miércoles, 30 de noviembre de 2016

¿Ocultar o disimular la fe?



En la entrada precedente mencionamos la cuestión de si puede ocultarse o disimularse la fe. La respuesta es afirmativa, si se dan ciertas condiciones. Cosa que no sólo puede ser conveniente sino  -en algunos casos- hasta obligatoria.
Tal vez alguno confunda este prudente disimulo de la fe con la cobardía del respeto humano. Porque supone que la profesión externa de la fe es una norma moral absoluta. Para evitar esta última confusión, los moralistas -siguiendo a S. Tomás y a S. Alfonso (aquí, aquí y aquí)- enuncian unos principios reflejos y los aplican a diversos casos que pueden presentarse. Conviene ahora advertir sobre una falacia bastante frecuente: la resolución de casos es un procedimiento legítimo y útil para probar los principios morales; mientras que la casuística es un desarrollo anómalo de la ciencia moral. Es importante resaltar este punto porque no es raro encontrarse con personas que, con un conocimiento superficial de la doctrina moral, se escandalizan ante la solución tradicional de casos difíciles, y creen que se hace casuística cuando en realidad se aplican los principios.
Para comenzar, cabe recordar que nunca se puede negar la fe ni profesar una religión falsa, aunque cueste la propia vida. Pero las dudas surgen cuando se trata de ocultar o disimular la fe verdadera.
Veamos algunos principios para luego pasar a la solución de casos.
A) Principios reflejos.
1. Puede ser lícito, laudable y hasta obligatorio, ocultar o disimular la fe.
“359. P. ¿Es lícito ocultar la fe? R. Fuera de los casos en que hay obligación de confesar la fe, es lícito. En algunos casos es más laudable, y casos hay en que hay obligación grave de ocultar la fe. Cuando los fieles quedarían abandonados, cuando se suscitarían inútilmente las iras y las persecuciones del tirano, etc., sería un deber ocultar la fe, no siendo preguntado por autoridad pública. He aquí las palabras de Santo Tomás: «Si la perturbación de los infieles es provocada por la confesión de fe manifestada sin utilidad de ésta o de los fieles, no es laudable semejante confesión de fe.» (2. 2. q. 3 , art. 2 ad 3)” (Morán).
2. Hay unas reglas para cuando se oculta o disimula la fe. Repárese muy especialmente en la importancia que tiene el significado primario, y objetivo, ciertos gestos y acciones en relación con la profesión externa de la fe. Ésta es la clave que permitió antaño resolver el problema de los denominados ritos chinos y da solución a otras situaciones análogas.
 “360. P. Supuesto que es lícito en algunos casos ocultar y disimular la fe, pero nunca es lícito simular ni profesar religión falsa, ¿qué reglas hay para conocer cuándo se disimula o se simula que se oculta la fe, o se profesa la religión falsa? 
REGLA GENERAL. Cuando los signos, o ritos, o ceremonias, o vestidos, o acciones son primariamente para distinguir una secta de otra, o bien porque de su naturaleza, o por institución de los hombres, o por las circunstancias que los acompañan, son significativos primariamente de una religión falsa, entonces nunca es lícito usar de esas cosas; porque esto sería profesar o simular exteriorrnente una fe falsa. 
COROLARIO. De esta regla general se sigue que nunca es lícito quemar incienso delante de un ídolo, aunque la intención se dirigiese a un Crucifijo que estaba oculto detrás del ídolo, ni se puede colgar del cuello la imagen de Mahoma, ni tomar la cena de los calvinistas, ni contraer matrimonio si un ministro hereje da la bendición según el rito de su secta, ni otras cosas semejantes; porque son significativas primariamente de una religión falsa.
REGLA 2ª. Las acciones o cosas cuya primaria significación no es para manifestar una religión falsa, sino para distinguir una nación de otra, aunque indirecta y secundariamente sean no pocas veces señales de falsa religión, es lícito usar de ellas cuando hay justa causa proporcionada. […]” (Morán).
B) Algunos casos tradicionales.
Tienen solución pacífica para los moralistas católicos los casos que consideramos a continuación:
1. Ante una ley general persecutoria que ordena a los cristianos manifestar públicamente su fe. Aunque en la ley se dijera que el que no se presente se entiende que renuncia a su religión, esa pretendida ley es completamente injusta y no puede obligar a nadie en conciencia. Por tanto,
“357. P. Si un tirano ordenase que los que fueren católicos llevasen tal señal, ¿había obligación de llevarla? R. No; porque, como dice Billuart en el lugar citado, el precepto sería demasiado indeterminado y universal; además de que el hombre no está obligado a confesar la fe, si no es preguntado personalmente. Si semejante precepto obligase, ¿qué fuera de los católicos en las persecuciones?” (Morán)
2. En tiempos de persecución ¿pueden los cristianos ocultarse y huir? Pueden hacerlo. Consta por las palabras de Cristo:
“Cuando os persigan en una población, huid a otra, y si también en ésta os persiguen, marchaos a otra” (Mt. 10, 23)
Y por su ejemplo,
“Entonces tomaron piedras para apedrearlo, pero Jesús se escondió y salió del Templo” (Jn. 8, 59).
Así como el de sus Apóstoles,
“En Damasco, el etnarca del rey Aretas hizo custodiar la ciudad para apoderarse de mí, y tuvieron que bajarme por una ventana de la muralla, metido en una canasta: así escapé de sus manos.” (2 Cor. 11, 32-33).
La razón teológica de esta respuesta es que el huir u ocultarse se interpreta objetivamente como confesión de fe.
3. Si los pastores pueden huir en tiempos de persecución. Sacerdotes y obispos deben estar dispuestos a dar la vida por sus fieles, a ejemplo del Buen Pastor (cfr. Jn. 10, 11); por tanto, no pueden huir en tiempos de persecución. Pero hay que distinguir:
“363. P. ¿Es lícito huir en tiempo de persecución? R. La fuga en tiempo de persecución puede ser obligatoria, y es cuando uno es débil y teme sucumbir en los tormentos; y cuando una persona es muy necesaria para el bien común, conviene que se oculte; o cuando, de no huir, el tirano se encruelecería más contra los fieles.
La fuga puede ser ilícita cuando el bien común exigiese la permanencia, como sucede principalmente con los Prelados, cuando la persecución es general. Cuando la persecución es personal, puede ordinariamente sustraerse del peligro, procurando proveer a los fieles de ministro que supla en su ausencia.” (Morán)
El pastor que huye debe velar para que su fuga no exponga a sus fieles a grave peligro contra la fe; en este caso tendría que permanecer con ellos, aun con grave riesgo para su vida. De modo que si la persecución se dirige directamente contra los pastores, a título personal, pueden huir dejando sustituto idóneo; pero si la persecución se dirige a la Iglesia en general, no pueden hacerlo.
4. Cuando la autoridad pública pregunta por un motivo que no es de religión y sin odio a la fe. Ya hemos visto que si un cristiano es preguntado por la autoridad pública, aunque sea un tirano, usurpador, o delegado suyo, hay obligación grave de confesar la fe; y entonces tiene lugar la conminación de Jesucristo (Lc. 9, 26). Esta confesión debe ser clara; usar palabras ambiguas y equívocas que quien pregunta o los asistentes podrían tener por una apostasía, sería avergonzarse de Jesucristo y del Evangelio. Además, importa poco que sea o no legitima la autoridad pública que pregunta, porque la obligación de confesar la fe proviene de la gloria que se debe dar a Dios.
Pero puede presentarse un caso distinto: cuando la autoridad pública pregunta por motivo puramente político si alguien es católico, o por el mismo motivo ordena a los católicos llevar un distintivo. En este supuesto, no hay por qué confesar la fe ni usar el distintivo, pues no se pregunta ex motivo religionis et in odium fidei
5. Cuando interroga un particular sin autoridad pública. El interrogado puede no responder, o emplear evasivas; y no está obligado a confesar la fe, porque se entiende que en tal supuesto no hay irreverencia y quien pregunta no tiene derecho a hacerlo (Prümmer). Pero esto es así per ser, pues per accidens puede que deba confesarla si de no hacerlo se juzga que la niega, o que en esas circunstancias lo pide la gloria de Dios y el bien del prójimo.
6. Cuando se pide dinero para no hacer inquisición de la fe. Puede suceder que alguien con autoridad, sin interrogar sobre la fe, pida dinero a un cristiano para no preguntarle al respecto o no perseguirlo. ¡Cuidado! No confundir este caso con la “compra” de un cerificado de profesión de una religión falsa o de apostasía.
“362. P. ¿Es lícito dar dinero para que no se haga inquisición de tu fe? R. «Licitum est, et saspe magna virtus discretionis est vitam ad Dei gloriam servare, ac fidem tegere modis licitis,» dice Scavini, núm. 1.033.” (Morán)
La razón de esta respuesta afirmativa está en que se trata de un simple salvoconducto. No es malo en sí evitar una injusticia mediante el pago de dinero, como consta en la Escritura en el caso de Jasón, y otros discípulos de San Pablo, que se redimían por este medio de la persecución de los judíos y de los gentiles de Tesalónica: “después de haber exigido una fianza de parte de Jasón y de los otros, los pusieron en libertad” (Hch. 17, 9)
7. Cuando la confesión de fe fuera en bien del prójimo pero con daño espiritual propio. El caso es el siguiente: en tiempos de persecución, el prójimo está por ser martirizado, y se lo ve vacilante en la fe. Se juzga que, confesando exteriormente la fe se vería fortalecido por el buen ejemplo. Sin embargo, se teme no tener fuerzas para padecer el martirio que tendría lugar luego de la propia confesión de fe. Se pregunta: ¿se está obligado en este caso a profesar la fe para animar al prójimo? Respuesta negativa: quia charitas bene ordinata incipit a semetipso; la caridad bien ordenada empieza por uno mismo. Jamás se puede pecar por el bien espiritual del prójimo, aunque por efecto del pecado se consiguiera la salvación de todo el mundo.
8. Cuando se pregunta por el estado sacerdotal o religioso. En el supuesto de que un sacerdote o religioso fuera interrogado por su condición de tal, y no por su fe, no está obligado a manifestarla y puede guardar silencio o responder con evasivas. Porque como dice Billuart “potest enim esse catholicus, et non sacerdos aut religiosus”.
9. Manifestaciones externas impuestas por la ley eclesiástica. “El sacerdote o religioso que tenga que atravesar países heréticos, puede vestir de paisano y aun comer carne en día de vigilia si de otra manera pudiera ser descubierto y padecer daño. Porque las leyes positivas de la Iglesia no obligan con grave incomodidad, y el hecho de comer carne no supone de suyo negación de la fe (a no ser que se nos obligara a ello precisamente como signo de apostasía), sino mera ocultación o disimulo de la misma” (Royo Marín).
10. Bendecir los alimentos. “El católico que come juntamente con acatólicos no está obligado a las preces de bendición de la mesa, etc., porque esas preces no son obligatorias (aunque muy recomendables) y su omisión no supone negación o desprecio de la fe. Aunque haría un acto de noble valentía confesando públicamente su religiosidad, que le atraería, además, el respeto y admiración de los circunstantes.” (Royo Marín).
11. Vestimentas y otros signos. Se han planteado diversos casos sobre el modo de vestir de fieles y sacerdotes en territorios no católicos o en los cuales hay persecución. Los autores mencionan el uso de túnicas, turbantes, símbolos civiles, etc. El principio para resolver estos casos se encuentra expuesto supra en A.2.
“¿Es lícito usar de los distintivos de los enemigos de la Religión católica? Si sólo son signos distintivos de nación, sin referirse a Religión, o si sólo sirven para distinguir la persona, la nacionalidad, etc., como el nombre, turbante o el  vestido, sí; porque esto es una cosa pure política: si el vestido o signo se refiere a religión en general, también es lícito usarle con alguna causa justa; v. gr.: para evitar persecuciones, vejaciones, etc., porque su institución primaria es cubrir la desnudez; pero si son distintivos primo et per se para profesar secta, v. gr., los ornamentos con que funcionan los ministros de las religiones falsas , no es lícito usarlos, porque eso sería negar la fe.” (Díez).
En conclusión, hay que decir que para la doctrina católica tradicional el huir de la persecución, el ocultar o disimular la fe -bajo determinadas condiciones- no es malo, ni implica sustraerse al deber de dar testimonio de Cristo. Porque la profesión externa de fe no es algo que obligue siempre, y en toda circunstancia. 


lunes, 28 de noviembre de 2016

Perversión ideológica del testimonio

La vocación martirial no es fruto de un esfuerzo humano, sino respuesta a una llamada de Dios, que concede la gracia de dar ese testimonio supremo. Esto explica la perseverancia sobrehumana que manifestaron tantos mártires. Esta verdad fue ya comprendida en los primeros tiempos del cristianismo, como se deduce no sólo de las actas de los mártires, sino también de la orden de no buscar el martirio o exponerse imprudentemente a él, sino de dejar a Dios toda la iniciativa, ya que sólo él puede dar la fuerza necesaria para enfrentarse con la prueba.
Además del martirio, dar testimonio de Cristo es tarea de todo bautizado (obispos, sacerdotes, y laicos). Un testimonio específico de tipo escatológico se realiza mediante la profesión de los consejos evangélicos en la vida religiosa. Además, la Iglesia testimonia mediante palabras y obras, por medio de la profesión de fe.
En esta entrada vamos a considerar la profesión de fe como testimonio. Algunas personas aceptan que es posible una perversión ideológica del martirio. Pero no logran ver que pueda darse análoga perversión en la profesión externa de la fe como testimonio cristiano. Intentaremos dar una explicación (1). Se dice tradicionalmente que de la fe se siguen tres obligaciones positivas y dos negativas. Positivas: conocer los misterios de la fe; creer interiormente en estos misterios; y profesarlos exteriormente. Negativas: no disentir interiormente de la fe; y no negarla exteriormente. Vamos a concentrarnos en lo exterior:
1. Profesar exteriormente la fe. La profesión de fe es externa cuando se manifiesta a otros hombres, sea de palabra o mediante hechos (2). Es obligatoria por ley divina y también por ley eclesiástica. Pero, ¿hay que hacerla siempre y en toda circunstancia? No, porque el mandamiento divino es afirmativo; es válido siempre pero no en todas las circunstancias: semper, sed non pro semper (3) de acuerdo con la tradicional fórmula escolástica.
¿En qué circunstancias se debe profesar exteriormente la fe? Guardando las condiciones requeridas para que un acto sea virtuoso (4) es positivamente obligatoria por ley divina (incluso con peligro de la propia vida) cuando lo exige así el honor de Dios o el bien del prójimo.
1.1. Cuando lo exige el honor de Dios.
a) Cuando un cristiano es interrogado por la legítima autoridad (no por un hombre privado), y el silencio o disimulo equivaliese a negar la fe (Dz 1168: cf. Mt. 10,32-33). La persona que es preguntada pública o privadamente por la autoridad, aunque sea un tirano o un usurpador, tiene obligación grave de confesar la fe. No la tiene cuando es preguntada por una persona privada y en tal caso puede guardar silencio, o responder con evasivas, pues no hay irreverencia a Dios y quien interroga no tiene derecho a preguntar.
b) Cuando por odio a la religión fuese alguno impulsado, por personas públicas o privadas, a negar la fe de palabra o de obra (p. ej. el empleador que obligara a sus trabajadores a comer carne en día de vigilia precisamente por odio a la Iglesia o desprecio de la fe).
c) ¿Y cuando se presencia una blasfemia o un sacrilegio? Se responde con distinción: si se espera que con nuestra confesión exterior de fe se evitará el mal, o se promoverá el bien, la respuesta es afirmativa; de lo contrario, la respuesta es negativa. 
“Cuando viéremos pisar cosas sagradas o blasfemar de la fe, debemos confesar la fe; pero esta obligación se entiende en el caso de que se espere que de nuestra confesión ha de resultar algún provecho para evitar el mal o promover el bien; porque es como la corrección fraterna, que no obliga si no se espera utilidad alguna. «Si sic ista (mala) possit impedire» dice Billuart…” (Morán)
1.2. Cuando lo exige el bien del prójimo.
El provecho espiritual del prójimo exige que profesemos externamente nuestra fe cuando de lo contrario se seguiría un grave escándalo o un grave peligro espiritual. Un ejemplo de la primitiva cristiandad -que menciona Prümmer- es el de los libeláticos que no negaban la fe pero escandalizaban al prójimo obteniendo un "certificado" de idolatría.
También se debe hacer profesión externa de fe en los casos en los cuales el ley eclesiástica lo impone. 
2. No negar exteriormente la fe. Nunca se debe negar exteriormente la fe. Como todo precepto negativo, obliga siempre y en toda circunstancia, semper et pro semper; porque siempre está prohibido negar la fe verdadera y profesar o simular una fe falsa. Por ninguna razón, y en ninguna circunstancia, ni siquiera cuando se trata de la propia vida (Mt. 10, 33; Luc., 11, 26) puede hacerse tal cosa.
3. ¿Puede ocultarse o disimularse la fe? En determinadas circunstancias es lícito ocultar o disimular exteriormente la fe, siempre que no equivalga a su negación. Así, ante preguntas indiscretas sin autoridad, vejaciones inútiles, etc., aunque la profesión de la fe pueda ser un acto de verdadera virtud, el callar o disimular la fe con palabras equívocas puede ser legítimo por causa justa y a veces recomendable. Para las aplicaciones más comunes de este principio puede verse Royo Marín (v. aquí, n. 286). No lo transcribimos para no alargar de más esta entrada.
En conclusión, la profesión externa de fe como manifestación de testimonio no es un absoluto moral como alguno erróneamente pudiera suponer; hacer de esta exigencia positiva algo debido semper et pro semper implica un error moral, contrario a la doctrina católica, y constituye una corrupción ideológica del testimonio cristiano. Sí es absoluta, en cambio, la exigencia de no negar exteriormente la fe, lo cual nunca puede hacerse bajo ninguna excusa. 


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(1) Esta entrada está tomada casi al pie de la letra de manuales tradicionales (Roberti, Prümmer, Royo Marín, etc.) que en formato digital son de acceso público. Omitimos hacer citas textuales entre comillas para no extendernos demasiado. Si se desea profundizar el tema puede consultarse el DTC (v. Profession de foi, aquí).
(2) “Fidei professio est externa eius manifestatio coram aliis hominibus facta, et fieri potest sive verbis sive factis; praecipitur autem 1. a lege divina; 2. a lege ecclesiastica.” (Prümmer)
(3) “praeceptum divinum profitendi fidem est praeceptum affirmativum, ac proinde non semper obligat” (Prümmer). Cfr. Santo Tomás, S.Th. II-II, 33, 2.
(4) S. Th., II-II, 3, 2.

sábado, 26 de noviembre de 2016

El Papa elogia a Bernard Häring




Iraburu, J. Infidelidades en la Iglesia, pp. 4-5.

El «caso Washington»
Vengamos a un caso concreto, antes aludido, muy especialmente significativo. George Weigel, famoso por su biografía de Juan Pablo II, cuenta detalladamente cómo fue la crisis de la Humanæ vitæ en la archidiócesis de Washington, y concretamente en su Catholic University of America, donde, ya antes de publicarse la encíclica, se había centrado la impugnación del Magisterio (El coraje de ser católico, Planeta, Barcelona 2003,73-77).
«Tras varios avisos, el arzobispo local, el cardenal Patrick O’Boyle, sancionó a diecinueve sacerdotes. Las penas impuestas por el cardenal O’Boyle variaron de sacerdote a sacerdote, pero incluían la suspensión del ministerio en varios casos». Los sacerdotes apelan a Roma, y la Congregación del Clero, en abril de 1971, recomienda «urgentemente» al arzobispo de Washington que levante las aludidas sanciones, sin exigir de los sancionados una previa retractación o adhesión pública a la doctrina católica enseñada por la encíclica. Esta decisión, inmediatamente aplicada, fue precedida de largas negociaciones entre el Cardenal O’Boyle y la Congregación romana. «Según los recuerdos de algunos testigos presenciales, todos los implicados [en la negociación] entendían que Pablo VI quería que el “caso Washington” se zanjase sin retractación pública de los disidentes, pues el papa temía que insistir en ese punto llevara al cisma, a una fractura formal en la Iglesia de Washington, y quizá en todo Estados Unidos. El papa, evidentemente, estaba dispuesto a tolerar la disidencia sobre un tema respecto al que había hecho unas declaraciones solemnes y autorizadas, con la esperanza de que llegase el día en que, en una atmósfera cultural y eclesiástica más calmada, la verdadera enseñanza pudiera ser apreciada».
La disidencia tolerada

Casos como éste, y muchos otros análogos producidos sobre otros temas en la Iglesia Católica, enseñaron a los Obispos, a los Rectores de seminarios y de Facultades teológicas, así como a los Superiores religiosos, que en la nueva situación creada no era necesario aplicar las sanciones previstas en la ley canónica (Código de Derecho Canónico c.1371) a quienes en la docencia o en la predicación pastoral y catequética se opusieran a la enseñanza de la Iglesia. Más aún, todos entendieron que era positivamente inconveniente defender del error al pueblo cristiano con estas sanciones, si ello podía traer escándalos o aunque solo fuere tensiones y conflictos en la convivencia eclesial. También los profesores de teología, religiosos y laicos líderes aprendieron con estos acontecimientos que era posible impugnar públicamente temas graves de la doctrina católica sin que ello trajera ninguna consecuencia negativa. […].
La disidencia privilegiada
En pocos años la disidencia teológica, al menos dentro de ciertos límites, pasó de ser tolerada a ser privilegiada en bastantes medios eclesiales. Es la situación actualmente vigente en no pocas Iglesias del Occidente. En ellas es difícil que un teólogo sea prestigioso si no tiene algo o mucho de disidente respecto de «la doctrina oficial» de la Iglesia. El teólogo fiel a la doctrina y a la tradición de la Iglesia será generalmente estimado como adherente a una teología caduca, superada, meramente repetitiva, ininteligible para el hombre de hoy, creyente o incrédulo. Por el contrario, el haber tenido «conflictos con la Congregación de la Fe, el antiguo Santo Oficio», marcará en el curriculum de los autores un punto de excelencia. El P. Häring (1912-1998), por citar el ejemplo de un disidente próspero, se jubiló como profesor de la Academia Alfonsiana en 1987. Todavía en 1989, exigía que la doctrina católica sobre la anticoncepción se pusiera a consulta en la Iglesia, pues acerca de la misma «se encuentran en los polos opuestos dos modelos de pensamiento fundamentalmente diversos» («Ecclesia» 1989, 440-443). Efectivamente, fundamentalmente diversos e irreconciliables. Y aún tuvo ánimo para arremeter con todas sus fuerzas contra la encíclica Veritatis splendor (1993), especialmente en lo que ésta se refiere a la regulación de la natalidad: «no hay nada [...] que pueda hacer pensar que se ha dejado a Pedro la misión de instruir a sus hermanos a propósito de una norma absoluta que prohíbe en todo caso cualquier tipo de contracepción» («The Tablet» 23-X-1993). En la conmovedora página-web que la Academia Alfonsiana dedica a Bernard Häring como memorial honorífico, mientras se escucha el canon de Pachelbel, puede conocerse que a este profesor «le llovieron honores y premios» de todas partes, y que «es considerado por muchos como el mayor teólogo moralista católico del siglo XX». […]


El discernimiento es el elemento clave: la capacidad de discernimiento. Y estoy notando precisamente la carencia de discernimiento en la formación de los sacerdotes. Corremos el riesgo de habituarnos al «blanco o negro» y a lo que es legal.
Estamos bastante cerrados, en general, al discernimiento. Una cosa es clara: hoy en una cierta cantidad de seminarios ha vuelto a reinstaurarse una rigidez que no es cercana a un discernimiento de las situaciones.
Y eso es peligroso, porque nos puede llevar a una concepción de la moral que tiene un sentido casuístico. Con diferentes formulaciones, se estaría siempre en esa misma línea. Yo le tengo mucho miedo a esto.
Eso ya lo dije en una reunión con los jesuitas de Cracovia, durante la Jornada Mundial de la Juventud. Allí los jesuitas me preguntaron qué creía que podía hacer la Compañía y respondí que una tarea importante de la Compañía era la de formar a los seminaristas y sacerdotes en el discernimiento. Nuestra generación, quizás los más jóvenes no, pero mi generación y alguna de las sucesivas también, fuimos educados en una escolástica decadente. Estudiábamos con un manual la teología y también la filosofía.
Era una escolástica decadente. Para explicar el «continuo metafísico», por ejemplo — me causa risa cada vez que me acuerdo —, nos enseñaban la teoría de los «puncta inflata ». Cuando la gran Escolástica empezó a perder vuelo, sobrevino esa escolástica decadente con la cual han estudiado al menos mi generación y otras. Ha sido esa escolástica decadente la que provocó la actitud casuística.
Y, es curioso: la materia «sacramento de la penitencia», en la facultad de teología, en general — no en todos lados — la daban profesores de moral sacramental. Todo el ámbito moral se restringía al «se puede», «no se puede», «hasta aquí sí y hasta aquí no». En un examen de «audiendas», un compañero mío, a quien le hicieron una pregunta muy intrincada, con mucha sencillez dijo: «Pero Padre, por favor, eso no se da en la realidad! Y el examinador respondió: «Pero está en los libros».
Era una moral muy extraña al discernimiento. En aquella época estaba el «cuco», el fantasma de la moral de la situación… Creo que Bernard Häring fue el primero que empezó a buscar un nuevo camino para hacer reflorecer la teología moral. Obviamente en nuestros días la teología moral ha hecho muchos progresos en sus reflexiones y en su madurez; ya no es más una «casuística»
En el campo moral hay que avanzar sin caer en el situacionalismo; pero por otro lado hay que hacer surgir la gran riqueza contenida en la dimensión del discernimiento; lo cual es propio de la gran escolástica.
Cuando uno lee a Tomás o a san Buenaventura, se da cuenta de que ellos afirman que el principio general vale para todos, pero — lo dicen explícitamente —, a medida que se baja a los particulares la cuestión se diversifica y se dan muchos matices sin que por eso cambie el principio.
Ese método escolástico tiene su validez. Es el método moral que usó el «Catecismo de la Iglesia Católica». Y es el método que se utilizó en la última exhortación apostólica Amoris Laetitia, después del discernimiento hecho por toda la Iglesia a través de los dos Sínodos.
La moral usada en Amoris Laetitia es tomista, pero del gran santo Tomás, no del autor de los «puncta inflata». Es evidente que en el campo moral hay que proceder con rigor científico, y con amor a la Iglesia y discernimiento. Hay ciertos puntos de la moral sobre los cuales solo en la oración se puede tener la luz suficiente para poder seguir reflexionando teológicamente.
Y en esto, me permito repetirlo, y lo digo para toda la teología, se debe hacer «teología de rodillas». No se puede hacer teología sin oración. Esto es un punto clave y hay que hacer así.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Dime de qué presumes

Dime de qué presumes y te diré de qué careces, dice un refrán muy usado. Suele suceder que quien alardea de algo precisamente carece de ello. Claro está que esto no pasa en todos los casos, de modo que no cabe aquí establecer una ley universal; y cuando esto sucede, tampoco hay una relación de causalidad necesaria entre el alarde manifestado y la carencia oculta.
Hay distintas explicaciones científicas de este mecanismo, que corresponden a los especialistas. El lego en Psicología, no obstante, puede quedarse en un nivel fenoménico e introspectivo.
Dicen los psicólogos que un síntoma característico de este mecanismo de presumir de lo que se carece es el hecho de enfatizar demasiado en ello, haciendo de un punto concreto bandera y hasta cruzada. Así, la persona que incurre en esta presunción se utiliza a sí misma, o a su grupo más inmediato de pertenencia, como modelo de lo que alardea. Aunque su intención no sea tanto convencer a otros, como persuadirse a sí misma de que esto es verdad. Por ejemplo, quienes desean comer hasta hartarse, pero temen engordar y ser rechazados, por lo cual se dedican en forma fanática a promover dietas y a asquearse de la comida chatarra.
En la Iglesia ha habido casos escandalosos de este tipo de conductas. Por lo general, la presunción se manifiesta diluida en la afirmación de “virtudes colectivas”. Así, por ejemplo, se ha dado el caso de un “fundador” que predicaba -con demasiado énfasis- dos cualidades de su grupo:
1. Fortaleza exterior. Esta nota venía afirmada por medio de prácticas de mortificación externa. El uso de cilicios y disciplinas era resaltado como señal de identidad colectiva, para “demostrar” el fervor del propio grupo, y contrastarlo así con la relajación de otros. Ciertamente la mortificación externa tiene un papel en la espiritualidad tradicional. Pero todos los santos, y autores espirituales, enseñan al mismo tiempo la enorme importancia de la mortificación interior. Porque el cuerpo humano puede acostumbrarse al dolor con mayor facilidad que el alma a la mortificación interna. Esta requiere muchas veces la renuncia de la propia voluntad por la obediencia, el control de la imaginación y de la memoria, la rectificación de los movimientos del amor propio, de la soberbia, del afecto desordenado, etc. Es mucho más trabajosa.
2. Heterosexualidad. Aunque la sola inclinación homosexual constituye un desorden mientras no se manifieste en actos voluntarios, no hay pecado. Quienes poseen esta tendencia desordenada deberán santificarse cargando con esta cruz.
La Iglesia tiene una experiencia secular para discernir, en estos casos, quiénes son ineptos para el sacerdocio o la vida religiosa. Lamentablemente no se han aplicado los criterios tradicionales de modo suficiente, al menos desde la década de 1950, lo cual ha causado grandes daños eclesiales y personales.
Pero lo que ha llamado la atención respecto de cierto “fundador” ha sido su insistencia –casi obsesiva- en presumir de heterosexualidad. En este caso, el alarde se ha visto desmentido por testimonios creíbles y finalmente por una condena de la autoridad eclesiástica. El “fundador” de marras no sólo tiene una tendencia homosexual sino que la ha puesto en acto, aprovechándose de su condición de sacerdote y superior religioso. Triste, lamentable, pero real...
También se observa que otras personas, a veces pertenecientes al estado laical, hacen alarde explícito y persistente, o dan por sobreentendido, que son heterosexuales y muy “machotes”. ¿Acaso presumen en exceso de lo que quisieran ser pero no son? ¿Alardean como un mecanismo de defensa? Es un misterio mientras quede en el fuero interno; los hombres no podemos juzgar con certeza de lo interior no manifestado, aunque a veces podamos sospechar sin temeridad.
En todo caso, hay que rezar por ellos para que, si tienen una tendencia desordenada, no la pongan en acto y correspondan a las gracias necesarias para llevar su cruz. Y también, si no tienen ese desorden, para que no olviden la sentencia paulina: El que crea estar seguro, mire no caiga (l Cor 10,12).

lunes, 21 de noviembre de 2016

Acción y contemplación (y 3)

4.1. Vida activa. Consiste en los actos de las virtudes morales, sobre todo de la justicia y de la misericordia para con el prójimo; dispone a la contemplación, porque disciplina las pasiones y pacifica el alma. Ejemplos característicos de las obras de esta clase de vida son las ocupaciones exteriores, como el dar limosna o practicar la hospitalidad; que de suyo son menos perfectas que la contemplación, a no ser en caso de necesidad (II-II, 188, 6).
4.2. Vida contemplativa. Une con Dios de un modo más directo e inmediato, introduce en la intimidad divina; por eso es más noble que la vida activa; es “la mejor parte", que durará eternamente.
4.3. Vida mixta. La vida apostólica perfecta, tal como se ha mostrado en los Apóstoles inmediatamente después de Pentecostés y en los obispos sus sucesores, fluye de la plenitud de la contemplación. Ejemplos típicos son la predicación y la enseñanza, cuando proceden de la contemplación, y son más perfectas que la simple contemplación, pues de suyo es más perfecto iluminar que arder; es el contemplata aliis tradere de los sacerdotes que predican, o de las religiosas que en enseñan el catecismo.
5. Relaciones. Santo Tomás dedica en la Suma una cuestión a precisar las relaciones entre la vida activa y la contemplativa (II-II, 182).
5.1. La vida contemplativa es (de suyo, objetivamente) mejor que la contemplativa. «María ha escogido la mejor parte» (Lc 10,42), dice el Señor. El Aquinate afirma la superioridad de la vida contemplativa sobre la activa, dando hasta ocho razones -tomadas de Aristóteles- para probar la tesis, con argumentos que convienen analógicamente a la contemplación natural y a la sobrenatural. Teológicamente, la vida contemplativa sobrenatural es superior a la activa por razón de su principio, de su objeto y de su fin.
5.2. La vida contemplativa es (de suyo, objetivamente) más meritoria que la activa. Por la mayor dignidad del principio, del objeto y del fin de la vida contemplativa (v. 5.1.). Y porque la raíz del mérito es la caridad, y de los actos que tiene la caridad el amor directo de Dios es más meritorio que el amor del prójimo.
5.3. Pero puede ocurrir que la vida activa sea más meritoria que la contemplativa. Esto podría darse de tres maneras: a) por parte del sujeto: el que realiza las obras de la vida activa con un intenso amor a Dios tiene mayor mérito que el que se entrega de una manera tibia y negligente a la contemplación; b) por parte de los actos: la vida activa se extiende a muchos más actos que la contemplativa; todo acto realizado en caridad es meritorio; luego, numéricamente, son más los méritos de la vida activa y, a igual intensidad, mayor mérito; c) por redundancia de la contemplación: la vida activa no debe considerarse como contrapuesta a la contemplación, sino como un desbordamiento hacia fuera de la plenitud interior. Estamos en ámbito de la denominada vida mixta.
5.4. Si la vida activa obstaculiza o favorece a la contemplativa. Pareciera que esto es así, porque la acción exterior implica agitación y dispersión; sin embargo, dice San Gregorio que el que quiera vacar a la contemplación es preciso que antes se ejercite en el campo de la vida activa.
a) En un aspecto, la vida activa se opone a la contemplativa. El hombre activo se ocupa de muchas de obras exteriores, sobre todo los que están constituidos en autoridad: atender a las necesidades de cada uno, gobernar, etc. Todas estas cosas no se pueden hacer sin el ejercicio de las virtudes prácticas que impiden en muchas cosas el ejercicio de las intelectuales (p. ej., por falta de tiempo para ello). En este sentido resulta prácticamente imposible el ejercicio eminente de ambas vidas a la vez. Solamente Nuestro Señor Jesucristo las realizó juntamente en grado eminente, lo mismo que la Virgen por gracia especialísima de Dios. Los grandes contemplativos, cuando llegan a la cumbre de la vida mística, se aproximan mucho a este ideal, juntándose en ellos Marta y María, como dice Santa Teresa. Tal parece que fue la vida de San Pablo, cuya prodigiosa actividad exterior en nada comprometió su vida contemplativa, lo mismo que otros grandes contemplativos, tales como Santa Catalina de Siena, Santa Teresa, etc.
b) En otro aspecto, la vida activa favorece a la contemplativa. La vida activa pone orden en las obras exteriores, ejercita las virtudes que encauzan las pasiones y no deja lugar a los fantasmas de la imaginación, que encontrarían abundante alimento en la ociosidad e impedirían el sosiego de la contemplación.
5.5. Si la vida activa es anterior a la contemplativa. La respuesta es con distinción: según el orden de dignidad, la vida contemplativa es anterior a la activa, a quien ordena y dirige. Pero, según el orden de tiempo, la vida activa es anterior a la contemplativa, para la que dispone al sujeto. La forma viene cuando el sujeto está bien dispuesto; y esta disposición la realiza la vida activa principalmente en sus primeras fases (purgativa e iluminativa); y nunca puede prescindirse enteramente de ella, pues no hay sujeto tan perfecto y bien dispuesto que no pueda disponerse más para una ulterior perfección. Por eso dice Santo Tomás que los que por su temperamento inquieto y bullicioso son más aptos para la vida activa, pueden con ella prepararse a la contemplación, y los que por su índole pacífica y sosegada son más aptos para la contemplación, pueden ejercitarse en las obras de la vida activa para mejor disponerse a la divina contemplación.
5.6. Si es deseable la contemplación. Ésta, es una gracia formalmente santificadora, puesto que procede de la fe viva ilustrada por los dones del Espíritu Santo y bajo el impulso de una ardiente caridad. No desearla equivaldría a no desear la propia perfección.
6. Algunos errores frecuentes. A la luz de todo lo dicho en estas tres entradas, cabe mencionar algunos errores que pueden presentarse:
- En la vida espiritual hay etapas y grados. No hay mística sin ascética; ni Pascua sin Viernes Santo. Puede uno suponer que se encuentra avanzado en la vida interior, cuando en rigor no es más que un principiante. Y así quemará etapas necesarias, andará a los saltos. Y con el pretexto de la mayor dignidad de la vida contemplativa, o por distanciarse del activismo, terminará en un quietismo ilusorio. O bien, dado que la contemplación produce goces que no se quieren abandonar, no estará dispuesto para servir a Dios procurando la salvación del prójimo mediante el apostolado (cfr. Santo Tomás, De Caritate, q. 2, a. 11 ad 6). Pero el quietismo no es contemplación genuina; y el desinterés por la salvación del prójimo está reñido con la auténtica caridad. 
- Confundir la especie con el individuo. Sabido es que la vida activa es buena, la contemplativa es mejor y que la mixta es la óptima. Pero lo dicho por Santo Tomás respecto de las tres vidas es verdadero si se consideran las especies; no si se consideran en los individuos; porque en las personas concretas la vida absolutamente mejor es la que se ejercita con más perfecta caridad. Así, por ejemplo, en cuanto a la especie, es más perfecta la vida de un trapense que la de un salesiano; pero la vida sobrenatural de Fulano, trapense tibio, no es más perfecta que la de Mengano, salesiano santo.  
- La acción no es un sinsentido. No sólo es algo bueno, sino necesario. Una cosa es sostener que la acción es menos digna que la contemplación y que está a su servicio. Otra es denigrarla como si fuera una prostituta. Santo Tomás no duda en afirmar que se pueden alcanzar en la acción los méritos de la contemplación movidos por la exigencia de la caridad (S. Th. II-II, 182, 2). 
- Dentro del amplio espectro institutos religiosos, hay una jerarquía de grados de excelencia, que se toma del fin al que principalmente se dedican y secundariamente por las prácticas a que se obligan. En esta perspectiva, los institutos con votos solemnes y perpetuos son los más perfectos; y la vida religiosa es, en principio, tanto más perfecta cuanto más efectivamente renuncia al mundo. Pero esto es así desde un punto de vista abstracto y formal, consideradas las cosas en su especie; porque lo mejor para cada individuo pasa, en concreto, por corresponder a los dones recibidos, y no por una comparación de institutos, para luego auto-determinarse suponiendo que Dios va a dar unas gracias que no ha prometido, sino que da gratuitamente a quienes elige.


viernes, 18 de noviembre de 2016

Acción y contemplación (2)



Lo dicho en la entrada anterior debe enfocarse ahora desde una perspectiva sobrenatural que es distinta –aunque no opuesta- a la natural. Así, hay coincidencias de términos y analogías entre contemplación natural y contemplación cristiana. Pero no se puede obviar lo original de la contemplación infusa. Sin hacer una comparación detallada, se puede señalar que el objeto de la contemplación cristiana no es el Dios de los filósofos, sino la Trinidad revelada por Jesucristo. En esta contemplación, la caridad está en el punto de partida del deseo de conocer, sostiene el ascetismo y se ubica en su término amoroso. De modo que es posible que uno, siendo cristiano, tenga grandes dotes para la especulación sin salir nunca del plano natural por faltarle la gracia, o que nunca logre la contemplación infusa porque no ha progresado en la vida espiritual. No hay que olvidar que:
Melior est (in vita) amor Dei, quam Dei cognitio" (I, q. 82, a. 3). Aunque la inteligencia sea superior a la voluntad a la cual dirige, en la tierra el conocimiento de Dios es inferior al amor de Dios, porque cuando en la tierra conocemos a Dios, lo atraemos en cierta manera hacia nosotros, y para representárnoslo le imponemos el límite de nuestras ideas limitadas; mientras que cuando lo amamos, nosotros somos atraídos hacia El, elevados hacia El, tal como es en Sí mismo. Y por eso el acto de amor de un santo, como el Cura de Ars, explicando el catecismo, vale más que una sabia meditación teológica inspirada por un amor menor.” (Garrigou-Lagrange).
1. Todos los católicos tienen vocación contemplativa. Esta afirmación pudiera chocar en una primera lectura, pues se tiende a pensar que vocación contemplativa es sinónimo de estado religioso de vida contemplativa, como es el de los anacoretas y cenobitas, y de hecho, en la Iglesia hay diversidad de vocaciones. Hay que disipar esta confusión.
a) Contemplación sobrenatural. Ya no se trata de una actividad contemplativa de orden natural –que podríamos denominar especulación- como la que realiza un metafísico. Se habla ahora de una operación sobrenatural, fruto de la infusión de la gracia generadora del organismo sobrenatural. Los tomistas coinciden en que no hay más que una especie de contemplación cristiana: la contemplación infusa y totalmente sobrenatural. Especificando más, agregan que procede formalmente de los dones del Espíritu Santo (es  acto de los dones de inteligencia y sabiduría), que la caridad es causa de los dones y, por medio de ellos, de la contemplación. Se la define como “visión simple, afectuosa y prolongada de Dios y de las cosas divinas, efecto de los dones del Espíritu Santo y de una gracia actual especial que se apodera de nosotros, y nos hace habernos más pasiva que activamente” (Tanquerey). Así, Dios es conocido y amado de un modo experimental, que no puede explicar el lenguaje humano. No es inducción, ni deducción, sino simple intuición, que todavía no es visión clara de Dios; una especie de contacto con Dios que hace sentir su presencia y gustar de ella.
b) Vocación universal a la contemplación sobrenatural. Este punto no es más que la conclusión de un silogismo sencillo. Todos los católicos están llamados a la santidad. La contemplación infusa es parte (eminente) de la santidad. Luego… Es sentencia común entre los tomistas, vigorosamente defendida por Garrigou-Lagrange, que todo bautizado tiene vocación (general y remota) a la contemplación infusa. Todo bautizado significa que no se trata de una vocación exclusiva de algunos (obispos, sacerdotes, religiosos, monjes, etc.), sino de todo fiel católico en gracia. También de los fieles más rústicos, los que no saben nada de filosofía, ni de teología; y no se excluye a los casados, pues a pesar de lo que alguno pudiera insinuar, Cristo no instituyó seis sacramentos y un desliz… 
2. Pero no todos los católicos tienen vocación a la vida religiosa contemplativa. Este punto lo tratamos en una entrada precedente. Si la vocación religiosa no la reciben todos los fieles, mucho menos se puede decir que todos los católicos están llamados a una vocación religiosa contemplativa (a hacerse cartujos, por ejemplo). Están llamados, sí, a la santidad y a la contemplación infusa como su punto culminante. 
3. La perfección no es un estado; pero hay estado de perfección. El denominado estado de perfección (expresión legítima, si se la entiende bien) consiste en la práctica efectiva de los consejos evangélicos. Pero la perfección no es un estado sino que consiste esencialmente en la perfecta caridad. Razón por la cual, recuerda Santo Tomás, en el estado de perfección hay muchos que tienen una caridad imperfecta, o nula, “como muchos obispos y religiosos que viven en pecado mortal... Mientras que hay muchos laicos, también casados, que poseen la perfección de la caridad”. Si la perfección fuese un estado, habría que concluir que Martín Lutero y Marcial Maciel fueron santos por pertenecer a un estado de perfección, el religioso. La clave para no caer en confusión está en distinguir entre la perfección de estado y la perfección personal; sabiendo que en no pocos casos son imperfectas personas que viven estado de perfección, y que son perfectas personas que no viven en dicho estado. 
4. Vida contemplativa, activa y mixta. Santo Tomás trata esta cuestión de las diferentes formas de vida partiendo del ejemplo de las anfitrionas de Cristo en casa de Lázaro: Marta y María (Lc 10, 38-42), símbolos tradicionales de la vida activa y contemplativa. 
“Con relación a la perfección cristiana, Santo Tomás distingue tres clases de vida: la vida contemplativa, la vida activa y la vida mixta o apostólica (II-II, q. 179 ss.). En efecto, unos se consagran principalmente a la contemplación de las cosas divinas, otros a las obras exteriores de misericordia, y los apóstoles a la enseñanza de la doctrina revelada y a la predicación que debe derivarse de la contemplación (q. 188, a. 6).” (Garrigou-Lagrange).
Se habla de vida para designar un modo de vivir, cierto carácter espiritual, resultante de la especialización por las actividades u obras. Vale decir que son las ocupaciones dominantes las que especifican el tipo de vida: contemplativa, activa y mixta. Estos tres tipos de vida se presentan tanto en el estado religioso, con la diversidad de sus formas institucionales, como en el laical, cuando los seglares, que no son llamados al primero, organizan su vida en función de ciertas ocupaciones predominantes.
La santidad cristiana consiste en la perfecta caridad por lo cual el tipo de vida a elegir se determina para cada uno por las exigencias concretas de esta virtud. La vida elegida, por más perfecta que sea en su especie, no es algo que santifique de modo automático, con independencia los dones que Dios concede a cada persona. 
En la próxima entrada lo veremos un poco mejor.


miércoles, 16 de noviembre de 2016

Acción y contemplación (1)

Se ha debatido en otras bitácoras sobre la relación entre acción y contemplación. Es un tema sobre el cual tal vez se haya dicho todo. Sin embargo, a juzgar por algunos comentarios, pareciera que siempre hay que volver sobre algunas las ideas fundamentales. Conviene enfocar el tema en una doble perspectiva: natural y sobrenatural. Haremos el intento en esta entrada y en las siguientes.
- El ocio aparece como lo opuesto al negocio. En la civilización moderna se tiende a dar primacía al negocio sobre el ocio, el cual tiene mala fama, pues ocio parece sinónimo de pereza, cosa inútil y por ello  mala. 
“...la vida humana se ha estructurado (casi de modo exclusivo y excluyente) en función del trabajo. En efecto, si el hombre vive para trabajar, […] el ocio y la contemplación se presentan como instancias «sospechosas». En este sentido, «ocio» equivale a ausencia de trabajo, a reticencia al esfuerzo, a holgazanería. Al respecto el pensador alemán Josef Pieper expresa: «… en un mundo configurado precisamente por el principio de utilidad no puede haber un espacio de tiempo no útil, como tampoco puede darse un trozo de terreno sin aprovechamiento. Fomentar algo así sería como caer irremediablemente en el concepto de “sabotaje cultural”»
Como se puede apreciar, el ocio es entendido ampliamente en términos de «negación», como «ausencia de», no descubriéndose en este estado ninguna positividad. Seguramente hemos oído hablar a los economistas de este modo: «mano de obra ociosa».” (Lasa) 
- Sin embargo, el ocio es objetivamente más digno que el negocio. Una vida sin espacio para el ocio, que sature el tiempo con el trabajo, para “no pensar” y “sentirse bien”, matará en el ser humano las preguntas capitales en el camino de la felicidad. Esclavizado de este modo por el negocio el hombre se degrada.
“El ocio es un estado del alma que se manifiesta en una «forma de callar», en un «no anticiparnos a nada» con nuestro hacer para que podamos percibir la realidad tal cual es. Así como sólo puede oír aquel que calla, así también sólo puede percibir lo real el que no se anticipa a la mostración de las cosas, y las dejar ser «aquello que son». Sólo de esta manera es posible que cada hombre pueda encontrarse con su propio ser, con aquello que es y con aquel Ser que da consistencia a toda creatura. Sin el ocio, el hombre se transforma en un «perezoso». Ciertamente, la acedia (la pereza) significa, originariamente, la renuncia por parte del hombre al rango que se le fija en virtud de su propia dignidad, lo cual equivale a decir que ese hombre no quiere ser aquello que Dios quiere que sea. Este hombre se resiste, de este modo, a ser él mismo.” (Lasa)
- Con la ausencia del ocio contemplativo, muere el saber porque cesa el pensamiento, y se cosifica al hombre. 
“…quien no ve, no conoce; quien no conoce, no sabe. No pararse para ver es condenarse a un perpetuo turismo de masas: una mirada fugaz a este o a aquel lugar, cuatro charlas y una docena de trivialidades aliñadas con despropósitos, un pasar por doquier sin haber parado en un solo lugar. 
Sin contemplación no hay saber, muere la scientia porque cesa el pensamiento. Frente a la planta se para el botánico para «verla» u «observarla» con el fin de estudiar su vida, - clasificarla, describirla, conocerla; se para el filósofo y el teólogo para «reflexionar» sobre los problemas del mundo y de Dios; se para todo el que realiza un trabajo, si quiere que su obra sea válida…
Reducir el espacio de la contemplación —que exige un ambiente favorable y no hostil, de silencio y de tranquilidad; que exige tanto amor para lo que se quiere ver y para el propio ver o para la búsqueda, y por lo mismo tanta disponibilidad, dedicación, sacrificio y humildad— es empequeñecer el espacio del conocimiento hasta la anulación del saber. Todo ello en provecho a los slogans vulgares de que la contemplación es «pérdida de tiempo», «egoísmo antisocial», etc…. Combatir la contemplación o reducirla de espacio hasta identificarla con una actitud antisocial o egoística, «aristocrática», es ser enemigos de una sociedad de hombres libres para hacerse constructores atareados de una masa de bípedos cosificado…” (Sciacca)
- La contemplación natural es necesaria para una vida lograda y el contemplar la verdad produce delectación.
“La contemplación natural o del orden humano es el momento intuitivo del conocer, es la intuición de la verdad: el pintor «ve» intuitivamente desde el punto de vista artístico la «verdad» de un jardín; del mismo jardín el botánico ve intuitivamente desde el punto de vista científico la verdad, y el jardinero ve la suya. Como conocimiento intuitivo, la contemplación se contrapone al conocimiento discursivo; sin embargo, es su fundamento, se contraponen en la colaboración; en la contraposición son llamados a integrarse. Pero como fundamento del conocimiento discursivo, el intuitivo puede darse solo, el otro no: es el primado de la intuición inteligente sobre el discurso racional… Frecuentemente la intuición hace superfluo el conocer discursivo, que viene después para confirmarla: lo precede siempre, a veces espera siglos para tener la llamada confirmación científica, artística, etc. Pero precisamente por esto el conocimiento discursivo es también necesario, no sólo porque confirma al intuitivo, sino porque, a través del discurso, se saca cuanto se hallaba contenido en el intuitivo, que así es fecundo en otros conocimientos; porque aun el discursivo contribuye a que la intuición llegue a ser obra construida...
El conocimiento de una verdad comporta la fruición de cuanto es conocido; cuanto más se profundiza, tanto más crece la fruición, goce desinteresado y también él contemplador, motivado precisamente por el mismo intuir y penetrar, por haber ido dentro y más adentro. Tal fruición es también co-fruición, un gozar de ello junto a los otros.” (Sciacca)
- La contemplación es fundamento necesario de la acción. Si se reemplaza la contemplación por la acción externa, por efecto de dar primacía absoluta de la eficiencia y el éxito, se deshumaniza a la persona y también se vacía la acción.
“El problema de la relación contemplación-acción es hoy planteado por muchos —no sé si por ignorancia o por malicia— en términos de aut-aut: o la una o la otra: quien contempla no obra, quien obra no contempla; urge una elección: o la contemplación o la acción, un término excluye al otro. Este modo de plantear el problema no es sólo sofístico o malicioso —lo digo para los ingenuos— sino que es también vacuo y superficial por cuanto no resuelve el problema mismo; simplemente elimina uno de los dos términos y con esto mismo el problema, operación de la que todo el mundo es capaz. Resolverlo es, en cambio, mantener unidos los dos términos en su relación. En efecto, contemplación y acción no se excluyen, se completan; mejor aún, la contemplación es el fundamento necesario de la acción.  Quien se para para ver o contemplar, y quien «ha visto», sabe: si no sabe, si no contempla, ¿qué hace? No hace, deshace o hace más de lo necesario: sale así fuera del hacer. Por consiguiente, el hacer sin el contemplar nunca es verdadero hacer, sino destruir.
…mientras el verdadero hacer no puede darse sin la previa contemplación, ésta puede darse por sí sola: el momento teorético se da por sí mismo; la verdad es válida en cuanto verdad, mientras que ningún hacer es válido si no se funda sobre el saber. Una ley física es verdadera aunque no produzca nada útil… No sólo el contemplar es el fundamento de la acción, sino que se da también independientemente de la acción que de él depende; pero, afirmada ésta independencia, añadimos: la verdadera contemplación no puede cerrarse en sí misma; se abre a la verdadera acción que nace de ella. Como hemos dicho, las profundas y duraderas obras de poesía, de arte, de caridad, etc., nacen del momento contemplativo.” (Sciacca)
- Dios ha creado al hombre compuesto de alma y cuerpo. El ser humano no es ángel. La corporeidad implica necesidades materiales no sólo para conservar la propia vida, sino también para dedicar tiempo a la contemplación. De aquí viene el legítimo lugar que corresponde al neg–otium en una ordenada escala de bienes. Lo útil no está en la cúspide de los bienes humanos pero tiene una importante función que cumplir, pues si no hubiera neg–otium no habría alimentos, fármacos, vivienda, electricidad, libros… 
Quienes se dedican más a la especulación (investigadores, profesores, abogados, etc.) a veces menosprecian a los que desempeñan oficios más orientados hacia el bien útil. Fastidia, por ejemplo, cuando se dice peyorativamente que los médicos son comerciantes; como si esa profesión, y la medicina en general, debiera vivir del aire; y como si quien la menosprecia no dependiera del comercio para cubrir sus necesidades materiales y de la medicina para tener la salud. 
Señala Aristóteles que de suyo es mejor filosofar que hacer dinero pero si se padece necesidad es preferible enriquecerse (Tópicos, III, 2, 21). La contemplación es una virtud y el hombre necesita ordinariamente de una suficiencia de bienes para el cultivo de la virtud (Santo Tomás, De Regno, I, 15); de modo que sin un mínimo de bienes útiles la contemplación no puede tener lugar. 
Mientras el hombre sea un ser corpóreo el ocio sin el negocio será un imposible antropológico. Rebelarse contra esta realidad implica alzarse contra el Creador y su Providencia. Este querer ser ángeles traerá disgustos, y podrá perturbar hasta la misma salud mental, medio necesario para la especulación.