iconoclastas no aceptan que
la gloria de Cristo participada e irradiada a otras figuras humanas se
incrementa en vez de disminuir. Son enemigos de todo lo helénico dentro del
Cristianismo, de toda figuración. Sin embargo, esos modelos han alimentado en
todo tiempo a multitud de hombres: la individualidad n orientada por modelos
valiosos se deseca en un atomismo espiritual. Bloy aconsejaba como lectura,
después de la Biblia ,
las vidas de los santos, “por imbéciles que fuesen”.
Un rasgo muy patente del nuevo escatologismo o
milenarismo es su activismo, su fe en las fuerzas humanas, su confianza en que
mediante ellas se “construye” el Reino de Dios. Es un tiranismo influido por el
espíritu fáustico propio todavía del genio europeo extendido hacia Norteamérica
y Rusia; su formulación mas difundida dentro del catolicismo actual proviene
sin duda de Teilhard.
Sin embargo, nos parece evidente que la Escatología
neotestamentaria es supranaturalista. La contraposición entre Dios y el mundo,
entre el Arriba y el Abajo –tan insistentemente marcada sobre todo en el Evangelio
y Epístolas de Juan- no podrá ser borrada de los textos; todas las visiones
apocalípticas muestran el Reino o la Jerusalén celestial descendiendo de lo alto, como
un símbolo opuesto a la Torre
de Babel; Jesús afirma de sí “Yo soy de arriba, vosotros sois de abajo”. Todo
esfuerzo y trabajo humano tiene que desembocar, en la concepción
neotestamentaria, en el “siervos inútiles somos”. Lejos de haber continuidad
entre una construcción titánica supuestamente cristiana, y la llegada del nuevo
orden, está dicho que cuando vuelva el Hijo del Hombre, acaso no habrá Fe sobre
la tierra.
Íntimamente relacionada con la inspiración
titanista de este tipo de Catolicismo está su propensión a la política. Podrá
parecer, claro está, que ello no es sino la prolongación de un modo secular de la Iglesia Romana. Es
cierto que la partie honteuse del Catolicismo, la inevitable pequeñez
que acompaña a sus grandezas, ha sido la figura del clero político. En el mundo
Hispanoamericano, en especial, la falta de una tradición espiritual y
contemplativa hace resaltar más, por contraste, hasta lo pintoresco, el tipo
del cura guerrillero de los siglos XIX y XX, que en el siglo pasado luchaba por
el Rey o por la Patria ,
por el Conservantismo o el Liberalismo, y hoy día por el socialismo o la
supuesta “liberación”.
Pero en la actual politización de la Iglesia , aparte de los
viejos hábitos, hay nuevos caracteres, que derivan de movimientos nacidos al
margen de las jerarquías institucionales y que traen temas insurreccionales. El
leit motiv del milenarismo político en boga es la Pobreza. A diferencia
de los movimientos de pobreza apostólica de los siglos XII y XIII, que huían
del mundo hacia la soledad, o hacia formas nuevas de fraternidad, el movimiento
actual quiere remodelar el mundo para entregar el poder a “los pobres”
identificados sin más con el proletariado, una de las fuerzas más hercúleas de
nuestra época apoyado por potencias políticas de primer orden. Se llama hoy día
amor por la pobreza a una cosa harto más diversa de la que sentía un San
Francisco, porque usa de medios poderosos y trae a sus sostenedores prestigio e
influencia en la opinión pública, mientras que el santo del siglo XIII era
perseguido como un loco.
No faltan los exegetas que sostengan que los
“pobres de Israel” y del Evangelio eran una clase social, impugnando la tesis
tradicional de que eran “pobres de espíritu”, como dice el texto de Mateo, de
ánimo contrito y humilde, siendo el nivel económico de pobreza una situación
apta para que se encendiera tal ánimo, pero en modo alguno su constitutivo. Se
combate con furia esa interpretación tradicional, por odio al pobre paciente, y
por afán de ver a Dios actuando en una supuesta lucha de clases. Se quiere
mirar el Nuevo Testamento a la luz del Viejo, para asimilar el pueblo
espiritual del Evangelio al terrestre de Moisés. Pero no será nunca tarea muy
fácil presentar como luchador social a un hombre que justificó el derroche de
un líquido precioso en su honor, en lugar de que se gastara en provecho de los
pobres, pues “siempre habrá pobres entre nosotros”. Como escribió León Bloy –un
pobre- “Jesús ha venido por los pobres, decía. Sin duda, pero también vino por
los ricos, a fin de que se hiciesen pobres por amor, y no podéis ignorar que
centenares de miles de santos han obedecido, Jesús ha venido por las ALMAS, eso
es lo que debe decirse”.
Ha surgido, pues, un escatologismo intramundano y
secular, que distorsiona la figura del Cristo y también la noción de la
pobreza, en pro de consignas políticas contemporáneas, produciendo toda una
pérdida de sustancia espiritual de la Iglesia.
Ejemplos históricos de tales oleadas muestran que
se trata de movimientos fanáticos muy devastadores material y anímicamente,
pero rápidamente desgastados. Así, innumerables oleadas en la Alta y Baja Edad Media, una
de las ramas del Hussismo; el evangelismo durante la Guerra Campesina
alemana: el Anabaptismo de Münster. Vale la pena recordar la seriedad con que
Lucero tomó los textos Neostamentarios frente a sus eventuales partidarios,
durante la Guerra
Campesina. Reconoció los agravios cometidos por los señores,
y la justicia de las quejas de los aldeanos, pero les negó, sin embargo, el
derecho a invocar la libertad evangélica en apoyo en la rebelión, porque la
libertad cristiana-mantuvo- es espiritual y no carnal, y los campesinos, al
violar ese principio, ponían al Evangelio en mayor peligro que el Papa y el
Emperador.
Sincretismo
Todo el peso de la propaganda en una civilización
de masas hace que la política eclesiástica se concentra más y más en fines
temporales: la Paz ,
el desarrollo, o bien, en las alas radicales, el Socialismo. Esas metas vienen
a importar mucho más en la conciencia que las verdades últimas. El mundo
neo-modernista. Ha escrito Maritain, se quiere cristiano, pero ha cesado de
creer en la Verdad. No
era por cierto así en el primer Cristianismo. San Pablo exclamaba que aunque él
mismo, o un ángel del cielo, predicasen algo opuesto a lo que él les había
enseñado, no debían ser escuchados. Las Epístolas de Juan y el Apocalipsis
precaven y amonestan con igual gravedad contra el error y la conformidad con la
existencia del error dentro de la Iglesia. El Cristianismo primitivo está lejos de
profesar el vago “evangelismo” que se supone; era por el contrario, claramente
dogmático. Entendiendo, sí, por dogma la expresión de la revelación en
conceptos análogos, no plenamente adecuados, pero verdaderos, de suerte que se
mantenga toda la vida de la verdad, sin reducirse a meras fórmulas o resúmenes
de la revelación.
Hoy día
retrocede el celo por la verdad ante el además del diálogo y la búsqueda de la
paz ante todo. La idea de que los individuos, los pueblos o la iglesia sólo
pueden “formarse” cuando la vida se hace obediente a la verdad se ha hecho más
y más extraña. Se supone que el contacto y el diálogo harán brotar la verdad
sin que ésta se enuncie; que es preferible no mencionar a Dios, que él volverá
a resurgir espontáneamente de la comunicación humana. Se ha abandonado, en eras
del diálogo y como supuesto necesario de éste, la oposición tajante Bien-Mal, y
desde luego la lucha de Dios con su Adversario, lucha ya no ética, sino
cristiana y escatológica. (Leopoldo Ziegler ha escrito que la paz a que aspira
el cristianismo, el orden temporal del mundo, está inscrito en una guerra escatológicamente
por la salvación de los hombres y sólo así puede entenderse la paz cristiana).
Los dogmas y las Escrituras se van reduciendo por la “desmitologización” a
conceptos filosóficos, éticos o políticos contemporáneos. Después de haberse
despersonalizado al Malo en el Mal, el Mal a su vez pasa a descomponerse en una
conexión de problemas psicológicos, sociales, económicos, susceptibles de
solución humana. El optimismo, general, de estirpe revolucionaria y de estirpe
tecnocrática, hace mirar como algo infantil todas las ideas primordiales del
Cristianismo.
El gran islamizante Louis Massignon escribía:
“Imaginarse que un nuevo humanismo es realizable por la sola fuerza conjugada
de nuestro pluralismo, nos lleva a la ilusión de los francmasones del siglo
XVIII, para quienes la humanidad era asintótica ala ciudad eterna”. Un orgánico
y concreto humanismo ecuménico, en que él creía, podría surgir tan sólo del
conocimiento y veneración de la tradición religiosa en todas sus fibras, y de
la devoción a figuras intercesoras y a centros de oración auténtica.
Pero de las tendencias ecuménicas cobran hoy día un
aspecto abstracto y organizativo, paralelo al del internacionalismo oficial,
tan ampliamente desarrollado desde 1918 y sobre todo desde 1945. Priman las
intenciones abstractas sobre las ideas y nada tiene de la concreta vida
religiosa de la Iglesia.
Un cosmopolitismo burocratizado mina casi todas las
comunidades religiosas, tendiendo a convertirlas en Moral o política. Pero tal como frente al Cosmopolitismo
estoico racionalista del final de la Antigüedad se difundieron sectas o iglesias
místicas en una inmensa gama, son notorias las reacciones antirracionalistas
actuales. Mas, su carácter de sectas cerradas o, a la inversa, de movimientos
informales, impide la multiformidad de vida y la duración de una Iglesia
auténtica.
Amenazas tan fuertes contra el Catolicismo en
cuanto conciencia específicamente histórica (también el Catolicismo es una
cierta visión de las cosas naturales, en una línea distinta de la que aquí
consideramos), abren forzosamente un interrogante sobre hacia donde se
orientarán en la Iglesia
los pasos que vienen. El proceso de aggiornamento parece fatal e irreversible.
Un clero plenamente legítimo porque fundado en sacramentos y poseedor en sus
última instancias, de una indefectibilidad e infalibilidad magisterial, ha
resultado a la postre, en gran parte, hondamente viciado por las ideologías mas
corrientes, que hacen muchas irreconocible el núcleo verdadero y profundo. Lo
grave es que dado el ambiente general de una civilización de masas (ambiente
real en Europa y Norteamérica, trasladado después a Hispanoamérica), las
ideologías políticas y sociales se colocan en el primer plano de la atención y
de la obediencia exigida a los laicos. Los católicos se ven movidos, por este
ambiente, a pensar más en regímenes políticos o sociales, que en las verdades
que vienen de las fuentes mismas y que hoy están relegadas al desván. En el
siglo XVII se reflexionó hondamente sobre la Gracia y la Predestinación , en
el siglo XIX los católicos se diferenciaban por temas como la libertad de
enseñanza y en el siglo XX por formas económicas. Así se ha llegado a una
desustanciación inmensa. Los laicos que han expresado una visión realmente
libre a propósito del aggiornamiento (piénsese en el Paysan de la Garonne , de Maritain) no
son mayormente escuchados. Parece, pues no haber hoy salida visible alguna
hacia una verdadera renovación en espíritu. El primado pragmatista de la Pastoral sobre la Verdad tendrá que producir
hasta el fin sus amargos frutos.
* Revista Dilemas n° 9, 1973.
2 comentarios:
muy buen artículo, muy profundo, de autor que conoce el tema.
Coincido plenamente, porque siempre vi en la exégesis histórico-critica uno de los pilares de esta devastación. Además de la pascendi hay que leer "Adónde nos lleva la Nueva Teología", del padre Garrigou-lagrange op (la Nouvelle theologie, où va-t-elle? - buscar en google), donde se explica el proceso de vaciamiento ontológico de los dogmas y la caida en el relativismo historicista y la negación de lo sobrenatural. Dios es una construcción de las necesidades existenciales de cada cultura. Es demasiado profundo el tema, y son pocos los que lo entienden. Y son cuestiones emparentadas con kant y Nietszche. Los Evangelios se han convertido en un RELATO subjetivo transmitido por una comunidad de crédulos. Y el jesús de la historia termina siendo el predicador del Reino inmanente. Por eso muchísimos teólogos asumen el liberacionismo y ese concepto erroneo de pobreza del que habla el autor. Gracias por este gran artículo.
VICTOR
Son unas brillantes reflexiones. Hay que hacer notar que Mario Góngora fue cercano al tradicionalismo (y a Monseñor Lefebvre). En una entrevista del año 1976, frente a la pregunta por la situación actual del cristianismo dijo: " me siento profundamente extraño y hostil a las tendencias ideológicas que se han adueñado de la dirección de la Iglesia después del último concilio. Sin embargo, sigo esperando que la Iglesia se recupere de esta crisis."
Afirmó, además,que entre todos los grupos tradicionalistas de resistencia contra la reforma conciliar, el que más le impresionaba eran los "Silencieux de France" quienes se limitaban a desfilar en silencio y a cantar el credo en latín.
Quizá, añadía, "la protesta más íntima y más callada sea la más eficaz. Pero cada cual debe actuar en conciencia y según su vocación."
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