El dogma de la infalibilidad no es un conflicto armado, ni un torneo deportivo, acerca del cual pueda hablarse en términos de «triunfo» y «derrota». Pero en sentido figurado puede decirse que respecto de la infalibilidad pontificia Newman «triunfó» y también fue «derrotado», según el aspecto que se considere.
Un primer «triunfo» es la definición misma del Vaticano I. No es
posible exponer en una bitácora los debates conciliares, pero es sabido que hay
una notable diferencia entre algunas formulaciones propuestas y el texto
aprobado. De todo esto da cuenta la relación de Mons. Gasser (relator de la
Deputación de la fe) al presentar en el aula del Vaticano I la definición,
sobre todo en sus precisiones sobre el sentido de la
declaración, los sujetos y objetos de la
infalibilidad, etc. A la luz de la definición conciliar, el magisterio
extraordinario tiene una serie importantísima de condiciones y matices. En este
sentido, es interesante destacar la observación restrictiva del propio Gasser de que la
frase «el papa es infalible», en cuanto tal, no es falsa pero es incompleta «porque
el papa es infalible sólo cuando, por medio de un juicio solemne, define una
doctrina sobre la fe y las costumbres, para toda la Iglesia». Tiene el don de
la infalibilidad sólo en el acto de la definición ex cathedra. Por
esta razón se cambió el título del esquema propuesto: en vez de «infalibilidad
del Pontífice romano», se tituló «magisterio infalible del Romano Pontífice».
Aunque el papa puede hablar de muchos modos, la infalibilidad no es un don
que lo acompañe siempre que habla, razón por la cual no
se presume, tal como lo afirmaría posteriormente el código pío-benedictino
de 1917 (c. 1323) y luego el vigente de 1983 (c. 749, 3).
El segundo «triunfo», visto en perspectiva histórica, consiste en
el uso extraordinario de las definiciones ex cathedra.
Uno de los temores de J. Döllinger era que la definición del concilio impulsara
a declarar dogmas sin necesidad; vale decir que el papa se convirtiera en una
suerte de «definidor serial». Era también el anhelo del ultramontano G. Ward:
recibir todas las mañanas con el desayuno el Times y una
encíclica infalible. Pero no sucedió nada de esto. Desde la definición de 1870
pasaron ochenta años sin que los pontífices pronunciaran una sola
definición ex cathedra. Hubo que esperar hasta 1950 para que Pío
XII definiera dogmáticamente la Asunción de María. Y desde ese momento, hasta
el día de hoy, no se ha dado ninguna otra definición ex cathedra.
Tampoco el Concilio Vaticano II hizo uso de la infalibilidad. Sin embargo,
«…después del Vaticano I, asistimos a un hecho bastante nuevo. A
partir de León XIII (1878-1903) se hará frecuente el uso del magisterio
pontificio conocido como “ordinario”, sobre todo a través de encíclicas. De
este modo los papas tratarán de responder a problemas que van surgiendo en
relación con el dogma, la moral, la doctrina social de la Iglesia, etc. Este
magisterio se ejerce además de una forma nueva. Si antes de León XIII los papas
habían intervenido sobre todo formulando condenas y prohibiciones, a partir de
este momento las encíclicas se mostrarán como escritos ricos en indicaciones
positivas y llenos de teología. Esta forma de magisterio ordinario apenas había
sido tomada en consideración en las controversias surgidas en torno al Vaticano
I. Todo parece indicar que no se sospechaba que este tipo de magisterio
dirigido a toda la Iglesia constituiría la forma normal de ejercicio de la
actividad magisterial por parte de los papas, quedando las definiciones
infalibles como caso límite y, por tanto, muy raro» (Ardusso).
Newman murió en 1890, de modo que sólo pudo ver en los últimos años de su larga vida el inicio de este
proceso de empleo cada vez más frecuente del magisterio papal ordinario. Ignoramos si se ocupó explícitamente del tema y
sus últimas obras parecen centradas en otras preocupaciones. No
podemos decir si «triunfó», fue «vencido» o hubo un «empate».
El ámbito en el cual cabría señalar «derrotas» de Newman es el de
la historia de la teología. La primera se dio en el terreno de la reflexión
doctrinal anterior al Vaticano II: los teólogos «ultramontanos» fueron
cubriendo al magisterio ordinario de los pontífices de una «aureola de
infalibilidad», de modo que este magisterio asumió la función de un sucedáneo
de la definición ex cathedra. Y algunos autores –minoritarios,
justo es decirlo- llegaron a defender una infalibilidad de este magisterio
ordinario. Así, el «infalibilismo extremo», que había salido por la puerta del
Vaticano I, reingresaría por la ventana de la teología.
La «segunda derrota» tuvo lugar después del Vaticano II. El «neoconservadurismo
eclesial», retomando argumentos de autores «ultras» pre-conciliares, elevó
a la categoría de «infalibles» las novedades del Vaticano II, para neutralizar
las resistencias del «tradicionalismo». En este punto coincide con el
«sedevacantismo». Otras veces, el «neoconservadurismo» no llegó a este extremo,
pero sí a negar cualquier debate sobre los textos conciliares en sí mismos, al
recubrirlos con una «aureola de infalibilidad» que los vuelve irreformables de
hecho. Las novedades problemáticas del último sínodo serían fruto del «espíritu
del Concilio», construido por medios de comunicación y peritos fracasados.
Pero la «derrota» post-conciliar más destacada de Newman, por su
gravedad y difusión, habría sido la deriva del «progresismo», que pone en duda el
dogma definido en 1870 y no pocos actos infalibles del magisterio precedente.
Tal vez el ejemplo más representativo sea Hans Küng (ver aquí y aquí).
Tantos esfuerzos de Newman por precisar los alcances de la definición dogmática
del Vaticano I, parecen no haber sido suficientes para prevenir los actuales
disparates y la reviviscencia de errores desechados por ese concilio.
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