sábado, 1 de septiembre de 2018

La descomposición del contraprotestantismo


En una entrada ya publicada reproducimos un texto del P. Castellani en cual se dibujan los grandes trazos de un proceso histórico de la Iglesia post-tridentina: «…la actitud polémica también influyó malamente en el Catolicismo […] Una gran parte del Catolicismo moderno -sobre todo en España y aledaños- se ha edificado sobre el Concilio de Trento más que sobre el EVANGELIO; es decir, se ha configurado en contra del Protestantismo; lo cual comporta una especie de imitación subconsciente. No se mueve libremente el que esgrime contra otro: depende del otro en sus movimientos». En otra entrada citamos pasajes del dominico Regamey, en los cuales se advierte sobre los peligros del «integrismo». Reproducimos hoy unas páginas de L. Bouyer que agregan más líneas para ir completando el cuadro.
Hemos destacado ya cómo la Reforma del siglo XVI había suscitado en la Iglesia católica la reacción profundamente insuficiente, no satisfactoria, de lo que se ha llamado la Contrarreforma. Esta, en la medida en que merece su nombre, en vez de haber contribuido a restaurar una catolicidad integral se ha limitado a hacer del catolicismo un simple contraprotestantismo, al igual que la Reforma había degenerado en Contraiglesia.
La misma reacción debió reproducirse en las masas católicas y agravarse ahí una primera vez después de la Revolución francesa y una segunda después del movimiento modernista, a principios del siglo XX. En el primer caso se tendrá como resultado lo que se ha denominado el tradicionalismo; en el segundo caso, el integrismo. Pero así como el tradicionalismo de José de Maistre y de Luis de Bonald no representaba una recuperación de la verdadera y auténtica tradición católica, tampoco el integrismo moderno es la restauración de su integridad. El tradicionalismo, al oponer la tradición a la libertad y a la razón, ha hecho una rutina mecánica y no inteligente que se pasa de mano en mano simplemente sin tratar de asimilarla ni, con mucha más razón, de comprenderla. El tradicionaliasmo, pues, se ha revelado ya, a lo largo del siglo XIX, como el peor enemigo del verdadero redescubrimiento de la tradición católica única digna de este nombre, tal como Newman y Mohler trabajaron para restaurarla. El integrismo, a su vez, tiene como perfecto el relleno entre rutina y tradición, rehusando admitir todo desarrollo de ésta, confundido con una evolución simplemente destructora y disgregadora. Con el mismo golpe endureció todavía la oposición entre la autoridad y la libertad, queriendo elevar la autoridad por encima de la tradición, como se había caído en la tentación anteriormente de elevar la tradición por encima de la Escritura para aplanar, si ello fuera posible, todo lo que se temía que iba a salir de la una o de la otra. Pero el integrismo, como el tradicionalismo antes que él, no es evidentemente viable.
El tradicionalismo del siglo XIX provocó pues en su discípulo más grande, Lamennais, la reacción de un futurismo demagógico exasperado: la sustitución sistemática de la vox populi, vox Dei, por una concepción de oráculo de la autoridad patriarcal de los pontífices y de los reyes. El integrismo, con el cual la ortodoxia, oficial y popular a la vez, tendía en el catolicismo a confundirse, desde el modernismo y su represión, desde el instante en que la autoridad aflojara su presión, debía suscitar la reacción paralela, pero más brutal todavía, del progresismo contemporáneo. A una tradición indebidamente congelada, sostenida intangible por medio de una autoridad encogida sobre sí misma, la primera relajación, que representaba el reinado de Juan XXIII y el Concilio, haría suceder no la reviviscencia de la tradición auténtica, para la cual no estaban preparados ni la masa ni la mayor parte de sus jefes, sino la disolución de todo sentido tradicional. Una libertad que la autoridad se había cuidado exclusivamente de reprimir para guardar la ocasión o la posibilidad de proseguir su educación, dejada ahora a sí misma, no sabe sino fluctuar a la deriva.
Aquí es donde las inercias propiamente católicas -yo quiero decir del catolicismo moderno- añaden su peso al vértigo dialéctico de las reacciones que acabamos de analizar. Por haberse limitado a «conservar», a «proteger», a «defender», los órganos directores dentro del catolicismo moderno, no supieron guiar, inspirar, suscitar el desarrollo viviente de la tradición católica en todo el cuerpo de los fieles. Estos, pues, no escapan a una inmovilidad pasiva sino para ceder sin resistencia a las presiones de fuera. En estas condiciones, ellos no pueden atestiguar la vitalidad de un organismo que, sin embargo, les pertenece todavía, pero del cual, en demasiado gran número y desde hace ya mucho tiempo, no participan.
Es preciso llegar a una nueva toma de conciencia de esta vitalidad, que es la de la tradición desembarazada de todas estas falsificaciones, si se quiere salir de la crisis católica presente y ayudar así a protestantes y anglicanos a salir de la crisis de su propio ecumenismo para que volvamos a reunirnos todos juntamente con los ortodoxos en la Una Sanctade la cual la cristiandad dividida y el mundo desgarrado tienen más necesidad que nunca.
Fuente:
Bouyer, L. La Iglesia de Dios. Madrid, 1973, pp. 186 y ss.