En una entrada ya publicada reproducimos un texto del P. Castellani en cual se dibujan los grandes trazos de un proceso histórico de
Hemos destacado ya
cómo la Reforma
del siglo XVI había suscitado en la Iglesia católica la reacción profundamente
insuficiente, no satisfactoria, de lo que se ha llamado la Contrarreforma. Esta,
en la medida en que merece su nombre, en vez de haber contribuido a
restaurar una catolicidad integral se ha limitado a hacer del catolicismo
un simple contraprotestantismo, al igual que la Reforma había degenerado
en Contraiglesia.
La misma reacción debió reproducirse en las masas
católicas y agravarse ahí una primera vez después de la Revolución francesa
y una segunda
después del movimiento modernista, a principios del siglo XX. En el primer
caso se tendrá como resultado lo que se ha denominado el tradicionalismo; en
el segundo caso, el integrismo. Pero así como el tradicionalismo de José
de Maistre y de Luis de
Bonald no representaba una recuperación de la verdadera y auténtica tradición católica,
tampoco el integrismo moderno es la restauración de su integridad. El
tradicionalismo, al oponer la tradición a la libertad y a la razón, ha hecho una rutina
mecánica y no inteligente
que se pasa de mano en mano simplemente sin tratar de asimilarla ni, con
mucha más razón, de comprenderla. El tradicionaliasmo, pues, se ha
revelado ya, a lo largo del siglo XIX, como el peor enemigo del verdadero
redescubrimiento de la tradición católica única digna de este nombre, tal
como Newman y Mohler trabajaron para restaurarla. El integrismo, a su vez,
tiene como perfecto el relleno entre rutina y tradición, rehusando admitir todo
desarrollo de ésta, confundido con una evolución simplemente destructora y
disgregadora. Con el mismo golpe endureció todavía la oposición entre la
autoridad y la libertad, queriendo elevar la autoridad por encima de la
tradición, como se había caído en la tentación anteriormente de elevar la
tradición por encima de la
Escritura para aplanar, si ello fuera posible, todo lo
que se temía que iba a salir de la una o de la otra. Pero el integrismo,
como el tradicionalismo antes que él, no es evidentemente viable.
El tradicionalismo del
siglo XIX provocó pues en su discípulo más grande, Lamennais, la reacción
de un futurismo demagógico exasperado: la sustitución sistemática de la vox populi,
vox Dei, por una concepción de oráculo de la autoridad patriarcal de
los pontífices y de los reyes. El integrismo, con el cual la ortodoxia,
oficial y popular a la vez, tendía en el catolicismo a confundirse, desde
el modernismo y su represión, desde el instante en que la autoridad
aflojara su presión, debía suscitar la reacción paralela, pero más brutal todavía,
del progresismo contemporáneo. A una tradición indebidamente congelada,
sostenida intangible por medio de una autoridad encogida sobre sí misma,
la primera relajación, que representaba el reinado de Juan XXIII y el
Concilio, haría suceder no la reviviscencia de la tradición auténtica, para
la cual no estaban preparados ni la masa ni la mayor parte de sus jefes, sino la disolución de
todo sentido tradicional. Una libertad que la autoridad se había cuidado
exclusivamente de reprimir para guardar la ocasión o la posibilidad de
proseguir su educación, dejada ahora a sí misma, no sabe sino fluctuar a
la deriva.
Aquí es donde las
inercias propiamente católicas -yo quiero decir del catolicismo moderno-
añaden su peso al vértigo dialéctico de las reacciones que acabamos de
analizar. Por haberse limitado a «conservar», a «proteger», a «defender»,
los órganos directores dentro del catolicismo moderno, no supieron guiar,
inspirar, suscitar el desarrollo viviente de la tradición católica en todo
el cuerpo de los fieles. Estos, pues, no escapan a una inmovilidad pasiva
sino para ceder sin resistencia a las presiones de fuera. En estas condiciones,
ellos no pueden atestiguar la vitalidad de un organismo que, sin embargo,
les pertenece todavía, pero del cual, en demasiado gran número y desde
hace ya mucho tiempo, no participan.
Es preciso llegar a una nueva toma de conciencia de esta vitalidad,
que es la de la tradición desembarazada de todas estas falsificaciones, si
se quiere salir de la crisis católica presente y ayudar así a protestantes
y anglicanos a
salir de la crisis de su propio ecumenismo para que volvamos a reunirnos
todos juntamente con los ortodoxos en la Una Sancta , de
la cual la cristiandad dividida y el mundo desgarrado tienen
más necesidad que nunca.
Fuente:
Bouyer, L. La Iglesia de Dios. Madrid, 1973, pp. 186 y ss.