jueves, 4 de octubre de 2012

Thibon: el culto al cuerpo


Es un tópico afirmar que nuestra civilización materialista se caracteriza por el olvido del alma y la exaltación del cuerpo. Pero también se puede sostener --- y los dos puntos de vista no se excluyen --- que el cuerpo nunca se ha visto tan despreciado ni maltratado como en las sociedades materialistas.
En un clima así, las relaciones entre hombre y cuerpo se deslizan desde el plano del ser al del tener: ya no son las del dueño con el servidor, sino las del usuario con la máquina. Y el hecho de que la máquina sea objeto de una especie de idolatría --- como se da muy a menudo en ciertos fervientes del automóvil --- no impide, sino que, muy al contrario, lleva a maltratarlo y a abusar de él.
De hecho, las necesidades de nuestro cuerpo --- y correlativamente nuestros deberes respecto de él --- se reducen a poca cosa: aire, una alimentación sana, un ejercicio moderado, un tiempo de reposo y de sueño.
En vez de esto, ¿qué hacen los materialistas? Tratan a este desgraciado cuerpo como a un vulgar instrumento de rendimiento, de placer y de vanidad.
De rendimiento. Lo sobrecargan con un trabajo excesivo (por ser el ganar dinero el nervio de la civilización utilitaria) y con una utilización del tiempo libre tan trepidante como el trabajo. "Mis vacaciones fueron lucrativas", me dijo uno de mis vecinos al volver, más cansado que al salir, de un largo circuito a través de Europa. "Tanto más lucrativas --- respondí --- cuanto más kilómetros ha devorado y más dinero ha gastado."
De placer. Digamos más bien de distracciones viciadas que no tienen casi ninguna relación con el sano placer de los sentidos. Se fuerza al cuerpo a comer cuando no tiene hambre, a beber cuando no tiene sed, a estar en vela cuando se cae de sueño; se le llena de humo cuando tiene necesidad de aire puro, etc. Sin hablar de los deportes violentos y desproporcionados a sus fuerzas, en los que el espíritu de imitación y de récord juega a contrapelo con las exigencias del equilibrio y de la expansión física. Ni de los artificios, inspirados por la sed de un placer sin respaldo y sin riesgos, que vienen a trastornar sus ritmos y sus funciones. Testigo de ello --- ¡signo de los tiempos! --- es la desmesurada importancia que han tomado los debates alrededor de la famosa "píldora" que, en unos años ha hecho gastar seguramente más saliva y más tinta que todas las discusiones teológicas de los siglos pasados.
De vanidad. Aquí la lista de los ejemplos es inagotable. Al cuerpo se le exhibe sin pudor como una mercancía en el escaparate. O bien se le martiriza para obedecer a modas absurdas. Pienso en las espectaculares muertes debidas a ciertas curas de adelgazamiento, en las piernas heladas (consecuencias de la minifalda en los países fríos), en los innumerables accidentes (insolaciones, traumas pulmonares o hepáticos) que son el precio del culto bárbaro e incondicional del bronceado.
¿Qué ocurre cuando cae enfermo el cuerpo a consecuencia de esos abusos? Inmediatamente uno se descarga de toda responsabilidad confiándolo a especialistas apropiados; se le atiborra de drogas, se sigue con rigor un régimen, pero de una manera abstracta y "programada", como se obedece al modo de empleo de cualquier mecánica y en una completa ignorancia de "esos lazos tan tiernos y tan violentos" que, según Bossuet, unen el alma con el cuerpo. Y esa disciplina formal dispensa de practicar las viejas virtudes, infinitamente más sutiles y personales, que conciernen a la higiene y a la sobriedad. Aún los cuidados que restan (debido al hecho de que el cuerpo no es intercambiable) irán desapareciendo sin duda, a medida que el banco de órganos, que hoy sólo existe en estado embrionario, disponga de medios lo bastante poderosos como para darnos la salud en piezas sueltas.
Hacer todo esto es quizá adorar el cuerpo (como se adora la tarta de crema o el esquí acuático); lo cual no es, ciertamente, ni amarlo ni respetarlo.
¡Y he aquí a dónde nos conduce el materialismo! El olvido del alma entraña el desprecio del cuerpo. Se descuidan, en la medida en que se hace de él un ídolo, las atenciones elementales que se deben a un servidor.
En las antípodas de este clima de falsa exaltación y de verdadero desprecio, el Apóstol nos enseña que el cuerpo es el templo del Señor. Pero para saberlo y, sobre todo, para vivirlo, hay que acordarse de que se tiene un alma y reconocer que hay un Dios.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

ta bueno, pero un poquito kukú.

detective de animales dijo...

Y qué diría hoy el bueno de Thibon frente a lo que estamos viendo. Me enteré que hombres y mujeres se ponen hilos de oro en el trasero para levantarlo. Sí, leyó bien.
Ya no son pecados de orgullo, es pecar de imbecilidad irredimible. Volverse animal, o peor. despreciar la inteligencia, la naturaleza racional.

Anónimo dijo...

Bueno pero en lo que se refiere a la píldora, lo menciona como por encima cuando ya sabemos que el uso de anticonceptivos está condenado por la Iglesia y la píldora además puede ser abortifaciente.
Salo

Anónimo dijo...

Uno dice: «...Me enteré que hombres y mujeres se ponen hilos de oro en el trasero para levantarlo. Sí, leyó bien. Ya no son pecados de orgullo, es pecar de imbecilidad irredimible. Volverse animal...».
Pero yo no creo que los animales se pongan hilos de oro ni de ninguna otra cosa en las posaderas, por que las que tienen en uso les quedan de perlas.
O sea que el hombre, como desía sierto filohósofo y teolohógo medieval, al pecar se vuelve "peor que una bestia".
Ahi tá' -ese es el problema. No se animaliza en realidad, sino que se convierte en algo peor que un animal, que no hay comparación que resista el hombre cuando pierde la chaveta, mire.
Un gigantesco niño de mi familia dice que los reinos de la naturaleza son tres, a saber: el reino animal, el reino vegetal, el reino mineral y el reino ... artificial.
Este último sería la degeneración del primero, que el único que puede degenerar como lo hace.
Y mirando alrededor, uno piensa.... psé, era así nomás.