La Redacción ha decidido glosar el cuarto articulete de Don Iraburu en dos partes. Estamos ante una cortina de humo.
–A ver por dónde seguimos ahora… Ay, madre.
–Tranquilo. La verdad debe ser afirmada con paz, alegría y fortaleza. Y con paciencia.
Una breve evocación de la historia de la Iglesia en su último medio siglonos ayudará a entender mejor la posición de Mons. Lefebvre, de la FSSPX y de aquellos que hoy están más o menos de acuerdo con ellos.
Una historia de la Iglesia que selecciona los hechos de modo tal que sirvan para favorecer la posición neoconservadora de Iraburu y sus seguidores. Una novela rosa para el período conciliar y posconciliar.
El sagrado Concilio Vaticano II, convocado por el Beato Juan XXIII, fue una inmensa gracia de Dios para su Iglesia (1962-1965), como todos los Concilios anteriores. En él Nuestro Señor Jesucristo reunió en asamblea eclesial a 2.500 Padres. Fué con gran diferencia el Concilio más numeroso de la historia. Y partiendo de los Concilios anteriores, muchos de ellos dogmáticos, trató con una finalidad predominantemente pastoral y renovadora las grandes realidades de la Iglesia católica.
Los datos cuantitativos que aquí trae Iraburu pueden impresionar al lector no versado en Teología haciéndole olvidar que ninguna de las novedades del Vaticano II pertenece a la categoría del magisterio infalible. En cuanto a la finalidad pastoral del Sínodo, el pasado y el presente muestran los resultados. ¿Se los quiere ver en todas sus dimensiones? ¿O es mejor refugiarse en el optimismo compulsivo de los baluartes neoconservadores?
Es bien sabido que había entre los Padres conciliares, como en tantos otros Concilios anteriores, tendencias doctrinales y pastorales fuertemente contrapuestas. El grupo liberal, conducido por algunos Cardenales, como Bea, Alfrink, Willebrands, estaba apoyado principalmente por Obispos centroeuropeos y franceses. Y del otro lado, el grupo tradicional, dirigido por Cardenales como Siri y Ottaviani y por el Coetus internationalis Patrum, presidido por el Arzobispo Lefebvre, tenía el apoyo de Italia, España e Hispanoamérica, así como de no pocas Iglesias de reciente nacimiento. El primer grupo era minoritario, pero sumamente organizado y apoyado por teólogos progresistas de renombre y por la prensa mundial. El segundo, poco organizado y mucho menos eficiente en los medios, pero sumamente lúcido y valiente, consiguió sin embargo el apoyo de la mayoría de los Padres. Y en algunos casos fue el Papa Pablo VI el que, con intervenciones personales, «confirmó en la fe» a sus hermanos. Demos gracias a Dios.
El Concilio se promulga finalmente con un gran acuerdo de los Padres. Todos los documentos, incluso los más discutidos, como el de la libertad religiosa, son firmados por la Asamblea conciliar, también por Mons. Lefebvre, con unanimidad casi total. Es evidente que todos los Padres conciliares están convencidos de que el XXI Concilio ecuménico guarda plena fidelidad y continuidad con la doctrina de los XX Concilios anteriores. No lo hubieran firmado si no lo creyeran así. Y todos saben bien que si la enseñanza conciliar en alguna cuestión concreta diera lugar a una interpretación dudosa, ésta habrá de dilucidarse ateniéndose siempre a las enseñanzas ya anteriormente establecidas con mayor claridad y firmeza por la Santa Madre Iglesia. Hago notar también que los Padres aprobaron unánimes las enseñanzas del Vaticano II, no las falsificaciones doctrinales que en seguida se difundirían en su nombre.
Iraburu repite aquí el tan trillado como superficial argumento de que Lefebvre firmó los documentos del Vaticano II. Sobran explicaciones sobre el punto, por lo que no lo trataremos.
El consenso entusiasta inmediato al Vaticano II no dice nada sobre su estatuto magisterial. ¿Pensará el autor que la verdad depende del número? ¿Creerá que la amplia recepción de una doctrina la vuelve ortodoxa?
Cabe anticipar que la falsificación comenzó durante el desarrollo del Concilio y que contó con muy altas complicidades.
Conviene tener en cuenta, por otra parte, que en la historia de la Iglesia el Concilio Vaticano II es el único que ha producido como documento final un grueso libro de 700 o 1.000 páginas. Y en un escrito tan sumamente largo no faltan ciertos textos nacidos como resultantes de fuerzas conciliares duramente contrapuestas. Esta circunstancia real, y el uso de un lenguaje a veces más literario y retórico que teológico y preciso, da lugar a algunas expresiones confusas, imprecisas e incluso falsas, si se toman en su literalidad y fuera de contexto –lo que no debe hacerse– (Reforma o apostasía 24), y que necesitan ser aclaradas en actos posteriores del Magisterio apostólico, como así ha sucedido, concretamente en discursos pontificios y Encíclicas postconciliares. En seguida vuelvo sobre esto.
La falsificación de las doctrinas del Vaticano II comenzó durante su misma celebración, y se multiplicó grandemente en el postconcilio. La minoría liberal aludida, a través de muchos teólogos progresistas y con la complicidad de casi toda la prensa mundial, difundieron durante el Concilio y aún más después de él una versión neo-modernista de los documentos conciliares, que muchos católicos –sin haber leído los textos conciliares o habiéndolos leído– recibieron como la auténtica doctrina conciliar. De hecho, teólogos como Küng y Schillebeeckx, teniéndose a sí mismos por los teólogos realmente fieles al Vaticano II, difundieron en su nombre no pocas herejías.
Durante el desarrollo del Concilio, renombrados peritos conciliares, comenzaron a publicar las falsificaciones. Lo que silencia Iraburu es que se trató de peritos designados por los mismos padres conciliares. Omite mencionar, asimismo, que sus publicaciones recibieron el nihil obstat de los obispos, padres conciliares, y que en muchas iglesias particulares llegaron a desempeñar el papel de interpretación auténtica.
El error radical de Mons. Lefebvre y de sus seguidores fue acusar al Concilio Ecuménico Vaticano II y a los Papas que le siguieron como causantes principales del resurgimiento muy fuerte, sobre todo en el Occidente descristianizado, de un neomodernismo extremo, que difunde en el pueblo cristiano justamente lo contrario de lo que el Concilio ha enseñado: «Roma ha roto con la Tradición, ha caído en la herejía y en la apostasía»…
El error radical de Iraburu es tomar expresiones extremas de una biografía para exponer una posición doctrinal. Textos desconectados de las circunstancias vitales que los explican.
El método correcto sería que Iraburu fundase sus críticas en escritos doctrinales y no que los tomase de una obra biográfica. Podría utilizar, por ejemplo, las “dubia” que Monseñor Lefebvre presentó a la Congregación para la Doctrina de la Fe. Y para ponerse al día, debería consultar el libro de D. Álvaro Calderón “La Lámpara bajo el Celemín” (Ed. Río Reconquista, Buenos Aires, 2009), que es representativo de la posición de la Hermandad San Pío X.
Es cierto que los errores y horrores habidos dentro de la Iglesia después del Concilio, sobre todo en el Occidente descristianizado, fueron y son innumerables. Muchos de ellos han sido señalados y combatidos en este mismo blog Reforma o apostasía, todavía inacabado. Señalo a continuación entre paréntesis el número de algunos artículos de este blog.
Pero acusar al Concilio Vaticano II de esos enormes males es una gran falsedad, una calumnia, y es una ofensa al Espíritu Santo, que asistió con su luz y su gracia al Papa y a los 2.500 Padres conciliares, como había ayudado en los XX Concilios anteriores. Muchas veces es falso el adagio post hoc, ergo propter hoc: esto ha sucedido después de aquello, luego aquello es causa de esto.
Iraburu previene contra una falacia conocida genéricamente como post hoc, en virtud de la cual se afirma una relación causal a partir de una coincidencia o sucesión temporal. Pero olvida otra regla complementaria: el abuso no prohíbe el uso. Que sea más o menos frecuente la confusión entre sucesión temporal y causalidad no prohíbe la indagación acerca de la causas. La denominada demostración quia, parte del efecto para remontarse a la causa. Negarse a la indagación acerca de las causas es poco científico.
Es falso acusar al Concilio auténtico de ser la causa de su falsificación. Pero también es una falacia cubrir las posibles deficiencias de los textos conciliares con la cortina de humo de sus falsificaciones más burdas. Cuando no se quiere afrontar un problema es fácil echar culpas a los demás: a los modernistas que falsifican el Concilio y a los tradicionalistas que lo critican con amargura.
La apostasía del Occidente rico se inicia mucho antes del Vaticano II, con el Renacimiento, el protestantismo, la Ilustración, el liberalismo, la Revolución francesa, la masonería, el catolicismo liberal, el modernismo, el comunismo, la revolución sexual, mayo de 1968, y se acentúa fuertemente cuando las naciones de Occidente, habiendo alcanzado una prosperidad y riqueza estables, y ya en gran parte recuperadas de los enormes estragos producidos por la II Guerra Mundial, deciden «adorar a la criatura, en lugar de al Creador, que es bendito por los siglos» (Rm 1,25). Y al paso de los años, esta apostasía secularista se difunde más o menos por las otras Iglesias hermanas del mundo.
Ya desde entonces se inicia el derrumbe de no pocas Iglesias del Occidente rico. La inmensa mayoría de los bautizados se mantienen lejos de la Eucaristía, lejos, pues, de Cristo y de la Iglesia. Ya la gran mayoría de los matrimonios católicos admite la anticoncepción sin problemas de conciencia, y la practica siempre que lo estima conveniente. Ya en estas naciones apenas hay vocaciones. Ya los pensamientos y caminos del mundo son los pensamientos y caminos de la mayor parte de los bautizados. Todos éstos son datos ciertos, objetivos, comprobables. Pero atribuir al Concilio Vaticano II este arruinamiento tan grave de la Iglesia en Occidente es un enorme error.
Iraburu imputa a sus contradictores lo que no sostienen. Los efectos pueden obedecer a múltiples causas concurrentes y señalar una de ellas no es lo mismo que dar una explicación monocausal.
Los errores modernos de los últimos cincuenta años no se han derivado de los textos conciliares. Miren, por ejemplo, los errores reprobados por la Congregación de la Fe mediante severas Notificaciones –Küng, Schillebeeckx, De Mello, Vidal, Haight, Sobrino, etc.– y nunca hallarán fundamento para ellos en textos del Vaticano II. Éstos y tantos otros maestros del error se autocalifican con desvergüenza como los teólogos verdaderamente fieles «al Concilio»; pero curiosamente no lo citan nunca: se atienen al «espíritu del Concilio», que no está «editado» todavía, y que consiste solo en sus propias ideas. Por el contrario, los escritores católicos tradicionales, es decir, los católicos, no hemos cesado de citar miles de veces durante medio siglo los textos del Vaticano II y las encíclicas de los Papas postconciliares.
No albergamos dudas de que existe un conjunto de interpretaciones heterodoxas tan ajenas a los textos conciliares aprobados que pueden considerarse una falsificación. Lo denominamos para-concilio.
Pero Iraburu usa el para-concilio como cortina de humo. Un planteamiento demodé, puesto que la Santa Sede considera legítima la crítica seria y constructiva de los textos del Concilio mismo. Se reconoce, además, que hay pasajes mal formulados y poco claros, como ha dicho recientemente Monseñor Guido Pozzo.
Además, al concentrar la atención en la heterodoxia dura la desvía de la heterodoxia blanda de amplísima difusión: las lecturas semi-ortodoxas, nebulosas, la heterodoxia criptógama (los errores están más en lo que se silencia que en lo que se dice), etc. Heterodoxia blanda que goza de notable aceptación entre los obispos y que también se promueve desde unos movimientos eclesiales neoconservadores que Iraburu elogia con fruición y jamás critica en su bitácora.
La hermenéutica de la continuidad tradicional de la doctrina católica viene a ser un tema central de la predicación de Benedicto XVI desde el comienzo mismo de su pontificado (22-XII-2005, 26-V-2009). Y en ella había ya insistido Juan Pablo II, concretamente en la ocasión muy grave del motu proprio Ecclesia Dei (2-VII-1988).
¿Qué entiende Iraburu por hermenéutica de la continuidad? Lo ignoramos. Nos gustaría saber si se trata de algo ya realizado y a disposición de toda la Iglesia o de un proceso que recién se inicia.
Desde su condición de teólogo Iraburu podría responder algunos interrogantes fundamentales sobre el Vaticano II: ¿cuál es su verdadera naturaleza magisterial? Su pastoralidad -de la cual se debe precisar su noción- ¿qué relación guarda con su posible su carácter dogmático? ¿Se concilia con él? ¿Lo presupone? ¿Lo contradice? ¿Lo ignora? ¿Es posible definir como dogmático al Vaticano II? ¿Y luego remitirse a él como dogmático? ¿Fundar sobre él nuevas afirmaciones teológicas? ¿En qué sentido? ¿Con qué limitaciones? ¿Se trata de un "acontecimiento", en el sentido de los profesores de Bolonia, que rompe los vínculos con el pasado, e instaura una era nueva en todos los aspectos? ¿O todo el pasado vive otra vez en él "eodem sensu, eademque sententia”?
A suivre...