El
armazón sistemático de la teología humanista puede reducirse a tres
principios. Tal vez su exposición resulte, a primera vista, demasiado abstracta. Veremos,
sin embargo, en seguida la dilatada gama de sus consecuencias vitales.
1.
El punto de partida se formula diciendo que «Dios no es objeto».
Naturalmente, la frase sería aceptable si lo que se intentara decir con
ella es que Dios no es una cosa, sino un Ser personal. Pero «Dios no es objeto» significa en los
ambientes de la teología humanista que Dios no puede ser objeto directo
de nuestros actos, porque Dios es «el completamente otro». Es interesante
que la traducción alemana de la obra de Robinson Honest to God («Sincero
para con Dios», en la versión española) tenga como título Gott ist anders («Dios
es de otra manera»). Ello implica que, cuando concebimos a Dios y pensamos en
El, construyamos en realidad, un ídolo. El intento de dirigirnos directamente a Dios, al presuponer la previa estructuración de
este «ídolo», completamente distinto de Dios nos llevaría a una especie de
idolatría. El tema dela idolatría, en este sentido, ha
sido muy cultivado por los teólogos humanistas. Se olvida así, sin
embargo, que de este modo se confunden conocimiento imperfecto y
conocimiento falso. San Pablo ha insistido en la posibilidad de
conocer a Dios a partir de las creaturas (Rom 1, 20). Sin duda, ese
conocimiento es imperfecto, pero no falso. No olvidemos la doctrina de
la analogía: porque mi conocimiento de Dios es análogo, Dios es siempre
mayor que mi representación de El; pero esa representación afirma algo
que es verdadero. Cuando llegue la visión cara a cara, superaré mi
conocimiento actual, pero no como algo radicalmente discontinuo, sino como un
escalón previo que fue necesario en mi ascensión. «Deus semper maior» es el
título de una conocida obra de Przywara; sí, Dios es siempre mayor
que lo que mi conocimiento me dice
de Él. Pero no
hablemos de Dios como del totalmente otro, pues, si esta afirmación se
tomara en serio, nos llevaría a relegar a Dios al campo de lo desconocido.
2.
Pero, volviendo a los principios de la teología humanista, es claro que,
si el horizonte de la capacidad humana está limitado por lo humano y
Dios queda fuera de ese horizonte, sólo la encarnación nos da la posibilidad de
amar a Dios. El intento directo de amarle nos llevaba a amar un
ídolo. Pero en la encarnación se nos da la primera posibilidad de que amando a
un hombre, al hombre Jesús, con un amor humano -el único de que el
hombre es capaz-, comencemos a amar a Dios, que se ha identificado en
unión personal con él.
3. Desde entonces esta actitud
humana frente a Cristo -amor humano en el fondo- se convierte en el
acto cristiano fundamental. El amor humanista, el amor humano del prójimo,
sería la actitud central del cristianismo.
LAS CONSECUENCIAS DE LOS
PRINCIPIOS
En
estos tres principios fundamentales se puede sintetizar la esencia de la
teología humanista. Las consecuencias del sistema son graves. Nos
limitamos a enumerarlas brevemente.
1ª.
Lógicamente, el acto específicamente religioso, en cuanto dirigido a Dios
mismo, pierde la primacía. En realidad, su misma
posibilidad se desdibuja con respecto a un Dios que siempre queda más
allá de nuestras categorías y nuestros esfuerzos. Quizás esta
desaparición de la valoración del acto específicamente religioso tenga
relación con la tendencia actual a sustituir la oración formal por la
virtual: dejar la oración que se dirige a Dios para sustituirla por el
servicio al prójimo.
2ª. Dado este primer paso, la desacralización se convierte
en programa. ¿Por qué seguir cultivando un mundo de lo sacro, cuando
nuestros intentos se convertirían en una especie de idolatría, es
decir, en culto al ídolo que nuestras categorías construyen? Dios sería
totalmente otro y totalmente distinto de ese ídolo. Uno puede preguntarse si no
habrá relación entre esta mentalidad y un cierto antisacramentalismo que ha
comenzado a invadimos. El postulado de desacralización se ha hecho
programáticamente tan radical, que alcanza a la liturgia misma, en la que el
hombre comienza a interesar más que el culto a Dios […].
3ª.
Al desaparecer Dios de nuestro horizonte, se hace una traducción temporalista
del cristianismo. Es claro que el cristiano que toma en serio su fe, es
consciente de una serie de obligaciones en el campo social y político. Pero
esto es una cosa, y otra presentar esas actividades socio-políticas como si
tuvieran en el cristianismo el primer plano o fueran específicas de él. Sin
embargo, es evidente que una vez puesto entre paréntesis el plano que se
refiere a Dios, y sustituido por un amor humanista al hombre y por un procurar
su bien humano, lo socio-político es primario, porque lo es entre las
preocupaciones meramente humanas. Se puede entender en esta perspectiva que un
teólogo de la secularización como Harvey Cox pueda llegar a opinar que «la teología es, ante todo, política». Sin llegar a Cox, entre los teóricos
católicos de la teología humanista, atribuir al trabajo de la construcción de
la ciudad terrestre un valor de influjo directo en la preparación del reino de
Dios es una convicción inquebrantable, a pesar de la insistencia del Nuevo
Testamento en la idea de ruptura entre el mundo presente y el futuro, y la
descripción de Apoc 21, 1 ss. de la nueva Jerusalén como don de Dios que viene de
lo alto, y no como realidad directamente preparada por las realizaciones terrenas
de un mundo más humanizado.
4ª.
Naturalmente, al hacerse primaria en el cristianismo la preocupación por la
construcción de la ciudad terrena, entra en crisis la idea de sacerdocio. ¿Para
qué recibir las órdenes sagradas, si la misión fundamental del cristianismo
puede ser igualmente realizada ordenándose o sin ordenarse? Yo diría que se
puede realizar mejor sin ordenarse. El clérigo que se empeña en trabajar en el campo
socio-político fácilmente entra en conflicto con las estructuras jerárquicas;
sin duda, mucho más fácilmente que el seglar […].
5ª.
Por otra parte, el «Dios completamente otro» nunca sería expresado por
nuestras categorías. Nuestras fórmulas dogmáticas comenzarían así a
ser terriblemente relativas. Supuesta esta relatividad de las fórmulas
dogmáticas y siendo, además el amor humano la esencia del cristianismo según
la teología humanista, el problema ecuménico se plantea para ella en términos
totalmente nuevos. ¿Qué sentido tendrían ya las diferencias interconfesionales
en la doctrina? Su solución sería sencilla: unámonos en el amor y
prescindamos de lo doctrinal […].
6ª.
Pero la lógica del sistema lleva más lejos. Si la esencia del cristianismo es
el auténtico amor humano, dondequiera que se dé tal amor, allí está el
verdadero cristianismo. Surge la teoría de los cristianos anónimos. No se
trata en ella solamente de lo que es doctrina común en la Iglesia católica. En efecto,
ningún teólogo católico duda de que Dios puede salvar, por caminos a
nosotros desconocidos, a los infieles de buena voluntad, llevándolos a
aquel mínimo de fe que es necesaria para salvarse. El planteamiento
de la teología humanista es otro: es suponer que todo pagano que ama
humanísticamente a los otros es ya un cristiano anónimo. Los paganos, masivamente
considerados, es decir, en su inmensa generalidad, serían ya cristianos
sin saberlo. No se puede «convertirlos», si no es de cristianos anónimos
en cristianos reflejos. Uno puede preguntarse si, concibiendo así las misiones,
vale la pena hacer el esfuerzo misional con todos los sacrificios de abandonar
familia y patria que lleva consigo. O ¿se trata de ir a las misiones para no
llevar algo específicamente cristiano, sino para trabajar en el desarrollo
de los pueblos? ¿Habría entonces esperanza de que nuestra misión
interesara en cuanto tal y no tan sólo por lo que tiene de común con
todos los movimientos humanitarios? Una cosa es que los paganos de buena
voluntad puedan salvarse y otra que la plenitud de los medíos
salvíficos sólo se encuentra en la
Iglesia católica; ambas proposiciones deben ser mantenidas para
una recta comprensión del concepto de misión […].
7ª.
Si el acto bueno no toca a Dios, tampoco lo tocará el acto malo. La teología
humanista tiene que revisar así el concepto de pecado, que ella no podrá seguir
concibiendo como ofensa de Dios.
8ª.
Pero la revisión del concepto de pecado induce una reducción del campo de
la moral. Sólo se podría considerar verdaderamente pecado lo que hace
daño a otro. La amputación de grandes sectores del campo de la moral, que
este postulado implica, es fácilmente perceptible. Es interesante recordar en
este contexto que la predicación profética en el Antiguo Testamento se
dirige muy primariamente contra un pecado que no hace daño al
prójimo: la idolatría, incluso en el caso en que se hace sin escándalo de
otro.
Creo
que es difícilmente negable que la mayor parte de estos criterios están en
el ambiente, y, por cierto, ampliamente difundidos. Frecuentemente se
encuentran en personas que desconocen totalmente los principios teóricos y
sistemáticos de que se derivan. Pero este hecho no debe sorprendernos. El
fenómeno es normal. ¿Cuántos alemanes, incluso entre los que vibraban con
los ideales nazis, habían leído a Nietzsche, cuyas obras, sin embargo, eran
el soporte filosófico del nacionalsocialismo? ¿Cuántos comunistas han
leído una obra tan voluminosa como El
capital, de Carlos Marx? En todos estos casos, lo que en las obras
teóricas son principios abstractos se difunde por medio de «slogans».
También ahora muchos de los criterios enumerados, que son consecuencias de
los principios de la teología humanista, tienen estructura y forma de
«slogans». Y los «slogans» tienen eficacia por sí mismos mucho más allá de
los principios de los que pueden proceder y en los que pueden fundarse; incluso
al separarse de tales principios los criterios pierden matización y se hacen
mas rígidos y radicales.
Tomado
de:
Pozo,
C. Teología humanista y crisis actual en la Iglesia. En : Daniélou-Pozo, Iglesia y secularización, 2ª ed., BAC,
Madrid, 1973, pp. 61 y ss.