La pesadilla de la educación.
Por Carlos. D. Lasa.
Esta madrugada me desperté
sobresaltado. Traté de tranquilizarme para poder determinar qué me había
causado semejante estado de intranquilidad. Intenté, entonces, recordar mi
sueño.
Había soñado que los niños y
jóvenes de Argentina eran subidos, compulsivamente, a un gran colectivo cuya
única virtud era la de ensancharse para albergar a los que iba reclutando a lo
largo y ancho del país. Sobre uno de los costados del ómnibus estaba inscripta
esta palabra: INCLUSIÓN.
La inclusión, al modo de una
epidemia ya convertida en pandemia, afectaba a todos los tripulantes. Sus
cabezas no podían escapar a la lógica binaria: inclusión-exclusión. Recordé entonces el diálogo que tuviera con
una candidata a ocupar una Dirección de primaria. En su oportunidad le dije: “‒ ¿Qué
juicio le merece la ley de educación?” De inmediato me respondió: “‒ Me
parece inadecuada porque no incluye a los mapuches”. Y yo le pregunté: “‒ Pero
si la ley de educación se propusiese, por ejemplo, sacar idiotas en serie, ¿no
le parece que sería muy bueno para el pueblo mapuche no ser incluido dentro de
esa ley?” Desde su pobre lógica binaria sólo atinó a mirarme con una cara de
“Ud. no entiende nada”.
La aspirante a Directora de
primaria ni siquiera imaginaba que la omnipresencia de la sociología, tanto en
su cabeza como en la del ómnibus con que soñé, era una consecuencia de lo
afirmado por Marx en su tesis VI sobre Feuerbach cuando había reducido al
hombre a la dimensión socio-histórica. A partir de entonces, el ser del hombre
pasa a configurarse dentro de un mundo de relaciones socio-históricas y, en
consecuencia, no estar incluido en ellas equivale a no-ser.
Volviendo a mi sueño, me pregunté
qué era aquello que me había provocado tanto desasosiego. Y repasando cada
secuencia del mismo, tomé conciencia que era terrible advertir que ese vehículo
marchaba a la deriva. Recuerdo que algunas mentes más despiertas preguntaban al
chofer: “‒¿Para qué estamos marchando?” Y el chofer les respondía,
sin que se le moviera un músculo de la cara: “‒Para marchar”.
De inmediato se escuchó la voz de
una Experta en Educación que les dijo a estos preguntones: “‒
Interrogarse acerca de dónde venimos y hacia dónde vamos es algo superado,
chicos, algo filosófico”. Y prosiguió: “‒ Nosotros, desde que sabemos que
la única realidad es este grupo socio-histórico, y que esta última ‒la realidad‒ depende de
lo que nosotros queramos, pasamos nuestras vidas “construyendo” conocimientos y
re-significándolos para que el colectivo-educación
siga marchando. Nuestra práctica en el aula se sostiene a partir de un
pensamiento crítico”.
Pero uno de los preguntones no
pudo con su genio y le retrucó: “‒Pero dígame, ¿cómo será posible un
pensamiento crítico si ya nos han determinado qué preguntas podemos formular y
qué otras preguntas no? Ya me censuró Ud. cuando preguntamos por qué estaba
marchando el colectivo?, ¿ y no censuró Ud. misma, acaso, al filosofar como
algo superado?”. [Recuerdo que, hace un tiempo, le fue rechazado un plan de
investigación a una investigadora en educación porque ser “muy filosófico”].
Lo más grave de mi sueño es que
representaba una adecuación perfecta con la realidad. De allí que mi malestar
no sólo se fuera sino que se agudizara. Comencé a repasar en qué pasan sus
horas los Expertos en Educación: en fritar y refritar temas de corte puramente
sociológico. Bajo una apariencia de cambio, todo queda exactamente igual.
Cambian los paradigmas, es decir, lo que los miembros del colectivo van
construyendo a medida que el colectivo sigue avanzando pero, claro está, esos
paradigmas jamás pueden poner en cuestión al paradigma de los paradigmas: que la realidad y el hombre se reducen a
una construcción histórico-social que la escuela debe reproducir. A este
paradigma nadie lo discute; hay preguntas que están prohibidas. Hay que
proscribir a la filosofía del espacio educativo porque ella, como decía un
célebre general argentino, “aviva giles”.
Hace pocos días, una autoridad
educativa reflexionaba en estos términos acerca de la realización de un próximo
Congreso que reúne ‒nos dicen‒ a grandes expertos: “… la
denominación del Congreso se realizó en función del ‘nuevo paradigma’ de las
escuelas que ya no son seleccionadoras y clasificadoras, sino que pretenden ser
inclusivas y esto supone el conocimiento del otro”. Habría que preguntarle a
esta autoridad, ¿qué brinda y qué debiera ofrecer la escuela actual a los
jóvenes que pretende incluir? Esta cuestión, ¿estará alguna vez en la agenda de
las autoridades educativas y de los realizadores de los Congresos?
En determinado momento de mis
divagaciones no pude dejar de recordar aquellas sabias palabras de Mattéi
cuando se refería a la pedagogía procedimental. Refería Mattéi: “De este
postulado de equivalencia entre la educación y la vida, la vida y los procesos,
se deduce que la educación será concebida como un proceso vital indefinido de
procedimientos de enseñanza que no remiten más que a ellos mismos y no a una
fuente externa… En el caso de la institución escolar, se reemplaza la finalidad pedagógica, es decir, la
constitución del hombre en su humanidad, o, como decía Kant, en ‘su fin
último’, por la función de enseñanza.
A su vez, la función de enseñanza se reduce a los métodos didácticos que se ponen en práctica, que, para concluir, se
degenerarán en procedimientos
mecánicos…”[1].
Yo me pregunto, entonces: en el
mientras tanto, ¿qué sucede con los niños y jóvenes que van en el colectivo?
La respuesta no es demasiado
compleja si se tiene en cuenta que cada niño y cada joven son considerados sólo
como ciudadanos y no como personas. Su ser, reducido al contexto
socio-histórico, no puede aspirar a alcanzar la plenitud de lo humano, no puede
darse el lujo de pretender una educación de excelencia. Debe contentarse con
viajar en el colectivo sin saber hacia dónde va; renunciar al acto de pensar;
contentarse con adquirir un nivel mínimo de conocimientos que irá construyendo
mientras el colectivo siga marchando. Esos conocimientos mínimos deben hacer
posible que los tripulantes del colectivo adquieran un nivel óptimo de adaptación al ómnibus para que éste
continúe marchando. La misma autoridad educativa referida pontificaba que la
escuela trabaja “para que (se) alcance lo mínimo, básico e indispensable que
necesitamos de cada ciudadano en cuanto a sus conocimientos”.
Dentro de la terrible exaltación a
la que estaba sometido por mi pesadilla pude responder a aquel interrogante que
Schiller, en la carta VIII de su obra Cartas
sobre la educación estética del hombre, se había formulado: “¿De dónde
viene, entonces, que seamos aún bárbaros?”
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