Por Ignacio B. Anzoátegui
No, my dear; la niñez no es ese período oficialmente bobo de la vida
del hombre durante el cual —superada la lactancia— las madres confían a sus
hijos al cuidado de una niñera gallega o de una miss o de una fräulein o
de una mademoiselle (como se llama a
las gallegas originarias de Inglaterra o de Alemania o de Francia) para
descargar sus maternales conciencias de los posibles sobresaltos que
proporciona a las personas mayores la cotidiana inconsciencia infantil.
No, mi querida lady Grace. La
niñez es probablemente el más respetable estado de la vida humana: el más
respetable y el menos respetado estado de nuestra vida.
Porque nadie sabe respetar a la
niñez.
Para el mundo de los adultos, el
niño es siempre un pequeño delincuente. Es ya un pequeño delincuente en
potencia, al que —por si acaso y para ir ganando tiempo— se le rapa como a un
penado, ya un pequeño ex delincuente, al que, después de ficharlo, se lo somete
a la tutela de la puericultura, que es algo así como el Patronato de Liberados
de la niñez.
En realidad, el niño es un
problema. Pero no es un problema creado por él sino por la sociedad de los
mayores. Y es un problema social porque empieza siéndolo familiar.
Es un problema familiar, porque
el niño —como todo elemento indispensable a un grupo— molesta en la familia.
Molesta precisamente por eso: porque sin él la familia no sería posible; porque
sin él la familia no sería un ordenamiento; porque el niño es Su Majestad el
Niño, y toda Majestad es, por indispensable, incómoda.
De ahí que procure asegurarle
contra todos los riesgos —no sólo por razones sentimentales sino también por
elementales razones de propia conservación— y de ahí, además, que frecuentemente
delegue esa tarea en personas ajenas a ella misma.
Porque la familia —que no puede
eliminar al niño sin eliminarse— trata al menos de quitárselo de encima.
Tal es el origen real de la
institución de las gallegas de cualquier nacionalidad y el de la institución
del kindergarten (cuya traducción
sincera sería "alivio de la familia").
Pero la niñez cuenta con otro
auxiliar, cuyos servicios nadie contrata, sino que los adquiere el niño por
derecho de nacimiento.
Como usted sin duda lo habrá
adivinado, me refiero al Angel de la Guarda.
El Angel de la Guarda pertenece
a un cuerpo especial dentro de la milicia angélica.
No es ni el ángel guerrero —de
esos que, con San Miguel al frente, desataron contra Luzbel la primera blitzkrieg de la historia—, ni el ángel
oficial de justicia —como aquel que desalojó a nuestros primeros padres del
Paraíso Terrenal—, ni el ángel embajador extraordinario —como aquel de la
Anunciación—, ni ninguno de tantos otros ángeles que en ambos Testamentos,
luego de asustar al hombre, le dicen: "No temas", para terminar
encomendándole una dificilísima misión especial.
El Ángel de la Guarda es el
ángel paracaidista que, tras la particular cigüeña portadora de cada uno de
nosotros, se deja deslizar por la chimenea para hacerse cargo de nuestra alma.
Es el ángel adscripto a nuestro
destino, nuestro ángel secretario privado, o, mejor quizá, nuestro ángel guarda-espalda,
conocedor consumado del cúmulo de peligros que la infancia reúne y renueva
constantemente para sí. Niñero y trapecista, preceptor y bombero, su actividad
es ilimitada, como lo es la imaginación infantil.
Nadie sino él sabe respetar a la
niñez. Sólo él sabe galoparle al lado y adelantársele cua
ndo es necesario (que
es el único sistema de educación realmente educativo). Sólo él conoce los
derechos del recién nacido —el derecho de que no lo envuelvan como un bicho
canasto, el derecho de que no le fajen los brazos, el derecho de llorar porque
sí, el derecho de desvelarse y de desvelar, y, como éstos, todos los otros
derechos que, sin ninguna otra razón atendible, se reconocen a los mayores—; sólo
él respeta los derechos del impúber —el derecho de caerse de la cama, el
derecho de interrumpir una conversación, el derecho de no querer comer, el derecho
de no querer estudiar, el derecho de fumar, el derecho de decir malas palabras y,
como éstos, toda la serie de los otros derechos que tampoco sin ninguna otra
razón atendible, se reconoce a los adultos.
El Ángel de la Guarda está solo
en su divina tarea; solo, pero con la mejor compañía, que es la compañía de la
niñez.
Todos hemos sido niños y todos
nos comportamos con ellos como niños venidos a más, en permanente estado de desconocimiento
de los derechos de su personalidad.
Les consentimos lo que no
podríamos consentirles y les negamos lo que no deberíamos negarles. Les
consentimos que se apoderen de un muñeco de su hermano —el único bien, acaso,
de su hermano— y ponemos el grito en el cielo cuando descubrimos que se han
apropiado de un insignificante billete que hallaron, entre muchos, en nuestra
cartera. Y el niño que se apodera de aquel juguete despoja a su hermano de toda
su fortuna, mientras el que se apropia de uno de nuestros pesos nos despoja de
uno de tantos de nuestros pesos. Proporcionalmente considerados, el primero es
un ladrón vocacional y el segundo es un humilde ratero ocasional. Y,
considerados socialmente, el primero es un asaltante y el segundo es un
heredero apresurado. Y, sin embargo, frente al hecho del primero, sólo nos
preocupa la idea de consolar al desposeído, mientras frente al hecho del
segundo nos atenaza la visión pavorosa del hijo recluido en el presidio de
Alcatraz.
Es que todos nosotros hemos
olvidado la realidad de la niñez y su misterio.
Desde lo alto de nuestros años,
asistimos a ella como al desenvolvimiento de un tipo de animalidad distinto e
inexplicable.
Y el niño es inexplicable porque
no queremos explicárnoslo; más aún, porque no queremos entrar en explicaciones con
nosotros mismos, porque no queremos recordarnos niños, porque no nos atrevemos
a enfrentarnos con nuestra propia naturalidad perdida y confesarnos traidores a
ella, porque no nos atrevemos siquiera a mirar hacia atrás para ver qué se hizo
de nuestro yo-niño que dejamos perdido en el bosque de los sueños; porque
nosotros los mayores somos la representación de la cotidiana cobardía
grotescamente satisfecha de solemnidad.
El niño no es, en cuanto ser,
distinto del hombre; en todo caso, es éste el que es distinto del niño: porque,
en general, el hombre es un niño fracasado, un tránsfuga de la niñez, a la que
traicionó por unas pocas monedas de suficiencia.
El niño es el hombre en su
propia naturaleza. Es la perpetua renovación del hombre-Adán, en quien se
repite, con la pérdida de la niñez, la Caída y la consiguiente expulsión del Paraíso.
El niño es el renovado
colaborador de Dios en la tarea de la Creación. El es quien descubre por sí
solo a las creaturas y las alumbra con sus ojos, y, deslumbrándose con ellas,
le pone a cada una su nombre particular. El es quien cada día vivifica todas
aquellas cosas a las que en cada ayer dieron muerte los cansados ojos del
hombre. El es quien cada mañana barniza de nuevo al mundo y resucita su color.
El es quien resucita a cada hora, en las notas del Fratre Sole, la hermandad luminosa del Poverello de Asís. El es el hermano del agua y del lobo, de la
flecha y del pájaro, del león y de la estrella, del tigre y de la flor, de
Francesca de Rímini y de Bice Portinari, del fuego y de la luz. El es quien
reconquista la tierra cada alba, y para él la noche se echa a dormir a sus
pies. Para él discurre el aire entre las rosas y para él las nubes —palomares de
las palomas del cielo— corren sus regatas con un ángel al timón.
Por él y para él vive la
naturaleza toda. Para él y para su naturalidad: por él y por su naturalidad.
Porque Dios no salvó a Adán de
la definitiva muerte para salvarlo de su muerte personal; lo salvó porque sabía
que, naciendo padre, lo salvaría al hijo: al niño reconquistador de la
Creación, al niño que cada uno de nosotros fuimos, al que nos obliga a serlo la
esperanza de Dios y su perdón.
Porque Dios depositó su
confianza en el niño; el mismo Dios que se hizo Niño un día para enseñarnos —en
su divina lección de repaso— a ser definitivamente niños, a rescatar definitivamente,
con la Jerusalén Celeste, nuestro Belén Terrenal.
Por eso nos incomoda el niño.
Porque si un día fracasamos con Adán queriendo ser "como dioses", nos
negamos a ser niños por el temor de ser, en alguna manera, como Dios. Porque nada
nos incomoda tanto como la divinidad.
Y nada está tan cerca de la
divinidad como la niñez: como la niñez, que es la humanidad recién salida de la
divinidad.
Tomado de:
FERRO, Jorge – ALLEGRI, Eduardo.
IGNACIO ANZOATEGUI. Buenos Aires.
Ediciones Culturales Argentinas, 1983.
6 comentarios:
Más bien son el angelus percutiens. Muy buena la foto de los guisantes.
FANTASTICO ¡¡¡
FANTASTICO ¡¡¡
FANTASTICO ¡¡¡
criollo y andaluz
Angelitos como estos, a mí no me salió ninguno.
Muy cándido.
Quieren hacer algo bueno por sus niños, apaguen la tele y recen el rosario en familia todos los días (noches).
Y no los lleven con esta clase de curas que promueven las "nulidades"
Dios reprenda a esta clase de curas
Divorcio por la iglesia
Pregunta hecha por MIgdalia Blanco el día 5/26/2013:
Yo quiero divorciarme por la iglesia y necesito orientacion como se hace
Respuesta por Fr. Luis Rodriguez el día 5/31/2013:
NO EXISTE DIVORCIO POR LA IGLESIA. ¿Quién te dijo tal cosa? El divorcio es para la corte civil decidir. Una vez completado ese proceso puede pedir que se te conceda lo que se llama un ANULAMIENTO. Para eso debes ir cara a cara con el sacerdote porque son varios los requisitos.
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Para que seguir asistiendo a los casamientos por iglesia si total luego de diez años casados con veinte hijos le dan la nulidad...
al final uno sale del casamiento con la duda de si se realizó o no de acuerdo al antojo de los contrayentes, como si juraran en falso frente al altar
al final estas payasadas de las nulidades desacreditan los sacramentos.
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