sábado, 25 de agosto de 2018

Teología humanista

PRINCIPIOS SISTEMÁTICOS DE LA TEOLOGÍA HUMANISTA
El armazón sistemático de la teología humanista puede reducirse a tres principios. Tal vez su exposición resulte, a primera vista, demasiado abstracta. Veremos, sin embargo, en seguida la dilatada gama de sus consecuencias vitales.
1. El punto de partida se formula diciendo que «Dios no es objeto». Naturalmente, la frase sería aceptable si lo que se intentara decir con ella es que Dios no es una cosa, sino un Ser personal. Pero «Dios no es objeto» significa en los ambientes de la teología humanista que Dios no puede ser objeto directo de nuestros actos, porque Dios es «el completamente otro». Es interesante que la traducción alemana de la obra de Robinson Honest to God («Sincero para con Dios», en la versión española) tenga como título Gott ist anders («Dios es de otra manera»). Ello implica que, cuando concebimos a Dios y pensamos en El, construyamos en realidad, un ídolo. El intento de dirigirnos directamente a Dios, al presuponer la previa estructuración de este «ídolo», completamente distinto de Dios nos llevaría a una especie de idolatría. El tema dela idolatría, en este sentido, ha sido muy cultivado por los teólogos humanistas. Se olvida así, sin embargo, que de este modo se confunden conocimiento imperfecto y conocimiento falso. San Pablo ha insistido en la posibilidad de conocer a Dios a partir de las creaturas (Rom 1, 20). Sin duda, ese conocimiento es imperfecto, pero no falso. No olvidemos la doctrina de la analogía: porque mi conocimiento de Dios es análogo, Dios es siempre mayor que mi representación de El; pero esa representación afirma algo que es verdadero. Cuando llegue la visión cara a cara, superaré mi conocimiento actual, pero no como algo radicalmente discontinuo, sino como un escalón previo que fue necesario en mi ascensión. «Deus semper maior» es el título de una conocida obra de Przywara; sí, Dios es siempre mayor que lo que mi conocimiento me dice de Él. Pero no hablemos de Dios como del totalmente otro, pues, si esta afirmación se tomara en serio, nos llevaría a relegar a Dios al campo de lo desconocido.
2. Pero, volviendo a los principios de la teología humanista, es claro que, si el horizonte de la capacidad humana está limitado por lo humano y Dios queda fuera de ese horizonte, sólo la encarnación nos da la posibilidad de amar a Dios. El intento directo de amarle nos llevaba a amar un ídolo. Pero en la encarnación se nos da la primera posibilidad de que amando a un hombre, al hombre Jesús, con un amor humano -el único de que el hombre es capaz-, comencemos a amar a Dios, que se ha identificado en unión personal con él.
3. Desde entonces esta actitud humana frente a Cristo -amor humano en el fondo- se convierte en el acto cristiano fundamental. El amor humanista, el amor humano del prójimo, sería la actitud central del cristianismo.
LAS CONSECUENCIAS DE LOS PRINCIPIOS
En estos tres principios fundamentales se puede sintetizar la esencia de la teología humanista. Las consecuencias del sistema son graves. Nos limitamos a enumerarlas brevemente.
1ª. Lógicamente, el acto específicamente religioso, en cuanto dirigido a Dios mismo, pierde la primacía. En realidad, su misma posibilidad se desdibuja con respecto a un Dios que siempre queda más allá de nuestras categorías y nuestros esfuerzos. Quizás esta desaparición de la valoración del acto específicamente religioso tenga relación con la tendencia actual a sustituir la oración formal por la virtual: dejar la oración que se dirige a Dios para sustituirla por el servicio al prójimo. 
2ª. Dado este primer paso, la desacralización se convierte en programa. ¿Por qué seguir cultivando un mundo de lo sacro, cuando nuestros intentos se convertirían en una especie de idolatría, es decir, en culto al ídolo que nuestras categorías construyen? Dios sería totalmente otro y totalmente distinto de ese ídolo. Uno puede preguntarse si no habrá relación entre esta mentalidad y un cierto antisacramentalismo que ha comenzado a invadimos. El postulado de desacralización se ha hecho programáticamente tan radical, que alcanza a la liturgia misma, en la que el hombre comienza a interesar más que el culto a Dios […].
3ª. Al desaparecer Dios de nuestro horizonte, se hace una traducción temporalista del cristianismo. Es claro que el cristiano que toma en serio su fe, es consciente de una serie de obligaciones en el campo social y político. Pero esto es una cosa, y otra presentar esas actividades socio-políticas como si tuvieran en el cristianismo el primer plano o fueran específicas de él. Sin embargo, es evidente que una vez puesto entre paréntesis el plano que se refiere a Dios, y sustituido por un amor humanista al hombre y por un procurar su bien humano, lo socio-político es primario, porque lo es entre las preocupaciones meramente humanas. Se puede entender en esta perspectiva que un teólogo de la secularización como Harvey Cox pueda llegar a opinar que «la teología es, ante todo, política». Sin llegar a Cox, entre los teóricos católicos de la teología humanista, atribuir al trabajo de la construcción de la ciudad terrestre un valor de influjo directo en la preparación del reino de Dios es una convicción inquebrantable, a pesar de la insistencia del Nuevo Testamento en la idea de ruptura entre el mundo presente y el futuro, y la descripción de Apoc 21, 1 ss. de la nueva Jerusalén como don de Dios que viene de lo alto, y no como realidad directamente preparada por las realizaciones terrenas de un mundo más humanizado.
4ª. Naturalmente, al hacerse primaria en el cristianismo la preocupación por la construcción de la ciudad terrena, entra en crisis la idea de sacerdocio. ¿Para qué recibir las órdenes sagradas, si la misión fundamental del cristianismo puede ser igualmente realizada ordenándose o sin ordenarse? Yo diría que se puede realizar mejor sin ordenarse. El clérigo que se empeña en trabajar en el campo socio-político fácilmente entra en conflicto con las estructuras jerárquicas; sin duda, mucho más fácilmente que el seglar […].
5ª. Por otra parte, el «Dios completamente otro» nunca sería expresado por nuestras categorías. Nuestras fórmulas dogmáticas comenzarían así a ser terriblemente relativas. Supuesta esta relatividad de las fórmulas dogmáticas y siendo, además el amor humano la esencia del cristianismo según la teología humanista, el problema ecuménico se plantea para ella en términos totalmente nuevos. ¿Qué sentido tendrían ya las diferencias interconfesionales en la doctrina? Su solución sería sencilla: unámonos en el amor y prescindamos de lo doctrinal […].
6ª. Pero la lógica del sistema lleva más lejos. Si la esencia del cristianismo es el auténtico amor humano, dondequiera que se dé tal amor, allí está el verdadero cristianismo. Surge la teoría de los cristianos anónimos. No se trata en ella solamente de lo que es doctrina común en la Iglesia católica. En efecto, ningún teólogo católico duda de que Dios puede salvar, por caminos a nosotros desconocidos, a los infieles de buena voluntad, llevándolos a aquel mínimo de fe que es necesaria para salvarse. El planteamiento de la teología humanista es otro: es suponer que todo pagano que ama humanísticamente a los otros es ya un cristiano anónimo. Los paganos, masivamente considerados, es decir, en su inmensa generalidad, serían ya cristianos sin saberlo. No se puede «convertirlos», si no es de cristianos anónimos en cristianos reflejos. Uno puede preguntarse si, concibiendo así las misiones, vale la pena hacer el esfuerzo misional con todos los sacrificios de abandonar familia y patria que lleva consigo. O ¿se trata de ir a las misiones para no llevar algo específicamente cristiano, sino para trabajar en el desarrollo de los pueblos? ¿Habría entonces esperanza de que nuestra misión interesara en cuanto tal y no tan sólo por lo que tiene de común con todos los movimientos humanitarios? Una cosa es que los paganos de buena voluntad puedan salvarse y otra que la plenitud de los medíos salvíficos sólo se encuentra en la Iglesia católica; ambas proposiciones deben ser mantenidas para una recta comprensión del concepto de misión […].
7ª. Si el acto bueno no toca a Dios, tampoco lo tocará el acto malo. La teología humanista tiene que revisar así el concepto de pecado, que ella no podrá seguir concibiendo como ofensa de Dios.
8ª. Pero la revisión del concepto de pecado induce una reducción del campo de la moral. Sólo se podría considerar verdaderamente pecado lo que hace daño a otro. La amputación de grandes sectores del campo de la moral, que este postulado implica, es fácilmente perceptible. Es interesante recordar en este contexto que la predicación profética en el Antiguo Testamento se dirige muy primariamente contra un pecado que no hace daño al prójimo: la idolatría, incluso en el caso en que se hace sin escándalo de otro.
Creo que es difícilmente negable que la mayor parte de estos criterios están en el ambiente, y, por cierto, ampliamente difundidos. Frecuentemente se encuentran en personas que desconocen totalmente los principios teóricos y sistemáticos de que se derivan. Pero este hecho no debe sorprendernos. El fenómeno es normal. ¿Cuántos alemanes, incluso entre los que vibraban con los ideales nazis, habían leído a Nietzsche, cuyas obras, sin embargo, eran el soporte filosófico del nacionalsocialismo? ¿Cuántos comunistas han leído una obra tan voluminosa como El capital, de Carlos Marx? En todos estos casos, lo que en las obras teóricas son principios abstractos se difunde por medio de «slogans». También ahora muchos de los criterios enumerados, que son consecuencias de los principios de la teología humanista, tienen estructura y forma de «slogans». Y los «slogans» tienen eficacia por sí mismos mucho más allá de los principios de los que pueden proceder y en los que pueden fundarse; incluso al separarse de tales principios los criterios pierden matización y se hacen mas rígidos y radicales.
Tomado de:
Pozo, C. Teología humanista y crisis actual en la Iglesia. En: Daniélou-Pozo, Iglesia y secularización, 2ª ed., BAC, Madrid, 1973, pp. 61 y ss.