Presentamos
hoy a nuestros lectores la primera parte de un artículo del profesor argentino
Abelardo Pithod. Es importante notar que se trata de un trabajo publicado en
1967. En una primera lectura, pudiera pensarse que sus reflexiones carecen de actualidad. Ya no quedan rigoristas en la Iglesia. Sin embargo, si se observa con atención la realidad del
tradicionalismo, debe reconocerse que el rigorismo puede volverse una tentación próxima para algunos. En los Estados Unidos, por ejemplo, no es raro encontrarse con católicos tradicionales que asumen criterios de raíz puritana propios de su entorno cultural. En casos extremos, este rigorismo se integra en fenómenos
sectarios. Y como nada violento es durable, el resultado previsible es el quiebre moral o psíquico de quienes adoptan estos planteamientos.
*N. de R.: Habilitaremos los comentarios con la última parte del artículo. Vale la pena que se lo lea completo.
JANSENISMO Y PROGRESISMO.
Por Abelardo PITHOD.
“el moralismo tampoco
ha perdonado al mundo católico:
apenas se termina en
nuestros días la liquidación del jansenismo”.
Gustave THIBON
UNA HISTORIA SIN FINAL
FELIZ
Para aquellos que,
habiendo sido formados cristianamente, cuentan hoy más de treinta años, la primera
parte del presente trabajo servirá simplemente de recordatorio de algo que, de
seguro conocen bien y por propia experiencia. Para los más jóvenes quizá sea
nada más que historia, historia reciente pero terminada. Sin embargo la
conclusión de esta historia (si en verdad está concluida) no parece haber sido
feliz. Tuvo una derivación en nuestro presente inmediato, de signo
aparentemente contrario, pero con la continuidad de aquello contra lo que se
ha, sí, reaccionado, pero no superado.
Por eso a unos y otros,
a jóvenes y no tan jóvenes, se nos hace indispensable volver hoy sobre aquella página
de la historia cristiana, rastrear sus orígenes, darle una interpretación que
permita alcanzar, mediante una exacta conciencia de lo que nos está pasando,
una superación auténtica de lo que nos pasó. Porque, no debemos engañarnos en esto,
el moralismo o el jansenismo fue desplazado en un proceso de reacción puramente
dialéctica y por eso puede volver. Nuestro trabajo podrá desembocar en el
análisis de este proceso reactivo, pero antes tendrá que desentrañar las raíces
viejas, y aun los brotes nuevos del mal, para hacer inteligible este
"efecto de rebote".
Necesitamos recrear, primero, la
atmósfera espiritual que venimos llamando moralista o jansenista, y que ha
producido la actual reacción. Posterguemos por un momento las precisiones
terminológicas y doctrinarias. No son, como veremos, lo que más interesa para
la comprensión inicial del problema.
Intentemos más bien instalarnos
psicológicamente en aquel clima espiritual, en la conciencia que plasmó, seguir
el curso intrincado de las actitudes que alimenta y las motivaciones que lo
agitan. Las extremosidades del puritanismo y toda la suerte de formas que ha
asumido en la historia del propio cristianismo, resultan un tema demasiado
amplio.
Nos limitaremos a tomar ejemplo, aquí y
allá, buscando una representación en la que lo histórico estará casi
exclusivamente al servicio de lo psicológico.
CÓMO SUCEDIÓ AQUELLA HISTORIA
Después del gnosticismo maniqueo de los
primeros tiempos, la cristiandad vuelve a conocer un impresionante rebrote de
estas tendencias con el movimiento albigense. Fue, dice Belloc, "una perversión
particularmente vil, maniquea, (o, como decimos hoy, puritana)...”. En las
postrimerías de la Edad Media, inmediatamente antes de la Reforma, se repite el
fenómeno. Es curioso que la misma expresión de Belloc, "religión del temor",
sea usada por un teólogo protestante de fines de siglo, el Rev. T. M. Lindsay,
para aludir al clima religioso en que se crió Lutero. Lindsay cree ver una de
las raíces de la rebeldía del Reformador en su reacción contra tal clima. De
todos modos esta reacción resultaría estéril y hasta contraproducente, conforme
lo demuestra la ola de puritanismo que poco después desencadena la Reforma,
tras los primeros momentos de aparente "liberación". El protestantismo,
particularmente calvinista, influirá sobre el mundo católico a través del
jansenismo que tiene originalmente carácter también reactivo.
Jansenio y sus seguidores reaccionan
contra los excesos molinistas de cierta teología jesuita. El jansenismo,
proteico e irreductible, trasmitirá algunos de sus rasgos al modernismo, que es
también reactivo pero continuador. Dichos rasgos se prolongan hoy en esa
especie de "contra-contrarreforma" que es el progresismo. La tesis fundamental del presente trabajo
es ésta, justamente. Que el progresismo se constituye hoy como el heredero de
una tradición de la que desea sacudirse, pero, a tal punto
"condicionado" por ella, que no logra superarla. La mala herencia de
la que cree renegar, es de tal manera su razón de ser que no ha podido sino
cambiar, acentuando, los rasgos caricaturescos del verdadero cristianismo.
En esta cadena podemos estar ahora
corriendo el riesgo de otra reacción jansenista. Esperamos poder mostrar que
estas afirmaciones son tan ciertas como pueden parecer de entrada paradójicas.
Pero detengámonos todavía un momento en el jansenismo. Su espíritu, como nos
advertía Thibon, alcanza nuestros días. Jean de la Varende en su novela El centauro de Dios ha mostrado su
fuerza rediviva en la Francia de la segunda mitad del siglo pasado. En una
descripción que nos servirá para adentrarnos en la atmósfera psicológica que
rastreamos, hace así el retrato de un personaje típico de aquel medio
religioso, un cura rural: " …su debilidad se revela por una boca incierta,
que tartamudea tanto en la emoción como en la cólera. Cuando llegue a viejo
morirá de escrúpulos; la idea de que una partícula de la hostia quede olvidada
durante la misa, lo pondrá en la imposibilidad de celebrar, lo conducirá a una especie
de demencia". "El abate abandona pronto el amor, donde su alma no
encuentra apoyo bastante firme, y se lanza a los castigos amenazando a las
generaciones hasta la séptima".
"La religión en Normandía,
—prosigue de la Varende— en esta época, no se explica sino por una supervivencia
del jansenismo y uno de sus últimos sobresaltos". "La secta austera
de jansenismo presentaba al espíritu no se qué idealismo de hierro que extasiaba
a las almas endurecidas; el alejamiento de toda facilidad, y, a fuerza de vivir
en lo absoluto, el desdén de la práctica, el gusto por las soluciones fuertes,
las condenaciones, atracción por lo excepcional y la fatalidad melancólica de
la gracia. Ese renuevo de jansenismo fue el retardado romanticismo de la
Iglesia".
"Estamos frente al tipo religioso
y al clima espiritual que buscábamos. Nosotros también los conocemos: rigurosos,
formalistas, descarnados —hubiéramos escrito desencarnados—, pero, también, sinceros
y rectos como verdaderos ministros del "más allá". Desconfiados del
amor, optan por el miedo. Tras sí van dejando a los que desesperan de tanto
rigor: "No obraron como prosaicos, sino como poetas de lo sobrehumano; sus
enseñanzas alcanzaban alturas donde los mejores dispuestos confesaban "Es
imposible llegar". "Más vale no ir a escucharles". He aquí las
reacciones de las buenas gentes que nos rodeaban. Sus pastores las
descorazonaban. ¿La prueba? El vacío de los actuales templos (segunda mitad del
siglo), que no son sino una tercera parte de las Iglesias que existían en 1830.
Prefirieron no reflexionar, ni aun en esa dispersión que es la plegaria, pues
la condenación os esperaba a cada vuelta del pensamiento; y sin la oración, la
fe se escapa lentamente del ser; la fe no se retiene sino con las manos
juntas".
La situación que nos pinta de la Varende
no es inédita. Volvamos a Lutero. El ambiente en que se desarrolla su niñez es
similar; los tormentos de esos años le durarán siempre, incluso después de la "liberación".
El pequeño Martín temblaba al entrar a la Iglesia parroquial al enfrentarse con
la imagen de Cristo Juez. "La religión del terror se había apoderado por
completo de su imaginación", afirma Lindsay. Cuenta la impresión que le
causó, adolescente, un cuadro expuesto en Magdeburgo que "fue su pesadilla
durante muchos años". Se trataba de un retablo que representaba así el
negocio de la salvación humana: Un mar proceloso, agitado por la tempestad; lo
navega una barca y a bordo el Papa, los obispos, sacerdotes y religiosos. Alrededor
de la embarcación ahogándose unos y debatiéndose el resto, se hallan los
simples laicos, a quienes los eclesiásticos que acaparan la nave arrojan cabos
para rescatarlos del seguro hundimiento. Ni un solo eclesiástico se veía en el
agua, se apresura a decir Lindsay, ni un solo hábito clerical. Viceversa,
ningún seglar hallábase a seguro.
LA HISTORIA SE REPITE
No pudimos dejar de sonreímos con la
anécdota y ante la indignación del biógrafo... sobré todo que nosotros habíamos
oído, si no visto, la misma imagen, utilizada por algunos de nuestros maestros religiosos
cuando nos hablaban del mundo y sus peligros o de las ventajas del estado
clerical. No necesitábamos remontarnos, pues, a aquel turbulento siglo XV. Pero
Lindsay, cediendo a sus inclinaciones protestantes, interpreta la anécdota
haciendo excesivo hincapié en lo que puede mostrar de "clericalismo".
Creemos que se trata de algo más hondo y al mismo tiempo más sutil. En ambas situaciones,
la de nuestro recuerdo y la de Lutero, se trata de una de las típicas actitudes
puritanas, de evidente raigambre maniquea: la subrepticia identificación de lo
profano, de lo laico, con el "mundo" como enemigo del alma; de lo
natural como lo enemigo de lo sobrenatural. Sabemos de la actitud tradicional
de muchos religiosos, de duda práctica respecto de las posibilidades de
salvación de aquellos que "se quedan en el mundo". De aquí a -la idea
calvinista de la predestinación de ciertos elegidos que coincidentemente son,
por supuesto, ellos mismos, no hay más que un paso. Puede ser ésta más una
actitud práctica, como decimos, que una formulación explícita de doctrina. Sin
embargo, en tales disposiciones del espíritu religioso resuenan las temibles
ideas del maniqueísmo de todos los tiempos:el mundo material es insanablemente malo.
Sin llegar a la blasfemia maniquea de ver la Creación material como una
degeneración de Dios, se aleja tanto, no obstante, naturaleza y sobrenatural, se
resiste tanto de hecho a la verdad central de la Encarnación, que la creación
queda convertida casi en un fracaso de Dios. La criatura indigna del Creador,
corno si el pecado hubiese alcanzado su misma esencia. La vida material, he
aquí el principio del mal.
Nos quedaríamos, pues, cortos si
interpretáramos el retablo de Magdeburgo como un caso de simple clericalismo. Víctima
de aquel espejismo, Lutero parece haber entrado en la vida religiosa menos
atraído vocacionalmente que arrastrado por su temor a la condenación.
Retornemos a nuestra experiencia, que
es la de muchos cristianos. Recordemos aquellos internados religiosos: años de
nuestra niñez que quedaron definitivamente marcados por ellos. Oíd esta
descripción: ¡Aquella tristeza de la vida de piedad! Postrimerías y novísimos,
exámenes de conciencia y confesiones y nuevos exámenes, rondados siempre por la
predestinación y el temor a la infidelidad, frente a una gracia sin retorno. ¡Aquella
tristeza sin 'consuelo de "los días de retiro"! ¿Cómo escapar al Dios
celoso? Este fue uno de aquellos pequeños seminaristas que alguna vez habremos
visto pasar, el pelo cortado al rape, en largas filas silenciosas, la vista baja,
por las calles de algún pueblo. El peso de la tradición monástica sobre niños
de ocho, diez, once años, una tradición sobrecargada y deformada. Niños que
pasaban sin solución de continuidad de la alegría de la sobremesa familiar y el
beso materno antes de ir a la cama, a los fríos dormitorios semicastrenses del
seminario, sumidos en largos recogimientos claustrales; nada de todo esto, uno
a uno; estaría decididamente mal. Pero todo junto, ¡qué espíritu revela! No nos
sorprende que muchos no hayan podido ver nunca más el gozo tras el
cristianismo. ¡Cuántos arrastraron a contrapelo estas presiones sin animarse a
escapar, porque, ay de los que, puesta la mano en el arado miran hacia atrás! ¡Y
cuántos, más débiles, arrastrarían para siempre los jirones de una mala
conciencia porque no se animaron a seguir! No, evidentemente todo esto no
estaba dentro del orden luminoso del catolicismo. En tal perspectiva comprendemos
muchas reacciones exageradas. Comprendemos el resentimiento que esconden "¿De
qué tienen rabia?", nos decía alguien que contemplaba de afuera las
últimas rebeldías en el ámbito de la Iglesia.
Aquella atmósfera no era exclusiva,
ciertamente de los seminarios o internados. También podía alcanzarlo a uno en
el mundo. En el colegió, en la parroquia, en la propia casa. ¡Esos hogares bien
burgueses y bien jansenistas!
El principal campo de batalla era,
naturalmente, el sexto mandamiento. Se había vuelto tan importante que los
otros languidecían a su sombra. El nombre mismo de ciertas virtudes se había
olvidado. ¿Quién predicaría sobre la magnanimidad? ¿Quiénes repararían en los
pecados de pusilanimidad de la conciencia timorata? Una actitud formalista y
negativa (olvidada de que existe la omisión) daba la tónica de la vida
interior. No es que se pensara en negar explícitamente el amor como ley primera,
pero se lo vaciaba de contenido, entendiéndolo mejor como un
"cumplimiento" que como donación y entrega. Con este escamoteo se
invertían los términos del "ama et
fac quod vis" agustiniano.
La
desconfianza instintiva respecto del amor hacía que la vida espiritual se
concibiera como una empresa en la que el principal actor era el sujeto. Este miedo
desconfiado los constituía en celosos guardianes de un jardín interior al que
había que desbrozar escrupulosamente; en él se pasearía un Cristo celoso
también y lejano. ¡Qué peso para un hombre solo, para sólo un hombre! Era la
inversa de la imagen del Jardinero Divino que va cultivando con su Gracia el
erial interior y a Quien, más que ayuda, debemos ofrecerle disponibilidad.
Esta idea trajo la evolución que a fines
del siglo vino a producir la pequeña Santa, Teresita de Jesús, pero que no
triunfó en toda la línea. Unos la desconocieron, otros la usaron para sus
propios fines.