En
entradas anteriores hemos citado enseñanzas de Pío XII que manifiestan la
importancia de distinguir la doctrina de la Iglesia, y las verdades filosóficas
ligadas necesariamente con ella, que
todos debemos seguir, de los distintos sistemas filosóficos y
teológicos admitidos por la Iglesia, que son objeto de libre aceptación por parte de los católicos.
La
historia demuestra un hecho: la
pluralidad de orden intelectual en el seno de la Iglesia. En efecto, una «pluralidad de
escuelas teológicas la conoció el Cristianismo desde sus albores; y si quizás
no son dualidad de teologías los pensamientos de Juan y Pablo, se pueden sin
embargo reconocer dos escuelas en la alejandrina y en la agustiniana, en la
franciscana y en la tomista, en la neotomista y en la rosminiana; por no hablar
de la pluralidad de las soluciones dadas a puntos particulares en el ámbito de
la ortodoxia, como ocurrió en torno al fin de la
Encarnación (disputado entre
Tomistas y Escotistas), la
Inmaculada Concepción (entre
Dominicos y Franciscanos), o la predestinación y el libre arbitrio (entre
Bañecianos y Molinistas) […]. El pluralismo es inherente a la investigación
teológica...» (Amerio).
Esta realidad de ha sido tradicionalmente reconocida como una riqueza eclesial. Y es legítima con una condición: que no rompa la
unidad de la fe, sino que se sitúe en su interior, es decir, que respete
los enunciados dogmáticos, y se alimente de ellos.
Por el contrario, una pluralidad de orden intelectual que resultara
incompatible con la
Revelación, o que la pusiera en grave peligro, sería
dañosa.
El
término pluralismo aplicado a la
Iglesia puede resultar inconveniente,
pues da la impresión de remitirse a un relativismo sin límites
objetivos fijados por el dato revelado. En este sentido, ilegítimo, para
el pluralismo «no se
trata en absoluto de reivindicar la variedad inmensa de ritos; de costumbres,
de jurisdicciones, de bulas, de la
Iglesia de siempre, tan sólida en su
unidad como rica en su diversidad. Ni de preservar, por ejemplo, el espíritu
del franciscanismo, tan diferente del dominicano o del agustiniano o del
jesuítico, dentro todos de una misma Iglesia» (Gambra).
Tampoco le basta a este pluralismo con
reconocer «todas estas corrientes, dentro
siempre de la ortodoxia católica, [que] se complementan entre sí en la
diversidad de sus temas preferentes y en sus tendencias, rivalizan en casos,
pero forman entre todas un importantísimo elenco filosófico, valioso en sí y
valioso en su influencia sobre el pensamiento contemporáneo, al que ha deparado
rigor conceptual y liberado de los prejuicios positivistas e idealistas» (Gambra). Este pluralismo se desinteresa de estas riquezas porque reivindica
un catolicismo
a la carta en el cual la diversidad sólo sirve de excusa para
romper la unidad.
Sin
embargo, el combate contra esta modalidad ilegítima de pluralismo, puede
perderse de vista la legítima diversidad intra-eclesial compatible con la necesaria unidad. En este sentido sí cabe hablar de pluralismo legítimo; al cual
-sin embargo- parece mejor denominar con otro término. Es por esto que algunos
autores prefieren usar la palabra «pluralismo» en un sentido negativo, para
referirse a lo que destruye la unidad, reservando el término «pluriformidad»
para designar la legítima diversidad.
De todas maneras, hay que recordar que «no se subordinan las cosas a las palabras, sino las palabras a las cosas» (S Th. I-II,96,6); y que la conveniencia del uso de tal o cual término, es cuestión prudencial.
De todas maneras, hay que recordar que «no se subordinan las cosas a las palabras, sino las palabras a las cosas» (S Th. I-II,96,6); y que la conveniencia del uso de tal o cual término, es cuestión prudencial.